Nadie de su familia había entendido la decisión de pasar los últimos años de su vida en Alemania, y menos aún él mismo. De repente había sentido que no quería morir en ese país que tan bien lo había tratado durante más de sesenta años. Añoraba leer los periódicos alemanes, el sonido de la lengua alemana en sus oídos. David Goldberg no había emigrado voluntariamente; en aquel entonces, en 1945, salir de Alemania había sido cuestión de vida o muerte, y él siempre había intentado llevar lo mejor posible la pérdida de su hogar. Sin embargo, ya no le quedaba nada que lo retuviera en Estados Unidos. Había comprado la casa de las inmediaciones de Frankfurt hacía casi veinte años, después de que Sarah muriera, para no tener que alojarse en hoteles anónimos cada vez que sus numerosas obligaciones profesionales y personales lo llevaban a Alemania.
Goldberg soltó un hondo suspiro y miró por la enorme cristalera hacia las estribaciones del Taunus, bañadas ya en una luz dorada por el sol del atardecer. Casi no recordaba el rostro de Sarah. Los sesenta años que había vivido en Estados Unidos eran los que más a menudo quedaban borrados de su memoria, e incluso le costaba trabajo acordarse de los nombres de sus nietos. Su recuerdo de los tiempos de antes de América, por el contrario, se había vuelto tanto más nítido, aunque hacía mucho que no pensaba en esa época. A veces, cuando despertaba tras una breve cabezada, tardaba varios minutos en comprender dónde estaba. Después contemplaba con desprecio sus manos nudosas y temblorosas, manos de anciano, con la piel llena de postillas y manchas propias de la edad. Envejecer no era ningún privilegio —menuda tontería—, aunque por lo menos el destino le había ahorrado convertirse en un enfermo dependiente, desvalido y babeante, como muchos de sus amigos y compañeros de viaje, que no habían tenido la suerte de que un infarto los fulminara a tiempo. Él, en cambio, gozaba de una salud de hierro que no dejaba de asombrar a sus médicos, y llevaba años siendo prácticamente inmune a la mayoría de los achaques de la vejez. Eso tenía que agradecérselo a la férrea disciplina con la que había logrado superar todas las pruebas a las que le había enfrentado la vida. Nunca se había abandonado; hasta ese mismo día se preocupaba de vestir con corrección y presentar un aspecto respetable. Goldberg se estremeció al pensar en su última y nada agradable visita a una residencia de ancianos. La visión de esos viejos arrastrándose por los pasillos en bata y zapatillas de estar por casa, con el pelo revuelto y la mirada vacía, como si fueran espíritus de otro mundo, o simplemente sentados sin nada que hacer, le había repugnado. La mayoría eran más jóvenes que él y, aun así, jamás habría permitido que nadie intentara meterlos a todos en el mismo saco.
—¿Señor Goldberg?
Se estremeció y volvió la cabeza. En la puerta vio a su cuidadora, cuya presencia y cuyo nombre olvidaba a menudo. ¿Cómo se llamaba? Elvira, Edith… Qué más daba. Su familia había insistido en que no viviera solo y le había buscado a esa mujer. Goldberg había rechazado a cinco aspirantes al puesto. No quería vivir bajo el mismo techo que una polaca o una asiática; además, para él, el físico de una persona era algo importante. Esa le había gustado enseguida: era grande, rubia, enérgica. Alemana, diplomada en Economía Doméstica y Enfermería. «Es solo por si acaso», había dicho Sal, su hijo mayor. Seguro que el chico le pagaba una fortuna, porque ella aguantaba todas sus manías y recogía las muestras de su creciente decrepitud sin inmutarse siquiera. La mujer se acercó a su sillón y lo examinó con la mirada. Él también le pasó revista. Iba maquillada, el escote de su blusa dejaba ver el comienzo de unos pechos con los que él soñaba alguna que otra vez. ¿Adónde iría? ¿Tendría un novio con el que quedaba en sus noches libres? Goldberg le echaba como mucho cuarenta años, y era bastante atractiva. Pero no pensaba preguntárselo. No quería excesivas confianzas.
—¿Le parece bien si me voy ya? —Su voz tenía un deje ligeramente impaciente—. ¿Tiene usted todo lo que necesita? Le he dejado la cena y las pastillas preparadas, también…
Goldberg la interrumpió con un gesto de la mano. A veces lo trataba casi como si fuera un niño retrasado.
—Váyase ya —dijo, arisco—. Me las arreglaré.
—Mañana temprano, a las siete y media, estaré otra vez aquí.
Eso Goldberg no lo dudaba. Puntualidad alemana.
—Ya le he planchado su traje oscuro para mañana, también la camisa.
—Que sí, que sí. Gracias.
—¿Quiere que conecte la alarma?
—No, lo haré yo mismo más tarde. Usted márchese ya. Que lo pase bien.
—Gracias. —Parecía sorprendida. Nunca le había deseado que lo pasara bien.
Goldberg oyó los tacones de sus zapatos resonar sobre el suelo de mármol del vestíbulo y, después, la pesada puerta de la casa al cerrarse. El sol ya había desaparecido tras las montañas del Taunus, anochecía. El anciano miró al exterior con semblante sombrío. Allí fuera, millones de jóvenes se preparaban para salir y entregarse a un placer despreocupado. Antes, una vez, él había sido uno de ellos, había sido un hombre apuesto, acomodado, influyente, admirado. A la edad de Elvira, no se habría detenido ni un segundo a pensar en esos viejos que, siempre con dolor de huesos y helados de frío, se sentaban en un sillón a esperar con una manta de lana sobre las rodillas artríticas la llegada del último gran acontecimiento de su vida: la muerte. Costaba creer que todavía no le hubiera llegado el turno también a él, que se había convertido en uno de esos fósiles, vestigio de un pasado gris a quien amigos, conocidos y compañeros de viaje habían precedido hacía ya mucho. Solo tres personas quedaban en este mundo con quienes podía hablar de antaño y que lo recordaban de cuando todavía era joven y fuerte.
El sonido del timbre lo sacó de sus cavilaciones. ¿Ya eran las ocho y media? Seguro que sí. Ella siempre tan puntual, igual que esa Edith. Goldberg se levantó del sillón conteniendo un gemido. Había querido hablar urgentemente con él una vez más, sin testigos, antes de la fiesta de cumpleaños del día siguiente. Costaba hacerse a la idea de que también ella, la pequeña, fuese a cumplir ochenta y cinco años. Cruzó el salón y el vestíbulo con pasos anquilosados, lanzó una rauda mirada al espejo que había junto a la puerta y, con una mano, se alisó el pelo, blanco y todavía bastante espeso. Sabía que discutirían, pero aun así se alegraba de verla. Siempre se alegraba. Ella era el motivo principal por el que había regresado a Alemania. Abrió la puerta de la casa con una sonrisa.