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La suite presidencial del Hay-Adams estaba en el octavo piso, con tres ventanales que daban a la calle H y, más allá, al parque Lafayette y la Casa Blanca. Tenía un dormitorio inmenso, un cuarto de baño muy bien equipado de mármol y latón y un salón amueblado con piezas antiguas, televisor y teléfonos ligeramente anticuados y un fax que raras veces se utilizaba. Costaba 3000 dólares por noche, pero ¿qué más le daban estas cosas al intermediario?

Cuando Sandberg llamó a la puerta a las nueve, sólo tuvo que esperar un minuto para que ésta se abriera de par en par y un cordial «¡Buenos días, Dan!» lo saludara.

Backman alargó el brazo y, mientras le estrechaba fuertemente la mano derecha con la suya, tiró enérgicamente de él para atraerlo a su territorio.

—Me alegro de que haya podido venir —le dijo—. ¿Le apetece un café?

—Sí, claro, un café solo.

Sandberg dejó su cartera en una silla y observó a Backman mientras llenaba las tazas desde una cafetera de plata. Mucho más delgado, con el cabello más corto y casi blanco, el rostro demacrado. Se parecía un poco al acusado Backman, pero no mucho.

—Póngase cómodo —le estaba diciendo Backman—. He pedido el desayuno. Nos lo subirán enseguida. —Depositó las tazas en la mesita auxiliar, delante del sofá, y dijo—: Vamos a trabajar aquí. ¿Utilizará una grabadora?

—Si no le importa.

—Lo prefiero. Así se evitan malentendidos. Ambos ocuparon sus posiciones. Sandberg colocó una pequeña grabadora sobre la mesa y después sacó el cuaderno y el bolígrafo. Backman era todo sonrisas y permanecía sentado en su sillón, con las piernas cruzadas tranquilamente y el aire de un hombre que no teme ninguna pregunta. Sandberg se fijó en los zapatos con duras suelas de goma casi sin estrenar. No había ni una sola mota de suciedad en el cuero negro. Como era de esperar, el abogado iba muy bien arreglado: traje azul marino, impecable camisa blanca con puños y gemelos de oro y una aguja por encima de una vistosa corbata rojo y oro que llamaba mucho la atención.

—Bueno, la primera pregunta es, ¿dónde ha estado?

—Por Europa, yendo de acá para allá, viendo el continente.

—¿Durante dos meses?

—Sí, es suficiente.

—¿Algún lugar en concreto?

—Pues, en realidad, no. He pasado mucho tiempo a bordo de trenes, una maravillosa manera de viajar. Se ven muchas cosas.

—¿Por qué ha regresado?

—Ésta es mi casa. ¿A qué otro sitio podría ir? ¿Qué otra cosa podría hacer? Recorrer Europa es estupendo, lo ha sido, pero no puedes convertirlo en una profesión. Tengo trabajo que hacer.

—¿Qué clase de trabajo?

—El de siempre. Relaciones con el Gobierno, asesoría.

—Eso significa volver a los lobbys, ¿no?

—Mi bufete tendrá una rama especializada en lobbys, en efecto. Será una parte significativa de nuestro negocio, pero en modo alguno la más importante.

—¿Y qué bufete será ése?

—El nuevo.

—Écheme una mano que no le entiendo, señor Backman.

—Voy a abrir un nuevo despacho, el Backman Group, con sede aquí, en Nueva York y en San Francisco. Tendremos seis socios inicialmente y, en cuestión de un año, llegaremos aproximadamente a unos veinte.

—¿Quiénes son estas personas?

—Bueno, no puedo revelar sus nombres ahora. Estamos ultimando los detalles, negociando los puntos más complejos, es algo muy delicado. Pensamos cortar la cinta inaugural el primero de mayo, causará sensación.

—No lo dudo. Pero ¿no será un bufete jurídico?

—No, pero tenemos previsto añadir más adelante una sección jurídica.

