El lunes a las diez de la mañana en Singapur, los misteriosos tres millones de dólares que permanecían en la cuenta de Old Stone Group, Ltd., efectuaron una salida electrónica e iniciaron un silencioso viaje a la otra punta del mundo. Nueve horas más tarde, cuando se abrieron las puertas del Galleon Bank and Trust en la isla caribeña de Saint Christopher, el dinero llegó de inmediato y fue depositado en una cuenta numerada sin nombre. Por regla general, hubiese sido una transacción completamente anónima, una de los varios miles de aquel lunes por la mañana, pero Old Stone era ahora objeto de la más estrecha vigilancia del FBI. El banco de Singapur estaba colaborando plenamente. El de Saint Christopher no, pero pronto tendría ocasión de participar.
Cuando el director Anthony Price llegó a su despacho del edificio Hoover antes del amanecer del lunes, el impresionante memorándum lo estaba esperando. Canceló todas las actividades que tenía previstas para aquella mañana. Se reunió con su equipo y esperó a que el dinero aterrizara en Saint Christopher.
Después llamó al vicepresidente.
Fueron necesarias cuatro horas de fuertes presiones muy poco diplomáticas para que Saint Christopher soltara información. Al principio, los banqueros se mostraban inamovibles, pero ¿qué pequeña seminación puede resistir todo el poder y la furia de la única superpotencia mundial? Cuando el vicepresidente amenazó al primer ministro con unas sanciones económicas y bancarias que destruirían la escasa economía de la que dependía la isla, el hombre se vino finalmente abajo y entregó a sus banqueros.
La cuenta numerada se podía atribuir directamente a Artie Morgan, el hijo de treinta y un años del ex presidente. Éste había estado entrando y saliendo del Despacho Oval durante las últimas horas de la presidencia de su padre, bebiendo Heinekens y ofreciendo ocasionalmente consejos tanto a Critz como al presidente.
El escándalo crecía a cada hora que pasaba. Desde Gran Caimán a Singapur y ahora a Saint Christopher, la transferencia permitía descubrir las delatoras señales de un intento muy poco profesional de cubrir huellas. Un profesional hubiese repartido el dinero de ocho maneras y en distintos bancos de diferentes países, y las transferencias se hubiesen efectuado a intervalos de varios meses. Pero hasta un novato como Artie hubiese tenido que ser capaz de esconder el dinero. Los bancos de los paraísos fiscales elegidos eran lo bastante discretos como para protegerle. El chivatazo a los federales había sido un desesperado intento del estafador de la sociedad de inversión inmobiliaria en su afán de evitar la cárcel.
Sin embargo, aún no se disponía de pruebas acerca del origen del dinero. En sus últimos tres días en el cargo, el presidente Morgan había concedido veintidós indultos. Todos ellos habían pasado inadvertidos menos dos: el de Joel Backman y el del duque de Mongo. El FBI estaba trabajando duro en la búsqueda de la basura financiera de los otros veinte. ¿Quién tenía tres millones de dólares? ¿Quién disponía de recursos para conseguirlos? Todos los amigos, familiares y socios de negocios estaban siendo investigados por los federales.
Un análisis preliminar reveló lo que ya se sabía. Mongo tenía miles de millones y era lo bastante corrupto para sobornar a cualquiera. Backman también lo podía hacer. Una tercera posibilidad era un antiguo legislador por el estado de Nueva Jersey cuya familia se había enriquecido enormemente con contratos de construcción de carreteras por cuenta del Gobierno. Doce años antes se había pasado unos cuantos meses en una cárcel, o en un «campamento federal», un eufemismo, y ahora quería ver restablecidos sus derechos.
El presidente se encontraba de gira por Europa para darse a conocer: su primera vuelta alrededor del mundo tras su victoria. Tardaría tres días en regresar y el vicepresidente decidió esperar. Vigilarían el dinero, efectuarían dobles —y triples— comprobaciones de los datos y los detalles y, cuando él regresara, le informarían, facilitándole un caso a toda prueba. El escándalo del dinero-a-cambio-de-indulto electrizaría el país. Humillaría al partido de la oposición y debilitaría su firmeza en el Congreso. Y le aseguraría a Anthony Price la dirección del FBI durante unos cuantos años más: finalmente enviaría al viejo Teddy Maynard a la residencia de ancianos. El lanzamiento de una guerra relámpago federal en toda regla contra un confiado ex presidente no podía tropezar con ningún obstáculo.
