En la semipenumbra de su pequeño apartamento, Marco siguió la rutina de primera hora de la mañana con su habitual eficiencia. Exceptuando en la cárcel, donde no tenía otro remedio y ningún aliciente para levantarse corriendo, jamás había sido una de esas personas que se quedan un rato tumbadas en la cama al despertar. Tenía demasiadas cosas que hacer, demasiadas cosas que ver. Solía llegar a su despacho antes de las seis de la mañana, respirando fuego y buscando la primera bronca de la mañana, y a menudo después de sólo tres o cuatro horas de sueño.
Estaba recuperando aquellas costumbres. No atacaba cada día, no buscaba camorra, pero había otros retos.
Se duchó en menos de tres minutos, otra antigua costumbre enérgicamente practicada en Via Fondazza a causa de una grave escasez de agua caliente. Sobre el lavabo se afeitó cuidadosamente la zona que rodeaba la preciosa barba que se estaba dejando crecer. El bigote ya estaba casi completo; la barbilla era de un uniforme color gris. No parecía en absoluto Joel Backman y tampoco hablaba como él. Estaba aprendiendo a hablar mucho más despacio y con una voz más suave. Y, como es natural, lo estaba haciendo en otro idioma.
Su rápida rutina matinal incluía un poco de espionaje. Al lado de su cama había una cómoda donde guardaba sus cosas.
Cuatro cajones, todos del mismo tamaño, el último de ellos a quince centímetros del suelo. Utilizó un hilo blanco de una sábana, el mismo que utilizaba cada día. Mojó con la lengua ambos extremos, tanto como le fue posible, y después fijó un extremo bajo el fondo del último cajón. Pegó el otro extremo al lateral de la cómoda: cuando se abría el cajón, el hilo invisible se caía.
Alguien, suponía que Luigi, entraba a diario en su habitación mientras él estudiaba con Ermanno o Francesca y le registraba los cajones.
Su escritorio estaba en la pequeña sala de estar, bajo la única ventana. Encima tenía papeles, cuadernos de apuntes, libros; la guía de Bolonia de Ermanno, unos cuantos ejemplares del Herald Tribune, una triste colección de guías de compra gratuitas que repartían unos gitanos por la calle, su muy usado diccionario italiano-inglés y el creciente montón de ayudas para el estudio que le facilitaba Ermanno. El escritorio estaba sólo medianamente organizado, algo que le atacaba los nervios. Su antiguo escritorio de abogado, que no hubiera cabido en aquella sala de estar, era famoso por su meticuloso orden. Una secretaria lo arreglaba a última hora de cada tarde.
Pero entre todo aquel desorden se ocultaba un plan invisible. La superficie del escritorio era de madera dura con marcas y señales de varias décadas de antigüedad. Uno de sus defectos era una especie de manchita… Marco llegó a la conclusión de que debía de ser de tinta. Del tamaño de un botón pequeño, estaba situada casi en el mismo centro del escritorio. Cada mañana, antes de salir, colocaba la esquina de una hoja de papel de apuntes en el centro de la mancha de tinta. Ni siquiera el más diligente de los espías hubiese reparado en ello.
Y nadie reparó. Quienquiera que entrara a escondidas para efectuar su cotidiano registro no había tenido ni una sola vez el cuidado necesario para colocar los papeles y los libros en su lugar exacto.
Todos los días, los siete días de la semana, incluso los fines de semana en que él no estudiaba, Luigi y su equipo entraban y hacían su trabajo sucio. Marco estaba pensando llevar a la práctica un plan. Un domingo por la mañana se despertaría con un impresionante dolor de cabeza, llamaría a Luigi, la única persona con quien hablaba por el móvil, y le pediría que le fuera a comprar unas aspirinas o cualquier otra cosa que se utilizara en Italia. Haría la comedia de cuidarse, se quedaría en cama y mantendría el apartamento a oscuras hasta que, a última hora de la tarde, volvería a llamar a Luigi y le anunciaría que ya se encontraba mucho mejor y necesitaba comer algo. Caminarían hasta la vuelta de la esquina, tomarían un bocado y, después, a Marco le apetecería regresar a su apartamento. Habrían estado fuera menos de una hora.
