16

Tres tiendas de Via Rizzoli abrían a las diez de la mañana del sábado y Marco esperó, estudiando la mercancía de los escaparates. Con quinientos euros en el bolsillo, tragó saliva y se dijo que no tendría más remedio que entrar y sobrevivir a su primera experiencia de compra en italiano. Se había aprendido de memoria unas cuantas palabras y frases hasta la saciedad, pero cuando se cerró la puerta a su espalda rezó para que lo atendiera un joven y simpático dependiente que hablara perfectamente en inglés.

No fue así. Fue un caballero mayor con una cordial sonrisa en los labios. En menos de quince minutos, Marco señaló con el dedo, tartamudeó y, a veces, hasta lo hizo muy bien preguntando números y precios. Salió con un par de juveniles botas de excursión no muy caras, del mismo estilo que había visto por los alrededores de la universidad cuando hacía mal tiempo, y una parka impermeable negra con capucha que se podía guardar en el cuello. Salió con casi trescientos euros en el bolsillo. Ahorrar dinero en efectivo era su máxima prioridad.

Regresó corriendo al apartamento, se puso las botas y la parka y volvió a salir.

El paseo de treinta minutos hasta la estación Céntrale de Bolonia le llevó casi una hora debido al tortuoso rodeo que dio. Jamás volvía la cabeza, pero entraba en un café y estudiaba a los peatones que caminaban por la acera o bien se detenía de repente delante de una pastelería y admiraba las exquisiteces mientras observaba los reflejos en el cristal del escaparate. En caso de que lo siguieran, no quería que supieran que sospechaba. Y la práctica era importante. Luigi le había dicho en más de una ocasión que pronto tendría que irse y Marco Lazzeri se quedaría solo en el mundo. Pero la cuestión era, ¿hasta qué extremo se podía fiar de Luigi? Ni Marco Lazzeri ni Joel Backman se fiaban de nadie.

Experimentó un momento de ansiedad cuando entró en la estación, vio a la gente, estudió los horarios de las salidas y llegadas y miró desesperadamente a su alrededor en busca de la taquilla. Por simple costumbre, también buscó algo en inglés. Pero estaba aprendiendo a hacer caso omiso de la ansiedad y seguir adelante. Esperó en la cola y, cuando se abrió una ventanilla, se acercó rápidamente, miró sonriendo a la menuda dama del otro lado del cristal, la saludó con un amable buon giorno y le dijo:

Vado a Milano. —Voy a Milán. La mujer ya estaba asintiendo con la cabeza.

Alie tredici e venti —dijo él. A la 1:20.

Si, cinquanta euro —dijo la taquillera. Cincuenta euros. Le entregó un billete de cien euros porque quería cambio y después se alejó rápidamente con el billete en la mano, dándose imaginariamente unas palmadas en la espalda.

Puesto que le quedaba una hora, abandonó la estación y bajó dos manzanas por Via Boldrini hasta que encontró un café. Se tomó un panino y una cerveza y disfrutó de ambas cosas mientras contemplaba la acera, esperando no ver a nadie que despertara su interés.

El Eurostar llegó con absoluta puntualidad y Marco siguió a la gente y subió al vagón. Era su primer viaje en tren por Europa y no sabía muy bien cuál era el protocolo. Había estudiado el billete durante el almuerzo y no había visto nada que indicara una asignación de asiento. Por lo visto, todo se elegía al azar, por lo que se sentó en el primer asiento de ventanilla que vio libre. Su vagón estaba a menos de la mitad de su capacidad cuando el tren se puso en marcha a la 1.20 en punto.

No tardaron en dejar atrás Bolonia. La campiña pasaba volando ante sus ojos. Las vías seguían la M4, la principal autopista de Milán a Parma, Bolonia, Ancona y toda la costa oriental de Italia. Al cabo de media hora, Marco sufrió una decepción por el hecho de no poder contemplar el paisaje. Cuesta valorar lo que se ve cuando se circula a ciento setenta kilómetros por hora; todo estaba borroso y un bello paisaje desapareció en un santiamén. Y, además, había demasiadas fábricas a lo largo de la vía, cerca de las rutas de transporte.

