Neal preparó el primer café de la mañana y salió fuera, pisando los fríos ladrillos del patio, para admirar la belleza de un amanecer de principios de primavera.
Si su padre había llegado efectivamente al distrito de Columbia, no estaría dormido a las 6.30 de la mañana. La víspera había guardado en su nuevo teléfono los números de los hoteles de Washington y, en cuanto salió el sol, empezó por el Sheraton. No había ningún Giovanni Ferro. Después llamó al Marriott.
—Un momento, por favor —dijo la telefonista y enseguida empezó a sonar el teléfono de la habitación.
—¿Sí? —dijo una conocida voz.
—Marco, por favor —contestó Neal.
—Aquí Marco. ¿Eres Grinch?
—Sí.
—¿Dónde estás, ahora mismo?
—En el patio de mi casa, esperando a que salga el sol.
—¿Y qué clase de teléfono utilizas?
—Es un Motorola recién estrenado que he guardado en el bolsillo desde ayer que lo compré.
—No tienes ni la menor duda de que es seguro.
—Ni la más mínima.
Una pausa mientras Joel respiraba afanosamente.
—Me alegro de oír tu voz, hijo.
—Y yo la tuya. ¿Qué tal fue el viaje?
—Muy movido. ¿Puedes venir a Washington?
—¿Cuándo?
—Hoy, esta mañana.
—Pues claro, todo el mundo cree que tengo la gripe. Estoy a salvo en el despacho. ¿Cuándo y dónde?
—Ven al Marriott de la Veintidós. Entra en el vestíbulo a las 8.45, sube en el ascensor hasta el sexto piso y después baja por la escalera hasta el quinto. Habitación cinco-veinte.
—¿Es necesario todo eso?
—Confía en mí. ¿Puedes utilizar otro automóvil?
—No sé. No estoy muy seguro de quién…
—La madre de Lisa. Pídele prestado el automóvil y asegúrate de que nadie te sigue. Cuando llegues a la ciudad, aparca en el garaje de la Dieciséis y después sigue a pie hasta el Marriott. Vigila constantemente tu espalda. Si ves algo sospechoso, llámame y lo abortaremos.
Neal echó un vistazo a su patio trasero, medio esperando ver a unos agentes vestidos de negro yendo por él. ¿De dónde habría sacado su padre todas aquellas ideas de intriga y misterio? ¿Los seis años de confinamiento solitario tal vez? ¿La lectura de miles de novelas de espías?
—¿Estás conmigo? —preguntó secamente Joel.
—Sí, claro. Voy para allá.
Ira Clayburn parecía un hombre que se hubiera pasado la vida en un barco de pesca y no alguien que había servido treinta y cuatro años en el Senado de Estados Unidos. Sus antepasados llevaban cien años pescando en los Outer Banks de Carolina del Norte, cerca de su lugar de residencia en Ocracoke. Ira se habría dedicado a lo mismo de no haber sido por un profesor de matemáticas de sexto grado que descubrió su excepcional coeficiente intelectual. Una beca para Chapel Hill lo alejó de su casa. Otra para Yale le permitió obtener un master. Una tercera para Stanford antepuso el título de «doctor» a su nombre. Estaba enseñando felizmente economía en Davidson cuando un nombramiento de compromiso lo envió al Senado para cubrir un período de sesiones incompleto. Se presentó a regañadientes para un período completo y, a partir de entonces, se había pasado tres décadas haciendo todo lo posible por largarse de Washington. Al final lo había conseguido, a los setenta y un años. Cuando dejó el Senado se llevó un dominio del espionaje estadounidense que ningún político podía igualar.
Accedió a acudir al Marriott con Cari Pratt, un viejo amigo del club de tenis, por simple curiosidad. Que él supiera, el misterio de Neptuno jamás se había resuelto. Pero es que ya llevaba cinco años fuera del ambiente y se pasaba casi todo el día en su barco, pescando en las aguas entre Hatteras y Cape Lookout.