¿Se encargaría otra persona de llevar a cabo el registro? El plan estaba adquiriendo forma. Marco quería saber quién más lo estaba vigilando. ¿Qué tamaño tenía la red? Si su preocupación era simplemente proteger su vida, ¿por qué registraban todos los días su apartamento? ¿Qué temían?
Temían que desapareciera. ¿Y por qué les daba eso tanto miedo? Era un hombre libre, con todo el derecho a ir donde quisiera. Su disfraz era bueno; sus habilidades idiomáticas rudimentarias pero aceptables, y cada día mejores. ¿Qué más les daba que se largara? Que subiera a un tren y recorriera el país. Que jamás regresara. ¿Acaso eso no les facilitaría la vida?
¿Y por qué mantenerlo atado con una correa tan corta, sin pasaporte y sin apenas dinero en efectivo en el bolsillo? Temían que desapareciera.
Apagó las luces y abrió la puerta. Fuera todavía estaba oscuro en las aceras porticadas de Via Fondazza. Cerró la puerta a su espalda y se alejó a toda prisa en busca de otro café que abriera a primera hora de la mañana.
A través de la gruesa pared, Luigi fue despertado por un timbre distante; el mismo timbre que lo despertaba casi todas las mañanas a aquella hora tan espantosa.
—¿Qué es eso? —dijo ella.
—Nada —contestó él, arrojando las mantas hacia su parte de la cama y abandonando desnudo y a trompicones la habitación. Cruzó a toda prisa el estudio camino de la cocina, abrió la puerta, entró, cerró la puerta con llave y estudió los monitores de una mesa plegable. Marco salía por la puerta principal de su apartamento, como de costumbre. Y una vez más a las seis y diez, nada insólito. Era un hábito muy molesto. Malditos americanos.
Pulsó un botón y el monitor calló. Las normas le exigían vestirse de inmediato, salir a la calle, buscar a Marco y vigilarlo hasta que Ermanno estableciera contacto con él. Pero Luigi ya se estaba cansando de las normas. Y Simone lo esperaba.
Tenía sólo veinte años, era una estudiante de Nápoles, una muñeca preciosa que había conocido hacía una semana en un club recién descubierto. Aquella noche había sido la primera que pasaban juntos y no sería la última. Ella había vuelto a dormirse cuando regresó y se deslizó de nuevo bajo las sábanas.
Hacía frío fuera. Y él tenía a Simone. Whitaker estaba en Milán, seguro que todavía dormido y probablemente en la cama con una italiana. No había absolutamente nadie que controlara lo que él, Luigi, hacía durante todo el día. Marco se limitaba a tomar café.
Atrajo a Simone hacia sí y se quedó dormido.
Era un claro y soleado día de principios de marzo. Marco terminó una sesión de dos horas con Ermanno. Como de costumbre, siempre que el tiempo lo permitía, ambos paseaban por las calles del centro de Bolonia, hablando exclusivamente en italiano. El verbo del día había sido fare, hacer, y, por lo que Marco entendía, era uno de los verbos más versátiles y más utilizados del idioma. Hacer la compra era fare la spesa, traducido literalmente como «hacer gastos». Formular una pregunta era fare una domanda. Desayunar era fare colazione.
Ermanno se fue un poco antes de lo habitual, alegando que tenía que estudiar. Casi siempre, cuando terminaban un paseo de estudio, aparecía Luigi y tomaba el relevo de Ermanno, que se esfumaba con asombrosa rapidez. Marco sospechaba que el propósito de semejante coordinación era el de hacerle comprender que estaba permanentemente vigilado.
