Mientras transcurrían las horas con angustiosa lentitud, Luigi fue pasando gradualmente de la preocupación al terror. Una de dos, o bien el golpe ya se había producido o Marco se había enterado de algo y estaba a punto de huir. Luigi estaba preocupado por la bolsa robada. ¿Habría sido una actuación demasiado exagerada? ¿Había asustado a Marco hasta el extremo de inducirlo a desaparecer?
El caro Smartphone los había dejado a todos estupefactos. Su chico había estado haciendo algo más que estudiar italiano, pasear por las calles y probar todos los cafés y los bares de la ciudad. Había estado forjando planes y comunicándose con alguien.
El artilugio se encontraba en un laboratorio del sótano del consulado norteamericano en Milán, donde, según las últimas noticias de Whitaker, y hablaban cada quince minutos, los técnicos no habían conseguido descifrar sus claves.
Pocos minutos después de medianoche los dos intrusos de la puerta de al lado debieron de cansarse de esperar. Mientras salían, pronunciaron unas cuantas palabras lo suficiente alto como para que se pudieran grabar. Era inglés con un cierto deje. Luigi había llamado inmediatamente a Whitaker para comunicarle que probablemente eran israelíes.
Estaba en lo cierto. Ambos agentes habían recibido la orden de Efraim de abandonar el apartamento y ocupar otras posiciones.
Cuando se fueron, Luigi decidió enviar a Krater a la terminal de autobuses y a Zellman a la estación de ferrocarril. Sin pasaporte, Marco no podría adquirir un pasaje de avión. Luigi decidió olvidar el aeropuerto. Pero, tal como le dijo a Whitaker, si su chico se las había arreglado para adquirir un PC móvil de vanguardia que costaba unos mil dólares, también podría haber conseguido un pasaporte.
A las tres de la tarde Whitaker estaba gritando en Milán y Luigi, que no podía gritar por motivos de seguridad, sólo podía soltar maldiciones, cosa que estaba haciendo tanto en inglés como en italiano sin perder terreno en ninguno de los dos idiomas.
—¡Se te ha escapado, maldita sea tu estampa!
—¡Todavía no!
—¡Ya está muerto!
Luigi colgó por tercera vez aquella mañana.
El kidon se marchó sobre las 3.30. Todos descansarían unas cuantas horas y después planificarían el día que tenían por delante.
Se sentó con un borrachín en un banco de un parquecito que había bajando por Via dell’Indipendenza, no muy lejos de la terminal de autobuses. El borrachín llevaba buena parte de la noche con una jarra de un líquido rosado y, cada cinco minutos más o menos, conseguía levantar la cabeza, y decirle algo a Marco, situado a cosa de un metro y medio de distancia. Marco le murmuraba algo a modo de respuesta y cualquier cosa que dijera parecía agradar al borrachín. Dos de sus compañeros se encontraban en estado totalmente comatoso y permanecían acurrucados allí cerca como soldados muertos en una trinchera. Marco no se sentía lo que se dice muy seguro, pero tenía otros problemas más serios en que pensar.
Unas cuantas personas esperaban delante de la terminal de autobuses. Hacia las cinco y media la actividad se animó cuando un numeroso grupo aparentemente de gitanos bajó ruidosamente hablando todos a la vez, visiblemente encantados de abandonar el autobús después de un largo viaje desde algún lugar. Estaban llegando más pasajeros para otros destinos y Marco llegó a la conclusión de que ya era hora de separarse del borrachín. Entró en la terminal detrás de una joven pareja con su hijo y los siguió hasta el mostrador de venta de billetes donde los oyó hablar mientras adquirían unos pasajes para Parma. Imitó su ejemplo y después corrió de nuevo al lavabo y volvió a esconderse en un retrete.
Krater estaba sentado en el restaurante de la terminal, abierto toda la noche, tomando un café muy malo oculto detrás de un periódico mientras observaba el ir y venir de los pasajeros. Vio pasar a Marco. Tomó nota de su estatura, complexión y edad. Su forma de caminar le resultaba familiar, aunque le parecía más lenta. El Marco Lazzeri que llevaba semanas siguiendo podía caminar casi con la misma rapidez con la cual la mayoría de los hombres practicaba jogging. El paso de aquel individuo era mucho más pausado, pero es que tampoco tenía adonde ir. ¿Por qué darse prisa? En las calles Lazzeri siempre trataba de despistarlos y, a veces, lo lograba.
