22

Todos los años, en mayo, la víspera del día de la Ascensión, los habitantes de Bolonia suben al Colle della Guardia desde la Porta Saragozza por el camino de arcadas más largo del mundo, pasando por delante de las quince capillas y los 666 pórticos hasta la cumbre donde se levanta el santuario de San Luca. En el santuario sacan a su Virgen y la bajan en procesión a la ciudad, donde recorre las calles abarrotadas de gente y es finalmente colocada en la catedral de San Pedro y allí permanece ocho días hasta que otra procesión la devuelve a casa. Es un festejo anual de Bolonia celebrado ininterrumpidamente desde el año 1476.

Mientras permanecía sentada con Joel en el santuario de San Luca, Francesca describió el ritual y explicó lo mucho que éste significaba para los habitantes de Bolonia. Bonita, pero una simple y desierta iglesia más de las muchas que había visto, pensó Marco.

Esta vez habían tomado el autobús para evitar los 666 pórticos y la subida de 3,6 kilómetros por la cuesta de la colina. Aún le dolían las pantorrillas de la última visita a San Luca, tres días antes.

Francesca estaba tan preocupada por cuestiones más serías que hablaba en inglés sin darse cuenta. Él no se quejó. Cuando terminó de explicarle los festejos, empezó a mostrarle los elementos más destacados del templo: la arquitectura y la construcción de la cúpula, la pintura de los frescos. Marco se esforzaba desesperadamente por prestar atención. Ahora las cúpulas y los desteñidos frescos y las criptas de mármol y los santos muertos ya se estaban confundiendo en una sola cosa en Bolonia y él se sorprendió pensando en el buen tiempo. Entonces podrían permanecer al aire libre y conversar tranquilamente. Podrían visitar los preciosos parques de la ciudad y, como ella se atreviera a mencionarle una iglesia, se rebelaría.

Francesca no pensaba en el buen tiempo. Sus pensamientos estaban en otra parte.

—Ésta ya la hemos visto —la interrumpió cuando ella le mostró una pintura de la parte superior del baptisterio.

—Perdón. ¿Lo estoy aburriendo?

Marco estuvo casi a punto de soltarle la verdad, pero, en lugar de hacerlo, le dijo:

—No, pero ya he visto suficiente.

Salieron del santuario y rodearon el templo por la parte de atrás para dirigirse al camino secreto que bajaba hasta la mejor vista de la ciudad. Las últimas nieves se estaban fundiendo rápidamente sobre los rojos tejados. Estaban a dieciocho de marzo.

Francesca encendió un cigarrillo y pareció conformarse con admirar Bolonia en silencio.

—¿Le gusta mi ciudad? —preguntó finalmente.

—Sí, mucho.

—¿Qué es lo que le gusta de ella?

Después de seis años de cárcel, cualquier ciudad le hubiese gustado. Lo pensó un instante y contestó:

—Es una auténtica ciudad, con gente que vive donde trabaja. Es segura, limpia y atemporal. Las cosas no han cambiado mucho a lo largo de los siglos. La gente disfruta de su historia y está orgullosa de sus logros.

Ella asintió levemente con la cabeza, aprobando su análisis.

—Me desconciertan los estadounidenses —dijo—. Cuando los guío por Bolonia, siempre tienen prisa, siempre están deseando ver algún monumento para poder tacharlo de la lista y pasar al siguiente. Siempre preguntan qué haremos mañana y al día siguiente. ¿Por qué?

—No soy la persona más indicada para responder a esta pregunta.

—¿Por qué?

—Porque soy canadiense, ¿no lo recuerda?

—Usted no es canadiense.

—No, es cierto. Soy de Washington.

—He estado allí. Jamás he visto tanta gente corriendo sin ir a ninguna parte. No entiendo el deseo de una vida tan agitada. Todo tiene que ser rápido: el trabajo, la comida, el sexo.