Se estrecharon la mano y se despidieron delante de Feltrinelli, una de las muchas librerías de la zona universitaria. Luigi apareció doblando una esquina y lo saludó con un cordial:
—Buon giorno. ¿Pranziamo? —¿Vamos a almorzar?
—Certamente.
Los almuerzos eran cada vez menos frecuentes ahora que Marco tenía más oportunidades de comer por su cuenta y arreglarse con el menú y el servicio.
—Io trovato un nuovo ristorante. —He encontrado un nuevo restaurante.
—Andiamo. —Vamos.
No estaba muy claro qué hacía Luigi todo el día, pero no cabía duda de que debía de pasarse horas pateándose la ciudad en busca de cafés, trattorias y restaurantes. Jamás habían comido dos veces en el mismo lugar.
Recorrieron unas cuantas calles estrechas y salieron a la Vía dell’Indipendenza. Luigi era el encargado de llevar la conversación, siempre en un lento, pausado y preciso italiano. Se había olvidado del inglés por lo que a Marco respectaba.
—Francesca no te podrá dar clase esta tarde —dijo.
—¿Por qué no?
—Tiene una visita turística. Un grupo de australianos la llamó ayer. Su trabajo escasea en esta época del año. ¿Te gusta?
—¿Acaso me tiene que gustar?
—Bueno, sería bonito.
—No es lo que se dice muy amable y cariñosa.
—¿Es buena profesora?
—Excelente. Su impecable inglés me estimula a estudiar más.
—Dice que estudias mucho y que eres simpático.
—¿Le gusto?
—Sí, como alumno. ¿Te parece guapa?
—Casi todas las italianas son guapas, incluida Francesca.
Giraron a una pequeña calle, Via Goito, y Luigi señaló un poco más adelante.
—Aquí —dijo mientras ambos se detenían frente a la entrada de Franco Rossi—. Jamás he estado, pero me han dicho que es muy bueno.
El propio Franco los recibió con una sonrisa y los brazos abiertos. Iba vestido con un elegante traje oscuro que formaba un bonito contraste con su espesa mata de cabello gris. Les tomó los abrigos y se puso a hablar con Luigi como si fueran viejos amigos. Luigi mencionaba unos nombres y Franco los aprobaba con la cabeza. Eligieron una mesa delante de la ventana.
—La mejor que tenemos —dijo Franco con expresión satisfecha.
Marco miró a su alrededor y no vio ninguna mesa mala.
—Los antipasti de aquí son sensacionales —dijo modestamente Franco como si no le gustara presumir de sus platos—. Pero mi preferido del día sería la ensalada de setas fileteadas. Lino le añade un poco de trufa, queso parmesano, unos trocitos de manzana… —Al llegar a este punto, las palabras de Franco se perdieron mientras éste se besaba las yemas de los dedos—. Sinceramente exquisita —consiguió decir, soñando con los ojos cerrados.
Decidieron pedir la ensalada y Franco se marchó para saludar a los siguientes clientes.
—¿Quién es Lino? —preguntó Marco.
—Su hermano, el chef.
Luigi mojó un poco de pan toscano en un cuenco de aceite de oliva. Se acercó un camarero y les preguntó si tomarían vino.
—Por supuesto —contestó Luigi—. Yo diría un tinto de la región.
Eso estaba clarísimo. El camarero recorrió con el lápiz la lista de vinos diciendo:
—Este de aquí, un Liano de Imola. Es fantástico. —Aspiró una bocanada de aire para subrayar sus palabras.
Luigi no tuvo más remedio que aceptar.
—Lo probaremos.
—Estábamos hablando de Francesca —dijo Marco—. La veo muy distraída. ¿Le ocurre algo?
Luigi mojó un poco de pan en el aceite de oliva y mascó un buen bocado mientras reflexionaba acerca de lo que podía decirle a Marco.
—Su marido no está bien —dijo.
—¿Tiene hijos?
—No creo.
—¿Y qué le pasa a su marido?
—Está muy enfermo. Creo que es mayor que ella. No lo conozco.