Muy pronto se percató de que era la única persona de su vagón mínimamente interesada en las cosas del exterior. Los pasajeros de más de treinta años estaban enfrascados en periódicos y revistas y parecían encontrarse perfectamente a sus anchas y hasta incluso un poco aburridos. Los más jóvenes estaban profundamente dormidos. Al cabo de un rato, Marco también se adormiló.

El revisor lo despertó, diciéndole algo completamente incomprensible en italiano. Captó la palabra biglietto a la segunda o a la tercera y le entregó enseguida el billete. El revisor estudió el billete con expresión ceñuda, como si estuviera a punto de arrojar al pobre Marco al llegar al siguiente puente y después lo taladró y se lo devolvió con una sonrisa de oreja a oreja que dejó al descubierto todos sus dientes.

Una hora más tarde, una incomprensible jerigonza por megafonía anunció algo relacionado con Milán y el paisaje cambió bruscamente. La inmensa ciudad no tardó en engullirlos mientras el tren aminoraba la marcha, se detenía y volvía a ponerse en marcha. Pasaron por delante de numerosos bloques de apartamentos de después de la guerra, apretujados entre sí y separados por anchas avenidas. Según la guía de Ermanno la población de Milán era de cuatro millones de habitantes; una ciudad grande, la capital oficiosa del norte de Italia, el centro de las finanzas, la moda, el sector editorial y la industria del país. Una ciudad trabajadora e industrial con un centro precioso y una catedral digna de una visita.

Las vías se multiplicaron y se distribuyeron en abanico mientras entraban en las inmensas cocheras de la Céntrale de Milán. Se detuvieron bajo la alta cúpula de la estación y, cuando bajó al andén, Marco se sorprendió del impresionante tamaño del lugar.

Mientras avanzaba por el andén, contó por lo menos media docena de vías alineadas en hileras perfectas, casi todas ellas con trenes esperando pacientemente a sus pasajeros. Se detuvo al llegar al final, en medio de la locura de millares de personas que iban y venían y estudiaban las salidas: Stuttgart, Roma, Florencia, Madrid, París, Berlín, Ginebra.

Toda Europa estaba a su alcance, a pocas horas de distancia.

Siguió las indicaciones hasta llegar al vestíbulo y vio la parada de taxis, donde hizo brevemente cola antes de saltar al asiento de atrás de un pequeño Renault blanco.

Aeroporto Malpensa —le dijo al taxista.

Circularon muy despacio en medio del intenso tráfico de Milán hasta las afueras. Veinte minutos después abandonaron la autostrada camino del aeropuerto.

Quale compagnia aerea? —preguntó el taxista, volviendo la cabeza. ¿Qué compañía?

—Lufthansa —contestó Marco.

En la Terminal 2, el taxi encontró un hueco junto al bordillo y Marco soltó otros cuarenta euros. Las puertas automáticas se abrieron para una masa de personas y él se alegró de no tener que tomar ningún avión. Estudió las salidas y encontró lo que quería: un vuelo directo al Aeropuerto Internacional Dulles. Recorrió la terminal hasta encontrar el mostrador de embarque de Lufthansa. Había una cola considerable, pero, con la típica eficiencia alemana, avanzaba deprisa.

La primera opción fue una atractiva pelirroja de unos veinticinco años que, al parecer, viajaba sola, algo que él prefería. Cualquier persona con un acompañante podía experimentar la tentación de hablar de aquel hombre del aeropuerto que le había formulado una petición tan rara. Era la segunda de la cola del mostrador de la business-class. Mientras la observaba, descubrió la opción número dos: un estudiante vestido con ropa vaquera, largo y desgreñado cabello, rostro sin afeitar, mochila gastada y camiseta de la universidad estadounidense de Toledo: el candidato ideal. Muy al final de la cola, escuchaba música por unos auriculares de color amarillo chillón.

Marco siguió a la pelirroja mientras se retiraba del mostrador con su tarjeta de embarque y su equipaje de mano. Faltaban dos horas para el vuelo, por lo que se abrió paso entre la gente hasta la tienda duty-free donde se detuvo para echar un vistazo a los últimos modelos de relojes suizos. Al no ver nada que comprar, dobló la esquina para dirigirse al quiosco de periódicos y compró dos revistas de moda. Mientras la chica se dirigía a la puerta y al primer punto de control de seguridad, Marco se armó de valor e hizo su primer movimiento.

—Disculpe, señorita, disculpe.