—Yo me he pasado seis años sin sexo.

Ella le dirigió una mirada que planteaba muchas preguntas.

—La verdad es que no me interesa hablar de eso.

—Usted lo ha mencionado.

Francesca dio una calada al cigarrillo mientras la atmósfera se despejaba.

—¿Por qué se ha pasado seis años sin sexo?

—Porque estaba en la cárcel, en una celda de aislamiento.

Ella dio un leve respingo y envaró la espalda.

—¿Mató a alguien?

—No, nada de eso. Soy bastante inofensivo.

Otra pausa, otra calada.

—¿Por qué está aquí?

—La verdad es que no lo sé.

—¿Cuánto tiempo se quedará?

—Quizá Luigi pueda contestarle a eso.

—Luigi —dijo ella como con ganas de escupir. Se volvió y echó a andar. Él la siguió porque lo tenía que hacer—. ¿De qué se esconde? —preguntó Francesca.

—Es una historia muy pero que muy larga y mejor que usted no la sepa.

—¿Corre peligro?

—Creo que sí. No sé hasta qué extremo, pero digamos que temo utilizar mi verdadero nombre y temo regresar a casa.

—Eso me suena a peligro. ¿Y qué pinta Luigi en todo eso?

—Me está protegiendo, creo.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Sinceramente, no lo sé.

—¿Por qué no se limita a desaparecer?

—Es lo que estoy haciendo ahora. Estoy en plena desaparición. Y, desde aquí, ¿adonde iría? No tengo dinero, ni pasaporte, ni identidad. Oficialmente, no existo.

—Es desconcertante.

—Sí, ¿por qué no lo dejamos?

Marco apartó la mirada un segundo y no la vio caer. Francesca calzaba unas botas negras de cuero sin tacón y la izquierda se le torció violentamente contra una piedra del estrecho camino. Emitió un jadeo y cayó contra el duro suelo, protegiéndose en el último segundo con ambas manos. Su bolso salió disparado hacia delante mientras ella gritaba algo en italiano. Marco se arrodilló rápidamente para sostenerla.

—Es el tobillo —dijo ella, haciendo una mueca. Ya se le estaban saltando las lágrimas mientras su bello rostro se contraía de dolor.

Él la levantó del mojado camino, la llevó a un banco cercano y recogió su bolso.

—Debo de haber tropezado —repetía Francesca—. Lo siento.

Trató de reprimir las lágrimas, pero muy pronto desistió de su intento.

—Tranquila, tranquila —dijo Marco, arrodillándose delante de ella—. ¿Lo puedo tocar?

Ella levantó muy despacio la pierna izquierda, pero el dolor era demasiado fuerte.

—Mejor que no se saque la bota —dijo Marco, tocando con gran cuidado.

—Creo que me lo he roto —dijo Francesca. Sacó un pañuelo de papel del bolso y se secó los ojos. Respiraba afanosamente y le rechinaban los dientes—. Lo siento.

—No se preocupe. —Marco miró a su alrededor; estaban más bien solos. El autobús en el que habían subido a San Luca iba prácticamente vacío y no habían visto a nadie desde hacía diez minutos—. Voy a entrar a ver si nos echan una mano.

—Sí, por favor.

—No se mueva. Vuelvo enseguida.

Le dio una palmada en la rodilla y ella consiguió sonreír. Después se fue corriendo y a punto estuvo de caer. Se dirigió a toda prisa a la parte posterior de la iglesia y no vio a nadie. ¿Dónde encuentra uno exactamente un despacho en una iglesia? ¿Dónde están el ecónomo, el administrador, el jefe de los curas? Rodeó dos veces San Luca antes de ver a un vigilante saliendo por una puerta parcialmente oculta junto a los jardines.

Mi pub aiutare? —le preguntó, levantando la voz. ¿Me puede ayudar?

