El taxi se detuvo a una manzana de la estación central de Milán. Marco pagó al taxista, le dio repetidamente las gracias, le deseó un buen viaje de vuelta a Módena y después pasó por delante de otra docena de taxis que esperaban a los pasajeros que llegaban. Dentro de la gigantesca estación se mezcló con la gente, utilizó las escaleras mecánicas y se adentró en la controlada locura de la zona de los andenes adonde llegaban los trenes a través de una docena de vías. Localizó el tablero de salidas y estudió las alternativas que se le ofrecían. Había un tren con destino a Stuttgart cuatro veces al día y su séptima parada era Zúrich. Tomó un horario, compró una guía barata de la ciudad con un plano de la misma y después encontró una mesa en un café situado en una hilera de establecimientos. No tenía tiempo que perder, pero necesitaba saber dónde estaba. Se tomó dos espressos y una pasta mientras sus ojos contemplaban a la gente. Le encantaban las multitudes, el inmenso gentío que iba y venía. El número le infundía seguridad.
Su primer plan fue dar un paseo de unos treinta minutos hasta el centro de la ciudad. Por el camino encontraría alguna tienda de ropa barata y se lo cambiaría todo: chaqueta, camisa, pantalones y zapatos. Lo habían descubierto en Bolonia. No podía volver a correr ningún riesgo.
Seguro que en algún lugar del centro, cerca de la Piazza del Duomo, habría un cibercafé donde alquilar un ordenador quince minutos. Confiaba muy poco en su capacidad de sentarse delante de una máquina desconocida, poner el maldito cacharro en marcha y no sólo sobrevivir a la selva de Internet sino también conseguir enviar un mensaje a Neal. Eran las 10.15 de la mañana en Milán y las 4.15 de la mañana en Culpeper, Virginia. Neal efectuaría una comprobación directa a las 7.50.
Conseguiría de algún modo enviar el mensaje electrónico. No tenía más remedio.
El segundo plan, el que cada vez le parecía mejor mientras contemplaba a los miles de personas que subían con indiferencia a unos trenes que los diseminarían por toda Europa en cuestión de horas, era escapar. Comprar enseguida un billete y largarse de Milán y de Italia lo antes posible. Su nuevo color de pelo, las gafas y la vieja chaqueta de profesor de Giovanni no habían conseguido engañarlos en Bolonia. Si eran tan buenos, seguro que lo encontrarían en cualquier sitio.
Llegó a una solución de compromiso y dio una vuelta a la manzana. El aire fresco siempre lo relajaba y, tras recorrer cuatro manzanas, notó que la sangre le volvía a circular mejor por las venas.
Al igual que en Bolonia, las calles de Milán se abrían en abanico en todas direcciones como una telaraña. El tráfico era muy intenso y a veces apenas se movía. Le encantaba el tráfico y, sobre todo, las aceras abarrotadas de gente que le ofrecían protección.
La tienda se llamaba Roberto’s, un pequeño establecimiento de artículos para caballero encajado entre una joyería y una panadería. Los dos escaparates estaban llenos de un tipo de ropa que duraría aproximadamente una semana, lo cual coincidía a la perfección con el margen de tiempo de que disponía Marco. El empleado de Oriente Medio hablaba italiano peor que Marco, pero era muy hábil en señalar cosas y soltar gruñidos y estaba empeñado en transformar el aspecto de su cliente. La chaqueta azul fue sustituida por otra de color marrón oscuro. La nueva camisa era un jersey blanco con unas mangas demasiado cortas. Los pantalones eran de lana de baja calidad y de color azul marino muy oscuro. Los retoques tardarían una semana, por lo que Marco le pidió al dependiente unas tijeras. En el mohoso probador, tomó medidas lo mejor que pudo y después se cortó él mismo los pantalones. Cuando salió con su nuevo conjunto, el dependiente contempló los mellados bordes que ocupaban el lugar de las vueltas y estuvo casi a punto de echarse a llorar.
Los zapatos que Marco se probó lo habrían dejado lisiado antes de regresar a la estación, por lo que éste se quedó de momento con las botas de excursión. La mejor compra fue un sombrero de paja color canela que Marco adquirió porque lo había visto justo antes de entrar en la tienda. ¿Qué más le daba la moda a aquellas alturas? El nuevo atuendo le costó casi cuatrocientos euros, un dinero del que no habría querido desprenderse, pero no tenía más remedio. Trató de hacer un trueque con la cartera de documentos de Giovanni, que, por supuesto, valía mucho más que todo lo que llevaba encima, pero el dependiente estaba demasiado deprimido a causa de los destrozados pantalones. Apenas tuvo ánimos para darle las gracias y despedirse de él.
