20

La última visita de Teddy a la Casa Blanca estaba programada para las diez de la mañana. Éste había planeado hacerla bien entrada la mañana. A las siete se reunió con su equipo oficioso de transición: los cuatro directores adjuntos y sus colaboradores de más antigüedad. En el transcurso de unas breves y discretas reuniones comunicó a aquellos en quienes había confiado durante muchos años que estaba a punto de marcharse, que era algo inevitable desde hacía mucho tiempo, que la agencia estaba en buena forma y que la vida seguiría adelante.

Los que lo conocían bien percibieron una sensación de alivio. A fin de cuentas, estaba a punto de cumplir los ochenta y su legendaria mala salud empeoraba a marchas forzadas.

A las 8.45 en punto, mientras permanecía reunido con William Lucat, su director adjunto de operaciones, llamó a Julia Javier para tratar de Backman. El caso Backman era importante, pero en el esquema del espionaje mundial, ocupaba un lugar intermedio en la lista.

Qué curioso que una operación relacionada con un antiguo representante de lobbys caído en desgracia fuera la causa de la caída de Teddy.

Julia Javier se sentó al lado del siempre vigilante Hoby, el cual seguía tomando unas notas que nadie vería, y empezó en tono prosaico.

—Está en su sitio, todavía en Bolonia, por consiguiente, si tuviéramos que activarlo ahora, podríamos hacerlo.

—Yo pensaba que el plan era trasladarlo a una aldea del campo, a un lugar donde lo pudiéramos vigilar más de cerca —dijo Teddy.

—Para eso faltan varios meses.

—No disponemos de varios meses. —Teddy se volvió hacia Lucat y le preguntó—: ¿Qué ocurre si apretamos el botón ahora?

—Dará resultado. Lo pillarán en algún lugar de Bolonia. Es una bonita ciudad sin apenas índice delictivo. Los asesinatos son poco frecuentes, por lo que su muerte llamará un poco la atención si encuentran su cadáver allí. Los italianos averiguarán enseguida que no es… ¿cuál es el nombre, Julia?

—Marco —dijo Teddy sin consultar las notas—. Marco Lazzeri.

—Exacto, se rascarán la cabeza y se preguntarán quién demonios es.

—No hay ninguna clave que permita descubrir su verdadera identidad —dijo Julia—. Tendrán en sus manos un cuerpo, una identidad falsa, pero ninguna familia, ni amigos, ni dirección, ni ocupación, nada. Lo enterrarán como a un indigente y mantendrán el caso abierto un año. Después lo archivarán.

—Eso no es problema nuestro —dijo Teddy—. El asesinato no lo cometeremos nosotros.

—Exacto —dijo Lucat—. Será un poco más complicado en la ciudad, pero al chico le gusta pasear. Acabarán con él. Puede que un automóvil lo atropelle. Los italianos conducen como unas bestias, ¿sabe?

—No será tan difícil, ¿verdad?

—No creo.

—¿Y qué posibilidades tenemos de enterarnos cuando ocurra? —preguntó Teddy.

Lucat se rascó la cabeza y miró hacia el otro lado de la mesa donde se sentaba Julia, que se mordía una uña mirando a Hoby mientras éste removía una taza de té verde con una varilla de plástico.

—Yo diría que un cincuenta por ciento, por lo menos en el lugar del delito —contestó finalmente Lucat—. Lo estaremos vigilando las veinticuatro horas del día siete días a la semana, pero la gente que acabará con él será lo mejor de lo mejor. Puede que no haya testigos.

—Nuestras mejores posibilidades vendrán más tarde —añadió Julia—, unas semanas después de su entierro como un indigente. Tenemos a gente muy buena en el lugar. Prestaremos atención. Creo que nos enteraremos más adelante.

—Como siempre —dijo Lucat—, nosotros no apretaremos el gatillo, cabe la posibilidad de que no lo sepamos con certeza.

