27

El taxi se detuvo bruscamente en Via Gramsci cerca de la terminal de autobuses y la estación ferroviaria. Desde el asiento de atrás Marco entregó el dinero suficiente y después se agachó entre dos automóviles aparcados y se perdió en la oscuridad. Su fuga de Bolonia había sido muy breve, pero en realidad aún no había terminado. Zigzagueó por costumbre y dio una vuelta para regresar, vigilando su propio rastro.

Al llegar a Via Minzoni se movió rápidamente bajo el pórtico y se detuvo delante del edificio de Francesca. No pudo permitirse el lujo de pensarlo dos veces, de vacilar o hacer conjeturas. Llamó al timbre un par de veces, confiando desesperadamente en que contestara Francesca y no la signora Altonelli.

—¿Diga? —preguntó la encantadora voz.

—Francesca, soy yo, Marco. Necesito ayuda.

Una leve pausa y después:

—Sí, claro.

Lo recibió en su puerta del segundo piso y lo invitó a entrar. Para su gran consternación, la signora Altonelli seguía allí, de pie, en la puerta de la cocina, con un trapo en la mano, contemplando detenidamente su entrada.

—¿Le ocurre algo? —le preguntó Francesca en italiano.

—En inglés, por favor —dijo Marco, mirando con una sonrisa a su madre.

—Sí, claro.

—Necesito un sitio donde pasar la noche. No puedo conseguir habitación en un hotel porque no tengo pasaporte. Ni siquiera en un hostal me han aceptado un soborno.

—Así es la ley en Europa, ¿sabe?

—Sí, lo estoy aprendiendo.

Francesca le indicó el sofá y después se volvió hacia su madre y le pidió que preparara un poco de café. Ambos se sentaron. Marco observó que Francesca iba descalza y caminaba sin bastón a pesar de que todavía lo necesitaba. Llevaba unos vaqueros ajustados y un jersey holgado y estaba tan graciosa como una colegiala.

—¿Por qué no me dice lo que ocurre? —le preguntó Francesca.

—Es una historia muy complicada y buena parte de ella no se la puedo contar. Digamos que no me siento muy seguro en estos momentos y que necesito irme de Bolonia cuanto antes.

—¿Adonde va?

—No lo sé muy bien. A algún lugar fuera de Italia, fuera de Europa, a algún lugar donde pueda volver a esconderme.

—¿Cuánto tiempo permanecerá escondido?

—Mucho tiempo. No lo sé muy bien.

Francesca le miró fríamente, sin parpadear. Él le devolvió la mirada porque, incluso cuando miraban fríamente, sus ojos eran muy bellos.

—¿Quién es usted? —le preguntó.

—Bueno, no soy Marco Lazzeri, eso seguro.

—¿De qué huye?

—De mi pasado, que me está dando alcance rápidamente. No soy un criminal, Francesca. Antes era abogado. Me metí en problemas. Cumplí condena en la cárcel. He sido indultado. No soy una mala persona.

—¿Por qué lo persiguen?

—Por un acuerdo de negocios de hace seis años. Unas personas muy peligrosas no están satisfechas con la manera en que se cerró el acuerdo. Me echan la culpa a mí. Quieren localizarme.

—¿Para matarlo?

—Sí. Eso es lo que quisieran hacer.

—Me parece todo muy confuso. ¿Por qué vino usted aquí? ¿Por qué lo ayudó Luigi? ¿Por qué nos contrató a mí y a Ermanno? No lo entiendo.

—Y yo no puedo responder a estas preguntas. Hace dos meses estaba en la cárcel y pensaba que allí me iba a quedar otros catorce años. De repente, estoy libre. Me asignaron una nueva identidad, me trajeron aquí, me ocultaron primero en Treviso y ahora en Bolonia. Creo que me quieren matar aquí.

—¡Aquí! ¡En Bolonia!

Marco asintió con la cabeza, y miró hacia la cocina mientras la signora Altonelli salía con una bandeja de café y también con una tarta de pera todavía sin cortar. Mientras la colocaba delicadamente en un platito para Marco, éste se dio cuenta de que no había comido nada desde el almuerzo.

El almuerzo con Luigi. El almuerzo del falso incendio y del robo del Smartphone. Volvió a pensar en Neal y se preocupó por su seguridad.

