25

La primavera estaba llegando finalmente a Bolonia. Habían caído las últimas neviscas. La víspera la temperatura se había acercado a los diez grados y, cuando Marco salió antes de amanecer tuvo la idea de cambiarse la parka por una de sus chaquetas. Avanzó unos pasos bajo el oscuro pórtico, dejó que el frío le calara hasta los huesos y llegó a la conclusión de que aún hacía suficiente para llevar la parka. Cuando volviera dos horas más tarde podría cambiarse, si quería. Hundió las manos en los bolsillos e inició su paseo matinal.

No podía pensar en otra cosa que no fuera el reportaje del Times. Ver su nombre publicado en portada le había traído dolorosos recuerdos ya suficientemente inquietantes de por sí. Pero que lo acusaran de haber sobornado al presidente era un hecho legalmente punible y en su otra vida hubiera comenzado la jornada demandando a todos los implicados. Se hubiese hecho con el control del New York Times.

Sin embargo, lo mantenían despierto las preguntas. ¿Qué implicaba para él la atención que estaba despertando? ¿Volvería Luigi a atraparlo y se alejaría corriendo?

Y lo más importante: ¿Corría más peligro que el día anterior?

Sobrevivía bastante bien, escondido en una encantadora ciudad donde nadie sabía su verdadero nombre. Nadie reconocía su rostro. A nadie le importaba. Los boloñeses iban a lo suyo sin molestar a los demás.

Ni siquiera él se reconocía. Cada mañana cuando se terminaba de afeitar y se ponía las gafas y su gorra de pana marrón, se miraba al espejo y saludaba a Marco. Los mofletudos carrillos, los hinchados ojos oscuros y el cabello largo y espeso habían desaparecido hacía tiempo. También habían desaparecido la sonrisa presuntuosa y la arrogancia. Era uno más de los hombres que caminaban tranquilamente por la calle.

Marco vivía día a día, y los días se estaban amontonando. Nadie que hubiera leído el reportaje del Times sabía dónde estaba o qué hacía Marco.

Se cruzó con un hombre vestido con un traje oscuro y comprendió enseguida que estaba en un aprieto. El traje no encajaba. No parecía italiano sino comprado a toda prisa en una tienda barata, como tantos que había visto a diario en su otra vida. La camisa blanca era del mismo modelo que había visto durante treinta años en el distrito de Columbia, con las puntas del cuello sujetas con botones. Una vez había considerado la idea de repartir una circular en el bufete prohibiendo las camisas azules y blancas de algodón con botones en el cuello, pero Cari Pratt se lo había quitado de la cabeza…

No se fijó en el color de la corbata.

No era la clase de traje que solía verse bajo los pórticos de Via Fondazza antes de amanecer ni a ninguna otra hora del día, en realidad. Avanzó unos pasos, volvió la cabeza y vio que el traje lo estaba siguiendo. Hombre blanco, treinta años, corpulento, atlético, el indiscutible ganador de una carrera o una pelea a puñetazos. Así pues, Marco decidió utilizar otra estrategia. Se detuvo bruscamente, se volvió y preguntó:

—¿Desea algo de mí?

A lo cual otro contestó:

—Por aquí, Backman.

El hecho de oír su nombre lo dejó helado. Por un segundo notó las rodillas como de goma, encorvó los hombros y se dijo que no, que no estaba soñando. En un abrir y cerrar ojos pensó en todos los horrores que la palabra «Backman implicaba. Qué triste asustarse tanto del propio apellido.

Eran dos. El de la voz apareció en escena desde la otra acera de Via Fondazza. Vestía prácticamente el mismo traje, pero con una atrevida camisa blanca sin botones en el cuello. Era mayor que su compañero, más bajo y más delgado. Benitín y Eneas. El Gordo y el Flaco.

—¿Qué quieren? —dijo Marco.

Se estaban introduciendo lentamente la mano en el bolsillo.

—Estamos con el FBI —dijo el gordo.

Inglés estadounidense, probablemente del Medio Oeste.

—No me cabe duda —dijo Marco.

Cumplieron la necesaria formalidad de mostrar sus placas, pero en la oscuridad del pórtico Marco no pudo ver nada. La pequeña bombilla que colgaba sobre la puerta de un apartamento no servía de mucho.

—No lo leo —dijo.

—Vamos a dar un paseo —dijo el flaco.

