En un anodino y anónimo edificio sin número de la calle Pinsker del centro de Tel Aviv, un agente llamado Efraim entró y pasó por delante del ascensor para dirigirse a un pasillo sin salida con una puerta cerrada. No había tirador ni pomo. Se sacó del bolsillo un artilugio que parecía un pequeño control remoto de televisor y lo apuntó hacia la puerta. Unos resistentes pestillos se deslizaron por la parte interior, se oyó un sonoro clic y la puerta se abrió, dejando al descubierto uno de los muchos pisos francos del Mossad, la policía secreta israelí. Disponía de cuatro habitaciones —dos con literas donde dormían Efraim y sus tres compañeros—, una pequeña cocina donde se preparaban sus sencillas comidas y un espacioso y desordenado cuarto de trabajo donde se pasaban varias horas cada día planificando una operación que había permanecido prácticamente en suspenso durante seis años, pero que de repente se había convertido en una de las máximas prioridades del Mossad.
Los cuatro formaban parte de kidon, una pequeña y compacta unidad de agentes altamente especializados cuya principal función era el asesinato. Muertes rápidas, eficientes, silenciosas. Sus objetivos eran enemigos de Israel que no se podían llevar a juicio porque sus tribunales carecían de jurisdicción sobre ellos. Casi todos los objetivos se encontraban en países árabes e islámicos, pero los kidon se utilizaban a menudo en el antiguo bloque soviético, Europa, Asia e incluso Corea del Norte y Estados Unidos. No tenían fronteras ni limitaciones, nada que les impidiera eliminar a los que querían destruir Israel. Los hombres y las mujeres de kidon tenían licencia para matar por su país. En cuanto el primer ministro de turno aprobaba un objetivo por escrito, se ponía en marcha un plan de operaciones, se organizaba una unidad y el enemigo de Israel ya se podía dar por muerto. La obtención de semejante visto bueno desde arriba raras veces planteaba dificultades.
Efraim arrojó una bolsa de galletitas sobre una de las mesas donde Rafi y Shaul estaban llevando a cabo sus investigaciones. Ambos se encontraban en un rincón, delante de un ordenador, estudiando unos planos de Bolonia, Italia. Casi todo su material de investigación era antiguo; incluía páginas de antecedentes en buena parte inservibles acerca de Joel Backman, una información obtenida hacía años. Lo sabían todo acerca de su caótica vida personal: las tres ex mujeres, los hijos, los antiguos socios, las amantes, los clientes, sus viejos amigos perdidos de las esferas del poder del distrito de Columbia. Cuando se había aprobado su asesinato, hacía seis años, otro kidon se había encargado de reunir urgentemente los antecedentes sobre Backman. Habían tenido que abandonar un plan preliminar para liquidarlo en un accidente de tráfico en el distrito de Columbia cuando él se había declarado culpable y entrado en una cárcel federal. Ni siquiera un kidon podía vencer la custodia protegida de Rudley.
Ahora los antecedentes sólo eran importantes por su hijo. Desde su indulto por sorpresa y su desaparición siete semanas antes, el Mossad había mantenido a dos agentes muy cerca de Neal Backman. Cambiaban cada tres o cuatro días para que nadie en Culpeper, Virginia, sospechara; las pequeñas localidades con sus ruidosos vecinos y sus aburridos agentes de policía representaban un desafío enorme. Una agente, una hermosa dama con acento alemán, había llegado incluso a conversar con Neal en Main Street. Alegó ser una turista que necesitaba que alguien le indicara el camino de Montpelier, el cercano hogar del presidente James Madison. Coqueteó, o por lo menos lo intentó, y estaba enteramente dispuesta a ir más allá. Pero él no picó el anzuelo.
Instalaron dispositivos de grabación y escucha en su casa y en su despacho y escucharon sus conversaciones por el móvil. Desde un laboratorio de Tel Aviv leían todos los e-mails de su despacho y también los que enviaba desde casa. Controlaban su cuenta bancaria y los gastos de su tarjeta de crédito. Sabían que había efectuado un rápido desplazamiento a Alexandria seis días antes, pero ignoraban por qué.
