Desde lejos la vio bajar resuelta y animosamente con su bastón pegado a la acera de Via Minzoni. La siguió y no tardó en situarse a unos quince metros de distancia. Aquel día llevaba unas botas de ante marrón, sin duda para sujetar mejor el pie. Unos zapatos planos hubiesen sido más cómodos pero era italiana y la moda constituía siempre una prioridad. La falda marrón claro le llegaba hasta la rodilla. Llevaba un jersey ajustado de lana rojo y era la primera vez que la veía sin abrigo para protegerse del frío. Nada ocultaba su bonita figura.
Caminaba con cuidado y cojeaba ligeramente, pero con una determinación que reconfortó a Marco. En Nino sólo tomaron café durante la una o dos horas de clase de italiano. ¡Y todo por él!
Y por el dinero.
Por un instante, pensó en su dinero. A pesar de su apurada situación con su pobre marido y del poco trabajo que tenía en aquellos momentos como guía turística, Francesca conseguía vestir con estilo y vivir en un apartamento muy bien decorado. Giovanni era profesor. Puede que hubiera ahorrado cuidadosamente a lo largo de los años, pero su enfermedad obligaba a estirar el presupuesto.
En fin. Marco ya tenía sus propios problemas. Acababa de perder cuatrocientos dólares en efectivo y el único salvavidas que lo mantenía unido al mundo exterior. La gente que no debía conocer su paradero ya sabía su dirección exacta. Nueve horas antes había oído pronunciar su verdadero nombre en Via Fondazza.
Aminoró la marcha para que ella entrara en Nino, donde los hijos del dueño la saludaron como si fuera un apreciado miembro de la familia. Después rodeó la manzana para darles tiempo a colocarla, hacerle fiestas, servirle el café, charlar un rato y ponerse al día acerca de los chismes del barrio. Diez minutos después Marco cruzó la puerta y fue efusivamente abrazado por el hijo menor de Nino. Un amigo de Francesca era un amigo para toda la vida.
Su estado de ánimo cambiaba tanto que Marco ya no sabía qué pensar. Aún estaba conmovido por su cordialidad de la víspera, pero sabía que su indiferencia podía regresar aquel mismo día. Cuando sonrió y le tomó la mano e inició toda la ceremonia de los besos en ambas mejillas, él comprendió de inmediato que la clase de italiano sería el acontecimiento más importante de un día desgraciado.
Cuando los dejaron finalmente solos, Marco le preguntó por su marido. La situación no había cambiado.
—Es sólo cuestión de días —dijo valerosamente, como si ya hubiera aceptado la muerte y estuviera preparada para el dolor.
Le preguntó por su madre, la signora Altonelli, y ella le facilitó un detallado informe. Estaba preparando una tarta de peras, una de las preferidas de Giovanni, por si él aspirara los efluvios procedentes de la cocina.
—¿Y qué tal ha sido su jornada? —le preguntó ella.
Habría sido imposible inventarse una serie de acontecimientos más desgraciados. Desde el sobresalto de oír su verdadero nombre ladrado en medio de la oscuridad a ser la víctima de un robo cuidadosamente organizado, no podía imaginar un día peor.
—Ha habido un poco de jaleo a la hora del almuerzo —contestó.
—Cuéntemelo.
Le describió su subida a San Luca hasta el lugar donde ella había caído, el banco, las vistas, la anulación de la clase con Ermanno, el almuerzo con Luigi y el incendio, pero no la pérdida de la bolsa. Ella no había reparado en su falta hasta el momento en que le contó el suceso.
—Hay muy poca criminalidad en Bolonia —dijo, casi en tono de disculpa—. Conozco el Atene. No es un sitio de ladrones.
«Estos probablemente no eran italianos», hubiese querido decirle, pero consiguió asentir con la cabeza con semblante muy serio, como diciendo: «Sí, sí, hay que ver cómo está el mundo».
Cuando terminó la charla intrascendente, ella cambió de marcha como una severa profesora y dijo que le apetecía estudiar algunos verbos. Marco dijo que a él no, pero lo que a él le apeteciera carecía de importancia. Francesca le enseñó el tiempo futuro de abitare (vivir) y vedere (ver). Después le hizo conjugar ambos verbos en todos los tiempos y en toda una serie de frases al azar. No estaba distraída en absoluto y se le echaba encima cada vez que pronunciaba mal. Un error gramatical dio lugar a una rápida reprimenda, como si Marco hubiera insultado a todo el país.