Marco se fue con la chaqueta azul, los desteñidos vaqueros y la vieja camisa doblados en el interior de una bolsa de compra roja; ya tenía otra cosa distinta que llevar en la mano.
Caminó unos minutos y vio una zapatería. Se compró un par que parecía un modelo de jugar a los bolos ligeramente modificado, sin duda el artículo más feo que había en aquella tienda, por lo demás muy bonita. Eran unos zapatos negros con una especie de rayas de color vino tinto, que Marco esperó que se hubieran fabricado por la comodidad y no con criterios estéticos. Pagó 150 euros por ellos, sólo porque ya estaban muy probados. Tardó dos manzanas en hacer acopio de valor para mirarlos.
Al propio Luigi lo vieron salir también de Bolonia. El chico de la motocicleta le vio salir del apartamento de la puerta de al lado de Backman y fue precisamente su manera de salir lo que le llamó la atención. Corría como si practicara el jogging y aceleraba la velocidad a cada paso que daba. Nadie corre bajo los pórticos de Via Fondazza. La motocicleta lo siguió rezagada hasta que Luigi se detuvo y subió a toda prisa a un Fiat rojo. El vehículo recorrió unas cuantas manzanas y se detuvo justo el tiempo suficiente para que otro hombre saltara a su interior. Salieron a velocidad de vértigo, pero, en medio del tráfico de la ciudad, la motocicleta no tuvo ninguna dificultad para seguirlos. Cuando llegaron a la estación de trenes y aparcaron en zona prohibida, el chico de la motocicleta lo vio todo y volvió a establecer contacto con Efraim a través del radioteléfono.
En cuestión de cinco minutos, dos agentes del Mossad disfrazados de guardias urbanos entraron en el apartamento de Luigi y desconectaron las alarmas, algunas silenciosas y otras sonoras. Mientras tres agentes esperaban en la calle facilitando protección, los tres de dentro abrieron a patadas la puerta de la cocina y encontraron una asombrosa colección de equipo de vigilancia electrónica.
Cuando Luigi, Zellman y un tercer agente subieron al Euro-star con destino a Milán, el chico de la motocicleta también tenía un billete. Se llamaba Paul y era el miembro más joven del kidon y el que mejor hablaba italiano. Detrás del flequillo y de la cara de niño se ocultaba un veterano de veintiséis años con media docena de asesinatos a su espalda. Cuando comunicó que se encontraba en el tren y éste se movía, otros dos agentes entraron en el apartamento de Luigi para participar en la autopsia del equipo. Pero hubo una alarma que no pudieron apagar. Su constante silbido atravesó las paredes lo suficiente para llamar la atención de unos cuantos vecinos de la calle.
Diez minutos después, Efraim ordenó que se interrumpiera el allanamiento de morada. Los agentes se dispersaron y después se reagruparon en uno de sus pisos francos. No habían logrado establecer quién era o para quién trabajaba Luigi, pero estaba claro que había estado espiando a Backman las veinticuatro horas del día.
A medida que transcurrían las horas sin que hubiera ninguna señal de Backman, empezaron a creer que éste había huido. ¿Podría Luigi conducirlos hasta él?
En la Piazza del Duomo del centro de Milán, Marco contempló boquiabierto de asombro la impresionante mole de la catedral gótica que sólo había tardado trescientos años en construirse. Paseó por la Galleria Vittorio Emanuele, la espléndida galería de cúpula de cristal por la que es famosa Milán. Flanqueada por numerosos cafés y librerías, la galería es el centro de la vida urbana, su más conocido punto de encuentro. La temperatura rondaba los quince grados, Marco se tomó un bocadillo y una Coca-Cola al aire libre donde las palomas se abalanzaban sobre cualquier migaja. Vio a muchos ancianos milaneses paseando por la galería, a mujeres tomadas del brazo, a hombres que se detenían a conversar como si el tiempo no tuviera importancia. «Quién fuese tan afortunado», pensó.
