En la pequeña y desagradable guerra que libraban la CIA y el FBI, ambas partes solían utilizar a ciertos periodistas por motivos tácticos. Manipulando la prensa, podían asestar golpes preventivos, debilitar los contraataques, disimular las precipitadas retiradas e incluso controlar los daños. Dan Sandberg llevaba casi veinte años cultivando fuentes de ambos bandos y estaba perfectamente dispuesto a que lo utilizaran cuando la información era cierta, y en exclusiva. También estaba dispuesto a asumir el papel de correo, moviéndose cautelosamente entre los ejércitos con sus chismorreos altamente secretos para averiguar cuánto sabía la otra parte. En su intento de confirmar la historia según la cual el FBI estaba investigando un escándalo de dinero-por-indulto, se había puesto en contacto con la fuente más fidedigna de la CIA. Fue recibido con la habitual muralla de piedra, pero duró menos de cuarenta y ocho horas.
Su contacto en Langley era Rusty Lowell, un veterano profesional de conducta un tanto irregular. Siempre que le pagaran a cambio, su verdadero trabajo consistía en vigilar a la prensa y aconsejar a Teddy Maynard acerca de la mejor manera de utilizarla y maltratarla. No era un chivato, jamás hubiera sido capaz de revelar algo que no fuera cierto. Tras haberse pasado muchos años trabajando esta relación, Sandberg estaba razonablemente seguro de que buena parte de lo que le contaba Lowell procedía directamente del propio Teddy Maynard.
Se reunieron en el Tyson’s Corner Malí, en Virginia, justo al otro lado del Cinturón, en el comedor superior de la parte de atrás de una pizzería. Ambos pidieron una ración de pizza de salchicha picante con queso y una bebida sin alcohol y buscaron un reservado resguardado de miradas indiscretas. Aplicaron las normas habituales: todo era off the record y absolutamente cierto; Lowell daría luz verde antes de que Sandberg publicara un reportaje y, si otra fuente contradecía algo de lo que dijera Lowell, él, Lowell, tendría la oportunidad de revisarlo y decir la última palabra.
Como periodista de investigación que era, Sandberg aborrecía las normas. Sin embargo, Lowell jamás se había equivocado y no hablaba con nadie más. Si Sandberg quería sacar provecho de aquella fuente tan fructífera, tenía que atenerse a las normas.
—Han encontrado cierta cantidad de dinero —empezó diciendo Sandberg—. Y creen que está relacionada con un indulto.
Los ojos de Lowell lo traicionaron porque jamás engañaba. Inmediatamente se entornaron, señal evidente de que se trataba de una novedad para él.
—¿Lo sabe la CIA? —preguntó Sandberg.
—No —contestó rotundamente Lowell. Jamás se había asustado de la verdad—. Hemos estado vigilando algunas cuentas de paraísos fiscales, pero no ha ocurrido nada. ¿Cuánto dinero?
—Mucho. No sé cuánto. Y no sé cómo lo han encontrado.
—¿De dónde procedía?
—No lo saben con certeza, pero están tratando desesperadamente de relacionarlo con Joel Backman. Están hablando con la Casa Blanca.
—Y no con nosotros.
—Está claro que no. Eso huele a política. Les encantaría endilgarle un escándalo al ex presidente Morgan, y Backman sería el conspirador ideal.
—El duque de Mongo también sería un buen objetivo.
—Sí, pero está prácticamente muerto. Ha tenido una larga y pintoresca carrera de defraudador fiscal, pero ya está retirado. Backman conoce secretos. Quieren traerlo de nuevo aquí y hacerlo picadillo en el Departamento de Justicia, provocar la irritación de Washington durante unos cuantos meses. Será una humillación para Morgan.
—La economía está por los suelos. Será una estupenda distracción.
—Tal como ya he dicho, es un asunto político.
Lowell tomó finalmente un bocado de pizza y lo masticó rápidamente mientras pensaba.
—No puede ser Backman. Están muy lejos de la pista.
—Te veo muy seguro.
—Estoy absolutamente convencido. Backman no tenía ni idea de que se estaba tramitando su indulto. Prácticamente lo sacamos a rastras de su celda en plena noche, le hicimos firmar unos papeles y lo sacamos del país antes del amanecer.
—¿Y adónde fue?
—Qué demonios, eso yo no lo sé. Y, si lo supiera, tampoco te lo diría. El caso es que Backman no tuvo tiempo de organizar un soborno. Estaba tan profundamente encerrado en la cárcel que no podía ni siquiera soñar con la posibilidad de un indulto. Fue idea de Teddy, no suya. Backman no es su hombre.
