Si el teléfono de Dan Sandberg sonaba antes de las seis de la mañana, la noticia nunca era buena. Era una lechuza, una criatura que muchas veces dormía hasta la hora de desayunar y almorzar a la vez. Quienes lo conocían sabían que era inútil llamarle temprano.
Era un compañero del Post.
—Te han birlado la primicia, tío —le anunció muy serio.
—¿Qué? —replicó bruscamente Sandberg.
—El Times te la acaba de restregar por las narices.
—¿Quién?
—Backman.
—¿Qué?
—Compruébalo tú mismo.
Sandberg corrió al estudio de su desordenado apartamento y encendió el ordenador. Encontró el reportaje, firmado por Heath Frick, un odiado rival del New York Times. El titular de portada rezaba:
INVESTIGACIONES DEL FBI SOBRE EL INDULTO A JOEL BACKMAN
Citando varias fuentes anónimas, Frick informaba de que la investigación del FBI sobre la cuestión del dinero-por-indultos se había intensificado y ampliado para incluir a personas concretas a quienes el ex presidente Morgan había concedido indultos. Se mencionaba al duque de Mongo como una «persona de interés», un eufemismo frecuentemente utilizado cuando las autoridades querían manchar la reputación de una persona a la que no podían acusar formalmente. Pero Mongo permanecía ingresado en un hospital y corrían rumores de que estaba a punto de irse al otro barrio.
Las investigaciones se centraban en Joel Backman, cuyo indulto de última hora había escandalizado e indignado a muchos, según el gratuito análisis de Frick. La misteriosa desaparición de Backman sólo había servido para alimentar las conjeturas según las cuales éste se había comprado el indulto y había huido para evitar las lógicas preguntas. Los antiguos rumores seguían ahí, le recordaba Frick a todo el mundo, y varias fuentes anónimas y presuntamente fidedignas señalaban que la teoría acerca de la fortuna escondida de Backman aún no había sido oficialmente abandonada.
—¡Menuda basura! —gritó Sandberg mientras iba bajando por la pantalla.
Conocía los hechos mejor que nadie. Toda aquella mierda era indemostrable. Backman no había pagado a cambio del indulto.
Nadie ni remotamente relacionado con el ex presidente diría una palabra. De momento, las pesquisas no eran más que pesquisas, no se había abierto ninguna investigación oficial, pero la artillería pesada federal estaba preparada. Un fogoso fiscal pedía a gritos empezar. Aún no contaba con un gran jurado, pero su despacho estaba listo, a la espera de una palabra del Departamento de Justicia.
Frick lo resumía todo con dos párrafos acerca de Backman, un refrito histórico que el periódico ya había publicado anteriormente.
—¡Simple relleno! —exclamó Sandberg, enfurecido.
El presidente también lo leyó, pero su reacción fue distinta. Tomó notas y las guardó hasta las 7.30, hora en que llegó Susan Penn, su directora provisional de la CIA, para su informe matinal.
La IDP —información diaria al presidente— siempre había estado a cargo personalmente del director, tenía lugar en el Despacho Oval y normalmente constituía el primer punto de la agenda diaria. Pero la mala salud de Teddy Maynard había cambiado aquella costumbre y, a lo largo de los últimos diez años, otra persona había facilitado los informes. Volvían a las antiguas tradiciones.
A las siete en punto de la mañana, un resumen acerca de asuntos de espionaje de entre ocho y diez páginas de extensión fue depositado sobre el escritorio del presidente. Después de casi dos meses en el cargo, éste había adquirido la costumbre de leerlo por entero. Le parecía fascinante. Su predecesor se había jactado en cierta ocasión de no leer prácticamente nada… ni libros, ni periódicos, ni revistas. Y, por supuesto, nada sobre legislación, políticas, tratados o informes diarios. A menudo tenía dificultades incluso para leer sus propios discursos. Pero las cosas eran ahora muy distintas.
Susan Penn iba en un vehículo blindado desde su casa de Georgetown hasta la Casa Blanca, donde llegaba cada mañana a las 7.15. Durante el trayecto leía el resumen diario preparado por la CIA. Aquella mañana, en la página cuatro, había información sobre Joel Backman: estaba llamando la atención de ciertas personas muy peligrosas, puede que incluso de Sammy Tin.
El presidente la saludó cordialmente y ya tenía el café esperando junto al sofá. Estaban solos, como siempre, y pusieron directamente manos a la obra.
—¿Ha visto el New York Times de esta mañana? —preguntó el presidente.
—Sí.
—¿Qué posibilidades hay de que Backman pagara a cambio de su indulto?