—No podemos fallar, ¿comprende? Será bonito saber que Backman ha muerto —bien sabe Dios que se lo merece—, pero el objetivo de la operación es ver quién lo mata —dijo Teddy mientras sus blancas y arrugadas manos se acercaban la taza de papel de té verde a la boca y tomaba un vulgar y ruidoso sorbo.

Puede que ya hubiera llegado la hora de que el viejo desapareciera en una residencia de ancianos.

—Estoy razonablemente seguro —dijo Lucat.

Hoby lo anotó.

—Si lo filtramos ahora, ¿cuánto tardará en morir? —preguntó Teddy.

Lucat se encogió de hombros y apartó la mirada mientras ponderaba la pregunta. Julia se estaba mordiendo otra uña.

—Depende —dijo con cautela—. Si se mueven los israelíes, podría ocurrir en cuestión de una semana. Los chinos suelen ser más lentos. Los saudíes contratarán probablemente a un agente independiente; se podría tardar un mes en colocar a uno en el terreno.

—Los rusos lo podrían hacer en una semana —añadió Lucat.

—Yo ya no estaré aquí cuando ocurra —dijo tristemente Teddy—. Y nadie a este lado del Atlántico lo sabrá jamás. Prométanme que me llamarán para informarme.

—¿Esto significa que tenemos luz verde? —preguntó Lucat.

—Sí. Pero tengan cuidado con la manera de filtrarlo. A todos los cazadores se les tiene que ofrecer la misma posibilidad de cobrar la pieza.

Todos se despidieron por última vez de Teddy y abandonaron el despacho. A las 9.30, Hoby lo empujó hacia el pasillo y el ascensor. Bajaron ocho pisos hasta el sótano, donde las camionetas blancas a prueba de balas lo esperaban para su último viaje a la Casa Blanca.

La reunión fue muy breve. Dan Sandberg estaba sentado a su escritorio del Post cuando ésta se inició en el Despacho Oval minutos después de las diez. Aún no se había movido veinte minutos más tarde, cuando recibió la llamada de Rusty Lowell.

—Todo ha terminado —dijo éste.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Sandberg, empezando a darle al teclado.

—Lo que estaba previsto en el guión. El presidente ha querido averiguar detalles sobre Backman. Teddy no ha dado su brazo a torcer. El presidente ha dicho que tenía derecho a saberlo todo. Teddy se ha mostrado de acuerdo, pero ha dicho que la información se utilizaría con fines políticos y pondría en peligro una operación secreta. Ambos han discutido brevemente. Han despedido a Teddy. Tal como yo te dije.

—Uf.

—La Casa Blanca lo anunciará dentro de cinco minutos. Puede que te interese verlo.

Como siempre, la rueda se puso inmediatamente en movimiento. El secretario de prensa anunció con rostro sombrío que el presidente había decidido «seguir un nuevo camino con nuestras operaciones de espionaje». Alabó al director Maynard por su legendario liderazgo y pareció sinceramente apenado ante la perspectiva de buscarle un sucesor. La primera pregunta, lanzada desde la primera fila, fue la de si Maynard había dimitido o lo habían cesado.

—El presidente y el director Maynard han llegado a un mutuo acuerdo.

—¿Y eso qué significa?

—Justo lo que he dicho.

Y la cosa se prolongó unos treinta minutos.

El reportaje de primera plana de Sandberg a la mañana siguiente soltaba dos bombas. Empezaba con la clara confirmación de que Maynard había sido cesado por negarse a facilitar información reservada por algo que él consideraba puros fines políticos. No había habido dimisión ni se había llegado a ningún «mutuo acuerdo». Se había producido un simple y vulgar cese.

La segunda bomba anunciaba al mundo que la insistencia del presidente en obtener datos de espionaje guardaba una relación directa con una nueva investigación del FBI acerca de la venta de indultos. El escándalo del dinero-por-indulto había sido sólo un rumor hasta que Sandberg abrió la puerta. Su primicia dio lugar a un auténtico embotellamiento de tráfico en el puente Arlington Memorial.