Su profesora esperaba en el último banco de la basílica de San Francesco. Iba todavía muy abrigada, con las manos enguantadas parcialmente metidas en los bolsillos de su grueso abrigo. Fuera volvía a nevar, y en el enorme, frío y desierto templo la temperatura no era mucho más alta. Él se sentó a su lado con un «buon giorno» en voz baja.
Ella correspondió con una sonrisa justo lo suficiente para ser considerada educada y contestó:
—Buon giorno.
Marco también mantenía las manos en los bolsillos y, durante un buen lato, ambos se quedaron allí sentados como dos congelados excursionistas que se estuvieran resguardando del mal tiempo. Como de costumbre, el rostro de la mujer estaba muy triste y sus pensamientos parecían centrados en algo que no era aquel inepto hombre de negocios canadiense que quería aprender su idioma. Se mostraba distante y aturdida y Marco ya estaba harto de su actitud. Por su parte, Ermanno perdía más interés a cada día que pasaba. Francesca resultaba apenas tolerable. Luigi siempre estaba en su sitio, vigilando y acechando, pero también él parecía estar perdiendo el interés por el juego.
Marco empezaba a pensar en la inminencia de la ruptura. Le cortarían el salvavidas y lo dejarían a la deriva para que se hundiera o nadara por su cuenta. Pues que así fuera. Llevaba libre casi un mes. Había aprendido suficiente italiano para sobrevivir. Y seguro que aprendería más por su cuenta.
—Bueno pues, ¿y esta iglesia cuántos años tiene? —preguntó tras haber comprendido que le correspondía hablar primero a él.
Ella se movió ligeramente, carraspeó y se sacó las manos de los bolsillos como si la hubiera despertado de un profundo sueño.
—La empezaron en 1236 unos frailes franciscanos. Treinta años después el santuario principal ya estaba terminado.
—Una obra muy rápida.
—Pues sí, bastante. A lo largo de los siglos se erigieron capillas a ambos lados. Se construyó la sacristía y después el campanario. Los franceses bajo Napoleón la desacralizaron en 1798 y la convirtieron en una aduana. En 1886 volvió a consagrarse como iglesia y se restauró en 1928. Cuando Bolonia fue bombardeada por los Aliados, su fachada sufrió graves daños. Ha tenido una historia muy agitada.
—No es muy bonita por fuera.
—Eso es cosa de los bombardeos.
—Creo que se equivocaron ustedes de bando.
—Bolonia no.
No tenía ningún sentido volver a combatir la guerra. Hicieron una pausa mientras sus voces flotaban hacia arriba y resonaban suavemente por la cúpula. Cada año, en su infancia, la madre de Backman lo llevaba algunas veces a la iglesia, pero aquel desganado intento de conservar la fe había sido rápidamente abandonado en su época de estudiante de secundaria y totalmente olvidado en el transcurso de los últimos cuarenta años. Ni siquiera la cárcel logró convertirlo, a diferencia de a algunos de los demás reclusos. Pero, aun así, a un hombre sin convicciones le resultaba difícil comprender que se pudiera celebrar cualquier clase de culto significativo en un museo tan frío y desolado como aquél.
—Parece todo tan desierto. ¿Viene alguien alguna vez a rezar a este lugar?
—Hay una misa diaria y otras ceremonias el domingo. Yo me casé aquí.
—No tendría que hablar de sí misma. Luigi se enfadará.
—En italiano, Marco, ya basta de inglés. —Y en italiano le preguntó—: ¿Qué ha estudiado esta mañana con Ermanno?
—La famiglia.
—La sua famiglia. Mi dica. —Hábleme de su familia.
—Es un auténtico desastre —dijo él en inglés.
—Sua moglie? —¿Su mujer?
—¿Cuál de ellas? Tengo tres.
—Italiano.
—Qualef Ne Io tre.