—Es deliciosa —le dijo a la madre de Francesca, en italiano.

Francesca no comió. Observaba todos sus movimientos, cada bocado, cada sorbo de café. Cuando su madre regresó a la cocina, Francesca preguntó:

—¿Para quién trabaja Luigi?

—No estoy seguro. Probablemente para la CIA. ¿Conoce la CIA?

—Sí. Leo novelas de espías. ¿La CIA lo colocó a usted aquí?

—Creo que la CIA me sacó de la cárcel y del país y que me trajo aquí, a Bolonia, donde me han ocultado en un piso franco mientras deciden qué hacer conmigo.

—¿Lo matarán?

—Tal vez.

—¿Luigi?

—Posiblemente.

Francesca posó su taza sobre la mesa y jugueteó un rato con su cabello.

—¿Quiere un poco de agua? —preguntó, levantándose.

—No, gracias.

—Necesito moverme un poco —dijo ella, apoyando cuidadosamente el peso del cuerpo en el pie izquierdo.

Se dirigió despacio a la cocina, donde todo estaba muy tranquilo hasta que estalló una acalorada discusión entre ella y su madre, obligadas a hablar en tensos y violentos susurros.

La cosa se prolongó unos cuantos minutos, se calmó y se encendió una vez más, pues ninguna de las dos parecía dispuesta a ceder. Al final, Francesca regresó renqueando con una botellita de agua San Pellegrino y volvió a ocupar su lugar en el sofá.

—¿Por qué ha sido eso? —preguntó Marco.

—Le he dicho que quería usted dormir aquí esta noche. No lo ha interpretado bien.

—Vaya. Dormiré en el armario. No me importa.

—Es muy anticuada.

—¿Ella se queda aquí esta noche?

—Ahora sí.

—Déme simplemente una almohada. Dormiré sobre la mesa de la cocina.

La signora Altonelli era otra persona cuando regresó para retirar la bandeja del café. Miró a Marco con semblante enfurecido, como si ya se hubiera propasado con su hija. Miró a su hija como si quisiera propinarle una bofetada. Se pasó unos minutos trajinando en la cocina y después se marchó a la parte de atrás del apartamento.

—¿Tiene sueño? —preguntó Francesca.

—No. ¿Y usted?

—No. Hablemos.

—De acuerdo.

—Cuéntemelo todo.

Durmió unas cuantas horas en el sofá. Lo despertó Francesca con unos golpecitos en el hombro.

—He tenido una idea —dijo ella—. Sígame.

La siguió a la cocina, donde un reloj marcaba las 4.15. En la encimera, al lado del fregadero, había una maquinilla de afeitar desechable, un tubo de espuma de afeitar, gasas y un frasco de cabello no sé qué… Marco no supo traducirlo. Le entregó una funda de cuero color vino tinto y le dijo:

—Esto es un pasaporte. De Giovanni.

Marco estuvo a punto de soltarlo.

—No, no puedo…

—Sí puede. Él no lo va a necesitar. Insisto.

Marco lo abrió y contempló el rostro distinguido de un hombre al que jamás había conocido. Faltaban siete meses para que caducara, por lo que la fotografía era de hacía casi cinco años. Vio su fecha de nacimiento… Giovanni tenía sesenta y ocho años de edad, veintitantos más que su mujer.

Durante su viaje de regreso en taxi desde Bazzano, no había pensado más que en un pasaporte. Se le había ocurrido la idea de robarle uno a algún ingenuo turista. Había pensado en la posibilidad de comprarlo en el mercado negro, pero no tenía ni idea de adonde ir. Y había pensado en el de Giovanni, que por desgracia estaba a punto de no servir para nada. Nulo y sin efecto. Pero rechazó la idea por temor a poner en peligro a Francesca. ¿Y si lo pillaban? ¿Y si un guardia de inmigración del aeropuerto sospechaba algo y llamaba a su jefe? Sin embargo, su mayor temor era que lo atraparan quienes lo estaban persiguiendo. El pasaporte la podía comprometer a ella, y él jamás hubiera hecho tal cosa.

—Por favor, Marco, quiero ayudarle. Giovanni insistiría.

—No sé que decir.

—Tenemos trabajo que hacer. Sale un autobús con destino a Parma dentro de dos horas. Sería una manera segura de abandonar la ciudad.