También vigilaban a la madre de Backman en Oakland, pero la pobre señora se estaba marchitando rápidamente. Durante años habían discutido la idea de administrarle una de las pildoras venenosas de su sorprendente arsenal para tenderle una emboscada a su hijo durante el funeral. Sin embargo, el manual de asesinatos de kidon prohibía la eliminación de los miembros de la familia a no ser que dichos miembros plantearan también una amenaza para la seguridad israelí.
Sin embargo, la idea se seguía discutiendo y Amos era su más ardiente defensor.
Querían matar a Backman, pero también querían que viviera unas cuantas horas antes de morir. Necesitaban charlar con él, hacerle unas cuantas preguntas y, en caso de que no quisiera responder, ya sabrían ellos cómo hacerlo hablar. Todo el mundo hablaba cuando el Mossad quería respuestas.
—Hemos encontrado seis agentes que hablan italiano —dijo Efraim—. Dos estarán aquí a las tres de esta tarde para una reunión.
Ninguno de los cuatro hablaba italiano, pero hablaban inglés a la perfección y también árabe. Entre todos, dominaban otros ocho idiomas.
Cada uno de los cuatro tenía experiencia de combate y amplios conocimientos de informática y eran muy expertos en pasar fronteras (con o sin papeles), interrogatorios, disfraces y falsificaciones. También eran capaces de matar a sangre fría sin el menor remordimiento. El promedio de edad era de treinta y cuatro años y cada uno de ellos había participado por lo menos en cinco satisfactorios asesinatos de kidon.
Cuando estuvieran en plena operación, su kidon constaría de doce miembros. Cuatro se encargarían de llevar a cabo el asesinato propiamente dicho y los otros ocho facilitarían cobertura, vigilancia y apoyo táctico y se encargarían de la limpieza después del golpe.
—¿Tenemos una dirección? —preguntó Amos desde el ordenador.
—No, todavía no —contestó Efraim—. Y no sé muy bien si la conseguiremos. De esto se encarga el contraespionaje.
—Hay medio millón de personas en Bolonia —dijo Amos, casi hablando para sus adentros.
—Cuatrocientas mil —dijo Shaul—. Y unas cien mil son estudiantes.
—Tendríamos que conseguir una fotografía —dijo Efraim mientras los otros tres interrumpían lo que estaban haciendo para mirarle—. Hay una fotografía de Backman en algún sitio, una fotografía reciente tomada después de su salida de la cárcel. Obtener una copia es una posibilidad.
—Nos sería muy útil, desde luego —dijo Rafi.
Tenían unas cien fotografías antiguas de Joel Backman. Habían estudiado cada centímetro de su rostro, todas las arrugas, todas las venas de sus ojos, todos los cabellos de su cabeza. Habían contado sus dientes y tenían copias de su historial odontológico. Sus especialistas del otro lado de la ciudad, en el cuartel general del Instituto Central de Inteligencia y Servicios Especiales de Israel, mejor conocido como Mossad, habían preparado unas excelentes imágenes por ordenador de cómo sería Backman seis años después de que el mundo lo viera por última vez. Disponían de toda una serie de proyecciones digitales del rostro de Backman con 110 kilos, su peso en el momento de declararse culpable. Y otra serie de Backman con 80 kilos, su presunto peso actual. Habían trabajado con su cabello, dejándolo al natural y prediciendo el color para un hombre de cincuenta y dos años. Se lo tiñeron de negro, pelirrojo y castaño. Se lo cortaron y se lo dejaron más largo. Le colocaron doce pares distintos de gafas en el rostro y le añadieron una barba, primero oscura y después gris.
Todo se reducía a los ojos. A estudiar los ojos.
Aunque Efraim era el jefe de la unidad, Amos tenía más antigüedad. Había sido asignado a Backman en 1998, cuando el Mossad había oído por primera vez los rumores acerca de JAM, el programa que un poderoso representante de lobbys de Washington estaba ofreciendo a posibles compradores de todo el mundo. A través de su embajador en Washington, los israelíes trataron de adquirir JAM, creyeron haber cerrado un trato, pero se quedaron fuera cuando Backman y Jacy Hubbard se llevaron la mercancía a otra parte.
El precio de venta jamás se supo. El trato jamás se llevó a cabo. Hubo cierta entrega de dinero, pero Backman, por alguna razón, no entregó el producto.
¿Dónde estaba ahora? ¿Habría existido realmente?
Sólo Backman lo sabía.
