En las profundidades de la cárcel había soñado con Zúrich y sus ríos azules y sus limpias y sombreadas calles y sus modernas tiendas y sus bien parecidos habitantes, todos orgullosos de ser suizos, todos yendo a lo suyo con su agradable seriedad. En otra vida, había compartido con ellos los silenciosos tranvías eléctricos que conducían al barrio financiero. Por aquel entonces estaba demasiado ocupado para viajar, era demasiado importante para abandonar las delicadas actividades de Washington, pero Zúrich era uno de los pocos lugares que había visitado. Era la clase de ciudad que le gustaba: sin turistas ni tráfico, reacia a perder el tiempo contemplando catedrales y museos y a adorar los últimos dos mil años. Nada de eso. A Zúrich le iba el dinero, la refinada gestión de los caudales en contraposición al burdo cobro en efectivo que antaño practicara Backman.
Se encontraba una vez más a bordo de un tranvía que había tomado cerca de la estación de tren circulando sin interrupción por la Bahnhofstrasse, la arteria principal del centro de Zúrich, si es que efectivamente había alguno. Eran casi las nueve de la mañana y estaba rodeado por la última oleada de jóvenes banqueros severamente vestidos que se dirigían al UBS y el Crédit Suisse y a miles de instituciones menos conocidas pero igualmente prósperas. Trajes oscuros, camisas de distintos colores pero muy pocas de ellas blancas, corbatas caras de nudo grande y poco dibujo, zapatos marrón oscuro con cordones, jamás borlas. Los estilos habían cambiado ligeramente en los últimos seis años. Siempre conservadores, pero con cierto donaire. No tan elegantes como los jóvenes profesionales de su Bolonia natal, pero muy atractivos.
Todo el mundo leía algo mientras viajaba. Pasaban tranvías circulando en dirección contraria. Marco fingió estar enfrascado en la lectura de un ejemplar del Newsweek, pero en realidad se dedicaba a observar a los demás pasajeros.
Nadie le miraba. A nadie parecían molestarle sus zapatos de jugar a los bolos. De hecho, había visto con otros iguales a un joven vestido con prendas informales cerca de la estación. Su sombrero de paja no llamaba la atención. Los bajos de los pantalones tenían un aspecto ligeramente más aceptable tras haberse comprado en el mostrador de recepción un estuche barato de costura y haberse pasado media hora tratando de reparar el desaguisado sin hacerse sangre. Su atuendo costaba una pequeña fracción de lo que costaban todos los trajes que lo rodeaban, pero ¿qué más le daba? Había conseguido llegar a Zúrich sin Luigi y todos los demás y, con un poco de suerte, conseguiría escapar.
En Paradeplatz los tranvías entraban por el este y por el oeste y se detenían. Allí se vaciaban rápidamente mientras los jóvenes banqueros se dispersaban en grupos para dirigirse a sus respectivos edificios. Marco se mezcló con la gente tras dejar el sombrero en el asiento del tranvía.
Nada había cambiado en siete años. Paradeplatz seguía siendo la misma: una plaza abierta flanqueada por tiendas y cafés. Los bancos que la rodeaban llevaban allí cien años; algunos anunciaban sus nombres con letreros de neón, otros estaban tan bien escondidos que eran ilocalizables. Desde detrás de sus gafas de sol procuró absorber al máximo el ambiente que lo rodeaba sin apartarse de tres jóvenes con bolsas de gimnasia al hombro. Parecían dirigirse al Rhineland Bank, en el lado este. Los siguió al vestíbulo interior, donde empezaba la diversión.
El mostrador de información no había cambiado en siete años; es más, la dama impecablemente vestida sentada al otro lado le resultaba vagamente familiar.
—Quisiera ver al señor Mikel van Thiessen —dijo, procurando bajar la voz al máximo.
—¿Su nombre?
—Marco Lazzeri. —Utilizaría «Joel Backman» más tarde, una vez arriba, allí no se atrevía. Confiaba en que los mensajes de Neal a Van Thiessen lo hubieran informado acerca del apodo. Al banquero se le había pedido que hiciera lo posible por permanecer en la ciudad durante la siguiente semana.
La señora estaba al teléfono, dándole al mismo tiempo a un teclado de ordenador.
—Será sólo un momento, señor Lazzeri —dijo—. ¿Le importa esperar?
—No —contestó.
¿Esperar? Llevaba años soñando con ello. Se sentó, cruzó las piernas, se vio los zapatos y escondió los pies debajo del asiento. Tenía la certeza de que estaba siendo observado desde una docena de ángulos de cámara distintos, pero le parecía muy bien. Puede que reconocieran a Backman sentado en el vestíbulo y puede que no. Ya casi se los imaginaba allí arriba, contemplando boquiabiertos los monitores, rascándose la cabeza y diciendo: «No sé, está mucho más delgado, hasta incluso demacrado».
