Almorzaron con el senador al fondo de un restaurante vietnamita de comidas para llevar situado cerca de Dupont Circle, un lugar que ellos consideraban a salvo de los miembros de los lobbys y de los antiguos conocidos que pudieran verlos juntos y empezar a divulgar uno de los muchos y escandalosos rumores que mantenían viva y paralizaban la ciudad. Por espacio de una hora, mientras bregaban con unos picantes fideos tan duros que casi no se podían comer, Joel y Neal escucharon los interminables relatos del pescador de Ocracoke acerca de sus días de gloria en Washington. Este repitió más de una vez que no echaba de menos la política, pero sus recuerdos de aquellos días estaban llenos de intriga, humor y muchas amistades.
Clayburn había empezado el día pensando que una bala en la cabeza de Joel Backman habría sido muy poco en comparación con lo que éste se merecía, pero, cuando ambos se despidieron en la acera, delante del establecimiento, le pidió por favor que fuera a visitar su barco y que llevara consigo a Neal. Joel llevaba sin pescar desde su infancia y sabía que jamás conseguiría ir a los Outer Banks, pero, por gratitud, prometió intentarlo.
Joel estuvo más cerca de una bala en la cabeza de lo que jamás podría imaginar. Cuando él y Neal bajaron por la avenida Connecticut después del almuerzo, los vigilaba muy de cerca el Mossad. Un tirador de precisión estaba apostado detrás de una camioneta de reparto alquilada. Pero aún no se había recibido el visto bueno de Tel Aviv. Y la acera estaba abarrotada de gente.
Utilizando las páginas amarillas de su habitación de hotel, Neal había encontrado un establecimiento de artículos masculinos que anunciaba retoques inmediatos, y estaba deseando ayudar. Su padre necesitaba desesperadamente un nuevo vestuario. Joel se compró un traje de tres piezas azul marino, una camisa blanca de vestir, dos corbatas, alguna que otra prenda informal y, gracias a Dios, dos pares de zapatos negros de vestir. Pagó el total de 3100 dólares en efectivo. Los zapatos de jugar a los bolos fueron a parar a la papelera a pesar de los tibios elogios que les había dedicado el dependiente.
A las cuatro en punto de la tarde, mientras ambos se encontraban en una cafetería Starbuck de la avenida Massachusetts, Neal sacó el móvil y marcó el número que le había facilitado el comandante Roland. Después le pasó el teléfono a su padre.
Contestó Roland en persona.
—Estamos de camino —dijo éste.
—Habitación cinco-veinte —dijo Joel mientras sus ojos vigilaban a los demás bebedores de café—. ¿Cuántos son?
—Un buen grupo —contestó Roland.
—No me importa cuántas personas lo acompañen, pero usted déjelas a todas en el vestíbulo.
—Así lo haré.
Se olvidaron del café y recorrieron diez manzanas a pie de regreso al Marriott, vigilados de cerca en todo momento por agentes del Mossad armados. Todavía sin respuesta de Tel Aviv.
Los Backman llevaban unos cuantos minutos en la habitación cuando llamaron a la puerta.
Joel le dirigió una nerviosa mirada a su hijo, que se quedó helado y con la cara tan preocupada como la de su padre. Ahí podía acabar todo, pensó Joel. El épico viaje que se había iniciado en las calles de Bolonia, a pie, en taxi a Módena, en taxi hasta Milán, más otros pequeños recorridos a pie y más taxis y después en tren con destino a Stuttgart, pero con un inesperado rodeo pasando por Zug donde otro taxista aceptó el dinero y lo llevó a Zúrich, dos tranvías y después Franz y el BMW verde que recorrió 150 kilómetros hasta Munich, donde los cálidos y acogedores brazos de la Lufthansa lo devolvieron a casa. Aquello podía ser el final del camino.
—¿Quién es? —preguntó Joel, acercándose a la puerta.
—Wes Roland.
Joel miró por la mirilla y no vio a nadie. Respiró hondo y abrió la puerta. El comandante vestía chaqueta deportiva y corbata, y estaba solo y con las manos vacías. Por lo menos, lo parecía. Joel miró hacia el fondo del pasillo y vio a dos personas tratando de esconderse. Cerró rápidamente la puerta y presentó a Roland a Neal.
—Aquí están los pasaportes —dijo Roland, metiendo la mano en el bolsillo y sacando dos pasaportes de aspecto usado. El primero tenía las tapas de color azul oscuro con la palabra AUSTRALIA en letras doradas. Joel lo abrió y estudió la fotografía. Los técnicos habían utilizado la de seguridad del Pentágono, le habían aclarado considerablemente el cabello, le habían quitado las gafas y unas cuantas arrugas y habían obtenido una imagen bastante buena. Su nombre era Simón Wilson McAvoy.
—No está mal —dijo Joel.