La suspensión de seis años de la caza de Joel Backman había permitido a Amos disponer de mucho tiempo para llenar lagunas. Este creía, al igual que sus superiores, que el llamado sistema de satélites Neptuno era una creación de la China comunista; que los chinos se habían gastado una considerable porción de su tesoro nacional en construirlo; que, para hacerlo, les habían robado a los estadounidenses una valiosa tecnología; que habían disfrazado hábilmente el lanzamiento del sistema y engañado a los satélites estadounidenses, rusos e israelíes, y que no habían podido reprogramar el sistema para anular el software que JAM había transferido. Neptuno no servía de nada sin JAM y los chinos habrían entregado su Gran Muralla a cambio de recuperarlo junto con Backman.
Amos y el Mossad también creían que Farooq Khan, el último miembro superviviente del trío y principal autor del software, había sido localizado por los chinos y asesinado ocho meses antes. El Mossad le estaba siguiendo la pista cuando desapareció.
También creían que los estadounidenses aún no estaban seguros de quién había construido Neptuno y que semejante fracaso de su espionaje era una constante y casi permanente vergüenza para ellos. Los satélites estadounidenses llevaban cuarenta años dominando los cielos y eran tan eficaces que podían ver a través de las nubes, distinguir una ametralladora debajo de una tienda de campaña, interceptar una transferencia bancaria de un narcotraficante, escuchar una conversación en un edificio y encontrar petróleo bajo el desierto mediante imágenes infrarrojas. Eran muy superiores a cualquier cosa que jamás hubieran creado los rusos. El hecho de que se hubiera diseñado, construido, lanzado y convertido en operativo otro sistema de igual o superior tecnología sin el conocimiento de la CIA y el Pentágono era algo absolutamente inconcebible.
Los satélites israelíes eran muy buenos, pero no tanto como los de Estados Unidos. Ahora, en el mundo del espionaje, se creía que Neptuno era más avanzado que cualquier cosa lanzada hasta el momento por los estadounidenses.
Pero eran sólo suposiciones; poco se había confirmado. La única copia de JAM se había ocultado. Sus creadores habían muerto.
Amos llevaba casi siete años con el caso y le entusiasmaba la idea de montar un nuevo kidon, por cuyo motivo estaba urdiendo planes frenéticamente. El tiempo apremiaba. Los chinos serían capaces de volar media Italia en caso de creer que Backman acabaría entre las ruinas. Posiblemente los estadounidenses también intentaran cargárselo. En su territorio, Backman estaba protegido por su Constitución, con todas las garantías. Las leyes exigían que fuera tratado con justicia y después encerrado en la cárcel y protegido durante las veinticuatro horas del día. Pero en la otra punta del mundo era una pieza de caza legítima.
Kidon se había utilizado para neutralizar a algunos israelíes descarriados, pero nunca en su patria. Los estadounidenses harían lo mismo.
Neal Backman guardaba su nuevo y delgadísimo ordenador portátil en la misma vieja y estropeada cartera de documentos que se llevaba a casa todas las noches. Lisa no lo había visto porque él no lo sacaba en ningún momento. Lo tenía siempre cerca, siempre a mano.
Cambió ligeramente sus costumbres matinales. Había comprado una tarjeta en Jerry’s Java, una próspera cadena de cafés y pastas que trataba de atraer a los clientes con su exquisito café, sus periódicos y revistas gratuitas y el acceso inalámbrico a Internet. La franquicia había reformado un abandonado chiringuito de venta de tacos a los automovilistas, situado en las afueras de la ciudad, decorándolo con unos colores horrendos y, en sus dos primeros meses de existencia, el negocio iba viento en popa.
Había tres automóviles delante de él en la ventanilla. El portátil descansaba sobre sus rodillas, justo bajo el volante. Al acercarse al bordillo pidió un moka doble sin crema batida y esperó a que los vehículos que lo precedían avanzaran lentamente. Mientras esperaba, se puso a teclear con ambas manos. Una vez on line, entró rápidamente en KwyteMail. Tecleó su nombre de usuario —Grinchl23— y después su contraseña: post hoc ergo propter hoc. Segundos más tarde… allí estaba el primer mensaje de su padre.