¿Convenía que se fuera inmediatamente o era mejor que se quedara agazapado uno o dos días? Ésta era la nueva y apremiante pregunta. En una abarrotada ciudad de cuatro millones de habitantes podía permanecer oculto el tiempo que quisiera. Se compraría un plano, se aprendería las calles y se pasaría horas escondido en su habitación y horas paseando por las callejuelas.
Pero los sabuesos que lo perseguían tendrían tiempo de reagruparse.
¿No convenía que se fuera ahora que los había dejado atrás rascándose desconcertados la cabeza?
Llegó a la conclusión de que debía hacerlo. Pagó al camarero y se miró los zapatos de jugar a los bolos. Eran francamente cómodos, pero estaba deseando quemarlos. En un autobús urbano vio el anuncio de un cibercafé de Via Verri. Diez minutos más tarde entraba en el local. Un cartel mural indicaba las tarifas: diez euros la hora, mínimo treinta minutos. Pidió un zumo de naranja y pagó media hora. El empleado le señaló una mesa donde había varios ordenadores disponibles. Tres de los ocho estaban siendo utilizados por personas que sabían evidentemente lo que hacían. Marco se sintió perdido, pero lo disimuló muy bien. Se sentó, tomó un teclado, contempló el monitor y tuvo ganas de rezar, pero siguió adelante como si llevara años manejando sistemas informáticos.
Fue asombrosamente fácil; entró en KwyteMail, escribió su nombre de usuario, «Grinch456», y su contraseña, «post hoc ergo propter hoc», esperó diez segundos y allí estaba el mensaje de Neal:
Marco:
Mikel van Thiessen sigue en el Rhineland Bank, ahora es vicepresidente de servicios a los clientes. ¿Algo más?
GRINCH
A las 7.50 en punto, hora oficial del Este, Marco escribió su mensaje:
Grinch:
Aquí Marco… directamente y en persona. ¿Estás ahí?
Tomó un sorbo de zumo sin apartar los ojos de la pantalla. «Vamos, nene, que esto funcione». Otro sorbo. Una señora del otro lado de la mesa conversaba con su monitor. Y después el mensaje:
Estoy aquí y te leo perfectamente. ¿Qué ocurre?
Marco escribió: «Me han robado el Ankyo 850. Hay bastantes probabilidades de que lo tengan los chicos malos y de que lo estén destripando. ¿Hay alguna posibilidad de que te puedan descubrir?»
Neal: «Sólo si saben el nombre del usuario y la contraseña. ¿Los saben?»
Marco: «No, los destruí. ¿No hay manera de que puedan saltarse una contraseña?»
Neal: «Con KwyteMail, no. Es completamente seguro y está codificado. Si sólo tienen el PC, mala suerte para ellos.»
Marco: «¿Y ahora estamos completamente a salvo?»
Neal: «Rotundamente sí. Pero ¿qué estás utilizando?»
Marco: «Estoy en un cibercafé con un ordenador alquilado como un auténtico mago de la informática.»
Neal: «¿Quieres otro Ankyo?»
Marco: «No, de momento no, puede que más adelante. Esto es lo que tienes que hacer. Ve a ver a Cari Pratt. Sé que no te gusta pero, en este momento, le necesito. Pratt siempre mantuvo un estrecho trato con el ex senador Ira Clayburn de Carolina del Norte. Clayburn estuvo durante muchos años al frente del Comité de Espionaje del Senado. Necesito a Clayburn ahora mismo. Ponte en contacto a través de Pratt.»
Neal: «¿Dónde está Clayburn?»
Marco: «No lo sé… espero que siga vivo. Era de los Outer Banks de Carolina del Norte, un lugar muy apartado. Se retiró al año siguiente de que yo me fuera al campamento federal. Pratt lo puede localizar.»
Neal: «Lo haré en cuanto pueda escaparme.»
Marco: «Ten cuidado, por favor. Protégete las espaldas.»
Neal: «¿Te ocurre algo?»
Marco: «Me he fugado. He abandonado Bolonia esta mañana a primera hora. Procuraré establecer contacto mañana a esta misma hora. ¿De acuerdo?»
Neal: «No te delates. Aquí estaré mañana.»
Marco cortó la comunicación con semblante satisfecho. Misión cumplida. No había sido ningún problema. Bienvenido a la era de la magia y los artilugios de alta tecnología. Comprobó que había salido por completo de KwyteMail, se terminó el zumo de naranja y abandonó el café.