—L’ultima.
Entonces él se contuvo. No era Joel Backman, con tres ex mujeres y una familia que se había ido al carajo. Era Marco Lazzeri de Toronto, con una mujer, cuatro hijos y cinco nietos.
—Era una broma —dijo en inglés—. Tengo una esposa.
—Mi dica, in italiano, di sua moglie. —Hábleme, en italiano, de su mujer.
En un italiano muy lento Marco describió a su imaginaria mujer. Se llama Laura. Tiene cincuenta y dos años. Vive en Toronto. Trabaja en una pequeña empresa. No le gusta viajar. Y así sucesivamente.
Cada frase se repetía por lo menos tres veces. Cada pronunciación equivocada era acogida con una mueca y un rápido «ripeta». Una y otra vez Marco habló de una Laura inexistente. Y, al terminar con ella, tuvo que hablar de su hijo mayor, otro invento, éste llamado Alex. Treinta años, abogado en Vancouver, divorciado y con dos hijos, etc.
Por suerte, Luigi le había facilitado una breve biografía de Marco Lazzeri con todos los datos que ahora él estaba tratando de recordar en aquella gélida iglesia. Ella lo siguió alentando y animando a perfeccionar su estilo, aconsejándole no hablar demasiado rápido, en contra de su tendencia natural.
—Debe parlare lentamente —le decía una y otra vez. Tiene que hablar despacio.
Era muy estricta y no estaba para bromas, pero también sabía despertar su entusiasmo. Si conseguía aprender a hablar el italiano la mitad de bien de lo que ella hablaba el inglés, saldría adelante. Si ella creía en la utilidad de la repetición constante, él también.
Mientras hablaban de su madre, un anciano caballero entró en la iglesia y se sentó en el banco situado directamente delante del suyo y no tardó en enfrascarse en la meditación y la plegaria. Ambos decidieron marcharse en silencio. Seguía cayendo una ligera nevada, por lo que se detuvieron en el primer café que encontraron para beberse un espresso y fumar un cigarrillo.
—Adesso possiamo parlare della sua famiglia?-preguntó Marco. ¿Ahora podemos hablar de su familia?
Francesca sonrió dejando los dientes al descubierto, cosa insólita en ella, y contestó:
—Benissimo, Marco —Muy bien—. Ma non possiamo, mi dispiace. —Pero no podemos, lo siento.
—Perché no?
—Abbiamo delle rególe. —Tenemos unas normas.
—Dov’é suo marito? —¿Dónde está su marido?
—Qui, a Bologna. —Aquí, en Bolonia.
—Dove lavora? —¿Dónde trabaja?
—Non lavora.
Tras fumarse un segundo cigarrillo, se arriesgaron a regresar a las aceras cubiertas de nieve e iniciaron una exhaustiva lección centrada en la nieve. Ella pronunciaba una breve frase en inglés y él la tenía que traducir. Está nevando. En Florida nunca nieva. Puede que llueva mañana. La semana pasada nevó dos veces. Me encanta la nieve. No me gusta la nieve.
Rodearon el borde de la plaza principal y se situaron bajo los pórticos. En Via Rizzoli pasaron por delante de la tienda donde Marco se había comprado las botas y la parka y éste pensó que, a lo mejor, a Francesca le gustaría oír su versión de aquel acontecimiento. Ya dominaba bastante el italiano. Pero lo dejó correr porque ella estaba muy ocupada con el tiempo. Al llegar a un cruce, se detuvieron a contemplar Le Due Torri, las dos torres supervivientes de las que tanto se enorgullecían los boloñeses. En otros tiempos había más de doscientas torres, dijo ella. Después le pidió que repitiera la frase. Él lo intentó, falló el tiempo pasado del verbo y el número y ella le dijo que repitiera la maldita frase hasta que le saliera bien.