Mientras Sandberg permanecía de pie en la sala de prensa disfrutando de los efectos de su jugada, sonó su móvil. Era Rusty Lowell, que le dijo sin preámbulos:

—Llámame a través de una línea de tierra, enseguida.

Sandberg se metió en un despachito para mayor discreción y marcó el número de Lowell en Langley.

—Acaban de despedir a Lucat —dijo Lowell—. A las ocho de esta mañana se ha reunido con el presidente en el Despacho Oval. Le han pedido que ocupara provisionalmente el puesto de director. Ha dicho que sí. Han permanecido reunidos una hora. El presidente lo ha presionado sobre Backman. Lucat se ha negado a facilitar información. Lo han despedido, exactamente igual que a Teddy.

—Maldita sea, llevaba cien años allí.

—Treinta y ocho exactamente. Uno de los mejores. Un gran administrador.

—¿Quién es el siguiente?

—Esa sí que es una pregunta buenísima. Todos tememos la llamada a la puerta.

—Alguien tiene que dirigir la agencia.

—¿Conoces a Susan Penn?

—No. Sé quién es, pero jamás me la han presentado.

—Directora adjunta para ciencia y tecnología. Muy fiel a Teddy, qué demonios, aquí todos lo somos, pero también es una superviviente. Ahora mismo está en el Despacho Oval. Si le ofrecen la dirección provisional, la aceptará. Y soltará lo de Backman para conseguirlo.

—Él es el presidente, Rusty. Tiene derecho a saberlo todo.

—Por supuesto que sí. Y es una cuestión de principios. La verdad es que no se le puede reprochar nada. Es nuevo en el cargo y quiere ejercer su fuerza. Parece que nos va a despedir a todos hasta conseguir lo que quiere. Le he dicho a Susan Penn que acepte el cargo para detener la hemorragia.

—¿O sea que el FBI no tardará mucho en conocer los datos sobre Backman?

—Yo diría que hoy mismo. No estoy seguro de lo que van a hacer cuando averigüen dónde está. Se encuentran a muchas semanas de distancia de una acusación. Lo más probable es que nos jodan la operación.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

—Vamos, Rusty, ahora la situación es distinta.

—La respuesta es no. Fin de la historia. Te mantendré informado acerca de la sangría.

Una hora más tarde, el secretario de prensa de la Casa Blanca se reunió con los medios y anunció el nombramiento de Susan Penn como directora en funciones de la CIA. Hizo especial hincapié en el hecho de que era la primera mujer en ocupar el cargo, lo que demostraba el interés del presidente en trabajar en favor de la causa de la igualdad de derechos.

Luigi estaba sentado en el borde de su cama, totalmente vestido y solo, esperando la señal de la puerta de al lado. Ésta se produjo catorce minutos después de las seis de la mañana. Marco se estaba convirtiendo en una criatura de costumbres fijas. Luigi entró en su sala de control y pulsó un botón para apagar el timbre que indicaba la salida de su amigo por la puerta principal. Un ordenador registraba la hora exacta y, en cuestión de segundos, alguien en Langley sabría que Marco Lazzeri acababa de salir de su piso franco de Via Fondazza, a las 6.14 en punto.

Llevaba unos cuantos días sin vigilarlo. Simona se había quedado a dormir con él. Esperó unos segundos, salió sigilosamente por la puerta de atrás, recorrió una estrecha callejuela y después asomó entre las sombras de las arcadas de Via Fondazza. Marco, a su izquierda, iba hacia el sur a paso rápido, como solía, a paso cada vez más rápido cuanto más tiempo pasaba en Bolonia. Le llevaba por lo menos veinte años a Luigi, pero, con su afición a recorrer kilómetros diarios, estaba en mucho mejor forma que él. Además, no fumaba, no bebía demasiado, no parecía interesado en las mujeres ni en la vida nocturna y se había pasado los últimos seis años en chirona. No era de extrañar que se pudiera pasar horas y horas vagando por las calles sin hacer nada.