En el ocaso de su carrera de senador había observado cómo Joel Backman se convertía en el último de una larga lista de representantes de poderosos lobbys que había perfeccionado el arte de ejercer presión a cambio de honorarios descomunales. Él ya se estaba yendo de Washington cuando Jacy Hubbard, otra cobra que había tenido su merecido, había sido hallado muerto.
No le interesaba la gente de su ralea.
Cuando se abrió la puerta de la habitación 520 y entró detrás de Cari Pratt, se encontró cara a cara con el demonio en persona.
Pero el demonio era muy amable y simpático y parecía otra persona. La cárcel.
Joel se presentó a sí mismo y presentó a su hijo Neal al senador Clayburn. Se estrecharon formalmente todas las manos y se dieron las debidas gracias. La mesa de la pequeña suite estaba llena de pastelillos, café y zumos de fruta. Habían acercado cuatro sillas en círculo abierto a su alrededor y todos se sentaron.
—Esto no creo que vaya a durar mucho —dijo Joel—. Senador, necesito su ayuda. No sé hasta qué punto está al corriente del enrevesado asunto que me envió durante unos cuantos años…
—Conozco lo esencial, pero siempre ha habido preguntas.
—Pues yo estoy muy seguro de conocer las respuestas.
—¿A quién pertenece el sistema de satélites?
Joel no podía permanecer sentado. Se acercó a la ventana, miró sin ver nada y después respiró hondo.
—Lo construyó la China comunista con unos costes astronómicos. Tal como usted sabe, los chinos están muy por detrás de nosotros en armas convencionales y por eso se gastan tanto dinero en cosas de alta tecnología. Nos robaron una parte de nuestra tecnología y consiguieron lanzar con éxito el sistema —apodado Neptuno— sin el conocimiento de la CIA.
—¿Y cómo lo lograron?
—Con algo tan poco tecnológico como un incendio forestal. Una noche incendiaron mil hectáreas de bosque en una provincia del norte. El fuego provocó una enorme nube de humo y, en medio de ella, lanzaron tres cohetes, cada uno con tres satélites.
—Eso ya lo hicieron los rusos una vez —dijo Clayburn.
—Y los rusos fueron engañados con su propia triquiñuela. Ellos tampoco detectaron Neptuno… nadie lo detectó. Nadie en el mundo conocía su existencia hasta que mis tres clientes se tropezaron con él.
—Los estudiantes paquistaníes.
—Sí, y los tres están muertos.
—¿Quién los mató?
—Sospecho que lo hicieron unos agentes de la China comunista.
—¿Quién mató a Jacy Hubbard.
—Los mismos.
—¿Y hasta qué extremo están cerca de usted estas personas?
—Más cerca de lo que yo quisiera.
Clayburn alargó la mano hacia una pasta y Pratt apuró un vaso de zumo de naranja. Joel añadió:
—Tengo en mi poder el software… JAM, tal como ellos lo bautizaron. Sólo había una copia.
—¿La que usted intentó vender? —preguntó Clayburn.
—Sí. Y la verdad es que quiero librarme de ella. Está resultando muy mortífera y deseo desesperadamente deshacerme de ella. Pero es que no estoy muy seguro de quién conviene que la tenga.
—¿Qué tal la CIA? —dijo Pratt, porque todavía no había dicho nada.
Clayburn ya estaba meneando la cabeza para decir que no.
—No me fío de ellos —dijo Joel—. Teddy Maynard me consiguió el indulto para poder permanecer sentado, contemplando cómo otros me mataban. Ahora hay una directora en funciones.
—Y un nuevo presidente —dijo Clayburn—. En estos momentos, la CIA está hecha un desastre. Yo no me acercaría a ellos.
Con lo cual, el senador Clayburn cruzó la línea y, de simple espectador curioso, pasó a convertirse en asesor.
—¿Con quién me pongo en contacto? —preguntó Joel—. ¿De quién me puedo fiar?
—De la DIA, la Agencia de Defensa de Inteligencia —contestó Clayburn sin dudar—. El jefe de allí es el comandante Wes Roland, un viejo amigo mío.