En la época medieval, por motivos que los actuales italianos no logran explicar, sus antepasados adquirieron la insólita costumbre arquitectónica de construir altas y esbeltas torres como viviendas. Puesto que las guerras tribales y las hostilidades locales eran endémicas, el propósito de las torres era ante todo defensivo. Eran unas eficaces atalayas y resultaban muy útiles durante los ataques, aunque muy poco prácticas para vivir. Para proteger la comida, las cocinas solían estar en el último piso, a unos noventa o ciento veinte metros de la calle, lo cual dificultaba la tarea de encontrar sirvientes dignos de fiar. Cuando estallaban los combates, las familias se solían arrojar las unas a las otras flechas y lanzas de una torre a otra. No tenía sentido luchar en la calle como el simple vulgo.
Las torres también se acabaron convirtiendo en un símbolo de posición social. Ningún noble que se respetara podía permitir que su vecino y/o rival tuviera una torre más alta que la suya, por lo cual en los siglos XII y XIII se desató en el perfil de Bolonia una curiosa contienda en el arte de superar a los demás, pues ningún noble quería ser menos que el otro. La ciudad recibió el apodo de la turrita, la torreada. Un viajero inglés la describió como un «lecho de espárragos».
Hacia el siglo XIV el Gobierno organizado empezó a adquirir fuerza en Bolonia y los sagaces gobernantes comprendieron la necesidad de pararles los pies a los belicosos nobles. Siempre que tuvo la capacidad suficiente para hacerlo, la ciudad derribó tantas torres como pudo. El tiempo y la fuerza de gravedad hicieron el resto; las de cimientos más débiles se derrumbaron al cabo de pocos siglos.
A finales del siglo XIX, tras una ruidosa campaña, se tomó por los pelos la decisión de derribarlas todas. Sólo dos sobrevivieron: la de los Asinelli y la Garisenda. Ambas se levantan la una muy cerca de la otra en la Piazza di Porta Ravegnana. Ninguna de las dos es perfectamente vertical, pues la Garisenda se inclina hacia el norte en un ángulo que rivaliza con el de la más famosa y mucho más bonita de Pisa.
Ambas supervivientes han suscitado muchas pintorescas descripciones a lo largo de las décadas. Un poeta francés las comparó con dos marineros borrachos que regresaban haciendo eses a casa, apoyándose el uno en el otro para no caer. La guía de Ermanno las calificaba de los «Laurel y Hardy» de la arquitectura medieval.
La de los Asinelli se construyó a principios del siglo XII y, con sus 97,2 metros de altura, es dos veces más alta que su compañera. La Garisenda empezó a inclinarse cuando ya estaba casi terminada, en el siglo XIII, y la cortaron por la mitad en un intento de detener la inclinación. El clan de los Garisenda perdió el interés por ella y abandonó la ciudad en medio del oprobio.
Marco había leído la historia en el libro de Ermanno. Francesca no lo sabía y, como todas las buenas guías turísticas, dedicó quince fríos minutos a hablar de las famosas torres. Formulaba una frase sencilla, la pronunciaba a la perfección, ayudaba a Marco a pronunciarla lo mejor que podía y pasaba a regañadientes a la siguiente.
—La de los Asinelli tiene cuatrocientos noventa y ocho escalones hasta la cima —dijo.
—Andiamo —dijo rápidamente Marco. Vamos.
Entraron por la base a través de una estrecha puerta y subieron una angosta escalera de caracol hasta quince metros de altura donde, en un rincón, se encontraba la garita de las entradas. Marco compró dos de tres euros y ambos iniciaron el ascenso. La torre era hueca y los peldaños estaban fijados a los muros exteriores.
Francesca dijo que llevaba por lo menos diez años sin subir y parecía emocionada con la pequeña aventura. Empezó a subir por los estrechos y recios escalones de madera de roble. Marco la seguía a cierta distancia. Una ocasional y pequeña aspillera abierta permitía el paso de la luz y el frío aire del exterior.
—Tómeselo con calma —dijo ella en inglés, volviendo la cabeza mientras se alejaba lentamente de Marco.
En aquella nevada tarde de febrero no había nadie más subiendo a lo alto de la ciudad.