Calzaba sus botas nuevas todos los días. Luigi no había podido meterles mano. Seguían estando a salvo de dispositivos de escucha y no dejaban ningún rastro. En Milán, Whitaker estaba muy preocupado por eso, pero él siempre se preocupaba por todo. Luigi estaba convencido de que quizá Marco recorría unos mil quinientos metros dentro de la ciudad, pero sin jamás abandonarla. Había desaparecido durante un breve período de tiempo, habría ido a explorar algo o a visitar algún lugar de interés, pero siempre lo habían localizado.

Tomó por Via Santo Stefano, una ancha calle que discurría desde el sureste de la vieja Bolonia hasta el ajetreo de la Piazza Maggiore. Luigi la cruzó y siguió por el otro lado. Prácticamente corriendo, se puso inmediatamente en contacto radiofónico con Zellman, un nuevo agente enviado por Whitaker para estrechar el cerco. Zellman esperaba en la Strada Maggiore, otra bulliciosa avenida entre el piso franco y la universidad.

La llegada de Zellman significaba que el plan seguía adelante. Ahora Luigi ya conocía casi todos los detalles y le entristecía en cierto modo el hecho de que los días de Marco estuvieran contados. No sabía muy bien quién lo liquidaría y tenía la impresión de que Whitaker tampoco.

Luigi rezaba para que no le encomendaran la misión a él. Ya había matado a otros dos hombres y prefería evitar aquellos jaleos. Además, Marco le gustaba.

Antes de que Zellman pudiera seguir el rastro, Marco desapareció. Luigi se detuvo y prestó atención. Se ocultó en la oscuridad de un portal, por si acaso Marco también se detenía.

Lo oyó allí atrás, caminando con andares un tanto pesados y una respiración excesivamente afanosa. Un rápido giro a la izquierda por una estrecha calle, Via Castellata, una carrerilla de unos cincuenta metros, otro giro a la izquierda a Via de Chiari, y un cambio completo de dirección, de rumbo norte a rumbo oeste, paso rápido durante un buen rato hasta llegar a un espacio abierto, una placita llamada Piazza Cavour. Ahora ya se conocía muy bien el casco antiguo, las calles, las callejuelas, los callejones sin salida, los cruces, el interminable laberinto de tortuosas callecitas, los nombres de todas las plazas y de muchas de las tiendas y los establecimientos. Sabía qué estancos abrían a las seis de la mañana y cuáles de ellos no lo hacían hasta las siete. Podía encontrar cinco cafeterías llenas de gente ya al amanecer, aunque casi todas esperaban a que se hiciera de día para abrir. Sabía dónde sentarse delante de la ventana, detrás de un periódico y con vista a la acera, esperando a que apareciera Luigi como dando un paseo.

Hubiese podido quitarse de encima a Luigi en cualquier momento, aunque casi todos los días participaba en el juego y dejaba unas huellas muy visibles y fáciles de seguir. Sin embargo, el hecho de que lo estuvieran vigilando tan de cerca era muy significativo.

No quieren que desaparezca, se decía una y otra vez. ¿Y por qué? Porque estoy aquí por un motivo.

Dio un amplio rodeo para desplazarse al oeste de la ciudad, muy lejos del lugar donde cabía esperar que estuviera. Tras pasarse casi una hora zigzagueando y dando vueltas por docenas de callecitas y callejones, salió a Via Irnerio y contempló el tráfico de peatones. El bar Fontana se encontraba directamente al otro lado de la calle. Nadie lo vigilaba.

Rudolph, escondido al fondo, ocultaba la cabeza con el periódico matinal mientras el humo de su pipa encendida se elevaba en una perezosa espiral azul. Llevaban diez días sin verse, por lo que, tras los habituales y afectuosos saludos, su primera pregunta fue:

—¿Consiguió ir a Venecia?

Sí, una visita deliciosa. Marco soltó los nombres de todos los lugares de la guía que se había aprendido de memoria. Comentó extasiado la belleza de los canales, la asombrosa variedad de puentes, las agobiantes hordas de turistas. Un lugar fabuloso. Estaba deseando regresar. Rudolph añadió algunos de sus propios recuerdos. Marco describió la basílica de San Marcos como si se hubiera pasado una semana allí.