—Y el cabello. Está claro que lo lleva muy mal teñido.
Para echarles una mano, Joel se quitó las gafas de montura de concha de Giovanni.
Cinco minutos más tarde, un guardia de seguridad de severo rostro y atuendo mucho más discreto se acercó a él como llovido del cielo y le dijo:
—Señor Lazzeri, ¿tiene usted la amabilidad de seguirme?
Subieron en un ascensor privado hasta el tercer piso, donde Marco fue acompañado a una pequeña habitación de gruesas paredes. En el Rhineland Bank todas las paredes parecían gruesas. Otros dos guardias de seguridad estaban esperando. Uno de ellos incluso le sonrió, el otro no. Le pidieron que apoyara ambas manos en un escáner biométrico de huellas dactilares. Compararían las huellas con las que había dejado siete años antes en aquel mismo lugar y, cuando hubieran comprobado la coincidencia exacta, habría más sonrisas y después una habitación más bonita, un vestíbulo más bonito y el ofrecimiento de zumo de fruta o café. Todo lo que usted quiera, señor Backman.
Pidió zumo porque no había desayunado. Los guardias de seguridad habían regresado a su guarida. Ahora el señor Backman era atendido por Elke, una de las agraciadas colaboradoras del señor Van Thiessen.
—Saldrá en cuestión de un minuto —le explicó ésta—. No le esperaba esta mañana. Resulta un poco difícil concertar citas cuando te escondes en retretes de lavabos.
El viejo Marco ya era historia pasada. Finalmente se había librado de él después de dos meses largos de uso. Marco le había sido muy útil, le había mantenido con vida, le había enseñado los rudimentos del italiano, lo había acompañado en Treviso y Bolonia y le había presentado a Francesca, una mujer que tardaría mucho tiempo en olvidar.
Pero Marco también lo mataría, por eso lo dejó tirado allí, en el tercer piso del Rhineland Bank, mientras contemplaba los zapatos negros de tacones de aguja de Elke y esperaba a su jefe. Marco se había ido para jamás regresar.
El despacho de Mikel van Thiessen estaba destinado a impresionar a sus visitantes con su exhibición de poder. Poder en la mullida alfombra persa. Poder en el sofá y los sillones de cuero. Poder en el escritorio antiguo de caoba que no hubiera cabido en la celda de Rudley. Poder en toda la variada serie de artilugios electrónicos que lo rodeaban. Saludó a Joel en la poderosa puerta de roble y ambos se estrecharon debidamente la mano, aunque no como viejos amigos. Sólo se habían visto una vez.
Si Joel había perdido casi treinta kilos desde su última visita, Van Thiessen había ganado casi otros tantos. También tenía el cabello mucho más canoso y no tan fuerte y vigoroso como el de los banqueros más jóvenes que Joel había visto en el tranvía. Van Thiessen acompañó a su cliente a los sillones de cuero mientras Elke y otra empleada se apresuraban a servir café y pastelillos.
Una vez solos y con la puerta cerrada, Van Thiessen dijo:
—He estado leyendo cosas acerca de usted.
—Ah, ¿sí? ¿Y qué ha leído?
—Sobornar a un presidente a cambio de un indulto, vamos, señor Backman. ¿Tan fácil es eso allí?
Joel no supo si bromeaba o no. Estaba de buen humor, pero no le apetecía exactamente intercambiar chistes.
—Yo no he sobornado a nadie, si es eso lo que usted quiere dar a entender.
—Sí, bueno, no cabe duda de que los periódicos están llenos de conjeturas.
Su tono de voz era más acusador que jovial, por cuyo motivo Joel decidió no perder el tiempo.
—¿Usted se cree todo lo que lee en los periódicos?
—Por supuesto que no, señor Backman.
—Estoy aquí por tres motivos. Quiero acceso a mi caja de seguridad. Quiero retirar diez mil dólares en efectivo. Después, es posible que tenga que pedir uno o dos favores.
Van Thiessen se metió un pastelillo en la boca y lo masticó rápidamente.
—Sí, claro. No creo que nada de eso nos ocasione ningún problema.
—¿Y por qué iba a ocasionárselo?
—No hay ningún inconveniente, señor. Necesitaré sólo unos minutos.
—¿Para qué?
—Tendré que consultarlo con un colega.
—¿Puede hacerlo rápido?
Van Thiessen salió prácticamente disparado de la habitación y cerró ruidosamente la puerta a su espalda. El dolor que notaba Joel en el estómago no era de hambre. En caso de que ahora se detuvieran las ruedas, no tenía ningún plan B. Saldría del banco con las manos vacías, con un poco de suerte cruzaría Paradeplatz para subir a un tranvía y, una vez a bordo, no tendría ningún lugar adonde ir. La fuga habría terminado. Marco regresaría y, al final, Marco acabaría con él.