Marco se lo tomó con calma y la perdió rápidamente de vista. A medio camino, se detuvo junto a una ancha ventana para que el viento le refrescara el rostro. Recuperó el resuello y reanudó el ascenso, todavía más despacio que antes. A los pocos minutos, volvió a detenerse. El corazón le galopaba en el pecho, sus pulmones trabajaban a destajo y su mente se preguntaba si lograría llegar hasta arriba. Tras subir 498 escalones, llegó por fin a una buhardilla tan pequeña como una caja y salió a lo alto de la torre. Francesca se estaba fumando un cigarrillo mientras contemplaba su hermosa ciudad sin la menor señal de sudor en el rostro.
La vista desde arriba era impresionante. Los tejados de tejas rojas de la ciudad estaban cubiertos por cinco centímetros de nieve. Directamente por debajo de ellos se levantaba la cúpula de pálido color verde de San Bartolomeo, negándose a lucir el más mínimo adorno.
—Cuando el día es claro, se ven el mar Adriático al este y los Alpes al norte —dijo ella, todavía en inglés—. Es una auténtica belleza, incluso bajo la nieve.
—Es una auténtica belleza —repitió Marco casi jadeando.
El viento silbaba a través de los barrotes metálicos entre los pilares de ladrillo y hacía mucho más frío por encima de Bolonia que en la calle.
—La torre es la quinta estructura más alta de la vieja Italia —explicó Francesca con orgullo.
Marco estuvo seguro de que sabía cuáles eran las otras cuatro.
—¿Por qué se salvó esta torre? —preguntó.
—Por dos motivos, creo. Estaba bien diseñada y bien construida. La familia Asinelli era fuerte y poderosa. Y se utilizó brevemente como prisión en el siglo XIV, cuando muchas de las torres ya habían sido derribadas. La verdad es que nadie sabe por qué a ésta le perdonaron la vida.
A cien metros de altura, Francesca era una persona distinta. Le brillaban los ojos y su voz era radiante.
—Eso siempre me recuerda por qué le tengo cariño a mi ciudad —dijo esbozando una insólita sonrisa. No dirigida a él ni a nada que él hubiera dicho, sino a los tejados y el perfil de Bolonia.
Salieron al otro lado y miraron en la distancia hacia el suroeste. En lo alto de una colina situada por encima de la ciudad vieron la silueta del santuario de San Luca, el ángel guardián de la ciudad.
—¿Ha estado usted allí? —preguntó ella.
—No.
—Iremos un día cuando haga mejor tiempo, ¿de acuerdo?
—Pues claro.
—Tenemos muchas cosas que ver.
Puede que, a lo mejor, no la despidiera. Estaba tan hambriento de compañía, sobre todo del otro sexo, que podía tolerar su indiferencia, su tristeza y sus arrebatos de mal humor.
Si el ascenso a lo alto de la torre de los Asinelli le había levantado el ánimo, la bajada le devolvió su habitual actitud malhumorada. Se tomaron un rápido espresso cerca de las torres y se despidieron. Mientras ella se alejaba sin haberle dado ni un abrazo superficial, ni un apresurado beso en la mejilla y ni siquiera un precipitado apretón de manos, Marco decidió darle una semana más.
La pondría en secreto a prueba. Disponía de siete días para ser amable, de lo contrario, él daría por terminadas las lecciones. La vida era demasiado corta.
Aunque ella era muy guapa.
El sobre lo abrió su secretaria, exactamente igual que toda la correspondencia de la víspera y de la antevíspera. Pero, en el interior del primer sobre, había otro, éste dirigido simplemente a Neal Backman. En letras de imprenta en el anverso y en el reverso figuraba la siniestra advertencia:
PERSONAL, CONFIDENCIAL, SÓLO DEBERÁ SER ABIERTO POR NEAL BACKMAN.
—Puede que le interese echar un vistazo a la de encima —dijo la secretaria, entrando con su cotidiano montón de correspondencia a las nueve de la mañana—. El sobre fue echado al correo hace dos días, en York, Pennsylvania.
Cuando ella cerró la puerta a su espalda, Neal examinó el sobre. Era de color marrón claro sin más indicación que lo que había escrito a mano el remitente. La letra le resultaba vagamente familiar.
Con un abrecartas, abrió despacio el sobre por la parte superior y sacó una sola hoja de papel blanco. Era de su padre. Experimentó un sobresalto, pero no demasiado.