—Pues pretenden localizarlo.
—¿Por qué? Es un hombre libre, plenamente indultado, no un reo que se ha fugado. No lo pueden extraditar a no ser, naturalmente, que se saquen de la manga una acusación.
—Cosa que pueden hacer.
Lowell frunció el entrecejo mientras contemplaba la mesa un par de segundos.
—No veo la acusación por ninguna parte. Carecen de pruebas. Han descubierto una cantidad de dinero sospechosa en un banco, tal como tú dices, pero no saben de dónde procede. Te aseguro que no es dinero de Backman.
—¿Lo pueden localizar?
—Van a ejercer presión sobre Teddy y por eso quería yo hablar. —Apartó a un lado la pizza a medio terminar y se inclinó un poco más hacia delante—. Muy pronto se celebrará una reunión en el Despacho Oval. Teddy estará allí y el presidente le pedirá ver la información secreta sobre Backman. Él se negará a facilitársela. Y entonces se producirá una confrontación. ¿Tendrá el presidente el valor de despedir al viejo?
—¿Lo hará?
—Probablemente. Por lo menos, Teddy lo está esperando. Éste es el cuarto presidente, lo cual, como bien sabes, es todo un récord, y los tres anteriores ya quisieron despedirlo. Pero albora es un viejo y está dispuesto a marcharse.
—Siempre ha sido un viejo y ha estado dispuesto a marcharse.
—Cierto, pero lo dirigía todo con mano de hierro. Esta vez es distinto.
—¿Por qué no se limita a dimitir?
—Porque es un viejo hijo de puta chiflado, rebelde y obstinado, tú lo sabes muy bien.
—De eso no cabe duda.
—Y, si lo despiden, no se irá tranquilamente como si nada. Exigirá una cobertura equilibrada.
«Cobertura equilibrada» era la expresión que ambos solían utilizar habitualmente para «decantar las cosas a favor nuestro».
Sandberg también apartó su pizza y se apretó los nudillos hasta hacerlos crujir.
—Ésta es la historia tal como yo la veo —dijo, dando comienzo al ritual—. Después de dieciocho años de sólido liderazgo al frente de la CIA, Teddy Maynard es despedido por un presidente recién estrenado en el cargo. La razón es que Maynard se ha negado a facilitar los detalles de las operaciones secretas en curso. Se mantuvo firme para proteger la seguridad nacional y miró por encima del hombro al presidente, el cual, junto con el FBI, quiere información secreta para que el FBI pueda llevar a cabo una investigación acerca de los indultos concedidos por el presidente saliente Morgan.
—No puedes mencionar a Backman.
—No estoy preparado para utilizar nombres. Carezco de información.
—Te aseguro que el dinero no procede de Backman. Y, si utilizas su nombre en esta fase, cabe la posibilidad de que él lo vea y cometa una estupidez.
—¿Como qué?
—Como huir para salvar el pellejo.
—¿Y eso por qué es una estupidez?
—Porque no queremos que huya para salvar el pellejo.
—¿Lo queréis muerto?
—Naturalmente. Ése es el plan. Queremos ver quién lo mata.
Sandberg se reclinó contra el duro banco de plástico y apartó la mirada. Lowell tomó unos trochos de salchicha picante de su fría y correosa pizza y, durante un buen rato, ambos reflexionaron en silencio. Sandberg apuró su Coca-Cola light y dijo al final:
—Teddy consiguió convencer en cierto modo a Morgan de que indultara a Backman, el cual permanece oculto en algún lugar a modo de cebo para el asesinato.
Lowell apartó la mirada, asintiendo con la cabeza…
—¿Y el asesinato servirá para responder algunas preguntas allá en Langley?
—Tal vez. Ése es el plan.
—¿Sabe Backman por qué lo han indultado?
—Nosotros, desde luego, no se lo hemos dicho, pero es muy listo.
—¿Quién lo persigue?
—Unas personas muy peligrosas que le guardan rencor.
—¿Las conoces?
Una inclinación de la cabeza, un encogimiento de hombros y una respuesta que no era tal.
—Hay varias con posibilidades. Vigilaremos muy de cerca y puede que averigüemos algo. Pero puede que no.
—¿Y por qué le guardan rencor?
Lowell se burló de la ridícula pregunta.