La joven no pudo evitar volverse a mirarle, pero el recelo le impidió contestar.

—¿Va por casualidad al Dulles? —le preguntó él con una amplia sonrisa, fingiendo estar sin resuello como si le hubiera dado alcance a la carrerilla.

—Sí —repuso ella. Sin sonreír. Estadounidense.

—Yo también, pero me acaban de robar el pasaporte. No sé cuándo llegaré a casa. —Se estaba sacando un sobre del bolsillo—. Es una postal de cumpleaños para mi padre. ¿Sería tan amable de echarla al buzón cuando llegue al Dulles? Su cumpleaños es el martes que viene y me temo que no me va a dar tiempo. Por favor.

Ella miró con suspicacia tanto el sobre como a él. Era sólo una postal de cumpleaños, no una bomba o un arma.

Él ya se estaba sacando otra cosa del bolsillo.

—Perdone, no lleva sello. Aquí tiene un euro. Por favor, si no le importa.

Al final, el rostro se ablandó y la chica estuvo casi a punto de sonreír.

—De acuerdo —dijo, tomando el sobre y el euro y guardándose ambas cosas en el bolso.

—Muchísimas gracias —dijo Marco, casi al borde de las lágrimas—. Cumple noventa años. Gracias.

—Tranquilo, no se preocupe —dijo ella.

El chico de los auriculares amarillos fue más complicado. También era norteamericano y también se tragó el cuento del pasaporte perdido. Pero, cuando Marco intentó entregarle el sobre, miró cautelosamente a su alrededor como si ambos estuvieran quebrantando la ley.

—No sé, tío —dijo, echándose hacia atrás—. No creo.

Marco se guardó mucho de insistir. Se marchó y dijo con mucho sarcasmo:

—Que tengas un buen vuelo.

La señora Ruby Ausberry, de York, Pennsylvania, era uno de los últimos pasajeros del mostrador de embarque. Había sido profesora de instituto de historia universal durante cuarenta años y ahora se lo pasaba divinamente gastando el dinero de su jubilación en viajes a lugares que sólo había visto en los libros de texto. Estaba en la última etapa de una aventura de tres semanas por buena parte de Turquía. Se encontraba en Milán sólo para tomar un vuelo de enlace a Washington desde Estambul. El amable caballero se acercó a ella con una desesperada sonrisa y le explicó que le acababan de robar el pasaporte. No llegaría a tiempo para el noventa cumpleaños de su padre. Ella aceptó gustosamente la postal y se la guardó en el bolso. Cruzó el control de segundad y recorrió unos cuatrocientos metros hasta la puerta de salida, donde encontró un asiento y se acomodó en él como en un nido.

A su espalda, a menos de cinco metros de distancia, la pelirroja llegó a una conclusión: podía ser una carta bomba. Desde luego, no parecía lo bastante gruesa para contener explosivos, pero ¿qué sabía ella de semejantes cosas? Había una papelera cerca de la ventana —un reluciente cubo de metal cromado con tapa (a fin de cuentas, estaban en Milán)— y la chica se acercó a él como quien no quiere la cosa y echó la carta a la basura.

¿Y si estallaba allí dentro?, se preguntó mientras volvía a sentarse. Ya era demasiado tarde. No estaba dispuesta a volver y pescar otra vez el sobre. Y, en caso de que decidiera hacerlo, ¿después qué? ¿Buscar a alguien de uniforme y tratar de explicarle en inglés que cabía la posibilidad de que tuviera en la mano una carta bomba? Vamos, pensó. Tomó su equipaje de mano y se trasladó al otro lado de la puerta de salida, lo más lejos posible de la papelera. Pero no podía quitarle los ojos de encima.

La conspiración se estaba ampliando. Fue la primera en entrar en el 747 cuando empezaron a subir a bordo. Sólo con una copa de champán consiguió finalmente relajarse. Miraría la CNN en cuanto regresara a su casa de Baltimore. Estaba convencida de que habría una carnicería en el aeropuerto de Milán.

El regreso en taxi a la Céntrale de Milán le costó a Marco cuarenta y cinco euros, pero no discutió con el taxista. ¿Para qué molestarse? El billete de regreso a Bolonia le costó lo mismo: cincuenta euros. Tras un día de compras y de viajes le quedaban unos cien euros. Sus ahorrillos en efectivo estaban menguando rápidamente.

