15

Mucho antes del amanecer, Marco se despertó una vez más en una cama desconocida de un lugar desconocido y tardó un buen rato en ordenar sus ideas… recordando sus movimientos, analizando su grotesca situación, planificando la jornada que tenía por delante, tratando de olvidar su pasado mientras intentaba vaticinar lo que podría ocurrir en las doce horas siguientes. Tuvo un sueño muy agitado por no decir algo peor. Se había quedado medio adormilado unas cuantas horas; le parecía que cuatro o cinco, pero no estaba seguro porque su caldeada y pequeña habitación estaba completamente a oscuras. Se quitó los auriculares; como de costumbre, se había quedado dormido pasada la medianoche mientras un alegre diálogo italiano resonaba en sus oídos.

Agradecía la calefacción. Le mataban de frío en Rudley y su última estancia en un hotel había sido tan fría como en la cárcel. El nuevo apartamento tenía paredes gruesas y ventanas dobles y la calefacción constantemente encendida. Cuando creyó que ya tenía el día debidamente organizado apoyó con cuidado los pies en el cálido suelo de mosaico y le dio una vez más las gracias a Luigi por el cambio de residencia.

Como buena parte del futuro que le habían planificado, ignoraba cuánto tiempo podría permanecer allí. Encendió la luz y consultó el reloj de pulsera… casi las cinco. En el cuarto de baño encendió otra luz y se miró al espejo. La barba que le crecía debajo de la nariz y a los lados de la boca y le cubría la barbilla era mucho más gris de lo que esperaba. De hecho, después de una semana de crecimiento estaba claro que por lo menos un noventa por ciento le saldría gris. Qué demonios. Tenía cincuenta y dos años. Formaba parte del disfraz y le confería un aspecto muy distinguido. Con su delgado rostro, las enjutas mejillas, el corto cabello y las discretas gafitas rectangulares de diseño podía hacerse pasar fácilmente por Marco Lazzeri en cualquier calle de Bolonia. O de Milán o de Florencia o de todos los demás lugares que deseaba visitar.

Una hora más tarde salió a la calle bajo los fríos y silenciosos pórticos construidos por unos obreros que llevaban trescientos años muertos. El viento era áspero y cortante y una vez más recordó quejarse a su adiestrador por la falta de ropa de invierno apropiada. Marco no leía la prensa ni veía la televisión y, por consiguiente, ignoraba las previsiones meteorológicas. Pero no cabía duda de que el tiempo era más frío.

Echó a andar bajo los pórticos de Via Fondazza camino de la universidad. Era la única persona que había en la calle. Se negó a utilizar el plano que guardaba en el bolsillo. Si se perdía, tal vez lo sacara y reconociera su momentánea derrota, pero estaba decidido a aprenderse la ciudad caminando y observando. Treinta minutos después, cuando el sol ya empezaba a cobrar finalmente vida, salió a Via Irnerio, en el extremo norte de la zona universitaria. Recorrió dos manzanas hacia el este y vio el rótulo verde pálido del bar Fontana. A través de la ventana de la calle vislumbró una mata de pelo gris. Rudolph ya estaba allí. Siguiendo la costumbre, Marco esperó un momento. Miró hacia el extremo de Via Irnerio, echando un vistazo al tramo de calle que acababa de recorrer, esperando ver salir a alguien de entre las sombras como un silencioso sabueso. Al no ver a nadie, entró.

—Mi amigo Marco —dijo Rudolph sonriendo mientras ambos se saludaban—. Siéntese, por favor.

El café estaba medio lleno, con los mismos personajes del mundo académico ocultos por sus periódicos matinales y enfrascados en sus propios mundos. Marco pidió un cappuccino mientras Rudolph volvía a llenar su pipa de espuma de mar. Un agradable aroma se esparció por su rinconcito del bar.

—El otro día encontré su nota —estaba diciendo Rudolph mientras arrojaba una nube de humo a través de la mesa—. Lamento no haberle visto. Bueno pues, ¿dónde ha estado?