—Muy escasas. Tal como ya he explicado antes, él no tenía ni idea de que fueran a concedérselo. No tuvo tiempo de arreglar las cosas. Además, estamos bastante seguros de que no tiene dinero.
—Pues entonces, ¿por qué le concedieron el indulto a Backman?
La lealtad de Susan Penn a Teddy Maynard estaba pasando rápidamente a la historia. Teddy se había ido y no tardaría en morirse, pero ella, a la edad de cuarenta y cuatro años, tenía toda una carrera por delante. Puede que muy larga. Ella y el presidente trabajaban muy bien juntos. Y éste no parecía tener demasiada prisa en nombrar a su nuevo director.
—La verdad es que Teddy lo quería muerto.
—¿Por qué? ¿Recuerda usted por qué el señor Maynard lo quería muerto?
—Es una larga historia…
—No, no lo es.
—No lo sabemos todo.
Susan arrojó su copia del resumen sobre el sofá y respiró hondo.
—Backman y Jacy Hubbard perdieron de mala manera la cabeza. Tenían ese JAM que sus clientes habían traído estúpidamente a Estados Unidos en busca de fortuna.
—Estos clientes eran los jóvenes paquistaníes, ¿verdad?
—Sí, y ahora están todos muertos.
—¿Sabe usted quién los mató?
—No.
—¿Sabe quién mató a Jacy Hubbard?
—No.
El presidente se levantó con su taza de café y se acercó a su escritorio. Se sentó en el borde y la miró enfurecido desde el otro extremo de la habitación.
—Me cuesta creer que no sepamos estas cosas.
—Pues la verdad es que a mí también. Y no es que no lo hayamos intentado. Es una de las razones por las cuales Teddy se esforzaba tanto en conseguir el indulto para Backman. Por supuesto que lo quería muerto, simplemente por principios… ambos tienen una historia y Teddy siempre ha considerado a Backman un traidor. Pero también pensaba que el asesinato de Backman tal vez nos revelara algo.
—¿Qué?
—Depende de quién lo mate. Si lo hacen los rusos, podemos pensar que el sistema de satélites pertenecía a los rusos. Lo mismo cabe decir de los chinos. Si lo matan los israelíes, es bastante posible que Backman y Hubbard trataran de venderle el producto a los saudíes. Si lo pillan los saudíes, podemos suponer que Backman los traicionó. Estamos casi seguros de que los saudíes creían haber llegado a un acuerdo.
—¿Backman los engañó?
—Puede que no. Creemos que la muerte de Hubbard lo cambió todo. Backman hizo las maletas y huyó a la cárcel. Todos los acuerdos se fueron al garete.
El presidente regresó a la mesita auxiliar y volvió a llenarse la taza. Se sentó delante de ella y meneó la cabeza.
—¿Espera usted que me crea que estos tres jóvenes hackers paquistaníes se colaron en un sistema de satélites tan sofisticado y de cuya existencia ni siquiera nosotros teníamos conocimiento?
—Sí. Eran brillantes, pero también tuvieron mucha suerte. Después, no sólo consiguieron entrar en el sistema sino que, además, crearon un sorprendente programa para manipularlo.
—¿Y eso es JAM?
—Así lo llamaron ellos.
—¿Alguien ha visto alguna vez el programa?
—Los saudíes. Por eso sabemos no sólo que existe sino también que probablemente es tan eficaz como se anunciaba.
—¿Dónde está ahora?
—Nadie lo sabe, como no sea tal vez el propio Backman.
Una larga pausa mientras el presidente tomaba un sorbo de café templado. Después apoyó los codos en las rodillas y preguntó:
—¿Qué es mejor para nosotros, Susan? ¿Qué sirve mejor a nuestros intereses?
Susan no lo dudó ni un instante.
—Seguir el plan de Teddy. Backman será eliminado. El programa no ha sido visto desde hace seis años, por lo que lo más probable es que también haya desaparecido. El sistema de satélites está allí arriba, pero quienquiera que lo tenga no puede jugar con él.
Otro sorbo, otra pausa. El presidente meneó la cabeza y dijo:
—Que así sea.
Neal Backman no leía el New York Times, pero cada mañana efectuaba una rápida búsqueda del nombre de su padre. Cuando se tropezó con el reportaje de Frick, lo incluyó en un mensaje y lo envió con el correo matinal desde Jerry’s Java.
En su escritorio volvió a leer el reportaje y recordó los viejos rumores acerca del dinero que el intermediario había almacenado mientras su bufete se derrumbaba. Jamás le había hecho la pregunta a bocajarro a su padre porque sabía que no hubiese obtenido una respuesta directa. Sin embargo, con el paso de los años había llegado a aceptar como todo el mundo que Joel Backman estaba tan arruinado como casi todos los delincuentes convictos.