21 de febrero Querido Neal:
Ahora estoy a salvo, pero dudo que esto dure. Necesito tu ayuda. No tengo dirección, ni teléfono, ni fax y no estoy muy seguro de que los utilizara si pudiera. Necesito acceso al correo electrónico, a algo que no se pueda localizar. No tengo ni idea de cómo hacerlo, pero sé que a ti se te ocurrirá algo. No tengo ordenador ni dinero. Hay muchas probabilidades de que me estén vigilando, por lo que cualquier cosa que hagas no tiene que dejar rastro. Borra tus huellas. Borra las mías. No te fíes de nadie. Vigílalo todo. Esconde esta carta y después destrúyela.
Envíame todo el dinero que puedas. Ya sabes que te lo devolveré.
No utilices tu verdadero nombre para nada. Utiliza la siguiente dirección: Sig. Rudolph Viscovitch, Universitá degli Studi, Universidad de Bolonia, Via Zamboni 22, 44041, Bolonia, Italia.
Utiliza dos sobres… el primero para Viscovitch, el segundo para mí. En tu nota para él, pídele que guarde el paquete para Marco Lazzeri.
¡Date prisa!
Con afecto,
Marco
Neal dejó la carta sobre el escritorio y se acercó a la puerta para cerrarla. Se sentó en el pequeño sofá de cuero y trató de ordenar las ideas. Ya había llegado a la conclusión de que su padre se encontraba en el extranjero, de otro modo, se hubiese puesto en contacto con él hacía varias semanas. ¿Por qué estaba en Italia? ¿Por qué la carta se había enviado desde York, Pennsylvania?
La mujer de Neal jamás había conocido a su suegro. Llevaba dos años en la cárcel cuando se conocieron y se casaron. Le habían enviado fotografías de la boda y, más tarde, una fotografía de su hija, la segunda nieta de Joel.
Joel no era un tema del que a Neal le gustara hablar. O en el que quisiera pensar. Había sido un mal padre, ausente durante buena parte de su infancia, y su sorprendente caída del poder había avergonzado a todos sus allegados. Neal le había enviado a regañadientes algunas cartas y postales a la cárcel, pero podía decir con toda sinceridad, por lo menos a sí mismo y a su mujer, que no echaba de menos a su padre. Raras veces había estado a su lado.
Ahora volvía pidiendo un dinero que Neal no tenía, suponiendo sin el menor asomo de duda que Neal haría exactamente lo que él le dijera, perfectamente dispuesto a poner en peligro a otra persona.
Neal regresó a su escritorio, releyó la carta y volvió a leerla. Los mismos garabatos casi ilegibles que había visto durante toda su vida y el mismo modo de actuar, tanto en casa como en el despacho. Haz esto, haz lo otro y todo saldrá bien. ¡Hazlo tal como yo digo y hazlo ahora mismo! ¡Date prisa! Ponlo todo en peligro porque yo te necesito.
¿Y si todo salía de maravilla y el intermediario regresaba? Seguro que entonces no tendría tiempo para Neal ni para la nieta. En caso de que se le ofreciera la oportunidad, Joel Backman, de cincuenta y dos años, ascendería una vez más a los círculos de la gloria y el poder de Washington. Haría las amistades adecuadas, estafaría a los clientes adecuados, se casaría con la mujer adecuada, encontraría a los socios adecuados y, en cuestión de un año, volvería a trabajar desde un inmenso despacho donde cobraría unos honorarios escandalosos e intimidaría a los congresistas.
La vida había sido mucho más sencilla estando su padre en la cárcel.
¿Qué le diría a Lisa, su mujer? Cariño, aquellos 2000 dólares que tenemos guardados en nuestra cuenta de ahorros ya tienen destino. Y unos cuantos centenares de dólares para un sistema de correo electrónico codificado. Y tú y la niña tendréis que mantener las puertas cerradas constantemente porque la vida se ha vuelto mucho más peligrosa.
Con el día ya a la mierda, Neal llamó a su secretaria y le dijo que no le pasara llamadas. Se tumbó en el sofá, se quitó los mocasines, cerró los ojos y empezó a aplicarse masaje a las sienes.