Marco no había estado en ningún sitio, pero, en su papel de tranquilo turista canadiense con raíces italianas, se había inventado un itinerario falso.

—He pasado unos cuantos días en Florencia —dijo.

—Ah, qué bonita ciudad.

Hablaron un rato de Florencia mientras Marco comentaba los monumentos, el arte y la historia de un lugar que sólo conocía por una guía barata que Ermanno le había prestado. Estaba en italiano, naturalmente, por lo cual se había tenido que pasar varias horas con un diccionario para traducirla a algo que pudiera utilizar en su conversación con Rudolph como si hubiera permanecido varias semanas allí.

Las mesas empezaron a llenarse y los rezagados se agruparon junto a la barra. Luigi le había explicado al principio que en Europa, cuando ocupas una mesa, ésta es tuya para todo el día. A nadie se le acompaña a la puerta para que otra persona pueda sentarse. Una taza de café, un periódico, algo para fumar y no importa el tiempo que ocupes una mesa mientras otros van y vienen.

Pidieron otra ronda y Rudolph volvió a llenar su pipa. Por primera vez Marco observó unas manchas de tabaco en los alborotados pelos más cercanos a su boca. Sobre la mesa había tres periódicos matinales, todos en italiano.

—¿Hay algún buen periódico inglés aquí en Bolonia? —preguntó Marco.

—¿Por qué lo pregunta?

—Pues no sé. A veces me gustaría saber lo que ocurre al otro lado del océano.

—Yo compro alguna vez el Herald Tribune. Me alegro tanto de vivir aquí, lejos de todo el crimen y el tráfico y la contaminación y los políticos y los escándalos. La sociedad estadounidense está podrida. Y el Gobierno es la mayor de las hipocresías… la mejor democracia del mundo. ¡Ja! El Congreso lo compran y lo pagan los ricos.

Cuando pareció que estaba a punto de escupir, Rudolph dio una repentina calada a la pipa y empezó a morder la boquilla. Marco contuvo la respiración, esperando otro ponzoñoso ataque contra Estados Unidos. Transcurrió un momento mientras ambos se bebían su café.

—Odio al Gobierno de Estados Unidos —masculló amargamente Rudolph.

«Así me gusta mi chico», pensó Marco.

—¿Y qué me dice del canadiense? —preguntó.

—Le doy mejor nota. Ligeramente más alta. Marco lanzó un fingido suspiro de alivio y decidió cambiar de tema. Dijo que pensaba ir a Venecia.

Como es natural, Rudolph había estado allí muchas veces y le dio muchos consejos. Marco llegó al extremo de tomar notas como si estuviera deseando subir a un tren. Y después estaba también Milán, aunque a Rudolph no le caía demasiado bien a causa de todos los «fascistas derechistas» que se ocultaban allí.

—Era el centro de poder de Mussolini, ¿sabe? —dijo en voz baja, como si los demás comunistas dei bar Fontana pudieran provocar un estallido de violencia ante la mención del nombre del pequeño dictador.

Cuando comprendió que Rudolph estaba dispuesto a permanecer sentado y pasarse buena parte de la mañana conversando, Marco decidió marcharse. Acordaron reunirse en el mismo lugar y a la misma hora el lunes siguiente.

Había empezado a caer una ligera nevada, suficiente para que las camionetas de reparto dejaran huellas en Via Irnerio. Mientras Marco dejaba a su espalda el caldeado café, volvió a sorprenderse de la previsión de los antiguos planificadores de Bolonia, que habían diseñado unos treinta kilómetros de aceras cubiertas en el casco antiguo. Recorrió unas cuantas manzanas más en dirección este y giró al sur por Via della Indipendenza, una ancha y elegante calle construida alrededor de 1870 para que las clases acomodadas que vivían en el centro pudieran ir cómodamente a pie a la estación de ferrocarril situada al norte de la ciudad. Al cruzar Via Marsala tropezó con la nieve amontonada por unas palas e hizo una mueca cuando la blanda masa le empapó el pie derecho.