—Y ahora, ¿adonde?, —preguntó Rudolph.

—Probablemente al sur, hacia un clima más cálido. Puede que Sicilia o la costa de Amalfi.

Como era de esperar, Rudolph adoraba Sicilia y describió sus visitas allí. Después de media hora de charla de viajes, Marco decidió finalmente ir al grano.

—Viajo tanto que la verdad es que no tengo domicilio. Un amigo de Estados Unidos me va a enviar un paquete. Le he dado su dirección en la Facultad de Derecho. Espero que no le moleste.

Rudolph estaba volviendo a encender su pipa.

—Ya está aquí. Llegó ayer —dijo mientras una nube de humo le brotaba de la boca junto con las palabras.

A Marco le dio un vuelco el corazón.

—¿Llevaba remite?

—No sé qué sitio de Virginia.

—Muy bien. —Marco se notó inmediatamente la boca seca. Tomó un sorbo de agua y trató de disimular su emoción—. Confío en que no fuera ningún problema.

—Ninguno en absoluto.

—Pasaré más tarde por allí y lo recogeré.

—Estoy en el despacho de once a doce y media.

—Muy bien, gracias. —Otro sorbo—. Por simple curiosidad, ¿qué tamaño tiene el paquete?

Rudolph mascó el cañón de la pipa diciendo:

—Aproximadamente el de una caja de cigarros.

Una fría lluvia empezó a caer a media mañana. Marco y Ermanno paseaban por la zona universitaria y buscaron cobijo en un pequeño y tranquilo bar. Terminaron temprano la lección, más que nada por insistencia del estudiante. Ermanno siempre estaba dispuesto a irse antes de lo previsto.

Puesto que Luigi no lo había citado para el almuerzo, Marco era libre de pasear por donde quisiera, probablemente sin que nadie lo siguiera. Aun así, tuvo cuidado. Efectuó sus habituales maniobras de rodeos y retrocesos y se sintió tan tonto como siempre. Pero, por muy tonto que fuera, todo aquello ya se había convertido en su comportamiento habitual. De vuelta en Via Zamboni se situó detrás de un grupo de estudiantes que paseaban sin rumbo fijo.

Al llegar a la puerta de la Facultad de Derecho, entró, subió brincando los peldaños de la escalera y, en cuestión de segundos, llamó con los nudillos a la puerta entornada de Rudolph.

Rudolph, sentado delante de su vieja máquina de escribir, tecleaba lo que, al parecer, era una carta personal.

—Aquí —dijo, señalando el montón de papeles que cubría una mesa que llevaba décadas sin que nadie la ordenara—. Esta cosa marrón de encima.

Marco tomó el paquete con la máxima indiferencia.

—Gracias otra vez, Rudolph —dijo, pero Rudolph ya se había puesto a teclear una vez más y no estaba de humor para visitas. Era evidente que Marco lo había interrumpido.

—Faltaría más —contestó Rudolph, volviendo la cabeza y soltando otra nube de humo de pipa.

—¿Hay algún lavabo aquí cerca? —preguntó Marco.

—Al final del pasillo, a la izquierda.

—Gracias. Nos vemos.

Había un urinario prehistórico y tres retretes de madera. Marco entró en el del fondo, cerró la puerta, bajó la tapa y se sentó. Abrió cuidadosamente el paquete y desdobló las hojas de papel. La primera era blanca y carecía de membrete. Cuando leyó las palabras «Querido Marco», experimentó el impulso de romper a llorar.

5 de marzo

Querido Marco:

Huelga decir que me emocionó recibir noticias tuyas. Le di gracias a Dios cuando te liberaron y ahora rezo por tu seguridad. Tal como tú sabes, haré cualquier cosa por ayudarte. Aquí tienes un Smartphone, que es el último grito.