Se encaminó hacia la estación, deteniéndose antes en una tienda de artículos de cuero donde consiguió un trueque equitativo: cambió la bonita cartera de documentos de Giovanni por otra negra y de mucho peor calidad; después, en una joyería barata, pagó dieciocho euros por un reloj de pulsera grandote de esfera redonda y correa de plástico de color rojo chillón, otra cosa que pudiera desconcertar a alguien que anduviera tras Marco Lazzeri, antiguo ciudadano de Bolonia. A continuación, en una librería de viejo se gastó dos euros en un manoseado volumen de tapa dura: poesía de Czeslaw Milosz, en polaco, naturalmente, cualquier cosa para confundir a los sabuesos. Por último, en una tienda de complementos de segunda mano se compró unas gafas de sol y un bastón de madera que empezó a utilizar inmediatamente en la calle.
El bastón le recordó a Francesca y lo obligó a cambiar de manera de andar y a hacerlo más despacio. Le sobraba tiempo, por lo que se dirigió a ritmo pausado a la Céntrale de Milán, donde compró un billete para Stuttgart.
Whitaker recibió el urgente mensaje de Langley: el piso franco de Luigi había sido allanado, pero no podían hacer absolutamente nada al respecto. Ahora todos los agentes de Bolonia se encontraban en Milán, corriendo afanosamente de aquí para allá. Dos estaban en la estación de ferrocarril, buscando una aguja en un pajar, dos en el aeropuerto Malpensa, a unos cuarenta y dos kilómetros del centro de Milán, dos en el de Linate, mucho más próximo y utilizado sobre todo para los vuelos europeos. Luigi estaba en la estación central, todavía comentando por el móvil la posibilidad de que Marco ni siquiera estuviera en Milán. El simple hecho de que hubiera tomado el autobús de Bolonia a Módena en dirección noroeste no significaba necesariamente que se dirigiera a Milán. Pero en aquellos momentos la credibilidad de Luigi había disminuido considerablemente, por lo menos en la autorizada opinión de Whitaker, por cuyo motivo lo enviaron a la terminal de autobuses, donde empezó a vigilar a las diez mil personas que iban y venían.
Krater fue el que más cerca estuvo del objetivo.
Por sesenta euros, Marco compró un billete de primera clase para no llamar la atención viajando en coche-cama. Para el viaje al norte, el vagón de primera clase era el último. Marco subió a bordo a las 5.30, cuarenta y cinco minutos antes de la salida. Se acomodó en su asiento, ocultó el rostro cuanto pudo detrás de las gafas de sol y el sombrero de paja canela, abrió el libro de poesía polaca y miró hacia el andén donde los pasajeros caminaban pegados a su tren. Algunos se encontraban a sólo un metro y medio de distancia y todos tenían prisa.
Menos uno.
El tipo del autobús había vuelto; el rostro del Atene; probablemente el ladrón que le había arrebatado la bolsa Silvio azul marino; el mismo sabueso que había tardado demasiado en bajar del autobús en Módena unas once horas antes. Ahora caminaba, pero no iba a ninguna parte. Mantenía los ojos entornados y el entrecejo fruncido. Para ser un profesional, se le veía demasiado el plumero, en opinión de Giovanni Ferro, el cual, por desgracia, sabía ahora mucho más de lo que hubiese querido acerca de fugas, escondrijos y borrado de huellas.
A Krater le habían dicho que probablemente Marco se iría bien al sur, a Roma, donde se le ofrecían más alternativas, o bien al norte, a Suiza, Alemania, Francia… tenía prácticamente todo el continente donde elegir. Krater llevaba cinco horas paseando por los doce andenes, vigilando los trenes que entraban y salían, mezclándose con la gente, sin preocuparse en absoluto por los que bajaban, pero prestando toda su desesperada atención a los que subían. Todas las chaquetas azules de cualquier tono y estilo despertaban su interés, pero aún no había visto ninguna con las coderas gastadas.
Estaba dentro de la barata cartera negra alojada entre los pies de Marco, en el asiento número setenta del vagón de primera clase del tren de Stuttgart.
Marco vio a Krater en el andén, prestando mucha atención al tren cuyo destino final era Stuttgart. Sostenía en la mano algo que parecía un billete y, cuando se alejó y lo perdió de vista, Marco hubiese jurado que había subido al tren.
Reprimió el impulso de bajar. Se abrió la puerta de su compartimiento y entró Madame.