Maldijo a Luigi por el inapropiado vestuario que le había facilitado: si tenía que nevar, el sentido común dictaba que una persona necesitaba botas. Ello lo condujo a una larga reflexión interior acerca de los escasos fondos que a su juicio estaba recibiendo de quienquiera que demonios se encargara de proporcionarle su actual tapadera. Lo habían dejado tirado en Bolonia, Italia, y estaba claro que se estaban gastando una considerable cantidad de dinero en clases de idioma y casas francas y personal y, por supuesto, comida para vivir. En su opinión, estaban desperdiciando un tiempo y un dinero muy valiosos. El mejor plan hubiese sido llevarlo a escondidas a Londres o a Sydney, donde había muchos estadounidenses y todo el mundo hablaba inglés. Se habría podido mezclar mucho mejor.

El mismo Luigi en persona le dio alcance y se situó a su lado.

Buon giorno —le dijo.

Marco se detuvo, sonrió, le estrechó la mano y le dijo:

—Vaya, buon giorno, Luigi. ¿Vuelves a seguirme?

—No. He salido a dar un paseo y te he visto en la otra acera. Me encanta la nieve, Marco. ¿Y a ti?

Habían echado nuevamente a andar sin prisas. Marco quería creer en su amigo, pero dudaba que el encuentro hubiera sido casual.

—No está mal. Mucho más bonita aquí, en Bolonia, que en Washington durante las horas punta. ¿Qué haces exactamente todo el día, Luigi? ¿Te importa que te lo pregunte?

—En absoluto. Puedes preguntar todo lo que quieras.

—Me lo suponía. Mira, tengo dos quejas. En realidad, son tres.

—No me extraña. ¿Te has tomado un café?

—Sí, pero me tomaré otro.

Luigi señaló con la cabeza un pequeño café de una esquina, situado un poco más adelante. Entraron y vieron que todas las mesas estaban ocupadas, por lo que se acercaron a la barra también llena de gente y pidieron unos espressos.

—¿Cuál es la primera queja? —preguntó Luigi en voz baja.

Marco se acercó un poco más hasta rozar prácticamente la nariz de Luigi con la suya.

—Las dos primeras quejas están estrechamente relacionadas. Primero, la cuestión del dinero. No quiero mucho, pero me gustaría tener una especie de asignación. A nadie le gusta estar sin un céntimo, Luigi. Me sentiría un poco mejor si tuviera un poco de dinero en efectivo en el bolsillo y supiera que no tengo que guardarlo.

—¿Cuánto?

—Pues no sé. Llevo mucho tiempo sin negociar una asignación. ¿Qué te parece unos cien euros a la semana para empezar? De esta manera, me podría comprar periódicos, libros, revistas, comida… ya sabes, cosas esenciales. El Tío Sam me paga el alquiler y yo le estoy muy agradecido. Pensándolo bien, hace seis años que me paga el alquiler.

—Podrías estar todavía en la cárcel, ¿sabes?

—Ah, gracias, Luigi. No se me había ocurrido pensarlo.

—Perdona, ha sido una grosería por mi parte…

—Mira, Luigi, tengo mucha suerte de estar aquí, es cierto. Pero, al mismo tiempo, ahora soy un ciudadano plenamente indultado de un país, no sé muy bien cuál, y tengo derecho a ser tratado con un poco de dignidad. No me gusta estar sin un céntimo y no me gusta mendigar dinero. Quiero la promesa de cien euros a la semana.

—Veré qué puedo hacer.

—Gracias.

—¿La segunda queja?

—Me gustaría tener algo de dinero para comprarme un poco de ropa. Ahora mismo tengo los pies congelados porque me ha entrado nieve en los zapatos y no tengo calzado adecuado. También me gustaría un abrigo más grueso y quizás un par de jerséis.

—Te los facilitaré.

—No, me los quiero comprar yo, Luigi. Facilítame el dinero y yo mismo haré las compras. No es pedir demasiado.