—Ya vuelves con lo mismo, Dan. Ya llevas seis años preguntándolo. Mira, me tengo que ir. Trabaja en lo de la cobertura equilibrada y déjame ver el resultado.
—¿Cuándo es la reunión con el presidente?
—No estoy seguro. En cuanto regrese.
—¿Y si despiden a Teddy?
—Tú serás la primera persona a quien yo llame.
Como abogado de una pequeña localidad en Culpeper, Virginia, Neal Backman ganaba mucho menos de aquello con lo que soñaba cuando estudiaba en la facultad. Por aquel entonces el bufete de su padre era una fuerza tan grande en el distrito de Columbia que no le costaba imaginarse a sí mismo ganando dinero a espuertas al cabo de unos pocos años de ejercicio de la profesión.
Los asociados más noveles de Backman, Pratt amp; Bolling empezaban ganando 100.000 dólares anuales y un socio de menos de treinta años ganaba el triple. Durante su segundo año en la Facultad de Derecho, una revista local sacó al intermediario en portada y habló de sus caros juguetes. Se le calculaban unos ingresos de diez millones de dólares anuales. Todo ello había causado un gran revuelo en la facultad, cosa que a Neal le resultó extremadamente incómoda. Recordaba haber pensado en lo maravilloso que sería su futuro con semejante potencial económico.
Sin embargo, menos de un año después de haber sido contratado como asociado, el bufete lo despidió tras la declaración de culpabilidad de su padre, y prácticamente lo habían echado a patadas del edificio.
Pero Neal no había tardado en dejar de soñar con el dinero y el lujoso estilo de vida. Se conformaba con ejercer su profesión en un pequeño y bonito bufete de Main Street y llevarse a casa 50.000 dólares anuales. Lisa había dejado de trabajar al nacer su hija. Ella manejaba la economía familiar y procuraba no salirse del presupuesto.
Tras pasarse la noche en vela, Neal despertó con una idea aproximada acerca de lo que debía hacer. La cuestión más dolorosa había sido la de si decírselo o no a su mujer. Tras haber decidido que no, el plan empezó a adquirir forma. Se fue a su despacho a las ocho, como de costumbre, y se pasó una hora y media perdiendo el tiempo on line hasta asegurarse de que el banco ya había abierto. Mientras bajaba por Main Street le pareció imposible creer que pudiera haber gente allí cerca vigilando sus movimientos. Aun así, procuraría no correr riesgos.
Richard Koley era el director de la sucursal más próxima del Piedmont National Bank. Iban a la iglesia juntos, cazaban urogallos juntos y jugaban juntos en el equipo de softball, la variedad de béisbol de pelota más blanda, del Club Rotario. El bufete de Neal siempre había utilizado los servicios de aquel banco. El vestíbulo estaba desierto a aquella hora tan temprana y Richard ya estaba sentado detrás de su escritorio con una gran taza de café, el Wall Street Journal y, evidentemente, muy poco que hacer. Se llevó, una agradable sorpresa al ver a Neal y ambos se pasaron veinte minutos hablando del baloncesto universitario. Cuando se les agotó el tema, Richard preguntó:
—Bueno, ¿qué te trae por aquí?
—Una simple curiosidad —dijo Neal sin darle importancia, pronunciando unas frases que se había pasado toda la mañana ensayando—. ¿Qué cantidad podría pedir prestada con sólo mi firma?
—Te has metido en un pequeño apuro, ¿verdad? Richard ya había alargado la mano hacia el ratón y estaba examinando el monitor donde se almacenaban todas las respuestas.
—No, nada de eso. Los tipos son muy bajos y tengo los ojos puestos en unos valores que me interesan.
—No es una mala estrategia, en realidad, aunque yo, desde luego, no la puedo proclamar. Estando el Dow otra vez a diez mil, te sorprendes de que no haya más gente pidiendo préstamos para comprar valores. Eso sería muy bueno para el viejo banco, claro. —Consiguió soltar una torpe risita de banquero a su rápida y humorística respuesta—. ¿Nivel de ingresos? —preguntó, pulsando unas teclas, ahora ya con el rostro más serio.
—Varía —contestó Neal—. Entre sesenta y ochenta.
Richard frunció todavía más el entrecejo y Neal no supo si se debía a que lamentaba que su amigo ganara tan poco o a que su amigo ganaba mucho más que él. Jamás lo sabría. Los banqueros de las pequeñas localidades no eran famosos por retribuir generosamente a sus empleados.
—¿Deudas totales, aparte de la hipoteca? —preguntó, volviendo a teclear.