Pues entonces, ¿por qué tenía la desagradable sensación de que el plan del dinero-por-indulto podía ser cierto? Porque, si alguien tan profundamente enterrado en una prisión federal podía obrar semejante milagro, éste era su padre. Pero, ¿cómo había llegado a Bolonia, Italia? ¿Y por qué? ¿Quién lo perseguía?
Las preguntas se estaban acumulando y las respuestas eran más escurridizas que nunca.
Mientras se bebía su café doble con la mirada fija en la puerta cerrada de su despacho, se formuló una vez más la pregunta fundamental: ¿Cómo hace uno para localizar a cierto banquero suizo sin utilizar teléfonos, faxes, correo convencional ni electrónico?
Ya se le ocurriría algo. Simplemente, necesitaba tiempo.
Efraim leyó el reportaje del Times mientras viajaba en tren desde Florencia a Bolonia. Una llamada de Tel Aviv lo había alertado y él lo había encontrado todo on line. Amos, cuatro asientos más atrás, lo leía también en su portátil.
Rafi y Shaul llegarían a primera hora de la mañana siguiente, Rafi en un vuelo de Milán, Shaul en un tren de Roma. Los cuatro miembros del kidon que hablaban italiano ya estaban en Bolonia, preparando a toda prisa los dos pisos francos que necesitarían para el proyecto.
El plan preliminar consistía en atrapar a Backman bajo los oscuros pórticos de Via Fondazza o de otra calle apropiada, preferiblemente a primera hora de la mañana o ya anochecido. Le administrarían un sedante, lo empujarían al interior de una camioneta, lo llevarían a un piso franco y esperarían a que desapareciera el efecto de la sustancia. Lo interrogarían, después lo matarían con veneno y trasladarían su cadáver por carretera hasta el lago de Garda, a dos horas de distancia al norte para que se lo comieran los peces.
El plan era muy burdo y estaba lleno de inconvenientes y peligros, pero les habían dado el visto bueno. Ya no había vuelta atrás. Ahora que Backman era objeto de tanta atención, tenían que asestar rápidamente el golpe.
La carrera también se había acelerado debido al hecho de que el Mossad tenía buenas razones para creer que Sammy Tin estaba en Bolonia o muy cerca de allí.
El restaurante más próximo a su apartamento era una encantadora trattoria llamada Nino. Ella conocía muy bien el lugar y, desde hacía muchos años, a los dos hijos del viejo Nino. Les había explicado su apurada situación y, cuando llegó, ambos la estaban esperando y prácticamente la llevaron en volandas al interior. Tomaron su bastón, su bolso y su abrigo y la acompañaron muy despacio hasta su mesa preferida, que acercaron un poco más a la chimenea. Le sirvieron café y agua y le ofrecieron cualquier otra cosa que pudiera desear. Era media tarde y los clientes de la hora del almuerzo ya se habían ido. Francesca y su alumno tendrían el Nino para ellos solos.
Cuando Marco llegó a los pocos minutos, ambos hermanos lo saludaron como si fuera de la familia.
—La professoressa la sta aspettando —le dijo uno de ellos. La profesora lo está esperando.
La caída sobre la grava en San Luca y el esguince del tobillo la habían transformado. La gélida indiferencia había desaparecido. Y también la tristeza, por lo menos de momento. Sonrió al verle e incluso tendió la mano para tomar la suya y lo atrajo hacia sí para que ambos se pudieran besar en ambas mejillas, una costumbre que Marco llevaba dos meses observando, pero que todavía no practicaba. A fin de cuentas, era su primera amistad femenina en Italia. Francesca le indicó la silla directamente situada delante de ella. Los hermanos se acercaron presurosos para tomar su abrigo y preguntarle si le apetecía un café, pues estaban deseando ver cómo era y cómo sonaba una clase de italiano.
—¿Qué tal su pie? —preguntó Marco, cometiendo el error de hablar en inglés.
Ella se acercó un dedo a los labios y meneó la cabeza diciendo:
—Non inglese, Marco. Solamente italiano.
—Me lo temía —dijo él, frunciendo el entrecejo.
Le dolía mucho el pie. Se había aplicado hielo mientras leía o miraba la televisión, y la hinchazón se había reducido considerablemente.
El camino hasta el restaurante había sido lento, pero era importante moverse. A instancias de su madre, utilizaba un bastón. Le parecía útil y embarazoso al mismo tiempo.