Boston, irlandés. Se comía las letras.

—¿Acaso se han perdido? —preguntó Marco sin moverse. No quería moverse y, en cualquier caso, le pesaban mucho los pies.

—Sabemos exactamente dónde estamos.

—Lo dudo. ¿Tienen una orden?

—No la necesitamos.

El gordo cometió el error de tocar el codo izquierdo de Marco, como si quisiera ayudarlo a moverse hacia donde ellos querían llevarlo.

Marco se apartó bruscamente.

—¡No me toque! Ya se pueden largar. Aquí no puedo practicar una detención. Lo único que pueden hacer es hablar.

—Muy bien, vamos a charlar —dijo el flaco.

—No tengo por qué hablar.

—Hay una cafetería a un par de manzanas —dijo el gordo.

—Estupendo, tómense un café. Y una pasta. Pero a mí déjenme en paz.

Los dos hombres se miraron el uno al otro y después a su alrededor sin saber muy bien qué hacer, sin saber muy bien en qué consistía el plan B.

Marco no quería moverse, no porque se sintiera más seguro donde estaba sino porque ya se imaginaba el automóvil oscuro que aguardaba a la vuelta de la esquina.

«¿Dónde demonios está ahora Luigi? —se preguntó—. ¿Acaso esto forma parte de su conspiración?»

Lo habían descubierto, encontrado, desenmascarado y llamado por su verdadero nombre en Via Fondazza. Eso significaría sin duda otro traslado, otro piso franco.

El flaco decidió asumir el control de la situación.

—Por supuesto que podemos reunirnos aquí mismo. Hay montones de personas en casa que desearían hablar con usted.

—A lo mejor por eso precisamente estoy aquí.

—Estamos investigando el indulto que usted compró.

—Pues, en tal caso, están perdiendo mucho tiempo y dinero, lo cual no sorprendería a nadie.

—Tenemos algunas preguntas acerca de la transacción.

—Qué investigación tan estúpida —dijo Marco, escupiéndole las palabras al flaco. Por primera vez en muchos años volvía a sentirse de nuevo el intermediario, pegándole una bronca a algún arrogante burócrata o congresista medio lelo—. El FBI se gasta un montón de dinero enviando a un par de payasos como ustedes nada menos que a Bolonia, Italia, para abordarme en una acera y hacerme preguntas a las que nadie en su sano juicio contestaría. Son ustedes un par de estúpidos, ¿saben? Vuelvan a casa y díganle a su jefe que él también es un estúpido. Y, cuando hablen con él, díganle que está perdiendo mucho tiempo y dinero si cree que yo pagué por el indulto.

—¿O sea que usted niega…?

—Yo no niego nada. No admito nada. No digo nada, excepto que esto es el FBI en su peor expresión. Ustedes están con el agua al cuello y no saben nadar.

En casa le habrían soltado unos cuantos tortazos, lo habrían zarandeado, lo habrían maldecido y hubieran intercambiado insultos con él. Pero en suelo extranjero no sabían muy bien cómo actuar. Les habían ordenado localizarlo, averiguar si vivía efectivamente donde la CIA decía que vivía. Y, en caso de localizarlo, tenían que pegarle un susto, meterle el miedo en el cuerpo, soltarle algunas preguntas acerca de las transferencias bancarias y las cuentas de los paraísos fiscales.

Lo tenían todo previsto y lo habían ensayado muchas veces. Pero bajo un pórtico de Via Fondazza el señor Lazzeri estaba desbaratando los planes.

—No nos marcharemos de Bolonia hasta que haya hablado —dijo el gordo.

—Felicidades, van a disfrutar de unas largas vacaciones.

—Tenemos nuestras órdenes, señor Backman.

—Y yo tengo las mías.

—Sólo unas cuantas preguntas, por favor —dijo el flaco.

—Hablen con mi abogado —dijo Marco, echando a andar en dirección a su apartamento.

—¿Quién es su abogado?

—Carl Pratt.

Ellos no se movieron ni lo siguieron y Marco reanudó marcha. Cruzó la calle, echó un rápido vistazo a su piso franco pero no aminoró el paso. Si querían seguirlo, esperaron demasiado.

Cuando se adentró a toda prisa en Via del Piombo, comprendió que jamás lo encontrarían. Ahora aquéllas eran sus calles, sus callejones, las puertas oscuras de las tiendas que aún tardarían tres horas en abrir.