El segundo estaba encuadernado en azul marino con el rótulo de CANADÁ en letras doradas. La misma fotografía y el nombre de Ian Rex Hatteboro. Joel asintió con la cabeza en señal de aprobación y entregó ambos pasaportes a Neal para que los inspeccionara.
—Hay cierta preocupación por la investigación del Gran Jurado acerca del escándalo del indulto —dijo Roland—. Antes no hablamos de eso.
—Mi comandante, usted y yo sabemos que yo no estoy implicado en ese asunto. Espero que la CIA convenza a los chicos del edificio Hoover de que no tengo nada que ver. No tenía ni idea de que se estaba preparando un indulto. El escándalo no es mío.
—Puede que lo llamen a declarar ante un Gran Jurado.
—Muy bien. Me ofreceré voluntariamente. Será una comparecencia muy breve.
Roland pareció darse por satisfecho. Era un simple mensajero. Empezó a mirar a su alrededor, buscando la otra parte del trato.
—Y ahora, hablemos del software.
—No está aquí —dijo Joel con innecesario dramatismo. Asintió con la cabeza mirando a Neal y éste abandonó la habitación—. Sólo un minuto —añadió, mirando a Roland, el cual ya estaba enarcando las cejas con los ojos entornados.
—¿Hay algún problema? —preguntó Roland.
—Ninguno en absoluto. El paquete está en otra habitación. Perdone, pero llevo demasiado tiempo actuando como un espía.
—No es mala costumbre para un hombre en su situación.
—Creo que ahora ya se ha convertido en un estilo de vida.
—Nuestros técnicos aún están trabajando con los dos primeros discos. Es un trabajo realmente impresionante.
—Mis clientes eran unos chicos muy listos y unos buenos chicos. Pero la codicia pudo con ellos, supongo. Como les ocurre a algunos.
Llamaron a la puerta y era Neal. Este le entregó el sobre a Joel, el cual sacó los dos discos y se los dio a Roland.
—Gracias —dijo el comandante—. Ha hecho falta mucho valor.
—Algunas personas tienen más valor que cerebro, supongo.
El intercambio había terminado. Ya no quedaba nada más que decir. Roland se encaminó hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano en el tirador, se le ocurrió otra cosa.
—Simplemente para que lo sepa —dijo con la cara muy seria—, la CIA está razonablemente segura de que Sammy Tin ha aterrizado esta tarde en Nueva York. El vuelo procedía de Milán.
—Gracias, supongo —dijo Joel.
En cuanto Roland abandonó la habitación con el sobre, Joel se tumbó en la cama y cerró los ojos. Neal sacó dos cervezas del minibar y se sentó en un sillón cercano. Se pasó unos cuantos minutos bebiendo cerveza y finalmente preguntó:
—Papá, ¿quién es Sammy Tin?
—Mejor que no lo sepas.
—Pero quiero saberlo todo. Y me lo vas a contar.
A las seis de la tarde, el automóvil de la madre de Lisa se detuvo delante de una peluquería de la avenida Wisconsin, en Georgetown. Joel bajó y dijo adiós. Y gracias. Neal salió disparado, deseoso de regresar a casa cuanto antes.
Joel había concertado la cita unas horas antes, sobornando a la recepcionista con la promesa de quinientos dólares en efectivo. Una corpulenta señora llamada Maureen lo estaba esperando, no demasiado contenta por el hecho de tener que trabajar tan tarde, pero intrigada al mismo tiempo por ver quién era capaz de soltar semejante cantidad de dinero a cambio de un tinte rápido.
Joel pagó primero, dio las gracias tanto a la recepcionista como a Maureen por su buena disposición y se sentó delante de un espejo.
—¿Quiere que se lo lavemos? —preguntó Maureen.
—No. Tengo prisa.
La mujer introdujo los dedos entre su cabello y dijo:
—¿Quién se lo hizo?
—Una señora de Italia.
—¿Qué color tenía usted pensado?
—Gris, un gris uniforme.
—¿Natural?
—No, más que natural. Casi blanco.
Maureen puso los ojos en blanco, mirando a la recepcionista. Aquí nos viene cada uno…
Maureen puso manos a la obra. La recepcionista se fue a casa, cerrando la puerta a su espalda. Cuando ya llevaban unos cuantos minutos, Joel preguntó:
—¿Trabaja usted mañana?
—No, es mi día libre. ¿Por qué?
—Porque tendré que venir al mediodía para otra sesión. Mañana me apetecerá algo un poco más oscuro, que cubra el gris que está usted haciendo ahora.
Las manos de la mujer se detuvieron en seco.
—Pero ¿qué le pasa?
—Reúnase aquí conmigo al mediodía y le pagaré mil dólares en efectivo.
—Muy bien. ¿Y qué va a ser pasado mañana?