Les sirvieron más café y agua y, cuando los hermanos se convencieron de que todo iba de maravilla entre su querida amiga Francesca y su alumno canadiense, ambos se marcharon a regañadientes a la parte anterior del restaurante.
—¿Cómo está su madre? —preguntó él en italiano.
—Muy bien, muy cansada. Ya lleva un mes cuidando de Giovanni y eso se paga.
«O sea —pensó Marco—, que ahora se puede hablar de Giovanni».
—¿Cómo está?
—Cáncer cerebral inoperable —dijo ella, y fueron necesarios varios intentos para conseguir una buena traducción—. Lleva casi un año sufriendo y el final está muy cerca. Está inconsciente. Es una lástima.
¿Cuál era su profesión, a qué se dedicaba?
Había enseñado historia medieval en la universidad durante muchos años. Allí se habían conocido… Ella era una alumna y él su profesor. Por aquel entonces, él estaba casado con una mujer a la que aborrecía con toda su alma. Tenían dos hijos. Ella y su profesor se enamoraron e iniciaron una relación que duró casi diez años hasta que él se divorció y se casó con Francesca.
¿Hijos? No, contestó ella sin alegría. Giovanni tenía dos y no quería más. Ella se arrepentía de muchas cosas.
Estaba claro que el matrimonio no había sido feliz. «Espera a que yo te hable de los míos», pensó Marco.
No tardó mucho en hacerlo.
—Hábleme de usted —dijo ella—. Hable despacio. Quiero que el acento suene lo mejor posible.
—Soy un simple hombre de negocios canadiense —empezó diciendo Marco en italiano.
—Más bien no. ¿Cuál es su verdadero nombre?
—No.
—¿Cuál es?
—De momento, Marco. Tengo una larga historia, Francesca, y no puedo hablar de ella.
—Muy bien, ¿tiene hijos?
«Ah, sí». Se pasó un buen rato hablando de sus tres hijos… nombres, edades, ocupaciones, lugares de residencia, mujeres, hijos. Añadió algunos detalles imaginarios para amenizar el relato y obró un pequeño milagro, consiguiendo que su familia pareciera mínimamente normal. Francesca lo escuchó con atención, preparada para abalanzarse sobre cualquier pronunciación incorrecta o algún verbo indebidamente conjugado. Uno de los hijos de Nino les sirvió unos bombones y se quedó el tiempo suficiente para decir:
—Parla molto bene, signore. —Habla usted muy bien, señor.
Al cabo de una hora, ella empezó a ponerse nerviosa y Marco comprendió que se sentía incómoda. Al final, la convenció de que se fuera y gustosamente la acompañó bajando por Via Minzoni mientras ella se agarraba con la mano derecha a su codo izquierdo, sujetando el bastón con la derecha.
Caminaron con toda lentitud. Francesca temía regresar a su apartamento, al lecho de muerte, a la vigilia. Él hubiera deseado recorrer kilómetros, aferrarse a su contacto, sentir la mano de alguien que lo necesitaba.
Al llegar al apartamento intercambiaron unos besos de despedida y acordaron reunirse en Nino al día siguiente, a la misma hora y a la misma mesa.
Jacy Hubbard se había pasado casi veinticinco años en Washington; un cuarto de siglo de sonados escándalos aderezados con una sorprendente colección de mujeres de paso. La última había sido Mae Szun, una belleza de casi metro ochenta de estatura, rasgos perfectos, ojos letalmente negros y voz ronca, que no tuvo la menor dificultad en sacar a Jacy del bar y meterlo en un automóvil. Después de una hora de turbulento sexo, lo entregó a Sammy Tin, que acabó con él y lo dejó en la tumba de su hermano.
Cuando hacía falta sexo para cometer un asesinato, Sammy prefería a Mae Szun. Era una estupenda agente del MSE, pero el rostro y las piernas le añadían una dimensión que había resultado mortífera por lo menos en tres ocasiones. La mandó llamar a Bolonia, no para seducir sino para tomar de la mano a otro agente y fingir formar con éste un feliz matrimonio de turistas. Aunque la seducción siempre era una posibilidad. Sobre todo en el caso de Backman. El pobre hombre acababa de pasarse seis años encerrado, lejos de las mujeres.
Mae vio a Marco bajando entre la gente por la Strada Maggiore camino de Via Fondazza. Con sorprendente agilidad, apuró el paso, sacó un móvil y consiguió ganar terreno sin perder su aire de aburrida contempladora de escaparates.
De pronto, él desapareció. Giró súbitamente a la izquierda por una estrecha callejuela, Via Begatto, y hacia el norte, lejos de Via Fondazza. Cuando Mae dobló la esquina, ya lo había perdido de vista.