—Pensé que le habían retirado la licencia cuando…

—En efecto. Pero, con el indulto, puedo volver a presentarme al examen del Colegio de Abogados. Si me apetece empezar a presentar demandas, volveré a echar un vistazo a los libros y conseguiré la licencia. Pero no en un futuro próximo, ahora tengo demasiado trabajo que hacer.

—¿Qué clase de trabajo?

—Poner en marcha la empresa, conseguir el capital y, sobre todo reunirme con posibles clientes.

—¿Podría facilitarme los nombres de algunos de esos clientes?

—Por supuesto que no, pero espere unas semanas y la información ya estará disponible.

Sonó el teléfono del escritorio y Backman frunció el entrecejo.

—Un segundo. Es una llamada que estaba esperando. —Se acercó y levantó el auricular. Sandberg le oyó decir—: Backman, sí, hola, Bob. Sí, mañana estaré en Nueva York. Mira, te llamo dentro de una hora, ¿de acuerdo? Ahora mismo estoy ocupado. —Colgó diciendo—: Perdón.

Era Neal, llamándole según lo acordado exactamente a las 9.15, cosa que seguiría haciendo cada diez minutos a lo largo de una hora.

—No se preocupe —dijo Sandberg—. Hablemos de su indulto. ¿Ha leído los reportajes acerca de la presunta compra de indultos presidenciales?

—¿Que si los he leído? Ya tengo preparado un equipo de defensa, Dan. Mis chicos ya están en ello. Cuando los federales consigan reunir un Gran Jurado, si es que lo consiguen, les he comunicado que quiero ser el primer testigo. No tengo absolutamente nada que ocultar y la insinuación de que pagué dinero a cambio de un indulto es perseguible legalmente.

—¿Se propone presentar una demanda?

—Por supuesto que sí. Mis abogados están preparando ahora mismo una demanda por difamación contra el New York Times y su lacayo, Heath Frick. Será muy desagradable. Será un juicio tremendo y me van a pagar un montón de dinero.

—¿Está seguro de que quiere que yo lo publique?

—¡Pues claro que sí! Y, ya que estamos, permítame dedicar un elogio a usted y a su periódico por la discreción de que han hecho gala hasta ahora. Es muy insólito, pero admirable sin duda.

El reportaje de aquella visita de Sandberg a la suite presidencial ya habría sido más que suficiente para empezar. Pero ahora, el reportaje acababa de ser lanzado a la portada de la mañana siguiente.

—Simplemente para que conste, ¿niega usted haber pagado a cambio del indulto?

—Lo niego rotunda y categóricamente. Y presentaré una demanda contra cualquiera que afirme lo contrario.

—Pues entonces, ¿por qué lo indultaron? Backman cambió de posición en su asiento y estaba a punto de lanzarse a una larga explicación cuando sonó el timbre de la puerta.

—Ah, el desayuno —dijo, levantándose de un salto. Abrió la puerta y un camarero con chaqueta blanca entró empujando un carrito con caviar y toda clase de exquisiteces, huevos revueltos con trufas y una botella de champán Kruger en un cubo de hielo. Mientras Backman firmaba la cuenta, el camarero descorchó la botella.

—¿Una copa o dos? —preguntó el camarero.

—¿Una copa de champán, Dan?

Sandberg no pudo por menos que consultar su reloj. Parecía un poco temprano para empezar a beber alcohol, pero ¿por qué no? ¿Cuántas veces podría estar sentado en la suite presidencial contemplando la Casa Blanca mientras se bebía un champán que costaba trescientos dólares la botella?

—Sí, pero sólo un poquito.

El camarero llenó dos copas, volvió a dejar la botella de Kruger en el cubo de hielo y se marchó de la habitación mientras volvía a sonar el teléfono. Esta vez era Randall desde Boston, el cual tendría que pasarse una hora más sentado junto al teléfono mientras Backman terminaba el asunto que tenía entre manos.

Colgó ruidosamente el teléfono diciendo:

—Coma algo, Dan, he pedido suficiente para los dos.

