A la 1:11 de la tarde, Joel Backman ya estaba acomodado en un espacioso asiento de primera clase de un 747 de la Lufthansa cuando éste empezó a apartarse de la puerta del aeropuerto de Munich. Sólo cuando percibió el movimiento se atrevió a tomar la copa de champán que llevaba diez minutos contemplando. La copa ya estaba vacía cuando el aparato se detuvo al final de la pista para el último control. Cuando las ruedas se levantaron del suelo, Joel cerró los ojos y se permitió el lujo de disfrutar de unas cuantas horas de alivio.
Su hijo, por su parte, exactamente a la misma hora, las 7.55 hora oficial del Este, estaba nervioso hasta el extremo de arrojar objetos. ¿Cómo demonios podía él comprar inmediatamente un nuevo móvil, volver a llamar a Cari Pratt y pedirle antiguos favores que no existían y engatusar en cierto modo a un viejo y pendenciero senador retirado de Ocracoke, Carolina del Norte, para que interrumpiera lo que estuviera haciendo y regresara a toda prisa a una ciudad que evidentemente aborrecía con toda su alma? Por no hablar de lo más obvio: él, Neal Backman, tenía una jornada muy ocupada en el despacho. Pero nada era más apremiante que rescatar a su descarriado progenitor aunque él tuviera una agenda llena de clientes y otros asuntos importantes.
Abandonó Jerry’s Java, pero, en lugar de dirigirse a su despacho, regresó a casa. Lisa estaba bañando a la niña y se sorprendió al verle.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—Tenemos que hablar. Ahora.
Empezó con la misteriosa carta franqueada desde York, Pennsylvania, y, por muy doloroso que fuera, pasó por el préstamo de 4000 dólares, el Smartphone, los mensajes codificados y prácticamente toda la historia. Para su gran alivio, ella se lo tomó todo con calma.
—Deberías habérmelo dicho —le repitió varias veces.
—Sí, y lo siento.
No hubo peleas ni discusiones. La lealtad era uno de los mejores rasgos de Lisa. Le dijo: «Tenemos que ayudarlo». Neal la abrazó.
—Nos devolverá el dinero —le aseguró él.
—Ya nos preocuparemos por el dinero más tarde. ¿Corre peligro?
—Creo que sí.
—Muy bien, ¿cuál es el primer paso?
—Llamar al despacho y decirles que estoy en cama con gripe.
La conversación fue captada en directo y con todo detalle por un minúsculo micrófono instalado por el Mossad en un aplique de la habitación donde ellos se encontraban. El micrófono estaba conectado a un transmisor oculto en la buhardilla y, desde allí, todo se transmitía a un receptor de alta frecuencia situado a unos quinientos metros, en un despacho de un comercio de venta al por menor que raras veces se utilizaba y que un caballero del Distrito Federal había alquilado por seis meses. Allí un técnico lo escuchaba dos veces y después enviaba rápidamente un correo electrónico a su contacto en la embajada israelí de Washington.
Desde la desaparición de Backman de Bolonia, hacía más de veinticuatro horas, los dispositivos de escucha instalados alrededor de su hijo habían sido controlados todavía más de cerca.
El mensaje a Washington terminaba con un «J. B. regresa a casa». Por suerte, Neal no mencionó el nombre de «Giovanni Ferro» durante su conversación con Lisa. Pero, por desgracia, mencionó dos de los tres hoteles: el Marriott y el Sheraton.
El regreso de Backman fue objeto de la máxima prioridad. Once agentes del Mossad estaban situados en la Costa Este; a todos se les ordenó trasladarse de inmediato a Washington.
Lisa dejó a la niña en casa de su madre y, después, ella y Neal se trasladaron rápidamente a Charlottesville, a treinta minutos por carretera. En un centro comercial al norte de la ciudad encontraron una sucursal de U. S. Cellular, abrieron una cuenta, compraron un teléfono y, en cuestión de treinta minutos ya estaban de nuevo en la carretera. Lisa conducía mientras Neal trataba de localizar a Cari Pratt.
Gracias a la generosa ayuda del vino y el champán, Joel consiguió dormir varias horas sobre el Atlántico. Cuando el aparato tomó tierra en el JFK, a las 4.30 de la tarde, la relajación había desaparecido sustituida por la incertidumbre y el impulso de volver la cabeza para mirar a su espalda.
En el control de inmigración se puso inicialmente en la cola mucho más corta de los estadounidenses que regresaban. La cantidad de gente que esperaba al otro lado, en la cola de ciudadanos no estadounidenses era tremenda. De pronto, recapacitó, miró a su alrededor y empezó a maldecir por lo bajo mientras corría hacia la cola de los extranjeros.