Ya había oscurecido casi por completo cuando el tren entró en la estación de Bolonia. Marco era sólo uno de los muchos cansados viajeros que bajaron al andén, pero en su fuero interno estallaba de orgullo por sus hazañas de aquel día. Se había comprado ropa, había adquirido unos billetes de tren, había sobrevivido a la locura, tanto de la estación de ferrocarril como del aeropuerto de Milán, había utilizado dos taxis y entregado su correspondencia, un día más bien movidito sin que nadie hubiera sospechado quién era o dónde estaba.

Y nadie le había pedido que enseñara el pasaporte ni ningún otro documento de identidad.

Luigi había tomado otro tren, el expreso de Milán de las 11.45. Pero bajó en Parma y se perdió entre la muchedumbre. Paró un taxi y realizó el breve trayecto hasta el lugar de la cita, uno de sus cafés preferidos. Allí se pasó casi una hora esperando a Whitaker, que había perdido un tren en Milán y tuvo que tomar el siguiente. Como de costumbre, Whitaker estaba de mal humor, circunstancia agravada por el hecho de tener que acudir a una cita en sábado. Pidieron rápidamente las consumiciones y, en cuanto el camarero se marchó, Whitaker dijo:

—No me gusta esta mujer.

—¿Francesca?

—Sí, la guía turística. Jamás la habíamos utilizado, ¿verdad?

—En efecto. Tranquilízate, todo va bien. No sabe nada.

—¿Qué aspecto tiene?

—Razonablemente atractiva.

—Razonablemente atractiva puede significar cualquier cosa, Luigi. ¿Cuántos años tiene?

—Yo jamás hago esta pregunta. Unos cuarenta y cinco, creo.

—¿Está casada?

—Sí, y sin hijos. Está casada con un hombre de más edad que tiene muy mala salud. Se está muriendo.

Como siempre, Whitaker garabateaba notas mientras pensaba en la siguiente pregunta.

—¿Muriendo? ¿Y de qué se está muriendo?

—Creo que de cáncer. No le hice muchas preguntas.

—Pues quizá tendrías que hacerle más preguntas.

—A lo mejor no quiere hablar de ciertas cosas… de su edad y de su marido moribundo.

—¿Dónde la encontraste?

—No fue nada fácil. Los profesores de idiomas no hacen precisamente cola en las paradas, como los taxistas. Me la recomendó un amigo. Pregunté un poco por ahí. Goza de buena fama en la ciudad. Y está disponible. Resulta casi imposible encontrar un profesor dispuesto a pasarse tres horas al día con un alumno.

—¿Todos los días?

—Casi todos los días laborables. Ha accedido a trabajar todas las tardes durante aproximadamente un mes. Es la temporada baja de los guías. Puede que le salga algún trabajo una o dos veces a la semana, pero intentará estar a nuestro servicio. Tranquilízate, es muy buena.

—¿Cuánto cobra?

—Doscientos euros a la semana hasta la primavera, cuando el turismo se anime.

Whitaker puso los ojos en blanco como si el dinero procediera directamente de su sueldo.

—Marco nos está costando demasiado —dijo casi para sus adentros.

—A Marco se le ha ocurrido una gran idea. Quiere irse a Australia o a Nueva Zelanda o a algún otro sitio donde el idioma no sea un problema.

—¿Quiere un traslado?

—Sí, y yo creo que es una gran idea. Soltémoselo a otro.

—Esta decisión no nos corresponde a nosotros, Luigi.

—Supongo que no.

Llegaron las ensaladas y ambos guardaron silencio un momento. Después Whitaker dijo:

—Sigue sin gustarme esa mujer. Busca a alguien más.

—No hay nadie más. ¿De qué tienes miedo?

—Marco tiene antecedentes de mujeriego, ¿recuerdas? Siempre cabe la posibilidad de que surja un idilio. Ella podría complicar las cosas.

—La he advertido. Y necesita el dinero.

—¿Está sin un céntimo?

—Tengo la impresión de que su situación es muy difícil. La temporada es muy floja y el marido no trabaja.