Mientras el tiempo se detenía bruscamente, su mente no cesaba de pensar en el indulto. Con él, la pizarra quedaba limpia. El Gobierno de Estados Unidos no podía ejercer presión sobre el suizo para que congelara su cuenta. ¡Los suizos no congelaban las cuentas de nadie! ¡Los suizos eran inmunes a las presiones! Por eso sus bancos estaban llenos de botines de todo el mundo.
¡Para eso eran los suizos!
Elke lo rescató y le rogó que la acompañara abajo. En otros tiempos, él habría acompañado a Elke a cualquier sitio, pero ahora sólo era abajo.
Había estado en la cámara acorazada durante su anterior visita. Estaba en el sótano, a varios pisos bajo tierra, aunque los clientes jamás sabían hasta qué profundidad de suelo suizo bajaban. Todas las puertas tenían un grosor de treinta centímetros, todas las paredes parecían de plomo, todos los techos disponían de cámaras de vigilancia. Elke lo volvió a dejar en manos de Van Thiessen.
Ambos pulgares pasaron el escáner para comparar las huellas. Un escáner óptico le tomó una fotografía.
—Número siete —dijo Van Thiessen, señalándolo—. Allí me reuniré con usted —añadió, saliendo por una puerta.
Joel recorrió un corto pasillo y pasó por delante de seis puertas de acero sin ventanilla hasta la séptima. Pulsó un botón y se oyeron toda clase de chirridos y chasquidos hasta que finalmente se abrió. Dentro lo esperaba Van Thiessen.
La habitación medía tres metros cuadrados y medio y tres de sus paredes estaban ocupadas por cámaras individuales, casi todas ellas del tamaño de una grande de zapatos.
—¿El número de su cámara? —preguntó.
—L2270.
—Exacto.
Van Thiessen se situó a su derecha y se inclinó levemente hacia la L2270.
En el pequeño teclado de la caja marcó unos números y se volvió a incorporar diciendo:
—Si hace el favor.
Bajo la atenta mirada de Van Thiessen, Joel se acercó a su cámara y marcó el código. Mientras lo hacía, pronunció en voz baja los números, grabados para siempre en su memoria:
—Ochenta y uno, cincuenta y cinco, noventa y cuatro, noventa y tres, veintitrés.
Una lucecita verde parpadeó en el teclado. Van Thiessen sonrió diciendo:
—Le espero delante. Pulse el timbre cuando haya terminado.
Una vez solo, Joel sacó la caja de acero de su cámara y abrió la tapa. Sacó el sobre acolchado y lo abrió. Allí estaban los cuatro discos Jaz de dos gigabytes que en otros tiempos habían valido mil millones de dólares.
Esperó un instante, no más de sesenta segundos. A fin de cuentas, en aquel momento estaba muy seguro y, si quería reflexionar con calma, ¿qué mal había en ello?
Pensó en Safi Mirza, Fazal Sharif y Farooq Khan, los brillantes muchachos que habían descubierto Neptuno y habían creado un montón de software para manipular el sistema. Todos habían muerto, asesinados por su ingenua codicia y por su elección del abogado equivocado. Pensó en Jacy Hubbard, el desvergonzado, sociable e infinitamente carismático timador que había camelado a los votantes a lo largo de toda su carrera y, al final, se había vuelto demasiado ambicioso. Pensó en Cari Pratt y en Kim Bolling y en las varias docenas de socios que él había atraído a su próspero bufete, y en las vidas destrozadas por aquello que ahora sostenía en su mano. Pensó en Neal y en la humillación que había sufrido cuando el escándalo estalló en Washington y la cárcel se convirtió no sólo en una certeza sino también en un refugio.
Y pensó en sí mismo, no en términos egoístas, no con piedad, no echándoles la culpa a otros. Qué desastre de vida había llevado, hasta aquel momento por lo menos. Por mucho que deseara regresar y hacer las cosas de otra manera, no tenía tiempo que perder con semejantes pensamientos. Sólo te quedan unos años, Joel, o Marco, o Giovanni o como cono te llames. Por primera vez en tu cochina vida, ¿por qué no haces lo que debes en lugar de lo que es lucrativo?
Volvió a meter los discos en el sobre, guardó el sobre en su cartera de documentos y devolvió la caja de acero al interior de la cámara. Pulsó el timbre para llamar a Van Thiessen.
De nuevo en el despacho del poder, Van Thiessen le entregó una carpeta que contenía una hoja de papel.
—Éste es el resumen de su cuenta —le estaba diciendo—. Es muy breve. Tal como usted sabe, no ha habido ningún movimiento.
—Pagan ustedes un uno por ciento de interés —dijo Joel.
—Usted ya conocía nuestros tipos cuando abrió la cuenta, señor Backman.