Se había pasado el día encerrada en su apartamento con un marido moribundo y una madre atareada. La clase era su única oportunidad de descargarse un poco. En cambio, Marco estaba agotado. La tensión del día se estaba cobrando su tributo, pero la extrema exigencia de Francesca lo obligaba a olvidarse del cansancio y el desconcierto. Pasó rápidamente una hora. Se recargaron con más café y ella se lanzó al cenagoso y difícil mundo del subjuntivo: presente, imperfecto y pretérito pluscuamperfecto. Al final, él empezó a derrumbarse. Ella trató de animarlo, asegurándole que el subjuntivo hunde a muchos alumnos. Pero Marco estaba cansado y dispuesto a hundirse.
Se rindió al cabo de dos horas, totalmente exhausto y deseoso de dar otro largo paseo. Tardaron quince minutos en despedirse de los hijos de Nino. Marco la acompañó gustosamente a su apartamento. Se abrazaron y besaron en las mejillas y prometieron estudiar al día siguiente.
Caminando directamente, su apartamento se encontraba a veinticinco minutos. Pero llevaba más de un mes sin ir directamente a ningún sitio.
Empezó a pasear sin rumbo.
A las cuatro de la tarde, algunos de los miembros del kidon ya se encontraban en distintos puntos de Via Fondazza: uno tomaba café en una terraza, otro paseaba sin rumbo a una manzana de distancia, uno iba arriba y abajo en ciclomotor y un cuarto vigilaba desde una ventana del segundo piso.
A menos de un kilómetro de distancia, fuera del centro de la ciudad, en el primer piso situado encima de una floristería propiedad de un anciano judío, los restantes cuatro miembros del kidon jugaban a las cartas mientras esperaban nerviosos, entre ellos Ari, uno de los mejores interrogadores en inglés del Mossad.
Jugaban sin apenas hablar. La noche que tenían por delante iba a ser larga y desagradable.
A lo largo de todo el día Marco se había debatido en la duda acerca de la conveniencia de regresar o no a Via Fondazza. Los chicos del FBI puede que todavía estuvieran allí, dispuestos a protagonizar otro peligroso enfrentamiento. Marco estaba seguro de que no se los podría quitar de encima fácilmente. No se limitarían a dejarlo correr y tomar un avión. Allá en casa tenían unos jefes que exigían resultados.
No estaba seguro en absoluto, pero tenía la fuerte impresión de que Luigi estaba detrás del robo de su bolsa Silvio. El incendio no había sido un auténtico incendio; había sido más bien una distracción, un pretexto para apagar la luz y que alguien pudiera arrebatarle la bolsa.
No se fiaba de Luigi porque no se fiaba de nadie.
Le habían quitado su precioso tesoro. Los códigos de Neal estaban escondidos en algún lugar de su interior. ¿Podrían descubrirlos? ¿Podría el rastro conducir hasta su hijo? Marco no tenía la menor idea de cómo funcionaban aquellas cosas, de qué era posible y qué imposible.
El ansia de abandonar Bolonia era abrumadora. Adonde ir y cómo llegar hasta allí eran preguntas que no había resuelto. Ahora divagaba, se sentía vulnerable y casi desamparado. Todos los rostros que lo miraban pertenecían a personas que conocían su verdadero nombre. En una parada de autobús abarrotada de gente, cortó las amarras y subió sin saber muy bien adonde ir. El autobús estaba lleno de cansados viajeros que iban y venían diariamente del trabajo y chocaban hombro con hombro a medida que el vehículo avanzaba entre sacudidas. Vio por las ventanas el tráfico peatonal bajo los maravillosos y transitados pórticos del centro de la ciudad.
En el último momento bajó y recorrió tres manzanas de Via San Vítale hasta que vio otro autobús. Se pasó casi una hora dando vueltas hasta que finalmente se bajó cerca de la estación. Se mezcló con la gente y después cruzó rápidamente Via dell’Indipendenza hacia la terminal de autobuses. Estudió el horario de salidas. Vio que uno saldría en cuestión de diez minutos con destino a Piacenza, a una hora y media de camino, con cinco paradas intermedias. Compró un billete de treinta euros y se escondió en los lavabos hasta el último minuto. El autobús iba casi lleno. Los asientos eran amplios y tenían reposacabezas, por lo que, mientras el vehículo circulaba muy despacio entre el denso tráfico, Marco a punto estuvo de quedarse dormido, pero controló el sueño. No podía permitirse dormir.