—Lo intentaré.

Se apartaron unos centímetros el uno del otro y ambos tomaron un sorbo de su taza.

—¿La tercera queja? —preguntó Luigi.

—Es Ermanno. Está perdiendo rápidamente el interés. Nos pasamos seis horas diarias juntos y se muere de aburrimiento con todo lo que hacemos.

Luigi puso los ojos en blanco, en un gesto de frustración.

—No puedo chasquear los dedos y encontrar a otro profesor de idiomas, Marco.

—Dame clase tú. Tú me gustas, Luigi, pasamos buenos ratos juntos. Sabes que Ermanno es aburrido. Es joven y quiere estudiar. En cambio, tú serías un profesor estupendo.

—Yo no soy profesor.

—Pues búscame a otro, por favor. Ermanno no quiere hacerlo. Y me temo que no estoy haciendo muchos progresos.

Luigi apartó la mirada y vio entrar y pasar por su lado a dos ancianos caballeros.

—Creo que se irá de todos modos —dijo—. Tal como tú has dicho, la verdad es que quiere estudiar.

—¿Cuánto tiempo durarán mis lecciones?

Luigi meneó la cabeza, como si no tuviera ni idea.

—La decisión no me corresponde a mí.

—Tengo una cuarta queja.

—Cinco, seis, siete. Oigámoslas todas y, a lo mejor, después podremos pasarnos una semana sin quejas.

—Ya la has oído antes, Luigi. Es una especie de constante protesta.

—¿Es algo de tipo jurídico?

—Has visto demasiada televisión americana. Quiero que me trasladen a Londres. Allí hay diez millones de personas y todo el mundo habla inglés. No perderé diez horas diarias tratando de aprender el idioma. No me interpretes mal, Luigi, me encanta el italiano. Cuanto más lo estudio, más bonito me parece. Pero, bueno, si me vais a esconder, mejor en algún sitio donde pueda sobrevivir.

—Eso ya lo he comunicado, Marco. Yo no tomo estas decisiones.

—Lo sé, lo sé. Pero sigue insistiendo, por favor.

—Vamos.

La nevada se había intensificado cuando abandonaron el café y reanudaron su camino por la acera porticada. Unos hombres de negocios elegantemente vestidos pasaban rápidamente por su lado de camino al trabajo. Los compradores más madrugadores ya habían salido… sobre todo amas de casa que iban al mercado. La calle estaba llena de pequeños automóviles y motocicletas que sorteaban los autobuses urbanos y trataban de esquivar los montículos de nieve blanda.

—¿Con cuánta frecuencia suele nevar aquí? —preguntó Marco.

—Unas cuantas veces cada invierno. No demasiado y, además, tenemos estos encantadores pórticos que evitan que nos mojemos.

—Un buen motivo.

—Algunos tienen mil años de antigüedad. Tenemos más que ninguna otra ciudad del mundo, ¿lo sabías?

—No, casi no tengo nada que leer, Luigi. Si tuviera un poco de dinero, me podría comprar libros, leer y aprender cosas.

—Tendré el dinero a la hora del almuerzo.

—¿Y dónde almorzaremos?

—Ristorante Cesarina, Via Santo Stefano, ¿a la una te parece bien?

—¿Cómo puedo negarme?

Luigi estaba sentado a una mesa con una mujer, en la parte anterior del restaurante, cuando Marco entró con cinco minutos de adelanto. Acababa de interrumpir una conversación muy seria. La mujer se levantó a regañadientes y ofreció una lánguida mano y un rostro sombrío mientras Luigi la presentaba como la signora Francesca Ferro. Era atractiva y de unos cuarenta y tantos años, tal vez un poco mayor para Luigi, el cual tendía a quedarse embobado contemplando a las universitarias. La mujer irradiaba un aire de sofisticada irritación. Marco hubiese querido decir: «Disculpe, pero a mí me han invitado a almorzar aquí».