Whitaker estuvo casi a punto de sonreír, como si el dato fuera una buena noticia. Se metió un buen trozo de tomate en la boca y masticó mientras miraba a su alrededor en la trattoria para ver si alguien estaba escuchando con disimulo su conversación en inglés. Cuando al final pudo tragar, dijo:

—Vamos a hablar del correo electrónico. Marco nunca ha sido un experto en informática. En sus días de gloria vivía colgado del teléfono —tenía cuatro o cinco en el despacho, dos en el automóvil, uno en el bolsillo— y siempre mantenía tres conversaciones a la vez. Presumía de cobrar cinco mil dólares por el simple hecho de atender una llamada telefónica de un nuevo cliente, bobadas por el estilo. Jamás utilizaba el ordenador. Los que trabajaban con él han dicho que algunas veces leía los mensajes electrónicos. Raras veces enviaba y, las pocas veces que lo hacía, era siempre por intermedio de una secretaria. Su despacho estaba equipado con la más alta tecnología, pero él contrataba a gente para que se encargara del trabajo más duro. Él era demasiado importante para esas cosas.

—¿Y en la cárcel?

—No hay prueba de que mandara correo electrónico. Tenía un portátil que utilizaba sólo para redactar cartas, jamás para mandar mensajes. Parece ser que todo el mundo lo abandonó cuando se produjo su caída. Escribía algunas veces a su madre y a su hijo, pero siempre por correo convencional.

—Parece un auténtico analfabeto.

—Lo parece, pero Langley teme que intente ponerse en contacto con alguien de fuera. No puede hacerlo por teléfono, por lo menos no por ahora. No tiene ningún domicilio que pueda utilizar, por consiguiente, el correo está probablemente descartado.

—Sería un tonto si enviara una carta —dijo Luigi—. Eso podría dar a conocer su paradero.

—Exactamente. Lo mismo cabe decir del teléfono, el fax o cualquier otro medio, salvo el correo electrónico.

—Podemos localizar los mensajes electrónicos.

—Buena parte de ellos, pero siempre hay medios de evitarlo.

—No tiene ordenador ni dinero para comprarlo.

—Lo sé, pero podría entrar en un cibercafé, utilizar una cuenta codificada, enviar el mensaje, borrar su rastro, pagar una pequeña cantidad en concepto de alquiler y largarse.

—Muy cierto, pero ¿quién iba a enseñarle a hacer todo eso?

—Puede aprender. Puede encontrar un libro. No es probable, pero siempre cabe la posibilidad.

—Registro su apartamento a diario —dijo Luigi—. Centímetro a centímetro. Si compra un libro o entrega un recibo, me enteraré.

—Echa un vistazo a los cibercafés del barrio. Ahora en Bolonia hay varios.

—Los conozco.

—¿Dónde está Marco en este momento?

—No lo sé. Es sábado, su día libre. Probablemente paseando por las calles de Bolonia y disfrutando de su libertad.

—¿Y sigue teniendo miedo?

—Está aterrorizado.

La señora Ruby Ausberry se tomó un sedante ligero y se pasó durmiendo seis de las ocho horas que le llevó volar de Milán al Aeropuerto Internacional Dulles. El café tibio que les sirvieron poco antes de tomar tierra no le sirvió demasiado para despejarse y, mientras el 747 rodaba hacia la puerta, volvió a quedarse medio dormida. Se olvidó de la postal de cumpleaños mientras los acompañaban a los vehículos de transporte de ganado que aguardaban junto a la pista y los conducían a la terminal principal. Y también se olvidó de ella cuando vio a su querida nieta esperándola en la puerta de llegadas.

Se olvidó de ella hasta que estuvo sana y salva en su casa de York, Pennsylvania, y empezó a buscar un recuerdo en su bolso de bandolera.

—Oh, Dios mío —exclamó al ver caer la postal al suelo de la cocina—. Tenía que haberlo echado al correo en el aeropuerto.

Después le contó a su nieta la historia del pobre hombre de Milán que había perdido el pasaporte y no podría estar presente en el noventa cumpleaños de su padre.

Su nieta examinó el sobre.

—No parece una postal de cumpleaños. —Estudió la dirección: «R. N. Backman, Abogado, 412 Main Street, Culpeper, Virginia, 22701»—. No hay remite —añadió.

—La echaré al correo mañana mismo a primera hora —dijo la señora Ausberry—. Espero que llegue antes del cumpleaños.