—Quiero ir a Milán —dijo él.

—Buena idea.

Francesca tomó el pasaporte y lo abrió. Ambos estudiaron la fotografía de su marido.

—Vamos a empezar con esta cosa que le rodea la boca —dijo ella.

Diez minutos más tarde el bigote y la perilla habían desaparecido y su rostro estaba completamente afeitado. Francesca le sostuvo un espejo mientras él se inclinaba sobre el fregadero de la cocina. Giovanni a los sesenta y tres años tenía menos canas que Marco a los cincuenta y dos, pero es que no había pasado por la experiencia de una acusación federal y seis años de prisión.

Pensó que ella utilizaba tinte para el cabello, pero no quiso preguntar. La cosa prometía dar resultado en cuestión de una hora. Permaneció sentado en una silla de cara a la mesa con una toalla sobre los hombros mientras ella le aplicaba suavemente la loción en el cabello. Apenas hablaron. Su madre dormía. Su marido descansaba bajo los efectos de una fuerte medicación.

No hacía mucho, Giovanni el profesor llevaba gafas redondas de concha marrón claro que le conferían un aire muy académico. Cuando Marco se las puso y estudió su nuevo aspecto, se sorprendió del cambio. Su cabello era mucho más oscuro y sus ojos muy distintos. A duras penas se reconoció.

—No está mal —fue la valoración que hizo ella de su propio trabajo—. Por ahora, será suficiente.

Sacó una chaqueta deportiva de pana azul marino con coderas muy gastadas.

—Mide unos cinco centímetros menos que usted —dijo.

Las mangas le quedaban unos tres centímetros cortas y la chaqueta un poco justa en el pecho, pero Marco estaba tan delgado últimamente que hubiese cabido en cualquier prenda.

—¿Cuál es su verdadero nombre? —preguntó Francesca mientras tiraba de las mangas y alisaba el cuello de la chaqueta.

—Joel.

—Creo que debería viajar con una cartera de documentos. Parecerá más normal.

Marco no podía discutir. Su generosidad era abrumadora y él la necesitaba desesperadamente. Francesca se marchó y regresó con una vieja y bonita cartera de documentos de cuero color canela con cierre de plata.

—No sé qué decir —murmuró Marco.

—Es la preferida de Giovanni, un regalo que le hice yo hace veinte años. Cuero italiano.

—Naturalmente.

—Si lo pillan con su pasaporte, ¿qué dirá? —preguntó Francesca.

—Que lo robé. Usted es mi profesora. Visité su casa como invitado. Conseguí encontrar el cajón donde guarda usted sus documentos y robé el pasaporte de su marido.

—Es un buen mentiroso.

—En mis tiempos, era uno de los mejores. Si me pillan, Francesca, la protegeré. Se lo prometo. Contaré mentiras que desconcertarán a todo el mundo.

—No lo pillarán. Pero utilice el pasaporte lo menos posible.

—No se preocupe. Lo destruiré en cuanto pueda.

—¿Necesita dinero?

—No.

—¿Está seguro? Tengo mil euros aquí.

—No, Francesca, pero gracias.

—Será mejor que se dé prisa.

La siguió hasta la puerta donde ambos se detuvieron y se miraron el uno al otro.

—¿Pasa mucho tiempo on line? —le preguntó él.

—Un poco cada día.

—Busque Joel Backman y empiece por el Washington Post. Allí hay mucha cosa, pero no se crea todo lo que lea. No soy el monstruo que ellos han creado.

—Usted no es un monstruo en absoluto, Joel.

—No sé cómo darle las gracias.

Ella le tomó la mano derecha y la estrechó entre las suyas.

—¿Volverá alguna vez a Bolonia? —le preguntó.

Era más una invitación que una pregunta.

—No lo sé. La verdad es que no tengo ni idea de lo que va a ocurrir. Pero tal vez. ¿Puedo llamar a su puerta si consigo regresar?

—Hágalo, por favor. Tenga cuidado ahí fuera.

Se quedó unos minutos entre las sombras de Via Minzoni sin querer dejarla, todavía no preparado para iniciar el largo viaje.

Se oyó un carraspeo bajo los oscuros pórticos de la otra acera y Giovanni Ferro inició su huida.