El signor Rossi ya estaba de nuevo con ellos para guiarlos por el menú, cosa innecesaria en realidad. Les explicó que los tortellini eran casualmente los mejores de Bolonia y los de aquel día les habían salido excepcionalmente buenos. Lino estaría encantado de salir de la cocina para corroborarlo. Después de los tortellini, una excelente elección sería el filete de ternera con trufas.
Se pasaron más de dos horas siguiendo los consejos de Franco y, al salir, regresaron arrastrando la tripa a Via dell’Indipendenza comentando la necesidad de echar una siesta.
La encontró por casualidad en la Piazza Maggiore. Se estaba tomando un espresso en una terraza al aire libre, desafiando el frío bajo un sol radiante tras una enérgica caminata de treinta minutos, cuando vio un pequeño grupo de rubios y maduros turistas que salía del Palazzo Comunale, el Ayuntamiento de la ciudad. Lo encabezaba una figura conocida, una esbelta y delgada mujer que mantenía la espalda muy erguida mientras el cabello castaño se le escapaba de debajo de una boina de color rojo oscuro. Dejó un euro encima de la mesa y se acercó a ellos.
En la fuente de Neptuno se situó detrás del grupo —diez personas en total— y escuchó a Francesca en plena tarea. Estaba explicando que la gigantesca escultura de bronce del dios romano del mar había sido esculpida por un francés durante un período de tres años, entre 1563 y 1566. La había encargado un obispo como parte de un proyecto de embellecimiento urbano destinado a complacer al Papa. Cuenta la leyenda que, antes del comienzo de la obra, el francés estaba un poco preocupado a causa de la generosa desnudez de Neptuno —iba completamente en cueros—, por lo que envió el diseño al Papa en Roma para su aprobación. El Papa le contestó por escrito: «Para Bolonia, está bien».
Francesca se mostraba un poco más animada con los turistas de verdad que con Marco. Su voz era más enérgica y su sonrisa más rápida. Lucía unas gafas muy sofisticadas que le hacían aparentar diez años menos. Escondido detrás de los australianos, la observó y escuchó un buen rato sin que ella lo viera.
Francesca explicó que la Fontana del Nettuno era ahora uno de los símbolos más famosos de la ciudad y puede que el fondo más popular para tomar fotografías. Las cámaras salieron de los bolsillos y los turistas se pasaron un buen rato posando delante de Neptuno. En determinado momento, Marco se acercó lo suficiente como para que sus ojos pudieran cruzarse con los de Francesca. Al verle, ésta sonrió instintivamente y le dedicó un suave buon giorno.
—Buon giorno. ¿Le importaría que la acompañara? —preguntó Marco en inglés.
—No. Lamento haber tenido que anular la clase.
—No se preocupe. ¿Qué tal si vamos a cenar?
Ella miró a su alrededor como si hubiera hecho algo malo.
—Para estudiar, naturalmente. Nada más —dijo Marco.
—No, lo siento —contestó ella, mirando más allá del lugar donde él se encontraba, al otro lado de la plaza de la basílica de San Petronio—. Aquel pequeño café de allí —dijo—, en la esquina, al lado de la iglesia. Reúnase allí conmigo a las cinco y daremos una hora de clase.
—Va bene.
La visita turística se desplazó unos pasos hacia el muro oeste del Palazzo Comunale, donde ella se detuvo delante de tres grandes colecciones de fotografías enmarcadas en blanco y negro. Según la lección de historia, durante la Segunda Guerra Mundial el núcleo de la Resistencia italiana se encontraba en Bolonia y sus alrededores. Los boloñeses odiaban a Mussolini, a los fascistas y a los invasores alemanes y trabajaban activamente en la clandestinidad. Los nazis tomaban represalias con creces… su norma proclamada a los cuatro vientos era la de matar a diez italianos por cada soldado alemán asesinado por la Resistencia. En una serie de cincuenta y cinco matanzas en Bolonia y sus alrededores mataron a miles de jóvenes combatientes italianos. Sus nombres y sus rostros figuraban en el muro, recordados para siempre.
