La principal agencia de espionaje de la China comunista, el Ministerio de Seguridad del Estado, o MSE, utilizaba pequeñas unidades altamente especializadas para perpetrar asesinatos en todo el mundo, más o menos igual que los rusos, los israelíes, los británicos y los estadounidenses.
Una notable diferencia, sin embargo, consistía en el hecho de que los chinos hubieran decidido depositar su confianza en una unidad en particular. En lugar de repartir el trabajo sucio por todas partes, como los otros países, el MSE recurrió primero a un joven que la CIA y el Mossad llevaban varios años vigilando con gran admiración. Se llamaba Sammy Tin, producto de dos diplomáticos chinocomunistas que, según los rumores, habían sido seleccionados por el MSE para que se casaran y reprodujeran. Si hubo alguna vez un agente perfectamente clonado, éste era Sammy Tin. Nacido en Nueva York y criado en los barrios residenciales del distrito de Columbia, había sido educado por profesores particulares que lo habían bombardeado con idiomas extranjeros desde que dejó los pañales. A la edad de dieciséis años se matriculó en la Universidad de Maryland, la dejó con dos carreras a los veintiuno y después se fue a estudiar ingeniería a Hamburgo, Alemania. Entretanto, aprendió a fabricar bombas como entretenimiento.
Los explosivos se convirtieron en su máxima afición, con especial acento en una variada serie de paquetes: sobres, vasos de papel, bolígrafos, cajetillas de cigarrillos. Era un experto tirador, pero las armas, sencillamente, lo aburrían. A Tin Man, tal como se le conocía en el sector, le encantaban sus bombas.
Más tarde estudió química bajo un nombre falso en Tokio, donde aprendió a dominar el arte y la ciencia de matar con venenos.
A los veinticuatro años ya había utilizado una docena de nombres distintos, dominaba aproximadamente otros tantos idiomas y había cruzado fronteras con una amplia variedad de pasaportes y disfraces. Podía convencer a cualquier agente de aduanas de cualquier lugar del mundo de que era japonés, coreano o taiwanés.
Para completar su educación, se pasó un duro año de entrenamiento con una unidad élite del Ejército chino. Aprendió a acampar, a cocinar en una fogata, a cruzar ríos de aguas bravas, a sobrevivir en el mar y a vivir durante varios días en la selva. A los veintiséis años, el MSE llegó a la conclusión de que el chico ya había estudiado suficiente. Ya era hora de que empezara a matar.
Que Langley supiera, su sorprendente lista de cadáveres empezó con los asesinatos de tres científicos chinocomunistas que habían hecho demasiada amistad con los rusos. Se los cargó en el transcurso de una cena en un restaurante de Moscú. Mientras los guardaespaldas esperaban fuera, uno acabó con la garganta cortada en el servicio de caballeros mientras utilizaba el urinario. Tardaron una hora en encontrar su cadáver, apretujado en el interior de un contenedor de basura más bien pequeño. El segundo cometió el error de preocuparse por el primero. Se dirigió al servicio de caballeros, donde Tin Man lo esperaba vestido de portero. Lo encontraron con la cabeza metida en el escusado que se había atascado por esta causa y rebosaba. El tercero murió segundos después en la mesa, donde permanecía sentado solo, muy preocupado por sus compañeros desaparecidos. Un hombre con chaqueta de camarero pasó precipitadamente por su lado y, sin aminorar la marcha, le disparó un dardo envenenado en la nuca.
Por lo que a asesinatos respecta, fue todo bastante chapucero. Demasiada sangre, demasiados testigos. La fuga fue arriesgada, pero Tin Man encontró un hueco y consiguió cruzar corriendo una bulliciosa cocina sin que nadie se diera cuenta. Estaba libre y corría a toda prisa por un callejón trasero de la manzana cuando llamaron a los guardaespaldas. Se ocultó en la oscuridad, tomó un taxi y, veinte minutos después, entró en la embajada china. Al día siguiente ya estaba en Pekín, celebrando discretamente su primer éxito.
La audacia del ataque causó conmoción en el mundo del espionaje. Las agencias rivales se apresuraron a buscar al autor. Era un modo de obrar completamente distinto al de los chinos para eliminar a sus enemigos, famosos por su paciencia, por su disciplina en la espera del momento más oportuno. Perseguían sin descanso a su presa hasta que se daba por vencida o abandonaban un plan y pasaban al siguiente, esperando cuidadosamente la ocasión.