«Hay que ver lo tonto que eres».
Un uniformado chico del Bronx de poderoso cuello le estaba diciendo a gritos a la gente que siguiera esa cola, no la otra, y que de paso se diera prisa. Bienvenidos a Estados Unidos. Había ciertas cosas que Joel no había echado de menos.
El oficial del control de pasaportes frunció el entrecejo mientras examinaba el de Giovanni, pero la verdad es que también lo había fruncido al examinar los otros. Joel lo había estado observando desde detrás de unas baratas gafas de sol.
—¿Se podría quitar las gafas, por favor? —dijo el oficial.
—Certamente —contestó Joel, levantando la voz para demostrar su italianidad.
Se quitó las gafas de sol, bizqueó como si la luz lo deslumbrara y se frotó los ojos mientras el oficial intentaba estudiar su cara. El hombre selló a regañadientes el pasaporte y se lo devolvió sin una sola palabra. Como no tenía nada que declarar, los funcionarios de aduanas apenas lo miraron. Joel se abrió paso entre la gente en la terminal y vio la hilera de taxis en la parada.
—Estación Penn —dijo.
El taxista se parecía un poco a Farooq Khan, el más joven de los tres, un simple muchacho; Joel lo estudió desde el asiento de atrás mientras agarraba la cartera.
Circularon muy despacio en medio del tráfico de la hora punta y tardaron cuarenta y cinco minutos en llegar a la estación Penn. Compró un billete de la Amtrak para el distrito de Columbia y a las siete dejó Nueva York con destino a Washington.
El taxi aparcó en la calle Brandywine, en el noroeste de Washington. Ya eran prácticamente las once y casi todas las bonitas casas estaban a oscuras. Backman habló con el taxista que ya se reclinaba contra el respaldo del asiento, muerto de sueño.
La señora Pratt estaba en la cama intentando dormirse cuando oyó el timbre de la puerta. Tomó la bata y bajó corriendo la escalera. Casi todas las noches su marido dormía en el sótano, sobre todo porque roncaba, pero también porque bebía demasiado y padecía de insomnio. Suponía que allí debía de estar ahora.
—¿Quién es? —preguntó a través del telefonillo.
—Joel Backman —fue la respuesta y ella creyó que era una broma.
—¿Quién?
—Donna, soy yo, Joel. Te lo juro. Abre la puerta.
Miró por la mirilla de la puerta y no reconoció al desconocido.
—Un momento —dijo y bajó a toda prisa al sótano, donde Cari miraba el telediario.
Un minuto después éste ya se encontraba en la puerta enfundado en un chándal de la Duke pistola en mano.
—¿Quién es? —preguntó a través del telefonillo.
—Cari, soy yo, Joel. Deja el arma y abre la puerta.
La voz era inconfundible. Abrió la puerta y Joel Backman entró en su vida, una antigua pesadilla rediviva. No hubo abrazos ni apretones de manos, y apenas sonrisas. Los Pratt lo examinaron detenidamente porque su aspecto era muy distinto… mucho más delgado, con el cabello más oscuro y más corto y una ropa muy rara.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le espetó Donna.
—Muy buena pregunta —contestó fríamente él. Tenía la ventaja de haberlo planeado todo. A ellos, en cambio, los había pillado con la guardia baja—. ¿Quieres hacer el favor de bajar el arma?
Pratt depositó el arma encima de una mesa auxiliar.
—¿Has hablado con Neal? —le preguntó Backman.
—Me he pasado todo el día hablando con él.
—¿Qué ocurre, Cari? —preguntó Donna.
—La verdad es que no lo sé.
—¿Podemos hablar? Para eso he venido. Ya no me fío de los teléfonos.
—¿Hablar de qué? —preguntó ella.
—¿Nos podrías preparar un poco de café, Donna? —preguntó jovialmente Joel.
—Pues no, qué caray.
—Tachemos el café.
Cari se rascaba la barbilla mientras valoraba la situación.
—Donna, tenemos que hablar en privado. Cosas del viejo bufete. Ya te facilitaré el resumen más tarde.
Ella les lanzó una mirada asesina que decía con toda claridad «os podéis ir los dos a la mierda», y después volvió a subir pisando ruidosamente los peldaños. Ellos entraron en el estudio.
—¿Te apetece beber algo? —preguntó Cari.
—Sí, algo fuerte.
Cari se acercó a un pequeño mueble bar de un rincón y preparó dos whiskys de malta… dobles. Le entregó un vaso a Joel y, sin hacer el menor esfuerzo por sonreír, le dijo:
—Salud.
—Salud. Me alegro de volver a verte, Cari.