Mientras se acomodaban en sus asientos, Marco observó lo que quedaba de dos cigarrillos fumados hasta el filtro en el cenicero. Ambos llevaban sentados allí por lo menos veinte minutos. En italiano muy pausado Luigi le dijo a Marco:

—La signora Ferro es profesora de idiomas y guía turística local.

Si —dijo Marco tras una breve pausa.

Miró a la signora sonriendo y ésta le correspondió con una sonrisa forzada.

Luigi añadió en italiano:

—Es tu nueva profesora de italiano. Ermanno te dará clase por la mañana y la signora Ferro por la tarde.

Marco lo comprendió todo, consiguió mirarla con una falsa sonrisa y dijo:

Va bene. —Muy bien.

—Ermanno quiere reanudar sus estudios en la universidad la semana que viene —dijo Luigi.

—Ya me lo imaginaba —dijo Marco, en inglés.

Francesca encendió otro cigarrillo y comprimió a su alrededor sus rojos labios carnosos. Después exhaló una enorme nube de humo y dijo:

—Bueno, ¿qué tal va su italiano?

Era una voz recia y casi ronca, enriquecida sin duda por sus años de fumadora. Su inglés era lento, refinado y sin el menor acento.

—Terrible —contestó Marco.

—Lo está haciendo muy bien —dijo Luigi.

El camarero sirvió una botella de agua mineral y repartió tres menús. La signora desapareció detrás del suyo. Marco siguió su ejemplo. Los tres estudiaron los platos en silencio sin prestarse la menor atención.

Cuando posaron finalmente los menús, la mujer le dijo a Marco:

—Me gustaría oírle pedir los platos en italiano.

—No hay inconveniente —dijo Marco. Buscó algunas cosas que pudiera pronunciar sin provocar la risa de los demás. Se acercó el camarero con un lápiz y Marco le dijo—: Si, allora, vorrei un’insalata di pomodori e una mezzaporzione di lasagna. —Sí, mire, quisiera una ensalada de tomate y media ración de lasaña.

Se alegró una vez más de la existencia de delicias transatlánticas como los espaguetis, la lasaña, los raviolis y las pizzas.

Non c’é male —dijo ella. No está mal.

Ella y Luigi dejaron de fumar cuando llegaron las ensaladas. El hecho de comer les permitió hacer una pausa en su embarazosa conversación. No pidieron vino, pese a ser muy necesario.

El pasado de Marco, el presente de la mujer y la confusa ocupación de Luigi eran temas prohibidos, por lo que los tres fluctuaron y serpearon por la comida en una conversación intrascendente acerca del tiempo, por suerte casi toda en inglés.

Cuando se terminaron de beber los espressos, Luigi tomó la cuenta y abandonaron a toda prisa el restaurante. Aprovechando un momento en que Francesca no miraba, Luigi le deslizó un sobre a Marco diciendo:

—Aquí tienes unos cuantos euros.

Grazie.

La nevada había cesado y brillaba un radiante sol. Luigi los dejó en la Piazza Maggiore y desapareció como sólo él era capaz. Caminaron un rato en silencio hasta que ella dijo:

Che cosa vorrebbe vedere? —¿Qué le gustaría ver?

Marco aún no había entrado en la catedral, la basílica de San Petronio. Subieron las amplias gradas de la entrada y se detuvieron.

—Es un edificio hermoso y triste a la vez —dijo ella en inglés, por primera vez con un ligero acento británico—. Lo concibió el municipio como templo cívico, no como catedral, en oposición directa al Papa de Roma. Según el proyecto original tenía que ser todavía más grande que la basílica de San Pedro, pero los planes se fueron reduciendo por el camino. Roma se opuso, desvió el dinero hacia otros usos y parte del mismo se utilizó en la fundación de la universidad.

—¿Cuándo se construyó? —preguntó Marco.

—Dígalo en italiano —lo instruyó ella.

—No puedo.

—Pues escuche: Quando é stata costruita? Repítamelo.

Marco lo repitió cuatro veces antes de que ella se diera por satisfecha.