El vigilante lo miró sin decir nada. Marco estaba seguro de haber hablado con claridad. Se le acercó un poco más y le dijo:

La mia árnica si é fatta mate. —Mi amiga se ha hecho daño.

Dov’éf —masculló el hombre. ¿Dónde está?

Marco se lo señaló.

Li, dietro la chiesa. —Allí, detrás de la iglesia.

Aspetti. —Espere.

El hombre se volvió, regresó a la puerta y la abrió.

Si sbrighi, per favore. —Dése prisa, por favor.

Transcurrieron lentamente uno o dos minutos mientras Marco esperaba muy nervioso, ansiando regresar a toda prisa para ver cómo estaba Francesca. En caso de que se hubiera roto un hueso, podía quedar rápidamente conmocionada. Se abrió otra puerta más grande por debajo del baptisterio y salió corriendo un hombre vestido con traje de calle, seguido del vigilante.

La mia árnica é caduta —dijo Marco. Mi amiga se ha caído.

—¿Dónde está? —preguntó el caballero en excelente inglés.

Estaban cruzando un pequeño patio de ladrillo, esquivando la nieve que todavía quedaba.

—Aquí detrás, junto al saliente más bajo. Es el tobillo; cree que se lo ha roto. A lo mejor necesitaremos una ambulancia.

Volviendo la cabeza, el caballero le ordenó algo al vigilante y éste desapareció.

Francesca estaba sentada en el borde del banco con la mayor dignidad posible. Se cubría la boca con el pañuelo y había dejado de llorar. El caballero no la conocía de nombre, pero estaba claro que la había visto antes en San Luca. Ambos hablaron en italiano y Marco se perdió buena parte de la conversación.

Llevaba todavía la bota izquierda puesta y los tres acordaron dejársela puesta para impedir la hinchazón. El caballero, el signor Coletta, parecía experto en primeros auxilios. Le examinó las rodillas y las manos. Las tenía llenas de arañazos y magulladuras, pero no sangraban.

—Es sólo un mal esguince —dijo ella—. La verdad es que no creo que me lo haya roto.

—Una ambulancia tardará una eternidad —dijo el caballero—. La llevaré al hospital.

—Creo que puedo caminar —dijo animosamente Francesca, tratando de levantarse.

—No, nosotros la ayudaremos —dijo Marco.

Cada uno de ellos la agarró por un codo y ambos la levantaron muy despacio. Ella hizo una mueca al apoyar el pie en el suelo, pero dijo:

—No está roto. Es sólo un esguince.

Insistió en caminar, pero ellos la llevaron medio en volandas hacia el automóvil.

El signor Coletta asumió el mando de la situación y los acomodó en el asiento de atrás, de tal manera que los pies de Francesca descansaran sobre las rodillas de Marco y su espalda pudiera apoyarse contra la portezuela izquierda del vehículo. Tras colocar debidamente a los pasajeros, se situó detrás del volante y metió una marcha. Recorrieron marcha atrás un sendero flanqueado de arbustos y salieron a un estrecho camino asfaltado. No tardaron en bajar por la pendiente en dirección a

Bolonia.

Francesca se puso las gafas de sol para cubrirse los ojos. Marco observó un hilillo de sangre en su rodilla izquierda. Tomó el pañuelo que ella sostenía en la mano y empezó a limpiárselo.

—Gracias —dijo Francesca en voz baja—. Siento haberle estropeado el día.

—Por favor, no lo vuelva a decir —le dijo Marco sonriendo.

De hecho, aquél había sido el mejor día con Francesca. La caída la había humillado y la había hecho parecer más humana, lo cual dejaba entrever, de manera involuntaria, unas emociones auténticas y permitía un sincero contacto físico de una persona que trataba auténticamente de ayudar a otra. Y estaba empujando a Marco hacia su vida. Cualquier cosa que ocurriera a continuación, tanto en el hospital como en su casa, él por lo menos estaría allí un momento. En aquella emergencia, ella lo necesitaba, por más que no lo quisiera.