—Sí, es cierto.
—Protegemos su dinero de otras maneras.
—Naturalmente. —Joel cerró la carpeta y la devolvió—. No quiero conservarlo. ¿Tiene el dinero?
—Sí, lo están subiendo.
—Muy bien. Necesito unas cuantas cosas.
Van Thiessen se acercó un cuaderno de notas y esperó con la estilográfica en la mano.
—Sí —dijo.
—Quiero transferir cien mil dólares a un banco de Washington. ¿Me puede recomendar alguno?
—Por supuesto que sí. Colaboramos estrechamente con el Maryland Trust.
—Muy bien, transfiera el dinero allí y, junto con la transferencia, abra una cuenta de ahorro. No voy a extender cheques, sólo haré reintegros.
—¿A qué nombre?
—Joel Backman y Neal Backman.
Se estaba volviendo a acostumbrar a su nombre y no se escondía al pronunciarlo. El miedo no lo acobardaba y no temía que lo ametrallaran. La situación le encantaba.
—Muy bien —dijo Van Thiessen.
Cualquier cosa era posible.
—Necesito un poco de ayuda para regresar a Estados Unidos. ¿Podría su chica comprobar qué vuelos de la Lufthansa hay para Filadelfia y Nueva York?
—Naturalmente. ¿Cuándo y desde dónde?
—Hoy, lo antes posible. Preferiría evitar el aeropuerto de aquí. ¿A qué distancia se encuentra Munich por carretera desde aquí?
—Por carretera, a tres o cuatro horas.
—¿Me puede facilitar un vehículo?
—Estoy seguro de que lo podremos arreglar.
—Prefiero salir desde el sótano en un automóvil conducido por alguien que no parezca un chofer. Tampoco quiero un automóvil negro, prefiero que no llame la atención.
Van Thiessen dejó de escribir y lo miró desconcertado.
—¿Corre usted peligro, señor Backman?
—Tal vez. No estoy seguro, pero no quiero correr ningún riesgo.
Van Thiessen lo pensó unos segundos y después dijo:
—¿Quiere que le hagamos las reservas de avión?
—Sí.
—En tal caso, necesito su pasaporte.
Joel sacó el pasaporte prestado de Giovanni.
Van Thiessen lo estudió un buen rato sin que su estoico rostro de banquero lo traicionara. Al final, consiguió decir:
—Señor Backman, usted viajará con el pasaporte de otra persona.
—Exacto.
—¿Y es válido este pasaporte?
—Lo es.
—Supongo que no tiene ninguno a su nombre.
—Me lo retiraron hace tiempo.
—Este banco no puede participar en la comisión de un delito. Si es un documento robado, en tal caso…
—Le aseguro que no es robado.
—Pues entonces, ¿cómo…?
—Digamos simplemente que me lo han prestado, ¿de acuerdo?
—Pero la utilización del pasaporte de otra persona es una transgresión de la ley.
—No perdamos el tiempo con la política de inmigración estadounidense, señor Van Thiessen. Facilíteme los horarios. Yo elegiré los vuelos. Que su secretaria haga las reservas utilizando la cuenta del banco. Dedúzcamelo de mi cuenta. Facilíteme un automóvil y un chofer. Dedúzcalo de mi cuenta si quiere. Es todo muy sencillo.
Era sólo un pasaporte. Qué demonios, otros clientes tenían tres o cuatro. Van Thiessen se lo devolvió a Joel diciendo:
—Muy bien. ¿Alguna otra cosa?
—Sí, necesito conectarme a Internet. No me cabe duda de que sus ordenadores son seguros.
—Totalmente.
Su mensaje a Neal decía:
Grinch:
Con un poco de suerte, llegaré a Estados Unidos esta noche. Consigúeme hoy mismo otro móvil. No lo pierdas de vista. Mañana por la mañana llama al Hilton, el Marriott y el Sheraton, en el centro de Washington. Pregunta por Giovanni Ferro. Ése soy yo. Llama por la mañana a primera hora a Cari Pratt con el nuevo teléfono. Trata de conseguir que el senador Clayburn se traslade al distrito de Columbia. Correremos con sus gastos. Dile que es urgente. Un favor a un viejo amigo. No aceptes una negativa. Ya basta de mensajes hasta que vuelva a casa.
Marco
Después de tomarse un rápido bocado y una Coca-Cola en el despacho de Van Thiessen, Joel Backman abandonó el edificio del banco a bordo de un reluciente BMW verde de cuatro puertas. Para más seguridad, se cubrió el rostro con un periódico suizo hasta que estuvieron en la Autobahn. El chofer se llamaba Franz. Franz se creía una promesa de la Fórmula Uno y, cuando Joel le hizo saber que tenía cierta prisa, Franz se situó en el carril de la izquierda y se lanzó a 150 kilómetros por hora.