Ya lo había hecho… la huida en la que había pensado desde su primer día en Bolonia. Estaba convencido de que, para sobrevivir, se vería obligado a desaparecer, a dejar atrás a Luigi y arreglárselas por su cuenta. A menudo se había preguntado cómo y cuándo exactamente iniciaría la fuga. ¿Qué la desencadenaría? ¿Un rostro? ¿Una amenaza? ¿Tomaría un autobús o un tren, un taxi o un avión? ¿Adonde iría? ¿Dónde se escondería? ¿Se las podría arreglar con su rudimentario italiano? ¿Cuánto dinero tendría en aquel momento?
Ya estaba. Estaba ocurriendo. Ya no había vuelta atrás.
La primera parada fue el pueblecito de Bazzano, a quince kilómetros al oeste de Bolonia. Marco bajó del autobús y no volvió a subir. Se escondió de nuevo en los lavabos de la parada hasta que el vehículo se fue y entonces cruzó la calle hasta un bar donde pidió una cerveza y preguntó al hombre de la barra por el hotel más cercano.
Mientras se tomaba una segunda cerveza, preguntó por la estación de trenes y le dijeron que Bazzano no tenía. Sólo autobuses, dijo el hombre de la barra.
El albergo Cantino se encontraba cerca del centro del pueblo, a unas cinco o seis manzanas de distancia. Ya estaba oscuro cuando llegó al mostrador de recepción sin maletas, algo que no pasó inadvertido a la signora del mostrador.
—Quisiera una habitación —dijo en italiano.
—¿Para cuántas noches?
—Sólo una.
—El precio son cincuenta y cinco euros.
—Muy bien.
—Su pasaporte, por favor.
—Lo siento, lo he perdido.
Las pintadas y depiladas cejas se arquearon con expresión de recelo y después la mujer meneó la cabeza.
—Lo siento.
Marco depositó dos billetes de cien euros delante de ella en el mostrador. El soborno era evidente… toma el dinero, déjate de papeleo y dame la llave.
Más meneos de cabeza y más fruncimientos de entrecejo.
—Tiene que presentar un pasaporte —dijo la mujer.
Después cruzó los brazos sobre el pecho, levantó la barbilla y se preparó para el nuevo intercambio de palabras. No habría manera de que cediera.
Fuera, Marco empezó a pasear por las calles de la desconocida localidad. Encontró un bar y pidió un café; ya bastaba de alcohol, tenía que mantenerse despierto.
—¿Dónde puedo encontrar un taxi? —le preguntó al hombre de la barra.
—En la parada del autobús.
A las nueve de la noche Luigi paseaba por su apartamento a la espera de que Marco regresara al de al lado. Llamó a Francesca, que le dijo que aquella tarde habían estudiado; de hecho, la clase había sido estupenda. «Muy bien», pensó él.
Sus desapariciones estaban previstas en el plan, pero Whitaker y Langley pensaban que aún faltaban días para eso. ¿Ya lo habían perdido? ¿Tan pronto? Ahora había cinco agentes muy cerca… Luigi, Zellman, Krater y otros dos enviados desde Milán.
Luigi siempre había puesto en tela de juicio el plan. En una ciudad del tamaño de Bolonia era imposible vigilar físicamente a una persona las veinticuatro horas del día. Luigi había señalado casi violentamente que la única manera de que el plan diera resultado era esconder a Backman en una pequeña aldea, donde sus movimientos fueran limitados, sus opciones muy escasas y sus visitantes mucho más visibles. Éste había sido el plan inicial, pero Washington había cambiado bruscamente de idea.
A las 9.12 se disparó suavemente un timbre en la cocina. Luigi corrió a los monitores. Marco estaba en casa. La puerta principal se abría. Luigi contempló la imagen digital de la cámara oculta en el techo de la sala de estar del apartamento contiguo.
Dos desconocidos… no Marco. Dos hombres de treinta y tantos años, con vestimenta normal, de calle. Cerraron rápidamente la puerta, en silencio y con mucha profesionalidad, y miraron a su alrededor. Uno llevaba una especie de bolsita negra.
Eran buenos, muy buenos. Para haber hecho saltar la cerradura del piso franco tenían que ser muy buenos.
Luigi sonrió emocionado. Con un poco de suerte, sus cámaras estaban a punto de grabar el momento en que atraparían a Marco. Puede que lo mataran allí mismo, en el salón, y que todo quedara grabado en la cinta. Puede que, al final, el plan diera resultado.
Encendió el audio y subió el volumen. El idioma era esencial. ¿De dónde eran? ¿En qué idioma hablaban? Pero no hubo el menor sonido mientras los hombres se movían en silencio. Dijeron algo en voz baja una o dos veces, pero apenas pudo oírlo.