Neal contuvo la respiración mientras leía, después suspiró profundamente y siguió avanzando en la cola. ¡Había dado resultado! ¡El viejo lo había sabido hacer!
Rápidamente escribió:
Marco:
Nuestros mensajes no se pueden localizar. Puedes decir lo que quieras, pero siempre es mejor decirlo menos posible. Encantado de que estés ahí y fuera de Rudley. Estoy on line cada día a esta hora… exactamente a las 7.50 de la mañana, hora oficial del Este. Tengo que dejarte.
GRINCH
Colocó el portátil en el asiento del acompañante, bajó el cristal y pagó casi cuatro dólares por una taza de café. Mientras se marchaba, seguía mirando el ordenador para ver cuánto duraba la señal de acceso. Salió a la calle, recorrió no más de sesenta metros y la señal desapareció.
El noviembre pasado, después de la sorprendente derrota de Arthur Morgan, Teddy Maynard había empezado a trazar su estrategia para el indulto de Backman. Con su habitual meticulosidad, se preparó para el día en que los topos filtraran los datos acerca del paradero de Backman. Para informar confidencialmente a los chinos y hacerlo de manera que no despertara sospechas, Teddy empezó a buscar al chivato perfecto.
Se llamaba Helen Wang, una chinoamericana de quinta generación que llevaba ocho años trabajando en Langley como analista sobre asuntos chinos. Era muy inteligente y atractiva y hablaba un mandarín aceptable. Teddy le había conseguido un trabajo provisional en el Departamento de Estado, donde ella empezó a cultivar contactos con diplomáticos de la China comunista, algunos de los cuales eran también espías y andaban casi constantemente en busca de nuevos agentes.
Los chinos eran famosos por las agresivas tácticas que utilizaban para reclutar espías. Cada año, 25.000 estudiantes chinos se matriculaban en universidades estadounidenses y la policía secreta los tenía a todos localizados. De los hombres de negocios chinos también se esperaba que colaboraran con el espionaje central a su regreso a casa. Los miles de empresas estadounidenses que hacían negocio en el continente estaban perennemente controladas. Sus ejecutivos eran registrados y vigilados. A veces se entraba en contacto con los que ofrecían buenas perspectivas.
Cuando a Helen Wang se le escapó «accidentalmente» que sus antecedentes incluían unos cuantos años en la CIA y que esperaba regresar cuanto antes allí, llamó rápidamente la atención de los jefes de Pekín. Aceptaba la invitación de sus nuevos amigos para ir a almorzar a un lujoso restaurante de Washington y después a cenar. Interpretó estupendamente bien su papel, siempre reticente ante sus insinuaciones, pero siempre acabando por decir a regañadientes que sí. Sus detallados informes se entregaban directamente en mano a Teddy después de cada encuentro.
Cuando Backman salió repentinamente de la cárcel y quedó claro que lo habían escondido en algún sitio y no aparecería, los chinos empezaron a presionar muchísimo a Helen Wang. Le ofrecieron 100.000 dólares a cambio de información acerca de su paradero. Ella pareció asustada del ofrecimiento y, durante unos cuantos días, interrumpió los contactos. Con un perfecto sentido de la oportunidad, Teddy anuló su destino en el Departamento de Estado y la volvió a llamar a Langley, y Helen se pasó dos semanas sin tener nada que hacer con sus antiguos amigos clandestinos de la embajada china.
Después los llamó y la recompensa subió a 500.000 dólares. Entonces Helen se volvió exigente y pidió un millón, alegando que estaba poniendo en peligro su trabajo y su libertad y que su colaboración valía mucho más que eso. Los chinos aceptaron.
Al día siguiente del despido de Teddy, Helen llamó a su contacto y le pidió una cita clandestina. Le entregó una hoja de papel con las instrucciones de transferencia a una cuenta bancaria de Panamá que pertenecía en secreto a la CIA. Cuando se recibiera el dinero, dijo ella, volverían a reunirse y les facilitaría el paradero de Joel Backman. También les facilitaría una fotografía reciente de Joel Backman.