Mientras le sujetaba los pies y miraba inexpresivamente por la ventanilla, Marco se dio cuenta de su desesperada necesidad de mantener una relación de la clase que fuera con cualquier persona.

Cualquier amigo le serviría.

Al llegar al pie de la colina, Francesca le dijo al signor Coletta:

—Me gustaría irme a mi apartamento.

Él miró por el espejo retrovisor diciendo:

—Creo que debería ver a un médico.

—Quizá más tarde. Descansaré un poco y veré cómo me encuentro.

La decisión ya estaba tomada; discutir hubiese sido inútil.

Marco también hubiese querido darle un consejo, pero se abstuvo de hacerlo. Quería ver dónde vivía.

—En Via Minzoni, cerca de la estación.

Marco sonrió para sus adentros, orgulloso de conocer la calle. Se la imaginó en el plano, en el extremo norte del casco antiguo, una zona bonita aunque no perteneciera a un barrio rico. Había pasado por allí por lo menos una vez. De hecho, había encontrado un bar que abría a primera hora de la mañana en el lugar donde la calle desembocaba en la Piazza dei Martiri. Mientras zigzagueaban a lo largo del perímetro entre el tráfico de la media tarde, Marco leyó los nombres de todas las calles, estudió todos los cruces y supo exactamente dónde estaba en todo momento.

No dijeron ni una sola palabra más. Él le sostuvo los pies mientras sus elegantes pero usadas botas le manchaban ligeramente los pantalones de lana. Pero, en aquel momento, eso era lo que menos le importaba. Cuando giraron por Via Minzoni, Francesca dijo:

—Dos manzanas más abajo, a la izquierda. —Después añadió—: Un poco más adelante. Allí hay un espacio, justo detrás de aquel BMW verde.

La sacaron cuidadosamente del asiento de atrás y la dejaron en la acera donde ella se soltó un momento y trató de caminar. El tobillo cedió y tuvieron que sostenerla.

—Vivo en el segundo piso —dijo Francesca mientras le rechinaban los dientes.

Había ocho apartamentos. Marco observó atentamente mientras ella pulsaba el timbre que había al lado del nombre de Giovanni Ferro. Contestó una voz femenina.

—Francesca —dijo la voz y la puerta se abrió con un clic.

Entraron en un oscuro y descuidado vestíbulo. A la derecha había un ascensor, esperando con la puerta abierta. Los tres apenas cabían en su interior.

—Ahora ya estoy bien —dijo ella, tratando visiblemente de librarse de Marco y del signor Coletta.

—Hay que ponerle un poco de hielo —dijo Marco mientras el ascensor iniciaba una lenta subida.

El ascensor se detuvo ruidosamente, finalmente se abrió la puerta y los tres salieron, ambos hombres sosteniendo todavía a Francesca por los codos. Su apartamento estaba a pocos pasos de distancia y, al llegar a la puerta, el signor Coletta pensó que ya era suficiente.

—Siento mucho lo ocurrido —dijo—. Si hubiera algún gasto médico, ¿tendrá la bondad de llamarme?

—No, es usted muy amable. Muchísimas gracias.

—Gracias —dijo Marco, sin soltarla.

Pulsó el timbre y esperó mientras el signor Coletta entraba de nuevo en el ascensor y los dejaba. Francesca se apartó diciendo:

—Muchas gracias, Marco, ahora ya me las puedo arreglar. Hoy mi madre se queda en casa.

Marco esperaba que lo invitaran a entrar, pero no estaba en condiciones de insistir. El episodio ya había llegado a su conclusión por lo que a él respectaba y le había permitido averiguar muchas más cosas de las que esperaba. Sonrió, le soltó el brazo y estaba a punto de despedirse cuando se oyó el chirrido de una cerradura desde dentro. Ella se volvió hacia la puerta y, al hacerlo, ejerció presión sobre el tobillo lastimado. Éste se volvió a doblar, induciéndola a emitir un jadeo y alargar las manos hacia él.