—No, gracias, antes ya me he tomado un bollo. Sandberg tomó la copa de champán y dio un sorbo. Backman mojó un barquillo en un montón de caviar de quinientos dólares y se lo metió en la boca como habría podido hacer un adolescente con maíz frito y salsa. Masticó mientras paseaba con la copa en la mano.

—¿Mi indulto? —dijo—. Le pedí al presidente Morgan que revisara mi caso. Y la verdad es que no pensé que tuviera el menor interés, pero es una persona muy astuta.

—¿Arthur Morgan?

—Sí, muy infravalorado como presidente, Dan. No se merecía la aplastante derrota que sufrió. Se le echará de menos. Sea como fuere, cuanto más estudiaba el caso Morgan, tanto más se preocupaba. Supo ver a través de la pantalla de humo del Gobierno. Captó sus mentiras. Como antiguo abogado defensor que era, conocía el poder de los federales cuando éstos quieren atrapar a un inocente.

—¿Está diciendo que era usted inocente?

—Por supuesto que sí. No hice nada malo.

—Pero se declaró culpable.

—No tuve más remedio que hacerlo. Primero, nos acusaron a Jacy Hubbard y a mí con pruebas falsas. Nosotros no cedimos. «Que se celebre el juicio —dijimos—. Que nombren un jurado». Les pegamos tal susto a los federales que hicieron lo que suelen hacer siempre. Fueron por nuestros amigos y nuestras familias. Estos idiotas dignos de la Gestapo acusaron a mi hijo, Dan, un chico recién salido de la Facultad de Derecho, que no sabía nada de mis asuntos. ¿Por qué no escribió usted nada acerca de eso?

—Sí, escribí.

—Sea como fuere, no tuve más remedio que asumir la culpa. Para mí se convirtió en un honor. Me declaré culpable para que se retiraran las acusaciones contra mi hijo y mis socios. El presidente Morgan lo comprendió. Por eso me indultaron. Me lo merecía.

Otro barquillo, otro bocado de oro, otro trago de Kruger para regarlo. Paseaba arriba y abajo, ahora sin chaqueta, como un hombre que necesitara librarse de muchos pesos. De pronto, se detuvo y dijo:

—Ya basta de hablar del pasado, Dan. Hablemos de mañana. Mire la Casa Blanca allá al fondo. ¿Ha asistido alguna vez a una cena de Estado, esmoquin, guardia de honor de la Marina a la bandera, elegantes damas con preciosos vestidos?

—No.

Backman se acercó a la ventana y contempló la Casa Blanca.

—Yo he estado un par de veces —dijo con cierta nostalgia—. Y volveré. Déme dos o puede que tres años y un día me entregarán en mano una invitación de cartulina con letras doradas en relieve: «El Presidente y la Primera Dama solicitan el honor de su presencia…» —Se volvió y miró con una relamida sonrisa a Sandberg—. Esto es el poder, Dan. Para eso vivo.

Sería un buen reportaje, pero no exactamente lo que Sandberg quería.

Devolvió bruscamente al intermediario a la realidad con un repentino:

—¿Quién mató a Jacy Hubbard?

Backman encorvó los hombros mientras se acercaba al cubo de hielo para otra ronda.

—Fue un suicidio, Dan, pura y llanamente un suicidio. Jacy se sintió humillado hasta el límite de lo increíble. Los federales lo destruyeron. Y no pudo soportarlo.

—Bueno, pues es usted la única persona de la ciudad que cree que fue un suicidio.

—Y yo soy la única persona que conoce la verdad. Publíquelo, haga el favor.

—Lo haré.

—Hablemos de otra cosa.

—Francamente, señor Backman, su pasado es mucho más interesante que su futuro. Tengo una buena fuente que dice que usted fue indultado porque la CIA lo quería poner en libertad, que Morgan se vino abajo ante las presiones de Tedd Maynard y que lo escondieron en algún lugar para ver quién lo atrapaba primero.