—¿Cuánto tiempo lleva en el cargo?
Clayburn lo pensó un momento y después contestó:
—Diez, puede que doce años. Es experto y más listo que el hambre. Y, además, un hombre honrado.
—¿Y podría usted hablar con él?
—Sí. Nos hemos mantenido en contacto.
—¿No tiene que informar al director de la CIA? —preguntó Pratt.
—Sí, eso lo tiene que hacer todo el mundo. Hay por lo menos quince agencias de espionaje distintas —algo contra lo cual luché durante veinte años— y, por imperativo legal, todas tienen que informar a la CIA.
—¿O sea que Wes Roland tomará lo que yo le dé y se lo dará a la CIA? —preguntó Joel.
—No tiene más remedio. Pero hay distintas maneras de hacerlo. Wes Roland es un hombre juicioso y sabe jugar a la política. Por eso ha sobrevivido tanto tiempo.
—¿Puede concertarme una reunión?
—Sí, pero ¿qué ocurrirá en la reunión?
—Le entregaré el JAM y saldré corriendo del edificio.
—¿Y a cambio?
—Es un acuerdo muy sencillo, senador. No quiero dinero. Sólo un poco de ayuda.
—¿Qué?
—Prefiero discutirlo con él. Estando usted presente en la habitación, naturalmente.
Hubo una pausa en la conversación mientras Clayburn miraba al suelo y sopesaba la situación. Neal se acercó a la mesa y eligió un cruasán. Joel se volvió a llenar la taza de café. Pratt, bajo los visibles efectos de una resaca, se bebió otro vaso alto de zumo de naranja.
Al final, Clayburn se reclinó contra el respaldo de su asiento y dijo:
—Supongo que es urgente.
—Más que urgente. Si el comandante Roland está disponible, podría reunirme ahora mismo con él. En cualquier sitio.
—Estoy seguro de que dejará cualquier cosa que esté haciendo.
—El teléfono está por allí.
Clayburn se levantó y se acercó al escritorio.
Pratt carraspeó diciendo:
—Bueno, chicos, a estas alturas del juego, yo preferiría largarme. No quiero oír nada más. No quiero ser un testigo o un acusado u otra víctima. Por consiguiente, con su permiso, regreso a mi despacho.
No esperó la respuesta. Desapareció en un santiamén y la puerta se cerró ruidosamente a su espalda. Los otros tres la contemplaron unos segundos, desconcertados en cierto modo por su repentina retirada.
—Pobre Cari —dijo Clayburn—. Siempre asustado de su propia sombra.
Levantó el auricular y puso manos a la obra.
En mitad de la cuarta llamada, y de la segunda directa al Pentágono, Clayburn cubrió con la mano el teléfono y le dijo a Joel:
—Prefieren reunirse en el Pentágono.
Joel ya estaba meneando la cabeza.
—No. Yo no voy allí con el software antes de que se cierre el trato. No lo llevaré encima. Se lo entregaré más tarde, pero no puedo entrar allí con él.
Clayburn lo comunicó a su interlocutor y después escuchó un buen rato. Volvió a cubrir el auricular y preguntó:
—¿Qué es el software?
—Cuatro discos.
—Tendrán que comprobarlo, ¿comprende?
—Muy bien, llevaré dos de los discos cuando vaya al Pentágono. Es aproximadamente la mitad. Podrán echarles un rápido vistazo.
Clayburn se inclinó sobre el teléfono y repitió las condiciones de Joel.
—¿Quiere mostrarme los discos?
—Sí.
Dejó la llamada en espera mientras Joel tomaba su cartera de documentos. Sacó el sobre y después los cuatro discos y los depositó encima de la cama para que Neal y Clayburn los vieran. Clayburn regresó al teléfono y dijo:
—Estoy contemplando cuatro discos. El señor Backman me asegura que es lo que es.
Escuchó unos minutos y volvió a pulsar el botón de espera.