Sin embargo, el rostro era distinto. El cabello era mucho más oscuro. La gorra de pana marrón había desaparecido, pero se trataba de un simple accesorio fácil de perder. Las gafas de montura de concha llamaron la atención de Krater. Las gafas eran un método de camuflaje estupendo, pero a menudo se abusaba de ellas. Las elegantes monturas de Armani de Marco le sentaban a la perfección, alterando ligeramente su aspecto sin concentrar la atención en su rostro. En cambio, las gafas redondas de aquel sujeto llamaban la atención.
La barba del rostro había desaparecido; un trabajo de cinco minutos, algo que cualquiera podía hacer. La camisa no era ninguna de las que Krater había visto hasta entonces y eso que había estado en el apartamento de Marco con Luigi durante los registros, en cuyo transcurso examinaban todas las prendas de vestir. Los desteñidos vaqueros eran muy comunes y Marco se había comprado un par muy parecido. La chaqueta deportiva azul con las gastadas coderas y la bonita cartera de documentos dejaron a Krater clavado en su asiento. La chaqueta había recorrido muchos kilómetros y no era posible que Marco la hubiera comprado. Las mangas le estaban un poco cortas, pero eso no era nada insólito. La cartera estaba fabricada con un cuero de excelente calidad. Puede que Marco hubiera encontrado y se hubiera gastado un poco de dinero en un Smartphone, pero ¿por que gastar tanto en una cara cartera de documentos? Su última bolsa, la Silvio de color azul marino que tenía hasta hacía unas dieciséis horas, cuando Krater se la había arrebatado durante la confusión del Atene, le había costado sesenta euros.
Krater lo observó hasta que dobló una esquina y lo perdió de vista. Una simple posibilidad, nada más. Siguió tomando café y se pasó unos minutos pensando en el caballero que acababa de ver.
Marco permaneció de pie en el retrete con los pantalones enrollados alrededor de los tobillos, sintiéndose un poco ridículo, pero en aquellos momentos mucho más preocupado por su seguridad. Se abrió la puerta. En la pared de la izquierda de la puerta había cuatro urinarios; en la otra seis lavabos y, a su lado, los cuatro retretes. Los otros tres estaban desocupados. Había muy poca gente en aquel momento. Marco prestó atención cuidadosamente, esperando oír los habituales rumores del alivio de las necesidades humanas… la cremallera, el sonido metálico de la hebilla del cinturón, el profundo suspiro que los hombres suelen lanzar, el chorro de orina.
Nada. No se oía el menor ruido desde los lavabos, nadie se estaba lavando las manos. Las puertas de los otros tres retretes no se abrieron. A lo mejor era el vigilante que estaba haciendo su recorrido con la mayor discreción.
Delante de los lavabos, Krater se agachó y vio los vaqueros enrollados alrededor de los tobillos en el último retrete. El caballero se lo estaba tomando con calma y no tenía la menor prisa.
El siguiente autobús salía a las seis de la mañana con destino a Parma; después había una salida a las 6.30 con destino a Florencia. Krater corrió a la taquilla y compró billetes para ambos destinos. El empleado lo miró con extrañeza, pero a Krater le importó un bledo. Regresó al servicio. El caballero del último retrete seguía allí.
Krater salió y llamó a Luigi. Le facilitó una descripción del hombre y le explicó que éste no parecía tener prisa en abandonar el servicio de caballeros.
—El mejor lugar para esconderse —dijo Luigi.
—Yo lo he hecho muchas veces.
—¿Crees que es Marco?
—No lo sé. Si lo es, el disfraz es muy bueno.
Alarmado por el Smartphone, los cuatrocientos dólares en efectivo y la desaparición, Luigi no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
—Síguelo —dijo.
A las 5.55 Marco se subió los pantalones, tiró de la cadena, tomó la cartera y salió para dirigirse al autobús. En el andén esperaba Krater comiéndose tranquilamente una manzana que sostenía en una mano mientras sujetaba un periódico en la otra. Cuando Marco se encaminó hacia el autobús con destino a Parma, Krater imitó su ejemplo. Un tercio de las plazas estaba desocupado. Marco eligió un asiento de ventanilla de la izquierda, hacia el centro. Krater mantenía los ojos apartados cuando pasó por su lado y eligió un asiento cuatro filas detrás del suyo.
La primera parada fue Módena cuando llevaban treinta minutos de viaje.
Mientras entraban en la ciudad, Marco decidió echar un vistazo a los rostros que tenía a su espalda. Se levantó para dirigirse al servicio de la parte de atrás y, por el camino, miró con indiferencia a todos los varones.
