30

En cuanto se estableció que Backman había desaparecido y que finalmente no había muerto a manos de otros, transcurrieron cinco horas de tensa espera antes de que Julia Javier localizara una información que hubiese tenido que estar más a mano. La encontraron en una carpeta guardada bajo llave en el despacho del director, antaño custodiada por el propio Teddy Maynard. En caso de que Julia hubiera visto la información, no lo recordaba. Y, en medio del caos reinante, estaba claro que no iba a reconocerlo.

La información la había facilitado a regañadientes años atrás el FBI cuando las transacciones financieras de Backman estaban siendo investigadas detenidamente a causa de los insistentes rumores de que el intermediario había estafado a un cliente y enterrado una fortuna. En caso de que fuera cierto, ¿dónde estaba el dinero? En su afán por localizarlo, el FBI seguía el historial de sus viajes cuando él se declaró repentinamente culpable y lo metieron en la cárcel.

La declaración de culpabilidad no había hecho que se archivara el caso Backman, pero no cabía duda de que había reducido la presión. Con el tiempo, se completó la investigación sobre los viajes y, al final, los datos se enviaron a Langley.

En el mes anterior a la acusación, la detención y la puesta en libertad de Backman gracias a un acuerdo de fianza muy restringido, este había efectuado dos rápidos viajes a Europa. En el primero de ellos, había volado a París con la Air France en clase business en compañía de su secretaria preferida y había pasado allí unos cuantos días divirtiéndose y visitando monumentos. Más tarde la secretaria reveló a los investigadores que Backman había dedicado una larga jornada a un rápido desplazamiento a Berlín para resolver un asunto urgente, pero había regresado a tiempo para cenar en Alain Ducasse. Ella no lo había, acompañado.

No había constancia de ningún viaje de Backman en vuelo comercial a Berlín ni a cualquier otro lugar de Europa durante aquella semana. Hubiera necesitado un pasaporte y el FBI estaba seguro de que no había utilizado el suyo. Un viaje en tren no requería pasaporte. Ginebra, Berna, Lausana y Zúrich están todas ellas a cuatro horas de París en tren.

El segundo viaje había sido de setenta y dos horas con salida del aeropuerto Dulles en un vuelo de primera clase de la Lufthansa a Frankfurt, pese a que allí no se había detectado ningún contacto de negocios. Backman había pagado dos noches en un hotel de lujo de Frankfurt y tampoco había constancia de que hubiera dormido en otro lugar. Como en el caso de París, los centros bancarios de Suiza se encuentran a pocas horas de tren de Frankfurt.

Cuando Julia Javier encontró finalmente la carpeta y leyó el informe, llamó inmediatamente a Whitaker y le dijo:

—Se dirige a Suiza.

Madame llevaba equipaje suficiente para una acaudalada familia de cinco miembros. Un exhausto mozo la ayudó a subir las pesadas maletas a bordo del vagón de primera que ella sola ocupó con su persona, sus pertenencias y su perfume. El compartimiento disponía de seis asientos, cuatro de los cuales había reservado ella. Se acomodó en uno de los tres que había delante de Marco y meneó el voluminoso trasero como si quisiera ensancharlo. Lo miró, acobardado contra la ventanilla, y le dedicó un voluptuoso «Bonsoir». «Francesa», pensó él, y como no le pareció correcto contestar en italiano, decidió atenerse a lo viejo conocido.

—Hola —le dijo en inglés.

—Ah, estadounidense.

Con tantas lenguas, identidades, nombres, culturas, antecedentes, mentiras y más mentiras arremolinándose a su alrededor, consiguió contestar sin la menor convicción:

—No, canadiense.

—Ah —dijo ella mientras seguía arreglando las maletas y trataba de instalarse. Estaba claro que hubiese preferido un estadounidense. Madame era una corpulenta mujer de sesenta años con un ajustado vestido rojo, gruesas pantorrillas y cómodos zapatos negros que habían viajado un millón de kilómetros. Sus ojos muy maquillados estaban hinchados y el motivo resultó inmediatamente evidente. Mucho antes de que el tren se pusiera en marcha sacó un frasco de bolsillo de gran tamaño, desenroscó el tapón que era al mismo tiempo un vasito, y echó un buen trago de algo que parecía fuerte. Se lo bebió de golpe y después miró a Marco sonriendo y le preguntó:

—¿Le apetece?

—No, gracias.

—Es un brandy muy bueno.

—No, gracias.

—Muy bien.

Echó otro trago y volvió a guardar el frasco.

El largo viaje en tren iba a resultar todavía más largo.

—¿Adonde va usted? —preguntó ella en un excelente inglés.

—A Stuttgart. ¿Y usted?

—A Stuttgart, y después seguiré a Estrasburgo. En Stuttgart no se puede uno quedar mucho tiempo, ¿sabe?

Arrugó la nariz como si toda la ciudad fuera una repugnante cloaca.

—Me encanta Stuttgart —dijo Marco por el simple gusto de ver cómo la desarrugaba.

—Pues muy bien.