—Quieren que vayamos ahora mismo al Pentágono —dijo.
—Vamos.
Clayburn colgó diciendo:
—Están en ascuas. Creo que los chicos están emocionados. ¿Vamos?
—Me reuniré con usted en el vestíbulo dentro de cinco minutos —dijo Joel.
Cuando la puerta se cerró detrás de Clayburn, Joel recogió rápidamente los discos y se guardó dos de ellos en el bolsillo de la chaqueta. Los otros dos —los números tres y cuatro— los guardó de nuevo en la cartera de documentos, que entregó a Neal, diciendo:
—Cuando salgamos, acércate al mostrador de recepción y pide otra habitación. Insiste en registrarte ahora mismo. Llama a esta habitación, déjame un mensaje y dime dónde estás. Quédate allí hasta que yo te llame.
—De acuerdo, papá. Espero que sepas lo que haces.
—Simplemente cerrar un trato, hijo. Como en los viejos tiempos.
El taxi los dejó en la cara sur del Pentágono, cerca de la boca del Metro. Dos miembros uniformados del equipo de colaboradores del comandante Roland estaban esperando con credenciales e instrucciones. Los acompañaron a través de los controles de seguridad y mandaron hacerles unas fotografías para sus tarjetas de identidad provisionales. Clayburn se pasó el rato pensando en lo fácil que era todo aquello en los viejos tiempos.
Pero, independientemente de los viejos tiempos, él había pasado a convertirse rápidamente, del crítico escéptico que era, en un destacado participante, implicado de lleno en la intriga de Backman.
Mientras recorrían los anchos pasillos del segundo piso, recordó lo sencilla que era la vida cuando sólo había dos superpotencias. Siempre teníamos a los soviéticos. Los chicos malos eran fáciles de identificar.
Subieron por la escalera al tercer piso, Ala C, donde los funcionarios los acompañaron a través de varias puertas a una suite de despachos en la que evidentemente los esperaban. El comandante Roland en persona aguardaba su llegada. Tenía unos sesenta años y parecía en muy buena forma, enfundado en su uniforme caqui. Se hicieron las presentaciones y el comandante los invitó a sentarse alrededor de su mesa de reuniones. A un extremo de la larga y ancha mesa situada en el centro, tres técnicos estaban ocupados comprobando los datos de un ordenador de gran tamaño que, resultaba evidente, acababan de instalar allí.
El comandante Roland le pidió permiso a Joel para que pudieran estar presentes dos ayudantes. Por supuesto que sí. Joel no ponía el menor reparo.
—¿Le importa que grabemos la reunión en vídeo? —preguntó Roland.
—¿Con qué objeto? —preguntó Joel.
—Para tenerla filmada en caso de que alguien de más arriba la quiera ver.
—¿Como quién?
—Tal vez el presidente.
Joel miró a Clayburn, su único amigo en la habitación, aunque tampoco lo era demasiado.
—¿Y qué me dice de la CIA? —preguntó Joel.
—Tal vez.
—Dejemos el vídeo, por lo menos inicialmente. Puede que, en determinado momento de la reunión, accedamos a encender la cámara.
—Me parece muy bien. ¿Café o bebidas sin alcohol?
Nadie estaba sediento.
El comandante Roland preguntó a los técnicos informáticos si el equipo ya estaba preparado. Lo estaba y les pidió que se retiraran.
Joel y Clayburn se sentaron a un lado de la mesa de reuniones. El comandante Roland estaba flanqueado por dos de sus asistentes. Los tres tenían pluma y cuaderno de notas a punto. Joel y Clayburn no tenían nada.
—Vamos a empezar y terminar una conversación sobre la CIA —empezó diciendo Backman, dispuesto a llevar la voz cantante—. Según mis conocimientos legales, o, por lo menos, tal como estaban las cosas cuando yo trabajaba por aquí, el director de la CIA está al frente de todas las actividades de espionaje.
—Exacto —dijo Roland.
—¿Qué hará usted con la información que yo estoy a punto de facilitarle?