Cuando se encerró en el servicio, cerró los ojos y se dijo:
—Sí, esta cara la he visto antes.
Hacía menos de veinticuatro horas, en el Atene, pocos minutos antes de que se apagara la luz. El rostro se reflejaba en un espejo de gran tamaño que cubría la pared por encima de las mesas, con un viejo perchero para los abrigos. El rostro había permanecido sentado muy cerca de él, a su espalda, en compañía de otro hombre.
Le era familiar. Puede que incluso lo hubiera visto en algún lugar de Bolonia.
Marco regresó a su asiento mientras el autobús aminoraba la velocidad y se acercaba a la terminal. «Piensa rápido, hombre —se repetía una y otra vez—, pero no pierdas la calma. No te asustes. Te han visto salir de Bolonia; no puedes permitir que te vean salir del país».
Mientras el autobús se detenía, el conductor anunció su llegada a Módena. Una breve parada; la salida quince minutos después. Cuatro pasajeros avanzaron por el pasillo y bajaron. Los demás se quedaron en sus asientos; de todos modos, la mayoría estaba durmiendo. Marco cerró los ojos y dejó que su cabeza se inclinara hacia la izquierda contra la ventanilla y se quedó rápidamente dormido.
Transcurrió un minuto y dos campesinos subieron ruidosamente con pesadas maletas de ropa. Cuando regresó el conductor y se estaba acomodando detrás del volante, Marco se levantó súbitamente de su asiento, avanzó a toda prisa por el pasillo y saltó del autobús justo cuando la puerta se cerraba. Se dirigió rápidamente a la terminal y se volvió mientras el autobús hacía marcha atrás. Su perseguidor seguía a bordo.
El primer impulso de Krater fue bajar corriendo del autobús, quizá discutiendo incluso con el conductor, pero ningún conductor discute para conseguir que alguien permanezca a bordo. Se contuvo porque estaba claro que Marco sabía que lo estaban siguiendo. Su salida en el último minuto confirmaba lo que Krater ya sospechaba. Era Marco, huyendo como un animal herido.
Lo malo era que Marco estaba perdido en Módena mientras que Krater no. El autobús giró a otra calle y se detuvo delante de un semáforo. Krater se acercó a toda prisa al conductor, sujetándose el estómago con las manos y suplicándole que lo dejara bajar si no quería que vomitara por todo el interior del vehículo. Se abrió la portezuela y Krater bajó y regresó corriendo a la terminal. Marco no había perdido el tiempo. En cuanto perdió de vista el autobús, corrió a la parte de arriba de la terminal donde esperaban tres taxis. Se acomodó en el asiento de atrás del primero y dijo:
—¿Me puede llevar a Milán?
Su italiano era muy bueno.
—¿A Milán?
—Sí, a Milán.
—É molto caro! —Es muy caro.
—¿Quanto?
—Duecento euro. —Doscientos euros.
—Andiamo.
Tras pasarse una hora recorriendo la terminal de autobuses de Módena y las dos calles adyacentes, Krater llamó a Luigi para comunicarle la noticia de que no todo iba bien, pero tampoco mal. Había perdido al hombre, pero su rápida huida hacia la libertad confirmaba que se trataba efectivamente de Marco.
La reacción de Luigi fue un tanto confusa. Le irritaba que Krater hubiera sido derrotado por la astucia de un aficionado. Le impresionaba el hecho de que Marco fuera capaz de cambiar tan hábilmente de aspecto y esquivar a un pequeño ejército de asesinos. Y estaba enojado con Whitaker y los estúpidos de Washington que cambiaban constantemente de planes y ahora habían provocado un desastre inminente cuya culpa le echarían sin duda a él.
Llamó a Whitaker, soltó unos cuantos reniegos más y después se dirigió a la estación ferroviaria con Zellman y los otros dos. Se reunirían con Krater en Milán, donde Whitaker prometía someterlos a un vapuleo con toda la fuerza que pudiera ejercer.
Mientras abandonaba Bolonia a bordo del directo Euro-star, a Luigi se le ocurrió una idea sensacional que jamás podría comentar. ¿Por qué no llamar simplemente a los israelíes y a los chinos y decirles que Backman había sido visto por última vez en Módena, dirigiéndose al oeste hacia Parma y probablemente Milán? Éstos lo querían atrapar mucho más que Langley. Y cumplirían sin duda la tarea de encontrarlo mucho mejor de lo que ellos habían hecho.
Pero las órdenes eran las órdenes, aunque cambiaran a cada momento.
Todos los caminos llevaban a Milán.