Los europeos están por delante de nosotros en móviles y tecnología inalámbrica de Internet, por lo que supongo que eso funcionará de maravilla. Te he escrito unas instrucciones en otra hoja de papel. Sé que te sonará a chino, pero la verdad es que no es muy complicado.

No intentes llamar… es demasiado fácil de localizar. Además, tendrías que utilizar un nombre y abrir una cuenta. El e-mail es el camino. Utilizando KwyteMail con codificación, es imposible seguir la pista de nuestros mensajes. Sugiero que me envíes tu correo sólo a mí. Yo me encargaré de los reenvíos.

Dispongo de un nuevo portátil que no se aparta de mí en ningún momento.

Dará resultado, Marco. Confía en mí. En cuanto estés on line, envíame un e-mail y podremos chatear.

Buena suerte,

GRINCH

¿Grinch? Un código o algo por el estilo. No había utilizado el verdadero nombre de ninguno de los dos. Marco estudió el pulido artilugio, absolutamente perplejo pero también decidido a poner en marcha el maldito cacharro de la manera que fuera. Buscó en su pequeño estuche, encontró el dinero en efectivo y empezó a contarlo muy despacio como si fuera oro. La puerta se abrió y cerró; alguien estaba utilizando el urinario. Marco apenas podía respirar. «Tranquilízate», se decía una y otra vez.

Se abrió la puerta del servicio y se volvió a cerrar. La página de instrucciones había sido escrita a mano, evidentemente en un momento en que Neal no disponía de mucho tiempo. Decía:

PC Pocket Smartphone Ankyo 850 —batería totalmente cargada— seis horas de conversación antes de recarga, cargador incluido.

Paso 1) Buscar cibercafé con acceso inalámbrico —lista incluida.

Paso 2) Entrar en el café o situarse a sesenta metros de distancia del mismo.

Paso 3) Encender, botón en ángulo superior derecho.

Paso 4) Busca en la pantalla «Acceso a área» y después la pregunta «¿Acceso ahora?» Pulsa «Sí» en parte inferior de pantalla; espera.

Paso 5) Después pulsa botón de teclado, al fondo a la derecha, y expande el teclado.

Paso 6) Pulsa acceso a Wi-Fi en pantalla.

Paso 7) Pulsa «Start» para navegación Internet.

Paso 8) En el cursor, teclea «www.kwytemail.com».

Paso 9) Teclea nombre usuario «Grinch456».

Paso 10) Teclea contraseña «post hoc ergo propter hoc».

Paso 11) Pulsa «Compose» para sacar New Message Form.

Paso 12) Selecciona mi dirección e-mail: 123Grinch@kwytemail.com.

Paso 13) Tecléame tu mensaje.

Paso 14) Haz clic en «Encrypted Message».

Paso 15) Clic en «Send».

Paso 16) ¡Premio!… recibiré el mensaje.

Seguían más notas en el reverso, pero Marco necesitaba hacer una pausa. El Smartphone le pesaba cada vez más en la mano a medida que le iba inspirando más preguntas que respuestas. Jamás había estado en un cibercafé y no entendía cómo se podía utilizar un local semejante desde el otro lado de la calle. O desde sesenta metros de distancia.

Las secretarias siempre se habían encargado de manejar el diluvio de mensajes electrónicos. Él estaba demasiado ocupado para sentarse delante de un monitor.

Había un manual de instrucciones que abrió al azar. Leyó unas cuantas líneas y no entendió ni una sola frase. «Confía en Neal», se dijo.

«No tienes más remedio, Marco. Tienes que dominar este maldito cacharro».

Desde un sitio de la red llamado www.AxEss.com, Neal había imprimido una lista de lugares gratuitos de acceso inalámbrico a Internet de Bolonia: tres cafés, dos hoteles, una biblioteca y una librería.

Marco dobló los billetes, se los guardó en el bolsillo y rehízo muy despacio el paquete. Se levantó, echó un chorro de agua sin saber por qué y abandonó el lavabo. Se guardó sin ninguna dificultad el teléfono, los papeles, el estuche y el pequeño cargador en los profundos bolsillos de su parka.