—Necesita otras fuentes.

—¿O sea que niega…?

—¡Estoy aquí! —Backman extendió los brazos para que Sandberg lo pudiera ver todo—. ¡Estoy vivo! Si la CIA me quisiera muerto, ya estaría muerto. —Tomó un sorbo de champán y añadió—: Búsquese otra fuente mejor. ¿Le apetecen unos huevos? Se están enfriando.

—No, gracias.

Backman echó una buena ración de huevos revueltos en un platito y se la comió mientras paseaba por la estancia de ventana en ventana sin jamás alejarse demasiado de la vista de la Casa Blanca.

—Están muy ricos, llevan trufa.

—No, gracias. ¿Cuántas veces los toma como desayuno?

—No muchas.

—¿Conocía usted a Bob Critz?

—Pues claro, todo el mundo conocía a Bob Critz. Llevaba por aquí tanto tiempo como yo.

—¿Dónde estaba usted cuando murió?

—En San Francisco, en casa de un amigo, lo vi en los telediarios. Francamente lamentable. ¿Qué tiene Critz que ver conmigo?

—Simple curiosidad.

—¿Significa eso que se le han acabado las preguntas?

Sandberg estaba repasando sus notas cuando volvió a sonar el teléfono. Esta vez era Ollie y Backman le dijo que le llamaría más tarde.

—Tengo un fotógrafo abajo —dijo Sandberg—. A mi jefe de redacción le gustarían unas cuantas fotografías.

—Naturalmente.

Joel se puso la chaqueta, se arregló la corbata, se alisó el cabello y se estudió los dientes en un espejo. Después tomó otra cucharada de caviar mientras se presentaba el fotógrafo y descargaba su equipo. Éste ajustó la iluminación mientras Sandberg mantenía la grabadora en marcha y lanzaba otras preguntas.

La mejor instantánea según el fotógrafo, pero también la que a Sandberg le parecía muy bonita, era una imagen de Joel sentado en el sofá de cuero color rojo oscuro, debajo de un retrato que colgaba en la pared, a su espalda. Posó para otras fotografías junto a la ventana, procurando que la Casa Blanca siempre apareciera en la distancia.

El teléfono seguía sonando, pero, al final, Joel no le prestó atención. Neal tenía que ir llamando cada cinco minutos en caso de que Joel no contestara a una llamada y cada diez en caso de que contestara. Después de una sesión fotográfica de veinte minutos, el teléfono los estaba volviendo locos.

El intermediario era un hombre ocupado.

El fotógrafo terminó, recogió su equipo y se marchó. Sandberg se quedó unos cuantos minutos y, al final, se encaminó hacia la puerta. Al salir, dijo:

—Mire, señor Backman, mañana esto será un gran reportaje, no le quepa la menor duda. Pero, para que lo sepa, no me creo la mitad de las trolas que hoy me ha dicho.

—¿Qué mitad?

—Usted era totalmente culpable. Y Hubbard también. Él no se suicidó y usted huyó a la cárcel para salvar el pellejo. Maynard le consiguió el indulto. Arthur Morgan no tenía ni idea de nada.

—Muy bien. Esta mitad no es importante.

—¿Cuál es la importante?

—El intermediario ha regresado. Encárguese de que eso figure con toda claridad en la primera plana.

Maureen estaba de mucho mejor humor. Su día libre jamás había valido mil dólares. Acompañó al señor Backman a un salón privado de la parte de atrás, lejos del parloteo de las señoras a las que estaban peinando en el salón de la parte delantera. Juntos estudiaron los colores y los tonos y, al final, eligieron uno que resultara fácil de mantener. Para ella, «mantener» significaba la esperanza de 1000 dólares cada cinco semanas.

A Joel le daba igual. Jamás volvería a verla.

La peluquera transformó el blanco en gris y añadió el castaño suficiente para borrarle cinco años de la cara. Allí no estaba en juego la vanidad.

La juventud no importaba. Él sólo quería esconderse.