Cuando la hazaña se volvió a repetir unos meses después en Berlín, nació la leyenda de Tin Man. Un ejecutivo francés había entregado falsos secretos de alta tecnología relacionados con el radar móvil. Fue arrojado por el balcón de una habitación del cuarto piso de su hotel y, cuando aterrizó junto a la piscina, quienes tomaban el sol se llevaron un susto tremendo. Una vez más, el asesinato fue demasiado descarado.
En Londres, Tin Man le voló la cabeza a un hombre con un teléfono móvil. Un desertor del Chinatown de Nueva York perdió buena parte del rostro al estallarle un cigarrillo. Sammy Tin no tardó en ser considerado autor de casi todos los más dramáticos asesinatos del espionaje registrados en aquel sector. Su fama creció rápidamente.
Aunque en su unidad contaba con cuatro o cinco miembros de confianza, solía trabajar solo. Perdió a uno de sus hombres en Singapur cuando su objetivo apareció de repente con unos amigos, todos ellos armados. Fue un fracaso insólito y aprendió la lección: mantenerse en forma, golpear rápido y no incluir a demasiadas personas en nómina.
A medida que iba madurando, sus golpes perdieron dramatismo, violencia y fueron más fáciles de ocultar. Tenía treinta y tres años y era sin duda el agente más temido del mundo. La CIA se gastaba una fortuna tratando de seguir sus movimientos. Sabían que estaba en Pekín, holgazaneando en su lujoso apartamento. Cuando se fue de allí, lo localizaron en Hong Kong. La Interpol fue alertada cuando subió a bordo de un vuelo directo a Londres, donde cambió de pasaporte y, en el último momento, tomó un vuelo de Alitalia a Milán.
La Interpol fue testigo del hecho impotente. Sammy Tin viajaba a menudo bajo cobertura diplomática. No era un criminal; era un agente, un diplomático, un hombre de negocios, un profesor, cualquier cosa que necesitara ser.
Un automóvil lo esperaba en el aeropuerto Malpensa de Milán y se perdió en la ciudad. Que la CIA supiera, Tin Man llevaba cuatro años y medio sin poner los pies en Italia.
No cabía duda de que el señor Elya representaba muy bien su papel de acaudalado hombre de negocios saudí, aunque su pesado traje de lana fuera casi de color negro, demasiado oscuro para Bolonia, y la raya diplomática demasiado gruesa para haber sido diseñada en Italia. Y su camisa era rosa con un reluciente cuello blanco, lo cual no era una mala combinación, pero, bueno, seguía siendo de color rosa. Una aguja de oro, también demasiado gruesa, atravesaba el cuello de su camisa y empujaba demasiado hacia arriba el nudo de la corbata, que parecía estrangularlo; en cada extremo de la aguja brillaba un diamante. Al señor Elya le gustaban los diamantes: uno muy grande en cada mano, docenas de piedras más pequeñas engarzadas en su Rolex, dos más en los gemelos de la camisa. A Stefano los zapatos le parecieron italianos; recién estrenados, marrones, eran sin embargo demasiado claros para el traje.
En conjunto, no daba el pego. Aunque el hombre lo intentaba con todas sus fuerzas. Stefano tuvo tiempo de analizar a su cliente mientras se alejaban casi en completo silencio del aeropuerto, donde el señor Elya y su ayudante habían llegado en un jet privado, camino del centro de Bolonia. Ambos permanecían sentados en la parte posterior de un Mercedes negro, una de las condiciones impuestas por el señor Elya, con un silencioso conductor al volante y, a su lado, el ayudante, que evidentemente sólo hablaba árabe. El inglés del señor Elya era aceptable, unos rápidos estallidos seguidos de acotaciones en árabe a su ayudante, el cual se veía obligado a anotar todo lo que decía su amo.
Tras pasarse diez minutos con ellos en el automóvil, Stefano ya estaba deseando que terminaran mucho antes del almuerzo.