El comandante miró a su derecha y la mirada que se intercambiaron él y su asistente dejó traslucir una gran incertidumbre.
—Tal como usted ha dicho, señor, el director tiene derecho a conocer y a tenerlo todo.
Backman sonrió y carraspeó.
—Mi comandante, la CIA ha tratado de liquidarme, ¿comprende? Y, que yo sepa, todavía me busca. No me interesan demasiado los tipos de Langley.
—El señor Maynard se ha ido, señor Backman.
—Y otro ha ocupado su lugar. No quiero dinero, mi comandante. Quiero protección. Primero, quiero que mi propio Gobierno me deje en paz.
—Eso se puede arreglar —dijo Roland con autoridad.
—Y necesitaré un poco de ayuda con otras personas.
—¿Por qué no nos lo dice todo, señor Backman? Cuanto más sepamos, más lo podremos ayudar.
Con la excepción de Neal, Joel Backman no se fiaba de nadie en la faz de la Tierra. Pero había llegado el momento de ponerlo todo sobre el tapete y confiar en que saliera lo mejor posible. La persecución había terminado; ya no había ningún otro lugar adonde huir.
Empezó con el propio Neptuno y explicó que lo había construido la China comunista tras robar la tecnología a dos contratistas distintos del Departamento de Defensa de Estados Unidos, que lo había lanzado usando una estratagema y conseguido engañar no sólo a Estados Unidos sino también a los rusos, los británicos y los israelíes. Contó la larga historia de los tres paquistaníes… de su desafortunado descubrimiento, de su temor a lo que habían encontrado, de su curiosidad ante el hecho de poder establecer comunicación con Neptuno y de su inteligencia al haber conseguido crear un programa capaz de manipular y neutralizar el sistema. Habló sin tapujos de su propia e insensata codicia al haber tratado de vender JAM a distintos Gobiernos en la esperanza de ganar más dinero del que jamás nadie hubiera podido soñar. No trató de defenderse al recordar la temeridad de Jacy Hubbard y los descabellados planes que ambos forjaron para ofrecer su producto a distintos compradores. Reconoció sin vacilar sus errores y asumió toda la responsabilidad del caos que había provocado. Y después siguió adelante.
No, los rusos no tuvieron interés por lo que él les ofrecía. Ya tenían sus propios satélites y no podían permitirse el lujo de negociar la adquisición de otros.
No, con los israelíes jamás se llegó a ningún acuerdo. Se quedaron al margen, pero lo bastante cerca para saber que era inminente un acuerdo con los saudíes. Los saudíes estaban desesperadamente ansiosos de comprar JAM. Tenían sus propios satélites, pero nada comparable a Neptuno.
Nada se podía comparar con Neptuno, ni siquiera la última generación de satélites estadounidenses.
De hecho, los saudíes habían llegado a ver los cuatro discos. En el transcurso de un experimento muy controlado, los tres paquistaníes ofrecieron una demostración del software a dos agentes de su policía secreta. El experimento tuvo lugar en un laboratorio informático del campus de la Universidad de Maryland y había sido una demostración deslumbrante y extremadamente convincente. Backman estaba presente, como Hubbard.
Los saudíes ofrecieron cien millones de dólares por JAM. Hubbard, que se consideraba amigo íntimo de los saudíes, fue el hombre clave durante las negociaciones. Se pagaron unos «honorarios de transacción» de un millón de dólares y el dinero se transfirió a una cuenta de Zúrich. Hubbard y Backman replicaron exigiendo quinientos millones de dólares.
De repente, se desencadenó un infierno. Los federales atacaron con órdenes de detención, acusaciones e investigaciones y los saudíes se asustaron. Hubbard fue asesinado. Joel se refugió en la seguridad de la cárcel, dejando a su espalda un ancho camino de destrucción y a toda una serie de enfurecidas personas agraviadas.
El resumen de cuarenta y cinco minutos de duración terminó sin una sola interrupción. Cuando Joel acabó, ninguno de los tres hombres del otro lado de la mesa tomaba apuntes. Estaban demasiado ocupados escuchando.