—No creo ni en los libros ni en las cintas ni en nada de todo eso —dijo ella mientras ambos seguían contemplando la parte superior del inmenso templo—. Creo en conversación y más conversación. Para aprender a hablar un idioma, hay que hablarlo y hablarlo, exactamente igual que cuando se es pequeño.

—¿Dónde aprendió usted inglés? —preguntó Marco.

—No le puedo contestar. Me han ordenado no decir nada acerca de mi pasado. Ni del suyo tampoco.

Por una décima de segundo, Marco estuvo a punto de dar media vuelta y alejarse. Estaba harto de las personas que no podían hablar con él, que esquivaban sus preguntas, que se comportaban como si todo el mundo estuviera lleno de espías. Estaba harto de los juegos.

Era un hombre libre, se repetía una y otra vez, completamente libre de ir y venir a su antojo y de tomar las decisiones que considerara convenientes. Si se hartaba de Luigi, Ermanno y ahora de la signara Ferro, les podía decir a todos, en italiano, que se atragantaran con un panino.

—La empezaron en 1390 y todo fue muy bien durante los primeros cien años aproximadamente —dijo ella. El tercio inferior de la fachada era de un precioso mármol rosa; los dos tercios superiores de feo ladrillo marrón sin recubrimiento de mármol—. Después vinieron las dificultades. Es evidente que la fachada jamás se terminó.

—No es especialmente bonita.

—No, pero resulta intrigante. ¿Le apetece verla por dentro?

¿Qué otra cosa podía hacer en las tres horas siguientes?

Certamente —contestó.

Subieron las gradas y se detuvieron delante de la puerta principal. Francesca miró un letrero y dijo:

Mi dica. —Dígame—. ¿A qué hora cierra la iglesia?

Marco frunció el entrecejo, ensayó unas palabras y contestó:

La chiesa chinde alie sei. —La iglesia cierra a las seis. —Ripeta.

Lo repitió tres veces antes de que ella diera la frase por buena y luego entraron.

—Está dedicada a Petronio, el santo patrón de Bolonia —dijo Francesca en voz baja.

La nave central del templo era lo bastante grande como para disputar en ella un partido de hockey con una multitud a ambos lados.

—Es enorme —dijo Marco, impresionado.

—Sí, y eso que es sólo una cuarta parte del proyecto inicial. Una vez más, el Papa tuvo miedo y ejerció una cierta presión. Costó mucho dinero público y, al final, la gente se hartó del edificio.

—Pero no deja de ser impresionante.

Marco reparó en que estaban conversando en inglés, cosa que a él le iba de perlas.

—¿Quiere hacer el recorrido largo o el corto? —preguntó Francesca.

Aunque dentro hacía casi tanto frío como fuera, la signora Ferro parecía haberse ablandado ligeramente.

—La profesora es usted —contestó él.

Fueron hacia la izquierda y esperaron a que un grupito de turistas japoneses terminara de contemplar una espaciosa cripta de mármol. Exceptuando a los japoneses, la basílica estaba desierta. Era un viernes de febrero, fuera de temporada turística. Entrada la tarde, Marco averiguaría que la actividad de la temporada turística de Francesca era más bien escasa durante los meses invernales. Semejante confesión fue el único dato personal que ella le facilitó.

Puesto que el trabajo escaseaba, Francesca no tenía demasiado interés en visitar a toda prisa la basílica de San Petronio. Vieron cada una de las veintidós capillas laterales y admiraron casi todas las pinturas, imágenes, vidrieras y frescos. Las capillas habían sido construidas a lo largo de los siglos por acaudaladas familias boloñesas que habían pagado elevadas sumas a cambio de la creación de obras de arte en su memoria. Su construcción era una historia de la ciudad y Francesca se la conocía al dedillo. Le mostró la calavera perfectamente conservada de san Petronio, orgullosamente colocada en un altar, y un reloj astrológico creado en 1655 por dos científicos que se habían basado directamente en los estudios de Galileo en la universidad.