Fue un momento muy triste en cuyo transcurso los maduros australianos se acercaron un poco más para contemplar a los héroes. Marco también se acercó. Le impactó su juventud, su promesa perdida para siempre… sacrificados por su valentía.
Mientras Francesca seguía adelante con su grupo, él se quedó donde estaba, contemplando los rostros que cubrían buena parte del muro. Había centenares, puede que miles. Junto con alguna que otra bonita mujer aquí y allá. Hermanos, padres e hijos. Una familia entera.
Campesinos dispuestos a morir por su país y sus creencias. Leales patriotas sin nada que perder como no fuera su vida. Pero Marco no. De eso ni hablar. En caso de tener que elegir entre la lealtad y el dinero, Marco hubiese hecho lo de siempre. Hubiese elegido el dinero. Hubiese vuelto la espalda a su país.
Todo por la gloria del dinero.
Estaba en la parte interior de la entrada del café, esperando sin tomar nada, pero fumando un cigarrillo, naturalmente. Marco había llegado a la conclusión de que su disposición a reunirse tan tarde con él para darle clase era una ulterior prueba de su necesidad de trabajar.
—¿Le apetece dar un paseo? —le preguntó antes de saludarlo.
—Pues claro. —Había caminado varios kilómetros con Ermanno antes del almuerzo y durante cuatro horas después del almuerzo mientras esperaba a que ella terminara. Ya había caminado bastante por un día, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Tras pasarse un mes caminando varios kilómetros diarios, estaba en plena forma—. ¿Adonde?
—Este es largo —dijo ella.
Recorrieron unas angostas calles en dirección suroeste, conversando despacio en italiano y comentando la lección de la mañana con Ermanno. Ella le habló de los australianos, que siempre eran agradables. Cerca de los confines de la ciudad vieja se acercaron a la Porta Saragozza y entonces Marco comprendió dónde estaba y adonde iba.
—Arriba, a San Luca —dijo.
—Sí. El cielo está despejado y la noche será preciosa. ¿Se encuentra bien?
Los pies lo estaban matando, pero jamás se le hubiese pasado por la cabeza decir que no.
—Andiamo —dijo.
Situado a casi mil metros de altura por encima de la ciudad, en el Colle della Guardia, una de las primeras estribaciones de los Apeninos, el santuario de San Luca lleva ocho siglos contemplando Bolonia como su guardián y protector. Para subir hasta allí sin mojarse o sin abrasarse bajo el sol, los boloñeses decidieron hacer lo que mejor se les daba: construir un camino cubierto.
A principios de 1674 y a lo largo de sesenta y cinco años ininterrumpidos construyeron arcadas; 666 arcadas a lo largo de tres kilómetros y medio, el camino porticado más largo del mundo.
Aunque Marco ya había estudiado su historia, los detalles resultaban mucho más interesantes cuando procedían de Francesca. La subida era muy empinada y ambos avanzaban a ritmo pausado. Después de cien arcadas, las pantorrillas de Marco estaban pidiendo a gritos un descanso. En cambio, ella seguía adelante sin esfuerzo, como si pudiera escalar montañas. Marco confiaba en que, al final, todos aquellos cigarrillos la obligaran a aminorar la marcha.
Para financiar aquel proyecto tan grandioso y extravagante, Bolonia echó mano de su considerable riqueza. En una insólita muestra de unidad entre los bandos enfrentados, cada arco de los pórticos fue costeado por un gremio distinto de mercaderes, artesanos, estudiantes, iglesias y familias nobles. Para que quedara constancia de su hazaña y asegurarles la inmortalidad, les permitieron colocar unas placas delante de sus arcos. Casi todas ellas habían desaparecido con el tiempo.