El primer apartamento estaba cerca de la universidad, adonde el hijo del señor Elya no tardaría en llegar para estudiar medicina. Cuatro habitaciones en el primer piso, sin ascensor, de un sólido edificio muy bien amueblado e indudablemente lujoso para un estudiante: 1800 euros al mes, contrato de alquiler anual, servicios aparte.
El señor Elya se limitó a fruncir el entrecejo como si su malcriado hijo se mereciera algo mucho más bonito. El ayudante también frunció el entrecejo. Lo mantuvieron fruncido mientras bajaban la escalera y subían al vehículo y no dijeron nada mientras el conductor se apresuraba a llevarlos a la segunda parada.
Estaba en Via Remorsella, a una manzana al oeste de Via Fondazza. El apartamento era ligeramente más grande que el primero, tenía una cocina del tamaño de un armario para escobas, estaba mal amueblado, no tenía vista alguna, se encontraba a veinte minutos de la universidad, costaba 2600 euros al mes e incluso olía un poco raro. Dejaron de fruncir el entrecejo, el sitio les gustaba.
—Éste me parece bien —dijo el señor Elya, y Stefano suspiró de alivio.
Con un poco de suerte, no tendría que apechugar con ellos durante el almuerzo. Y acababa de ganarse una buena comisión.
Se dirigieron a toda prisa a las oficinas de la empresa de Stefano, donde se preparó el papeleo a una velocidad récord. El señor Elya era un hombre muy ocupado, tenía una reunión urgente en Roma y, como no se resolvieran los detalles del alquiler en aquel mismo momento y en el acto, ¡tendrían que olvidarse de todo!
El Mercedes negro los condujo de nuevo a toda prisa al aeropuerto, donde un nervioso y agotado Stefano les dio las gracias, se despidió de ellos y se fue tan rápido como pudo. El señor Elya y su ayudante cruzaron la pista hacia el jet y desaparecieron en su interior. La portezuela se cerró.
El jet no se movió. Dentro, el señor Elya y su ayudante se habían quitado el atuendo de trabajo y se habían puesto ropa cómoda. Estaban reunidos con otros tres miembros de su equipo. Al cabo de aproximadamente una hora, abandonaron el jet y trasladaron su pesado equipaje a la terminal privada y, después, a las camionetas que esperaban.
Luigi recelaba de la bolsa azul marino. Marco jamás la dejaba en su apartamento. Jamás la perdía de vista. La llevaba a todas partes colgada del hombro y bien sujeta bajo el brazo derecho, como si contuviera oro.
¿Qué podía contener que requiriera tanto cuidado? Raras veces llevaba el material de estudio a ningún sitio. Si él y Ermanno estudiaban dentro, lo hacían en el apartamento de Marco. Y, si estudiaban fuera, se limitaban a conversar sin libros.
Whitaker, en Milán, también sospechaba, sobre todo desde que Marco había descubierto un cibercafé cerca de la universidad. Envió a un agente llamado Krater a Bolonia para ayudar a Zellman y a Luigi a vigilar más de cerca a Marco y su molesta bolsa. Ahora que ya estaban apretando la soga y se esperaban los fuegos artificiales, Whitaker pedía a Langley más fuerza en la calle.
Pero Langley estaba sumido en el caos. La partida de Teddy, aunque esperada, lo había revuelto todo. Aún se notaban las sacudidas del terremoto del despido de Lucat. El presidente amenazaba con llevar a cabo una reorganización general, y tanto los directores adjuntos como los administradores de alto rango dedicaban más tiempo a protegerse las espaldas que a vigilar sus operaciones.
Fue Krater quien recibió el radiomensaje de Luigi de que Marco se iba camino de la Piazza Maggiore, probablemente para tomar su café de última hora de la tarde. Krater lo vio cruzar la plaza con la bolsa azul oscuro bajo el brazo y toda la pinta de un habitante de la ciudad. Tras haber estudiado una gruesa carpeta acerca de Joel Backman, era agradable verle finalmente en persona. Si el pobre lo hubiera sabido…
Pero Marco no tenía sed, por lo menos de momento. Pasó por delante de varios cafés y establecimientos y, de pronto, tras echar una furtiva mirada a su alrededor, entró en el albergo Nettuno, un pequeño hotel de cincuenta habitaciones a un tiro de piedra de la plaza. Krater habló por radioteléfono con Zellman y Luigi, que quedó especialmente desconcertado, puesto que Marco no tenía ningún motivo para entrar en un hotel. Krater esperó cinco minutos y después accedió al pequeño vestíbulo, asimilando todo lo que veía. A la derecha había una zona de descanso con sillones y unas cuantas revistas de viajes diseminadas sobre una ancha mesa auxiliar. A su derecha vio una cabina telefónica desocupada, con la puerta abierta, y otra cabina ocupada. Marco permanecía sentado allí, solo, inclinado sobre la mesita situada bajo el teléfono mural, con la bolsa azul abierta. Estaba demasiado atareado para ver pasar a Krater.