Lo habían localizado en Via Fondazza sólo porque conocían su dirección.

En el suroeste de la vieja Bolonia, cerca de la Porta Santo Stefano, tomó un autobús urbano y viajó media hora hasta bajarse cerca de la estación ferroviaria del norte. Allí tomó otro autobús al centro de la ciudad. Los autobuses se estaban llenando; los madrugadores iban al trabajo. Un tercer autobús lo llevó de nuevo a la otra punta de la ciudad, a la Porta Saragozza, donde inició la subida a pie de 3,6 kilómetros a San Luca.

Al llegar al arco cuatrocientos se detuvo para recuperar el aliento y, entre las columnas, miró hacia abajo a la espera de que alguien apareciera de repente a su espalda. No había nadie, tal como esperaba.

Aminoró la marcha y completó la subida en cincuenta y cinco minutos. Detrás del santuario de San Luca siguió por el estrecho camino donde Francesca se había caído y, al final, se sentó en el banco donde ella había esperado. Desde allí, la vista de primera hora de la mañana de Bolonia era preciosa. Se quitó la parka para refrescarse un poco. El sol había salido, el aire era el más claro y ligero que jamás hubiera respirado y permaneció un buen rato sentado, muy solo, contemplando el despertar de la ciudad.

Valoró la soledad y la seguridad del momento. ¿Por qué no podía hacer la subida todas las mañanas y sentarse por encima de Bolonia sin nada que hacer como no fuera pensar y tal vez leer los periódicos? ¿Tal vez llamar por teléfono a un amigo y ponerse al día en cuestión de chismes?

Primero tendría que encontrar al amigo.

Era un sueño que no se haría realidad.

Con el muy limitado teléfono móvil de Luigi llamó a Ermanno y anuló su sesión matinal. Después llamó a Luigi y le explicó que no le apetecía estudiar.

—¿Ocurre algo?

—No. Simplemente necesito un descanso.

Me parece muy bien, Marco, pero estamos pagando a Ermanno para que te enseñe. Tienes que estudiar cada día.

—No insistas, Luigi. Hoy no voy a estudiar.

—Eso no me gusta.

—Me importa un bledo. Suspéndeme. Échame de la escuela.

—¿Te encuentras mal?

—No, Luigi, estoy bien. Es un precioso día de primavera en Bolonia y voy a dar un largo paseo.

—¿Adonde?

—No, gracias, Luigi, no quiero compañía.

—¿Qué tal a la hora del almuerzo?

Unas punzadas de hambre recorrieron el estómago de Marco. El almuerzo con Luigi era siempre delicioso y además pagaba la cuenta.

—Me parece muy bien.

—Deja que lo piense. Te volveré a llamar.

—De acuerdo, Luigi. Ciao.

Se reunieron a las 12.30 en el Atene, una vieja tabernucha de un callejón al que se accedía bajando unos escalones desde la calle. Era un local muy pequeño cuyas mesitas cuadradas se tocaban prácticamente entre sí. Los camareros se abrían paso sosteniendo las bandejas de la comida en alto por encima de la cabeza. Los cocineros hablaban a gritos desde la cocina. El ruidoso comedor estaba lleno de humo y de gente hambrienta que disfrutaba conversando a voz en grito mientras comía; Luigi explicó que el restaurante era centenario, que era imposible conseguir mesa y que la comida era, naturalmente, exquisita. Sugirió que ambos compartieran una bandeja de calamai para empezar.

Tras pasarse una mañana discutiendo consigo mismo en San Luca, Marco había decidido no revelarle a Luigi su encuentro con el FBI. Por lo menos, no en aquel momento, no aquella mañana. Puede que lo hiciera al día siguiente o al otro pero, de momento, aún estaba ordenando las ideas. El principal motivo para no decir nada era su negativa a hacer la maleta y salir otra vez corriendo según las condiciones impuestas por Luigi.

Si huía, lo haría solo.

No podía ni siquiera imaginar por qué estaba el FBI en Bolonia, evidentemente sin el conocimiento de Luigi y de quienquiera para quien éste trabajara. Suponía que Luigi no sabía nada de su presencia. Desde luego, parecía mucho más preocupado por el menú y por la lista de vinos. La vida era agradable. Todo era normal.