Aunque a ratos se aburriera con la complejidad de los cuadros y las esculturas y se viera desbordado por nombres y fechas, Marco siguió valerosamente el lento recorrido por la colosal estructura. Su voz lo cautivaba tanto como su lenta y suave dicción y su refinado inglés.

Mucho después de que los japoneses hubieran abandonado el templo, ambos regresaron a la puerta principal y ella preguntó:

—¿Le parece suficiente?

—Sí.

Salieron al exterior y Francesca encendió inmediatamente un cigarrillo.

—¿Qué tal un cafetito? —dijo él.

—Conozco un lugar ideal.

Marco cruzó con ella la calle en dirección a Via Clavature. Caminaron unos pasos y entraron en el Rosa Rose.

—Es el mejor cappuccino de la plaza —le aseguró Francesca mientras pedía dos en la barra.

Marco iba a preguntarle acerca de la prohibición italiana de beber cappuccinos pasadas las diez y media de la mañana, pero lo pasó por alto. Mientras esperaban, ella se quitó cuidadosamente los guantes de cuero, la bufanda y el abrigo. Puede que aquel café durara un buen rato.

Se sentaron a una mesa cerca de la ventana de la fachada. Ella se echó dos terrones y removió hasta la perfección. Llevaba tres horas sin sonreír y Marco no esperaba ya una sonrisa.

—Tengo una copia del material que está utilizando con el otro profesor —dijo, alargando la mano hacia los cigarrillos.

—Ermanno.

—Quienquiera que sea, no lo conozco. Le sugiero que cada tarde conversemos basándonos en lo que usted haya estudiado por la mañana.

Marco no estaba en condiciones de discutir nada de lo que ella le aconsejara.

—Me parece muy bien —dijo, encogiéndose de hombros.

Ella encendió un cigarrillo y tomó un sorbo de café.

—¿Qué le ha dicho Luigi de mí? —le preguntó Marco.

—No demasiado. Que es canadiense. Que se está tomando unas largas vacaciones en Italia y que quiere estudiar el idioma. ¿Es cierto?

—¿Me está haciendo preguntas personales?

—No, simplemente le he preguntado si es cierto.

—Es cierto.

—No es asunto mío preocuparme por estas cuestiones.

—No le he pedido que se preocupe.

La vio como una estoica testigo en el estrado, sentada con arrogancia delante del jurado, convencida hasta la médula de que no se doblegaría ni se vendría abajo a pesar del fuego cruzado de la repregunta. Dominaba ese aire displicente tan propio de las mujeres europeas. Mantenía el cigarrillo muy cerca de su rostro y estudiaba todo lo que ocurría en la acera sin ver nada.

La charla intrascendente no era su especialidad.

—¿Está usted casada? —preguntó Marco en su primer intento de repregunta.

Un gruñido y una sonrisa forzada.

—He recibido órdenes, señor Lazzeri.

—Por favor, llámeme Marco. Y yo a usted, ¿cómo tengo que llamarla?

Signora Ferro bastará por ahora.

—Pero tiene usted diez años menos que yo.

—Aquí las cosas son más convencionales, señor Lazzeri.

—Ya veo.

Francesca apagó el cigarrillo, tomó otro sorbo y fue al grano.

—Hoy es su día libre, señor Lazzeri. Acabamos de hablar inglés por última vez. La siguiente lección será exclusivamente en italiano.

—Muy bien, pero me gustaría que tuviera usted en cuenta una cosa. No me está haciendo ningún favor, ¿de acuerdo? Le pagan por ello. Ésta es su profesión. Yo soy un turista canadiense con mucho tiempo libre y, si no nos llevamos bien, me buscaré a otra persona para estudiar.

—¿Lo he ofendido?

—Podría sonreír un poco más.

Ella asintió levemente con la cabeza y se le humedecieron inmediatamente los ojos. Apartó la mirada hacia la ventana y dijo:

—Tengo tan pocas cosas por las que sonreír…