—Bueno, vamos a ver. —Neal cerró los ojos y volvió a efectuar los cálculos. Su hipoteca ascendía a casi 200.000 dólares y la tenía en el Piedmont. Lisa era tan contraria a las deudas que su pequeño balance estaba extremadamente limpio—. Un préstamo para el automóvil de aproximadamente veinte mil —dijo—. Y puede que unos mil en tarjetas de crédito. No mucho, en realidad.
Richard asintió con la cabeza en señal de aprobación, sin apartar los ojos de la pantalla. Cuando sus dedos se separaron del teclado, se encogió de hombros y se convirtió en un generoso banquero.
—Podríamos conceder un préstamo de tres mil con la firma. Seis por ciento de interés a doce meses.
Puesto que jamás había pedido un préstamo sin garantía, Neal no sabía muy bien qué esperar. No tenía ni idea de lo que podía conseguir con su firma, pero unos tres mil dólares le parecía bien.
—¿Podrías llegar a cuatro mil?
Otro fruncimiento de entrecejo, otro detenido examen del monitor y después la respuesta.
—Claro, ¿por qué no? Ya sé dónde encontrarte, ¿verdad?
—Muy bien. Te mantendré informado sobre los valores.
—¿Acaso es una información privilegiada, algo que has averiguado desde el interior?
—Dame un mes. Si sube el precio, volveré y presumiré un poco.
—Me parece estupendo.
Mientras Richard abría un cajón para buscar unos impresos, Neal le dijo:
—Oye, Richard, eso tiene que quedar entre nosotros, ¿de acuerdo? ¿Comprendes lo que quiero decir? Lisa no firmará los papeles.
—No te preocupes —dijo el banquero, ejemplo de discreción—. Mi mujer no sabe ni la mitad de lo que hago en cuestiones financieras. Las mujeres es que no lo entienden.
—Tú lo has dicho. Y, siguiendo esta misma tónica, ¿sería posible conseguir la suma en efectivo?
Una pausa y una mirada de perplejidad, aunque cualquier cosa era posible en el Piedmont National.
—Pues claro, concédeme aproximadamente una hora, más o menos.
—Tengo que irme corriendo al despacho para demandar a un tío, ¿sabes? Volveré hacia el mediodía para firmarlo todo y retirar el dinero.
Neal regresó a toda prisa a su despacho, situado a dos manzanas de distancia, con un dolor nervioso en el estómago. Lisa lo mataría como se enterara y en una pequeña localidad costaba guardar secretos. En los cuatro años de su feliz matrimonio habían tomado todas las decisiones juntos. Explicar el préstamo hubiese resultado muy doloroso, aunque probablemente ella lo habría superado si él le hubiera dicho la verdad.
La devolución del dinero le supondría un reto. Su padre siempre había sido aficionado a hacer promesas fáciles. A veces las cumplía y otras no, pero jamás se preocupaba demasiado ni en un sentido ni en otro. Pero aquél era el Joel Backman de antes. El de ahora era un hombre desesperado sin amigos ni nadie en quien confiar.
Qué demonios. Eran sólo cuatro mil dólares. Richard sería discreto. Neal ya se preocuparía más tarde del préstamo. A fin de cuentas, era un abogado. Podría sacar algunos honorarios extra aquí y allá, dedicar unas cuantas horas más al trabajo.
Su principal preocupación en aquel momento era el paquete que tenía que enviarle a Rudolph Viscovitch.
Con el dinero en efectivo en el bolsillo, Neal abandonó a toda prisa Culpeper a la hora del almuerzo camino de Alexandria, a unos noventa minutos de camino. Encontró la tienda, llamada Chatter, en una pequeña galería comercial de Russell Road, a cosa de un kilómetro y medio de distancia del río Potomac. Se anunciaba on line como el lugar más indicado para la adquisición de artilugios de telecomunicación y uno de los pocos lugares de Estados Unidos donde se podían comprar móviles que funcionaban en Europa. Mientras echaba un breve vistazo, se sorprendió de la cantidad de teléfonos, buscas, ordenadores, teléfonos vía satélite… cualquier cosa que uno pudiera necesitar para comunicarse. No pudo fisgar demasiado: tenía una testificación a las cuatro de la tarde en su despacho. Lisa haría una de sus muchas inspecciones diarias para ver qué ocurría, si es que ocurría algo, en el centro de la ciudad.