Se apagó la luz. De repente, el Atene se quedó completamente a oscuras y, acto seguido, un camarero con la bandeja de la comida de otra mesa tropezó con su mesita y cayó sobre Luigi y Marco entre gritos y maldiciones. Las patas de la vieja mesa se doblaron y su borde golpeó las rodillas de Marco. Aproximadamente al mismo tiempo, un pie u otra cosa le golpeó con violencia el hombro izquierdo. Todo el mundo gritaba. Se rompían cristales. Los cuerpos eran empujados y alguien gritó desde la cocina:

—¡Fuego!

La precipitada salida a la calle se llevó a cabo sin que nadie sufriera lesiones graves. La última persona en salir fue Marco, que se agachó para esquivar la estampida mientras buscaba su bolsa Silvio azul marino. Como siempre, había colgado la correa del respaldo de la silla y la bolsa descansaba tan cerca de su cuerpo que casi permanentemente notaba su peso. La bolsa había desaparecido en medio de la confusión.

Los italianos se quedaron en la calle, contemplando el café, incrédulos. Su almuerzo estaba allí dentro, a medio comer y ahora ya imposible de aprovechar. Al final, una nube de humo salió por la puerta al exterior. Vieron a un camarero corriendo cerca de las mesas de la entrada con un extintor de incendios. Y después un poco más de humo, pero no mucho.

—He perdido la bolsa —le dijo Marco a Luigi mientras miraban y esperaban.

—¿La azul?

«¿Cuántas bolsas llevo yo, Luigi?»

—Sí, la azul.

Empezaba a sospechar que le habían arrebatado la bolsa.

Llegó un pequeño vehículo de bomberos con una sirena enorme, se detuvo y los bomberos entraron corriendo en el local mientras la sirena seguía silbando. Transcurridos unos minutos los italianos se fueron marchando, los más decididos a comer a otra parte, aprovechando que aún les quedaba tiempo. Los demás se quedaron allí contemplando aquella tremenda injusticia.

Al final, apagaron la sirena y también el incendio sin necesidad de echar agua e inundar todo el restaurante. Al cabo de una hora de discusiones y disputas sin que apenas se tuviera que luchar contra el fuego la situación quedó controlada.

—Algo en el lavabo —le gritó un camarero a uno de sus amigos, uno de los pocos y debilitados clientes que se habían quedado sin comer. Se volvió a encender la luz.

Les permitieron entrar para recoger sus abrigos. Algunos de los que se habían ido a comer a otro sitio regresaban para recoger sus pertenencias. Luigi se mostró muy servicial en la búsqueda de la bolsa de Marco. Discutieron la cuestión con el encargado del comedor e inmediatamente la mitad del personal empezó a buscar por todo el restaurante. Marco oyó a un camarero comentar algo acerca de una «bomba de humo».

La bolsa había desaparecido y Marco lo sabía.

Se tomaron un panino y una cerveza en la terraza de un café, contemplando a las chicas bonitas que paseaban bajo el sol. Marco estaba preocupado por el robo, pero se esforzó en disimularlo.

—Siento lo de la bolsa —dijo Luigi en determinado momento.

—No tiene importancia.

—Te facilitaré otro móvil.

—Gracias.

—¿Qué más has perdido?

—Nada. Sólo unos cuantos planos de la ciudad, unas aspirinas y unos cuantos euros.

En una habitación de un hotel situado a pocas manzanas de distancia, Zellman y Krater tenían la bolsa encima de la cama con su contenido cuidadosamente colocado. Aparte del Ankyo, dos planos de Bolonia, muy señalados y marcados pero que apenas revelaban nada, cuatro billetes de cien dólares, el móvil que Luigi le había prestado, un frasco de aspirinas y el manual de instrucciones del Ankyo.

Zellman, el más ágil mago informático de los dos, enchufó el Smartphone a una toma de acceso a Internet y se puso enseguida a jugar con el menú.

—Este trasto es buenísimo —dijo, impresionado por el artilugio de Marco—. El juguete más nuevo del mercado.

Como cabía esperar, la clave de acceso le impidió seguir adelante. Tendrían que desmontarlo en Langley. Utilizando su ordenador portátil envió un correo electrónico a Julia Javier comunicándole el número de serie y otros datos.

A las dos horas del robo, un agente de la CIA permanecía sentado en el estacionamiento de Chatter, en las afueras de Alexandria, a la espera de que abriera la tienda.