—¿Puedo atenderle, señor? —preguntó el recepcionista desde el mostrador de la entrada.
—Sí, gracias, quería saber si tenían habitación —contestó Krater en italiano.
—¿Para cuándo?
—Para esta noche.
—Lo siento, pero no tenemos ninguna.
Krater tomó un folleto del mostrador.
—Siempre lo tienen todo ocupado —dijo sonriendo—. Es un lugar muy popular.
—Pues sí. Puede que en otra ocasión.
—¿Tienen, por casualidad, acceso a Internet?
—Claro.
—¿Inalámbrico?
—Sí, el primer hotel de la ciudad.
Krater se marchó diciendo:
—Gracias. Lo intentaré otro día.
—Sí, por favor.
Cuando salía pasó por delante de la cabina telefónica. Marco no había levantado la vista. Utilizando los dos pulgares, escribía el texto con la esperanza de que el recepcionista de la entrada no lo invitara a marcharse. El Nettuno anunciaba el acceso inalámbrico, pero sólo para sus clientes. Las cafeterías, las bibliotecas y algunas librerías lo ofrecían gratis a quienquiera que entrara, pero no así los hoteles.
Su mensaje decía lo siguiente:
Grinch:
Una vez mantuve tratos con un banquero de Zúrich llamado Van Thiessen, del Rhineland Bank, en la Bahnhofstrasse, en el centro de Zúrich. Intenta averiguar si sigue todavía allí. En caso contrario, ¿quién ocupó su lugar? ¡No dejes ningún rastro!
Marco
Pulsó la tecla de envío y rogó una vez más por no haberlo hecho mal. Apagó rápidamente el Ankyo 850 y lo volvió a guardar en la bolsa. Al salir, saludó con la cabeza al recepcionista, que estaba hablando por teléfono.
Marco salió dos minutos después que Krater. Lo observaron desde tres puntos distintos y después lo siguieron mientras se mezclaba sin la menor dificultad con la oleada de gente que salía del trabajo a última hora de la tarde. Zellman volvió sobre sus pasos, entró en el Nettuno, se metió en la segunda cabina telefónica de la izquierda y se sentó en el lugar donde Marco había permanecido sentado hacía menos de veinte minutos. El recepcionista, ahora un poco intrigado, fingió estar ocupado detrás del mostrador.
Una hora más tarde se reunieron en un bar y repasaron los movimientos de Marco. La conclusión era obvia, pero, aun así, difícil de creer: puesto que Marco no había utilizado el teléfono, era evidente que había estado usando el servicio gratuito de acceso inalámbrico a Internet del hotel. No había ningún otro motivo para entrar al azar en el vestíbulo, permanecer sentado menos de diez minutos en una cabina telefónica y después marcharse sin más. Pero ¿cómo podía haberlo hecho? No tenía ordenador portátil y ningún otro teléfono móvil más que el que Luigi le había prestado, un anticuado cacharro que sólo servía para la ciudad y que no podía adaptarse para su conexión on line. ¿Habría adquirido algún artilugio de alta tecnología? No tenía dinero.
El robo era una posibilidad.
Estudiaron varias líneas de acción. Zellman se fue a mandar por correo electrónico la inquietante noticia a Whitaker. Krater fue enviado a mirar escaparates en busca de una bolsa azul Silvio idéntica a la de Marco.
Luigi se quedó allí para pensar en la cena. Interrumpió sus pensamientos una llamada del propio Marco. Estaba en su apartamento, no se encontraba muy bien, se había pasado toda la tarde con el estómago revuelto. Había cancelado su lección con Francesca y no quería cenar.