Le pidió a un dependiente que le mostrara el PC Pocket Smartphone Ankyo 850, la mayor maravilla tecnológica aparecida en el mercado en los últimos noventa días. El dependiente lo sacó del estuche de un expositor y, con entusiasmo cambió de idioma y lo describió como «Teclado QWERTY expandido, funcionamiento a tres bandas en los cinco continentes, ochenta megabytes de memoria incorporada, conectividad de datos de alta velocidad con EGPRS, acceso inalámbrico LAN, tecnología inalámbrica Bluetooth, soporte dual IPv6, infrarrojos, interface Pop-Port, sistema operativo Symbian versión 7.OS, plataforma Serie 80».
—¿Cambio automático de bandas?
—Sí.
—¿Cubierto por todas las redes europeas?
—Naturalmente.
El Smartphone era ligeramente más grande que el típico teléfono de negocios, pero resultaba muy manejable. Tenía una suave carcasa metálica con una cubierta posterior de áspero plástico antideslizante para facilitar su uso.
—Es más grande —estaba diciendo el dependiente—. Pero tiene un montón de ventajas —correo electrónico, mensajes multimedia, cámara, vídeo, procesador de textos completo, conexión a Internet… y acceso inalámbrico completo casi a cualquier lugar del mundo. ¿Adonde va usted con él?
—Italia.
—Está listo para funcionar. Sólo tendrá que abrir una cuenta con un servidor.
Abrir una cuenta significaba papeleo. Y papeleo significaba dejar un rastro, cosa que Neal no estaba dispuesto a hacer.
—¿Y qué tal con una tarjeta SIM prepago? —preguntó.
—Las tenemos. Para Italia se llama TIM, Telecom Italia Mobile. Es el servidor más importante de Italia, cubre casi el noventa por ciento del país.
—Me lo llevo.
Neal retiró la parte inferior de la cubierta y apareció un teclado completo. El dependiente le explicó:
—Es mejor que lo sujete con ambas manos y teclee con los pulgares. No entran los diez dedos en el teclado.
Lo tomó de manos de Neal y le demostró el método preferido de tecleo con los pulgares.
—Entendido —dijo Neal—. Me lo llevo.
Costaba 925 dólares más impuestos, más otros 89 dólares de la tarjeta TIM. Neal pagó en efectivo y rechazó la garantía adicional, el registro del descuento, el programa del usuario, cualquier cosa que pudiera implicar papeleo y dejar rastro. El dependiente le preguntó el nombre y la dirección y Neal se negó a facilitárselos. En determinado momento dijo con irritación:
—Pero ¿es que no es posible simplemente pagar y marcharse?
—Supongo que sí, claro —contestó el dependiente.
—Pues hagámoslo. Tengo mucha prisa.
Salió y se marchó en su automóvil a un gran establecimiento de suministros para oficina situado a unos ochocientos metros. Encontró rápidamente un PC Hewlett-Packard Tablet con tecnología inalámbrica incorporada. Invirtió otros 440 dólares en la seguridad de su padre, aunque pensaba quedarse con el ordenador portátil y esconderlo en su despacho. Utilizando un plano que había descargado, encontró el PackagePost en otra galería comercial cercana. Una vez dentro, en un mostrador de envíos, escribió a toda prisa dos páginas de instrucciones para su padre y las dobló e introdujo en un sobre que contenía una carta y otras instrucciones que había preparado a primera hora de aquella mañana. Cuando estuvo seguro de que nadie miraba, introdujo veinte billetes de cien dólares en el pequeño estuche negro que acompañaba la maravilla Ankyo. Después metió la carta y las instrucciones, el Smartphone y el estuche en una caja de cartón de envío por correo del propio establecimiento. La cerró cuidadosamente y fuera escribió en rotulador negro: POR FAVOR, GUÁRDELO PARA MARCO LAZZERI. A continuación, guardó la caja de cartón en otra de tamaño ligeramente más grande dirigida a Rudolph Viscovitch de Via Zamboni 22, Bolonia. La dirección del remitente era PackagePost, 8851 Braddock Road, Alexandria, Virginia, 22302. Como no se le ofrecía otra alternativa, dejó su nombre, dirección y número de teléfono en el registro, por si devolvían el paquete. El dependiente pesó el bulto y preguntó si deseaba asegurarlo. Neal contestó que no para evitar más papeleo. El dependiente añadió los sellos internacionales y finalmente dijo:
—El total son dieciocho dólares con veinte céntimos.
Neal pagó y el dependiente le aseguró una vez más que el paquete sería enviado aquella misma tarde.