Se miró los zapatos y se los quitó sacudiendo los pies sin preocuparse por dónde iban a parar. Marco se preparó para aspirar una vaharada de olor de pies, pero enseguida comprendió que no hubiese podido competir con el perfume barato de la mujer.

En un gesto de autodefensa, fingió adormilarse. Ella lo dejó tranquilo unos minutos y después preguntó, levantando la voz:

—¿Habla polaco?

Él movió bruscamente la cabeza como si lo acabaran de despertar.

—No, no exactamente. Pero estoy intentando aprenderlo. Mi familia es polaca.

Contuvo la respiración mientras terminaba, medio esperando que ella le soltara un torrente de perfecto polaco y lo enterrara debajo.

—Ya entiendo —dijo la mujer sin demasiada convicción.

A las 6.15 en punto, un revisor invisible tocó un silbato y el tren se puso en marcha. Por suerte no había otros pasajeros en el compartimiento asignado a Madame. Varios bajaron por el pasillo, se detuvieron a mirar y, al ver el cúmulo de maletas, siguieron adelante en busca de otro compartimiento donde hubiera más espacio.

Marco estudió atentamente el andén mientras el tren empezaba a moverse. El hombre del autobús no se veía por ninguna parte.

Madame le siguió dando al codo hasta quedarse dormida. La despertó el revisor para picar los billetes. Apareció un mozo con un carrito de bebidas. Marco se compró una cerveza y le ofreció una a su compañera de compartimiento. Su ofrecimiento fue recibido con otro gigantesco fruncimiento de nariz, como si prefiriera beber orina.

La primera parada fue Como/San Giovanni, una pausa de dos minutos en la que nadie subió. Cinco minutos más tarde se detuvieron en Chiasso. Casi había oscurecido por completo y Marco sopesaba la idea de efectuar una rápida salida. Estudió el itinerario; había otras cuatro paradas antes de llegar a Zúrich, una en Italia y tres en Suiza. ¿Qué país le iría mejor?

Ya no podía correr el riesgo de que lo siguieran. Si estaban en el tren, significaba que lo venían siguiendo desde Bolonia a través de Módena y Milán a pesar de los cambios de disfraz. Eran profesionales y no podía competir con ellos. Mientras se tomaba la cerveza, Marco se sintió un miserable aficionado.

Madame estudiaba los maltrechos bajos de sus pantalones. Después Marco la sorprendió mirando los zapatos de jugar a los bolos y no se lo pudo reprochar en absoluto. A continuación, la mujer clavó los ojos en la correa roja de su reloj. Su rostro expresó lo evidente: no aprobaba su falta de sentido estético. Típico estadounidense o canadiense, o lo que fuera.

Distinguió fugazmente el resplandor de las luces de la orilla del lago de Lugano. Estaban cruzando la región de los lagos y ganando altura. Suiza ya no quedaba lejos.

Algún que otro viajero bajaba de vez en cuando por el pasillo a media luz, miraba hacia el interior del compartimiento por el cristal de la puerta y seguía adelante hacia el fondo, donde estaba el servicio. Madame había colocado sus grandes pies en el asiento que tenía delante, no demasiado lejos de Marco. Cuando llevaban sólo una hora de viaje, ya había conseguido repartir sus cajas, revistas y prendas de vestir por todo el compartimiento. Marco temía abandonar su asiento.

Al final, se impuso el cansancio y Marco se quedó dormido. Lo despertó el alboroto de la estación de Bellinzona, la primera parada en Suiza. Un pasajero subió al vagón de primera y no consiguió encontrar el asiento adecuado. Abrió la puerta del compartimiento de Madame, miró a su alrededor, no le gustó lo que vio y se fue a pegarle un grito al revisor. Le encontraron un asiento en otro sitio. Madame ni siquiera levantó los ojos de sus revistas de moda.

El siguiente trecho era de una hora y cuarenta minutos y, cuando vio que Madame volvía a su frasco de bolsillo, Marco le dijo:

—Creo que lo voy a probar.

Ella sonrió por primera vez en varias horas. Aunque estaba claro que no le importaba beber sola, siempre era más agradable hacerlo con un amigo. Pero un par de tragos bastaron para que Marco volviera a quedarse dormido.

El tren experimentó una sacudida mientras aminoraba la velocidad para la parada de Arth-Goldau. La cabeza de Marco también se sacudió y se le cayó el sombrero. Madame lo miraba detenidamente. Cuando él abrió definitivamente los ojos, le dijo:

—Un hombre muy raro lo ha estado mirando.

—¿Dónde?

—¿Dónde? Pues aquí, naturalmente, en este tren. Se detiene en la puerta, lo mira con mucho interés y se marcha sigiloso.

«A lo mejor son los zapatos —pensó Marco—. O los pantalones. ¿La correa del reloj?» Se frotó los ojos y trató de comportarse como si tal cosa ocurriera constantemente.

—¿Qué aspecto tiene?

—Cabello rubio, unos treinta años, guapito, chaqueta marrón. ¿Lo conoce?

—No, no tengo ni idea.