—No me extraña. Te habrías tenido que pasar otros catorce años sin ver a nadie.
—Contabas los días, ¿eh?
—Aún estamos limpiando la basura que dejaste a tu espalda, Joel. Muchas buenas personas resultaron perjudicadas. Siento que Donna no esté exactamente encantada de verte. No se me ocurren muchas personas de esta ciudad que quisieran darte un abrazo.
—La mayoría quisiera pegarme un tiro.
Cari contempló cautelosamente la pistola.
—No me puedo preocupar por eso —añadió Backman—. Por supuesto que me gustaría regresar y cambiar ciertas cosas, pero no me puedo permitir el lujo. Estoy tratando de empezar una nueva vida, Cari, y necesito ayuda.
—Puede que yo no quiera implicarme.
—No te lo reprocho. Pero necesito un favor, y muy grande. Ayúdame ahora y te prometo que jamás me volverás a ver en tu puerta.
—La próxima vez te pegaré un tiro.
—¿Dónde está el senador Clayburn? Dime que está vivo.
—Vaya si lo está. Has tenido suerte.
—¿Cómo?
—Está aquí, en el distrito de Columbia.
—¿Por qué?
—Hollis Maples se retira después de cien años en el Senado. Celebran una fiesta en su honor esta noche. Todos los viejos chicos están en la ciudad.
—¿Maples? Pero si ya babeaba en la sopa hace diez años.
—Bueno, pues ahora ya ni siquiera ve la sopa. Él y Clayburn eran uña y carne.
—¿Has hablado con Clayburn?
—Sí.
—¿Y qué?
—Puede ser muy duro, Joel. No le gustó oír mencionar tu nombre. Dijo algo sobre que te deberían fusilar por traición.
—No importa. Dile que puede mediar en un trato que lo hará sentir un verdadero patriota.
—¿Cuál es el trato?
—Tengo el JAM, Cari. Todo entero. Lo he sacado esta mañana de una cámara de un banco de Zúrich donde lleva encerrado más de seis años. Tú y Clayburn tenéis que ir mañana por la mañana a mi habitación y os lo mostraré.
—La verdad es que no quiero verlo.
—Sí que quieres.
Pratt se bebió un par de tragos de whisky. Regresó al minibar, volvió a llenarse el vaso, se bebió otra dosis tóxica y preguntó:
—¿Cuándo y dónde?
—El Marriott de la calle Veintidós. Habitación cinco-veinte. A las nueve de la mañana.
—¿Por qué, Joel? ¿Por qué me tengo yo que meter en esto?
—Un favor a un viejo amigo.
—No te debo ningún favor. Y el viejo amigo se fue hace tiempo.
—Por lo que más quieras, Cari. Tráeme a Clayburn y mañana al mediodía ya no estarás en la foto. Te prometo que jamás volverás a verme.
—Eso es muy tentador.
Le pidió al taxista que se lo tomara con calma. Recorrieron Georgetown bajando por la calle K, con sus restaurantes, bares y locales universitarios abiertos hasta muy tarde, todos ellos llenos de personas que disfrutaban de la buena vida. Era 22 de marzo y se anunciaba la primavera. La temperatura era de unos quince grados y los estudiantes estaban deseando salir a la calle, aunque fuera a medianoche.
El taxi aminoró la velocidad al llegar al cruce de la calle I con la Catorce y Joel vio a lo lejos el viejo edificio de su despacho de la avenida Nueva York. En algún lugar de allí, en el último piso, había gobernado su pequeño reino y sus subordinados le corrían detrás, apresurándose a cumplir todas sus órdenes. No fue un momento nostálgico. Muy al contrario, se arrepentía de una vida indigna dedicada a la persecución del dinero y la compra de amigos y mujeres y de todos los juguetes que un pez gordo pudiera desear. En su recorrido, pasaron por delante de incontables edificios de despachos, los del Gobierno a un lado y los de los lobbys al otro.
Le pidió al taxista que cambiara de calles y se dirigiera a lugares más agradables.
Giraron a Constitución y bajaron por el Malí, pasando por delante del monumento a Washington. Su hija menor, Anna Lee, se había pasado años suplicándole que la llevara en primavera a pasear por el Malí como los otros niños de su clase. Quería ver al señor Lincoln y pasarse un día en la Smithsonian. Él prometió repetidamente hacerlo hasta que ella se fue. Ahora creía que Anna Lee estaba en Denver, con un hijo al que él jamás había visto.
Cuando se aproximaban a la cúpula del Capitolio, Joel se hartó de golpe. Aquel pequeño viaje por el sendero de la memoria era deprimente. Los recuerdos de su vida eran demasiado desagradables.
—Lléveme al hotel —dijo.