—Estoy seguro de que podemos hablar con los israelíes —dijo el comandante Roland—. Si éstos se convencen de que los saudíes jamás pondrán las manos en JAM, respirarán mucho más tranquilos. Llevamos años discutiendo con ellos. JAM ha sido uno de los temas más frecuentes. Estoy seguro de que se les puede calmar.
—¿Y los saudíes?
—Ellos también se han interesado a los más altos niveles. Tenemos muchos intereses comunes últimamente. Estoy seguro de que suspirarán de alivio si saben que lo tenemos nosotros y jamás nadie lo tendrá. Conozco bien a los saudíes y creo que lo descartarán como un mal negocio. Queda el pequeño detalle de los honorarios de la transacción.
—Para ellos un millón de dólares es sólo dinero de bolsillo. No es negociable.
—Muy bien. Creo que ahora nos quedan los chinos.
—¿Alguna sugerencia?
Clayburn aún no había abierto la boca. Inclinándose hacia delante sobre los codos, dijo:
—En mi opinión, jamás lo olvidarán. Sus clientes prácticamente los atracaron, les robaron un sistema valorado en muchos billones de dólares y, con su software de fabricación casera, lo inutilizaron. Los chinos tienen nueve de los mejores satélites que jamás se han construido dando vueltas por aquí arriba y no los pueden utilizar. No van a perdonar ni a olvidar, y la verdad es que no se les puede reprochar. Por desgracia, ejercemos muy poca influencia sobre Pekín en asuntos de espionaje.
El comandante Roland asentía con la cabeza.
—Me temo que estoy de acuerdo con el senador. Les podemos hacer saber que tenemos en nuestro poder el software, pero eso es algo que jamás olvidarán.
—No se lo reprocho. Estoy tratando simplemente de sobrevivir, eso es todo.
—Haremos lo que podamos con los chinos, pero puede que no sea mucho.
—Éste es el trato, caballeros. Ustedes me dan su palabra de que me quitarán de encima a la CIA y que actuarán rápidamente para apaciguar a los israelíes y los saudíes. Hagan todo lo posible con los chinos, aunque comprendo que, a lo mejor, será muy poco. Y me facilitan ustedes dos pasaportes: uno australiano y otro canadiense. En cuanto los tengan listos, y esta misma tarde no sería demasiado pronto, me los entregan y yo les entrego a cambio los otros dos discos.
—Trato hecho —dijo Roland—. Pero, como es natural, tenemos que echar un vistazo al software.
Joel se metió la mano en el bolsillo y sacó los discos uno y dos. Roland volvió a llamar a los técnicos informáticos y todo el grupo se congregó alrededor del gigantesco monitor.
Un agente del Mossad llamado Albert en clave creyó ver a Neal Backman entrar en el vestíbulo del Marriott de la calle Veintidós. Llamó a su supervisor y, en cuestión de treinta minutos, otros dos agentes se situaron en el interior del hotel. Albert volvió a ver a Neal Backman una hora después saliendo del ascensor con una cartera de documentos que no llevaba al entrar en el hotel, acercándose al mostrador de recepción y cumplimentando al parecer un impreso de registro. Después Neal sacó su billetero y entregó una tarjeta de crédito.
A continuación, regresó al ascensor donde Albert lo perdió en cuestión de segundos.
El hecho de que Joel Backman pudiera alojarse en el Marriott de la calle Veintidós era extremadamente importante, pero planteaba también enormes problemas. Primero, el asesinato de un estadounidense en territorio norteamericano era una operación tan delicada que habría sido necesario consultar con el primer ministro. Segundo, el asesinato propiamente dicho era una pesadilla logística. El hotel disponía de seiscientas habitaciones, tenía centenares de clientes, centenares de empleados, centenares de visitantes y nada menos que cinco convenciones en curso. Miles de testigos en potencia.
Pese a ello, inmediatamente se forjó un plan.