El hombre del autobús de Módena ni era rubio ni llevaba chaqueta marrón, pero semejantes nimiedades no tenían ninguna importancia. Marco estaba lo bastante asustado como para cambiar de plan.

Zug se encontraba a veinte minutos, la última parada antes de Zúrich. Cuando faltaban diez minutos, anunció su necesidad de ir al lavabo. Pero, entre su asiento y la puerta, se interponía la carrera de obstáculos de Madame. Mientras se abría paso, dejó la cartera y el bastón en el asiento.

Pasó por delante de cuatro compartimientos, en cada uno de los cuales había por lo menos tres pasajeros, pero ninguno parecía sospechoso. Entró en el lavabo, cerró la puerta y esperó hasta que el tren empezó a aminorar la velocidad y se detuvo. Zug era una parada de dos minutos y, hasta aquel momento, el tren había sido ridículamente puntual. Esperó un minuto, regresó a toda prisa a su compartimiento, abrió la puerta y, sin decirle nada a Madame, tomó la cartera de documentos y el bastón, que estaba más que dispuesto a utilizar como arma, y corrió a la parte de atrás del vagón, desde donde saltó al andén.

Era una pequeña estación elevada con una calle que discurría por debajo de la misma. Marco bajó los peldaños que conducían a la acera donde vio un solitario taxi con un conductor dormido detrás del volante.

—Hotel, por favor —dijo, pegándole un susto al taxista, que instintivamente acercó la mano a la llave de encendido. Éste preguntó algo en alemán y Marco probó a utilizar el italiano—. Necesito un hotel pequeño. No tengo reserva.

—Eso está hecho —dijo el taxista.

Mientras se alejaban, Marco levantó la vista y vio que el tren se ponía en marcha. Volvió la cabeza y no vio a nadie que lo siguiera.

La carrera duró nada menos que cuatro manzanas y, cuando se detuvieron delante de un edificio de tejado a dos aguas en una tranquila calle secundaria, el taxista dijo en italiano:

—Este hotel es muy bueno.

—Tiene buena pinta. Gracias. ¿A qué distancia está Zúrich por carretera?

—Dos horas más o menos. Depende del tráfico.

—Mañana por la mañana tengo que estar en el centro de Zúrich a las nueve en punto. ¿Podría usted llevarme allí?

El taxista titubeó un segundo, pensando en el dinero.

—Quizá —contestó.

—¿Cuánto me costará?

El taxista se rascó la barbilla y se encogió de hombros diciendo:

—Doscientos euros.

—Muy bien. Saldremos de aquí a las seis.

—A las seis, sí, aquí estaré.

Marco le volvió a dar las gracias y lo vio alejarse. Sonó un timbre cuando cruzó la puerta de entrada del hotel. El pequeño mostrador estaba desierto, pero un televisor parloteaba muy cerca de allí.

Al final apareció un soñoliento adolescente que lo miró sonriendo.

Guten Abend —dijo.

Parla inglese? —le preguntó Marco.

El chico meneó la cabeza.

—¿Italiano?

—Un poco.

—Yo también hablo un poco —dijo Marco en italiano—. Quiero una habitación para una noche.

El recepcionista empujó hacia él un impreso de registro y Marco escribió de memoria el nombre que figuraba en el pasaporte y el número. Garabateó una dirección imaginaria de Bolonia y también un falso número de teléfono. Llevaba el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta cerca de su corazón y estaba dispuesto a mostrarlo a regañadientes.

Pero ya era muy tarde y el recepcionista se estaba perdiendo el programa de la televisión. Con una insólita ineficacia suiza, dijo, también en italiano:

—Cuarenta y dos euros.

Ni mencionó el pasaporte.

Giovanni depositó el dinero sobre el mostrador y el recepcionista le entregó la llave de la habitación número 26.

En un italiano sorprendentemente bueno, consiguió pedir que lo despertaran a las cinco de la mañana. Después, casi como si le acabara de ocurrir en aquel momento, dijo:

—He perdido el cepillo de dientes. ¿Me podría facilitar uno?

El recepcionista abrió un cajón y sacó una caja llena de toda clase de artículos de primera necesidad: cepillos de dientes, tubos de dentífrico, maquinillas de afeitar de un solo uso, crema de afeitar, aspirinas, tampones, crema de manos, peines e incluso preservativos. Giovanni eligió algunos artículos y entregó diez euros.

No hubiera apreciado más una suite de lujo del Ritz que la habitación número 26. Pequeña, limpia, caldeada, con colchón firme y una puerta que cerró con doble vuelta para mantener fuera los rostros que lo perseguían desde primera hora de la mañana. Disfrutó de una larga ducha caliente y después se afeitó y se cepilló los dientes una eternidad.

Para su alivio, encontró un minibar bajo el televisor. Se comió un paquete de galletas, las regó con dos botellines de whisky y, cuando se deslizó bajo las mantas, estaba mentalmente agotado y físicamente exhausto. El bastón descansaba sobre la cama, muy cerca de él. Una tontería, pero no podía evitarlo.