Se abrió la puerta justo en el momento en que Francesca se desmayaba.

Su madre era la signora Altonelli, una dama de setenta y tantos años que no hablaba inglés y durante unos angustiosos minutos pensó que Marco le había hecho daño a su hija. El torpe italiano de Marco resultó inadecuado, sobre todo dada la tensión del momento. Éste acompañó a Francesca al sofá y pidió ghiaccio. Hielo, traiga un poco de hielo. La mujer se marchó a regañadientes y desapareció en la cocina.

Francesca ya se estaba moviendo cuando su madre regresó con un paño mojado y una pequeña bolsa de plástico de hielo.

—Se ha desmayado —le dijo Marco, inclinándose hacia ella.

Ella le comprimió la mano y miró angustiada a su alrededor.

Chi é? —preguntó con recelo su madre. ¿Quién es?

Un amico.

Marco le humedeció el rostro con el paño y ella se recuperó enseguida. En un rápido italiano que él todavía no dominaba, ella le explicó a su madre lo ocurrido. El intercambio de ametralladora lo aturdió mientras intentaba captar alguna que otra palabra. Al final, se dio por vencido. De repente, la signora Altonelli sonrió y le dio una palmada en el hombro en gesto de aprobación. Buen chico.

Cuando la mujer se retiró, Francesca dijo:

—Se ha ido a preparar café.

—Estupendo. —Marco había acercado un taburete al sofá y allí se sentó, esperando—. Tenemos que aplicarle un poco de hielo —dijo.

—Sí, tendríamos que hacerlo.

Ambos contemplaron las botas.

—¿Me las quiere quitar? —le preguntó ella.

—Pues claro. —Marco bajó la cremallera de la bota derecha y se la quitó como si aquel pie también hubiera resultado lastimado. Lo hizo todavía más despacio con el pie izquierdo. Hasta el más ligero movimiento provocaba dolor, por lo que él preguntó en determinado momento—: ¿Prefiere hacerlo usted?

—No, por favor, adelante.

La cremallera se detuvo casi exactamente a la altura del tobillo. La hinchazón dificultaba la retirada de la bota. Después de unos largos minutos de cuidadosos y delicados movimientos, mientras la paciente sufría apretando los dientes, la bota salió.

Francesca llevaba calcetines negros. Marco los estudió y anunció:

—También tendrá que quitárselos.

—Sí, claro.

La madre regresó de la cocina y soltó rápidamente algo en italiano.

—¿Por qué no espera en la cocina? —le dijo Francesca a Marco.

La cocina era pequeña pero estaba muy bien puesta, muy moderna y con metales cromados y cristal, y ni un solo centímetro cuadrado de espacio desperdiciado. Una cafetera de alta tecnología gorgoteaba sobre una encimera. Las paredes por encima de un pequeño rincón de desayuno estaban cubiertas de arte abstracto. Marco esperó y prestó atención mientras ambas mujeres hablaban simultáneamente.

Consiguieron sacar los calcetines sin causar ulteriores daños. Cuando Marco regresó al salón, la signora Altonelli aplicaba hielo al tobillo izquierdo.

—Dice que no está roto —le explicó Francesca—. Trabajó durante muchos años en un hospital.

—¿Vive en Bolonia?

—En Imola, a unos cuantos kilómetros de aquí.

Marco sabía exactamente dónde estaba, por lo menos en el mapa.

—Creo que ya tengo que irme —dijo sin que, en realidad, experimentara el menor deseo de hacerlo, pero, de repente, se sentía un intruso.

—Creo que necesita un poco de café —dijo Francesca.

Su madre regresó corriendo a la cocina.

—Me parece que estoy molestando —dijo Marco.

—No, por favor, después de todo lo que hoy ha hecho por mí, es lo menos que puedo hacer.