—Estaré muy bien cuando parte del gris haya desaparecido.
Dan Sandberg llevaba un buen rato holgazaneando en su escritorio del Post a última hora de la tarde cuando se recibió la llamada. El caballero del otro extremo de la línea se identificó como Joel Backman y dijo que quería hablar. El comunicante de Sandberg tenía un número desconocido.
—¿El verdadero Joel Backman? —preguntó Sandberg, apresurándose a tomar su ordenador portátil.
—El único que yo conozco.
—Es un placer. La última vez que le vi estaba en presencia de un tribunal, declarándose culpable de toda suerte de maldades.
—Todo lo cual quedó anulado gracias a un indulto presidencial.
—Le creía escondido en la otra punta del mundo.
—Sí, me he cansado de Europa. Echaba de menos mi vieja tierra. Ahora he regresado y estoy dispuesto a volver a mis negocios.
—¿Qué clase de negocios?
—Mi especialidad, naturalmente. De eso quería hablar.
—Estaré encantado. Pero le tendré que hacer preguntas acerca del indulto. Corren muchos rumores descabellados al respecto.
—Eso es de lo primero de lo que vamos a hablar, señor Sandberg. ¿Qué tal mañana por la mañana a las nueve?
—No me lo perdería por nada del mundo. ¿Dónde nos reunimos?
—Ocupo la suite presidencial del Hay-Adams. Traiga un fotógrafo, si quiere. El intermediario ha vuelto a la ciudad.
Sandberg colgó y llamó a Rusty Lowell, su mejor fuente en la CIA. Lowell había salido y, como de costumbre, nadie tenía ni idea de dónde estaba. Probó con otra fuente en Langley, pero no encontró a nadie.
Whitaker permanecía sentado en su asiento de primera clase del vuelo de Alitalia desde Milán al Dulles. Allí delante la bebida era gratis y corría profusamente, por lo que Whitaker hizo todo lo que pudo por pillar una tajada. La llamada de Julia Javier lo había sobresaltado. Ésta empezó haciéndole amablemente una pregunta:
—¿Alguien ha visto por ahí a Marco, Whitaker?
—No, pero lo estamos buscando.
—¿Cree que lo van a encontrar?
—Sí, estoy seguro de que aparecerá.
—La directora está bastante nerviosa en estos momentos, Whitaker.
—¡Dígale que sí, que lo encontraremos!
—¿Y por dónde lo buscan, Whitaker?
—Entre aquí, Milán, y Zúrich.
—Pues están perdiendo el tiempo, Whitaker, porque el viejo Marco ha aparecido aquí, en Washington. Se ha reunido con el Pentágono esta tarde. Se les ha escapado de los dedos, Whitaker, nos han hecho hacer el ridículo.
—¿Qué?
—Vuelva a casa, Whitaker, y cuanto antes.
Veinticinco filas más atrás, Luigi, hundido en su asiento, rozaba las rodillas de una niña de doce años que escuchaba el rap más espantoso que él jamás hubiera oído. Ya iba también por el cuarto trago. No era gratis y no le importaba lo que costara.
Sabía que Whitaker estaba allí delante haciendo anotaciones acerca de la mejor manera de echarle toda la culpa a él. Él habría tenido que estar haciendo lo mismo, pero, de momento, sólo le apetecía beber. La siguiente semana en Washington sería muy desagradable.
A las seis de la tarde, hora oficial del Este, se recibió la llamada de Tel Aviv ordenando interrumpir la operación de asesinato de Backman. Abortar. Hacer las maletas y retirarse, esta vez no habría ningún cadáver.
Para los agentes fue una noticia agradable. Estaban adiestrados para moverse con sigilo, hacer su trabajo y desaparecer sin dejar pistas, ni pruebas, ni huellas. Bolonia era un lugar mucho más agradable que las abarrotadas calles de Washington.
Una hora más tarde, Joel pagó la cuenta del Marriott y salió a disfrutar de un largo paseo al aire libre. Pero no se alejó de las calles más transitadas ni perdió el tiempo. Aquello no era Bolonia. Aquella ciudad cambiaba mucho de noche. En cuanto la gente regresaba a casa de su trabajo y el tráfico disminuía, resultaba peligrosa.
El recepcionista del Hay-Adams prefería una tarjeta de crédito, algo de plástico, algo que no exigiera el uso del libro de contabilidad. Raras veces un cliente insistía en pagar en efectivo, pero aquél no aceptaba un no por respuesta. La reserva se había confirmado y, con la obligada sonrisa, el hombre entregó la llave y dio al señor Ferro la bienvenida a su hotel.
—¿Lleva equipaje, señor?
—No.
Y éste fue el final de su breve conversación.
El señor Ferro se encaminó hacia los ascensores con sólo una barata cartera de documentos de cuero negro.