La lluvia se había transformado en nieve cuando salió de la Facultad de Derecho, pero las aceras cubiertas los protegían tanto a él como a la muchedumbre de estudiantes que apuraban el paso para ir a almorzar. Mientras se alejaba de la zona universitaria, reflexionó acerca de las distintas maneras de ocultar todos aquellos maravillosos bienes que Neal le había enviado. El teléfono jamás se apartaría de su persona. Y el dinero tampoco. Pero los papeles —la carta, las instrucciones, el manual—, ¿dónde los podría esconder? Nada estaba protegido en su apartamento. Vio en un escaparate una especie de bonita bolsa de bandolera. Entró y preguntó. Era una funda de ordenador portátil marca Silvio de color azul marino, impermeable, fabricada con un tejido sintético que la dependienta no supo traducir. Costaba sesenta euros y Marco los depositó a regañadientes sobre el mostrador. Mientras ella ultimaba la venta, Marco guardó cuidadosamente el Smart-phone y sus accesorios en la bolsa. Ya en la calle, se la echó al hombro y se la colocó cómodamente bajo el brazo derecho.

La bolsa equivalía a libertad para Marco Lazzeri. La defendería con su propia vida.

Encontró la librería en Via Ugo Bassi. Las revistas estaban en el segundo piso. Permaneció unos cinco minutos junto al expositor, sosteniendo en la mano un semanario de fútbol mientras vigilaba la puerta por si aparecía alguien sospechoso. Una tontería. Pero ya se había convertido en una costumbre. Las conexiones a Internet estaban en el segundo piso, en una pequeña cafetería. Se compró una pasta y una Coca-Cola y encontró una estrecha cabina donde podría sentarse y observar a cualquiera que entrara o saliera.

Nadie lo encontraría allí.

Sacó el Ankyo 850 con tanta naturalidad como pudo y echó un vistazo al manual. Volvió a leer las instrucciones de Neal. Las siguió nerviosamente, utilizando el pequeño teclado con ambos pulgares, tal como se ilustraba en el manual del usuario. Después de cada paso, levantaba la vista para estudiar los movimientos que se estaban produciendo en el café.

Los pasos funcionaron a la perfección. Para su asombro, enseguida estuvo on line y, cuando los códigos dieron resultado, contempló una pantalla que le estaba dando el visto bueno para escribir un mensaje. Desplazó lentamente los pulgares y tecleó su primer mensaje inalámbrico por Internet:

Grinch:

He recibido el paquete. Nunca sabrás lo mucho que esto significa para mí. Gracias por tu ayuda. ¿Estás seguro de que nuestros mensajes están completamente a salvo? En caso afirmativo, te hablaré más de mi situación. Temo no estar a salvo. Son las 8.30 de la mañana según tu horario. Enviaré este mensaje ahora y efectuaré una comprobación dentro de unas horas. Con afecto,

Marco

Envió el mensaje, apagó el aparato y se quedó un rato estudiando el manual. Antes de salir para reunirse con Francesca, lo volvió a encender y siguió los pasos para conectarse. En la pantalla tecleó «Google search» y después «Washington Post». El reportaje de Sandberg le llamó la atención y lo leyó.

Jamás había conocido a Teddy Maynard, pero ambos habían hablado varias veces por teléfono. Conversaciones muy tensas. El hombre llevaba diez años prácticamente muerto. En su otra vida, Joel Backman se había enfrentado varias veces con la CIA, por regla general acerca de las artimañas de sus clientes contratistas del Departamento de Defensa.

Al salir del establecimiento, Marco miró calle arriba, no vio nada de interés e inició otro largo paseo.

¿Dinero por indultos? Un reportaje sensacional, pero costaba creer que un presidente saliente pudiera aceptar semejantes sobornos. Durante su espectacular caída del poder, Joel había leído muchas cosas acerca de su propia persona, aproximadamente sólo la mitad de las cuales eran ciertas. Había aprendido por las malas a creer muy poco de lo que se publicaba.