La madre regresó con un vaso de agua y dos pastillas. Francesca se lo tomó todo y apoyó la cabeza en unas almohadas. Intercambió unas breves frases con su madre y después miró a Marco diciendo:

—Tiene una tarta de chocolate en el frigorífico. ¿Le apetece probarla?

—Sí, gracias.

Y su madre volvió a marcharse, canturreando muy contenta por el hecho de tener a alguien a quien cuidar y alguien a quien alimentar. Marco volvió a sentarse en el taburete.

—¿Le duele?

—Sí —contestó ella, sonriendo—. No voy a mentir. Me duele.

A Marco no se le ocurrió una respuesta apropiada y decidió regresar al territorio común.

—Ha sido todo muy rápido —dijo.

Se pasaron unos cuantos minutos repasando la caída y después permanecieron en silencio. Ella cerró los ojos como si se hubiera adormilado. Marco cruzó los brazos sobre el pecho y contempló un extraño cuadro de gran tamaño que cubría buena parte de una pared.

El edificio era antiguo, pero por dentro Francesca y su marido se habían esforzado en mostrarse decididamente modernos. Los muebles eran bajos, todo en suave cuero negro y relucientes marcos de acero, todo muy minimalista. Las paredes estaban cubiertas de desconcertante arte contemporáneo.

—Eso no se lo podemos decir a Luigi —dijo Francesca en un susurro.

—¿Por que no?

Francesca titubeó y después lo soltó.

—Me paga doscientos euros a la semana por darle clase a usted, Marco, y se queja del precio. Hemos discutido. Me ha amenazado con buscar a otra persona. Y la verdad es que necesito el dinero. Ahora sólo me dan uno o dos trabajos a la semana; estamos todavía en temporada baja. La situación se empezará a animar dentro de un mes, cuando los turistas bajen al sur, pero, de momento, no gano demasiado.

La fachada de estoicismo había desaparecido hacía ya un buen rato. Marco no podía creer que ella se permitiera ser tan vulnerable. La dama tenía miedo y él haría cualquier cosa por ayudarla.

Francesca añadió:

—Estoy segura de que me despedirá si me tomo unos días de descanso.

—Pues no tendrá más remedio que tomárselos.

Marco contempló el hielo que le rodeaba el tobillo.

—¿Podríamos mantenerlo en secreto? No tardaré mucho en poder moverme, ¿no cree?

—Podemos intentar mantenerlo en secreto, pero Luigi tiene medios para mantenerse al corriente de las cosas que ocurren. Me sigue de cerca. Mañana lo llamaré para decirle que estoy indispuesto y al día siguiente ya nos inventaremos algo. A lo mejor podríamos estudiar aquí.

—No. Mi marido está en casa.

Marco no pudo evitar volver la cabeza.

—¿Aquí?

—Está en el dormitorio, muy enfermo.

¿Qué…?

—Cáncer. Fase terminal. Mi madre se queda aquí con él mientras estoy trabajando. Cada tarde viene una enfermera para administrarle la medicación.

—Lo siento.

—Yo también.

—No se preocupe por Luigi. Le diré que me encanta su estilo de enseñanza y que me negaré a trabajar con otra persona.

—Eso sería una mentira, ¿no cree?

—Más bien sí.

La signora Altonelli había regresado con una bandeja de tarta y unos espressos. Lo colocó todo sobre una mesita auxiliar de color rojo en el centro de la habitación y empezó a cortar el pastel. Francesca tomó café, pero no le apetecía comer. Marco comió tan despacio como humanamente le fue posible y se bebió el contenido de la tacita como si fuera la última de su vida. Cuando la signora Altonelli insistió en que tomara otro trozo y volviera a llenarse la tacita, aceptó a regañadientes.

Marco se quedó allí aproximadamente una hora. Mientras bajaba en el ascensor, se dio cuenta de que Giovanni Ferro no había hecho el menor ruido.