La entrega de la información fue un «roce de pasada», una reunión en persona entre el topo y su contacto llevada a cabo de tal manera que nadie notara nada insólito. Después del trabajo, Helen Wang se detuvo en un establecimiento Kroger de Bethesda. Se dirigió al fondo del pasillo donde estaban las revistas y las ediciones de libros de bolsillo. Su contacto la esperaba junto al expositor con un ejemplar de Lacrosse Magazine. Helen tomó otro ejemplar de la misma revista e introdujo rápidamente un sobre entre sus páginas. Pasó las páginas con un aceptable gesto de aburrimiento y volvió a dejar la revista en el expositor. Su contacto estaba hojeando los semanarios deportivos. Helen se alejó despacio, pero sólo tras haberle visto tomar el ejemplar de Lacrosse Magazine que ella había dejado.
Por una vez, la farsa era innecesaria. Los amigos de la CIA de Helen no estaban vigilando porque ellos mismos habían organizado la entrega de información. Conocían desde hacía muchos años a su contacto.
El sobre contenía una hoja de papel, una fotocopia de una fotografía en color de quince por veinte centímetros de Joel Backman, caminando aparentemente por la calle. Estaba mucho más delgado, tenía una barba ligeramente entrecana, llevaba unas gafas de estilo europeo e iba vestido como un ciudadano del lugar. Escrito a mano en la parte inferior de la fotografía, se podía leer: Joel Backman, Via Fondazza, Bolonia, Italia. El contacto lo contempló boquiabierto de asombro mientras permanecía sentado en el interior de su automóvil, y después se dirigió a toda velocidad a la embajada de la República Popular China en la avenida Wisconsin NW de Washington.
Al principio, no pareció que a los rusos les interesara el paradero de Joel Backman. En Langley sus señales se interpretaron de muy distintas maneras. No se llegó inicialmente a ninguna conclusión, pues ninguna era posible. Durante años, los rusos habían asegurado en secreto que el llamado sistema Neptuno era suyo, lo cual había contribuido bastante al desconcierto de la CIA.
Para sorpresa del mundo de los servicios secretos, Rusia estaba consiguiendo mantener en el aire unos 160 satélites de reconocimiento al año, aproximadamente el mismo número que la antigua Unión Soviética. Su sólida presencia en el espacio no había disminuido, contrariamente a lo predicho por la CIA y el Pentágono.
En 1999, un desertor del GRU, el brazo armado de los servicios de espionaje militar rusos sustitutivo del KGB, informó a la CIA de que Neptuno no era propiedad de los rusos. Éstos habían sido pillados tan desprevenidos como los estadounidenses. Las sospechas se centraron en los comunistas chinos, muy por detrás en el juego de los satélites.
¿O no?
Los rusos querían noticias sobre Neptuno, pero no estaban dispuestos a pagar a cambio de información acerca de Backman. Al ver que las insinuaciones de Langley eran en buena parte ignoradas, la misma fotografía en color vendida a los chinos fue enviada con carácter anónimo por correo electrónico a cuatro jefes de espionaje rusos que actuaban bajo cobertura diplomática en Europa.
La filtración a los saudíes se llevó a cabo a través de un ejecutivo de una petrolera estadounidense destacado en Riad. Se llamaba Taggett y llevaba allí más de veinte años. Hablaba con fluidez el árabe y se movía en los círculos sociales con tanta facilidad como cualquier extranjero. Mantenía una estrecha relación de amistad con un burócrata de nivel medio del Ministerio de Asuntos Exteriores saudí y, mientras se tomaba un té con su amigo a última hora de la tarde, le dijo que su empresa había sido representada en otros tiempos por Joel Backman. Además, y eso era mucho más importante, Taggett afirmaba conocer el escondrijo de Backman.
Cinco horas más tarde, el timbre de la puerta despertó a Taggett. Tres jóvenes caballeros en traje de calle se abrieron paso hasta el interior de su apartamento y le exigieron unos minutos de su tiempo. Se disculparon y explicaron que pertenecían a una cierta rama de la policía saudí y necesitaban hablar. Sometido a presión, Taggett les facilitó la información que había sido adiestrado para revelar.
Joel Backman se escondía en Bolonia, Italia, bajo otro nombre. Eso era todo lo que sabía.
¿No podía averiguar algo más?
Tal vez.
Le preguntaron si podía emprender viaje a la mañana siguiente, regresar al cuartel general de su empresa en Nueva York y obtener más información acerca de Backman. Era muy importante para el Gobierno saudí y para la familia real.
Taggett accedió a hacerlo. Todo por el rey.