Francesca se detuvo para un breve descanso en el arco 170, bajo una de las pocas placas que todavía quedaban. Se la conocía como «la Madonna grassa», la Virgen gorda. Había quince capillas por el camino. Volvieron a detenerse entre la octava y la novena capilla, donde se había construido un puente para cruzar el camino. Unas alargadas sombras caían entre los pórticos mientras ellos subían con paso cansino la parte más empinada de la cuesta.
—De noche está todo muy bien iluminado —le aseguró ella—. Para la bajada.
Marco no estaba pensando en la bajada. Seguía mirando hacia la iglesia de arriba que a veces le parecía más cerca y otras parecía que se alejara de ellos. Ahora le dolían los muslos y sus pasos eran cada vez más lentos.
Cuando llegaron a la cima y salieron de debajo del pórtico 666, la soberbia basílica se extendía ante sus ojos. Las luces empezaron a encenderse mientras la oscuridad envolvía las colinas que se elevaban por encima de Bolonia y su cúpula resplandecía con reflejos de oro.
—Ahora está cerrada —dijo Francesca—. La tendremos que ver otro día.
Durante la subida, Marco había visto un autobús que bajaba por la colina. Si alguna vez volvía a visitar San Luca con el simple propósito de visitar otro templo, tomaría el autobús.
—Por aquí —le dijo ella en voz baja—. Conozco un camino secreto.
Él la siguió por un sendero de grava que había detrás de la iglesia y llegaba hasta el saliente de la roca donde se detuvieron para contemplar la ciudad que se extendía a sus pies.
—Es mi lugar preferido —dijo ella, respirando hondo como si tratara de aspirar la belleza de Bolonia.
—¿Cuántas veces viene aquí?
—Varias veces al año, generalmente con grupos, que siempre toman el autobús. A veces, algún domingo por la tarde, me encanta subir a pie.
—¿Sola?
—Sí, sola.
—¿Podríamos sentarnos en algún sitio?
—Sí, hay un banco escondido por aquí. Nadie lo sabe.
Él la siguió unos pasos y después bajaron por un rocoso camino hasta otro saliente con una vista tan espectacular como la anterior.
—¿Se nota las piernas cansadas? —preguntó Francesca.
—Qué va —mintió Marco.
Ella encendió un cigarrillo y disfrutó de él como muy pocas personas lo hubieran podido hacer.
Permanecieron sentados un buen rato en silencio, ambos descansando, ambos pensando y contemplando el débil resplandor de las luces de Bolonia. Al final, Marco decidió hablar.
—Luigi me dice que su marido está muy enfermo. Lo siento.
Ella le dirigió una mirada de asombro y después apartó los ojos.
—Luigi me dijo que los temas personales estaban prohibidos.
—Luigi cambia las normas. ¿Qué le ha dicho de mí?
—No se lo he preguntado. Usted es de Canadá, viaja por ahí y quiere aprender italiano.
—¿Y usted lo cree?
—Más bien no.
—¿Por qué no?
—Porque dice usted que tiene una esposa y una familia y, sin embargo, los deja para efectuar un largo viaje por Italia. Y, si es usted simplemente un hombre de negocios que está haciendo un viaje de placer, ¿qué pinta Luigi aquí? ¿Y Ermanno? ¿Por qué necesita a toda esta gente?
—Buenas preguntas. No tengo mujer.
—O sea que todo es mentira.
—Sí.
—¿Cuál es la verdad?
—No se la puedo decir.
—Muy bien. No la quiero saber.
—Ya tiene usted bastantes problemas, ¿verdad, Francesca?
—Mis problemas son asunto mío.
Encendió otro cigarrillo.
—¿Me puede dar uno? —le preguntó Marco.
—¿Usted fuma?
—Hace muchos años, sí.
Sacó un cigarrillo de la cajetilla y lo encendió. Las luces de la ciudad adquirieron un brillo más intenso mientras la noche los envolvía.
—¿Le cuenta usted a Luigi todo lo que hacemos? —preguntó él.
—Le cuento muy poco.
—Muy bien.