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La ceremonia en honor de Robert Critz se celebró en un mausoleo que parecía un club de campo, en un lujoso barrio residencial de Filadelfia, la ciudad donde había nacido pero que él había evitado visitar por lo menos en los últimos treinta años. Había muerto sin testamento y sin ninguna disposición final. La pobre señora Critz tuvo que ocuparse de trasladarlo a casa desde Londres y de deshacerse debidamente de él. Un hijo propuso la idea de la incineración y la colocación en un bonito nicho de mármol bien protegido de las inclemencias del tiempo. A aquellas alturas, la señora Critz hubiese accedido a casi cualquier cosa. El hecho de sobrevolar durante siete horas el Atlántico (en una litera) con los restos de su marido situados en algún lugar debajo de ella en una caja especialmente diseñada para el traslado aéreo de seres humanos muertos había estado casi a punto de hacerle perder los nervios. Después se había tenido que enfrentar con el caos del aeropuerto, donde no había nadie para recibirla ni asumir la responsabilidad de la situación. ¡Qué desastre!

La ceremonia era sólo por invitación, una condición impuesta por el ex presidente Arthur Morgan, el cual, tras haberse pasado escasamente dos semanas en Barbados no estaba dispuesto a regresar y que lo viera alguien. En caso de que estuviera sinceramente apenado por la muerte de su amigo de toda la vida, no lo dejaba traslucir. Había discutido tanto los detalles de la ceremonia con la familia Critz que, al final, casi le habían pedido que no asistiera.

La fecha se había modificado a causa de Morgan. El orden de la ceremonia no era de su agrado. Accedió a regañadientes a pronunciar un discurso de alabanza, pero sólo en caso de que fuese muy breve. Lo cierto era que jamás le había gustado la señora Critz ni él a ella.

Al reducido círculo de amigos y a la familia les resultaba imposible creer que Robert Critz se hubiera emborrachado en un pub de Londres hasta el extremo de caminar haciendo eses por una bulliciosa calle y caer delante de un automóvil. Cuando el resultado de la autopsia reveló una significativa cantidad de heroína, la señora Critz se llevó tal disgusto que insistió en que el informe se sellara y enterrara. Se había negado a hablarles a sus hijos del narcótico. Estaba absolutamente segura de que su marido jamás había tocado una droga ilegal —bebía demasiado, aunque eso muy pocas personas lo sabían—, pero, a pesar de ello, estaba firmemente decidida a proteger su buen nombre.

La policía de Londres había accedido de buen grado a guardar los resultados de la autopsia y archivar el caso. Habían hecho preguntas, naturalmente, pero estaban muy ocupados con otros casos y, además, tenían una viuda deseosa de regresar a casa y olvidarlo todo.

La ceremonia comenzó a las dos de la tarde de un jueves —la hora también la había decidido Morgan para que su jet privado pudiera volar sin escalas desde Barbados al Aeropuerto Internacional de Filadelfia— y duró una hora. Se habían cursado invitaciones a ochenta y dos personas y se presentaron cincuenta y una, casi todas ellas más interesadas en ver al presidente Morgan que en despedirse del viejo Critz. La presidió un pastor semiprotestante de nadie sabía exactamente qué secta. Critz llevaba cuarenta años sin ver el interior de una iglesia como no fuera para asistir a bodas o funerales. El pastor se enfrentó con la difícil tarea de evocar el recuerdo de un hombre al que jamás había conocido y, por más que lo intentó, sus esfuerzos resultaron infructuosos. Leyó unos pasajes de los Salmos. Pronunció una vaga plegaria que igual hubiese servido para un diácono que para un asesino en serie. Dedicó unas palabras de consuelo a la familia, cuyos miembros eran para él unos perfectos desconocidos.

Más que una sentida despedida, la ceremonia fue tan fría como las paredes de mármol gris de la falsa capilla. Morgan, con un bronceado ridículo para el mes de febrero, trató de halagar al reducido grupo con algunas anécdotas acerca de su viejo amigo, pero no pudo disimular la indiferencia de alguien que hace las cosas por simple compromiso y está deseando desesperadamente regresar a su jet.

Las horas pasadas bajo el sol del Caribe habían convencido a Morgan de que la culpa de la desastrosa campaña de su reelección se podía atribuir exclusivamente a Robert Critz. No le había revelado a nadie sus conclusiones; en realidad, no tenía a nadie en quien confiar, pues en la mansión de la playa no estaban más que él y los sirvientes nativos que lo atendían. Pero ya estaba empezando a sentir rencor y a poner en tela de juicio su amistad.

No se entretuvo con la gente cuando la ceremonia empezó a perder fuelle y terminó de una vez. Ofreció los preceptivos abrazos a la señora Critz y a sus hijos, habló brevemente con algunos viejos amigos, prometió verlos al cabo de unas semanas y se marchó precipitadamente en compañía de su obligatoria escolta del Servicio Secreto. Las cámaras de los noticiarios llevaban mucho rato esperando al otro lado de la valla del recinto, pero no pudieron captar ninguna imagen del ex presidente, que permanecía agachado en la parte trasera de una de las dos camionetas negras. Cinco horas más tarde ya se encontraba junto a la piscina contemplando otro ocaso caribeño.

A pesar de que la ceremonia había interesado a un reducido número de personas, éstas habían sido cuidadosamente observadas por otras. En su transcurso, Teddy Maynard recibió una lista de los cincuenta y un asistentes. No había ningún sospechoso. Ningún nombre dio lugar a que alguien enarcara una ceja.

El asesinato había sido limpio. La autopsia estaba enterrada gracias en parte a la señora Critz y gracias en parte a unos hilos de los que se había tirado a un nivel mucho más alto en la policía de Londres.

El cuerpo se había convertido en ceniza y el mundo no tardaría en olvidarse de Robert Critz. Su estúpida incursión en la desaparición de Backman había terminado sin causar el menor daño al plan.

El FBI había tratado infructuosamente de instalar una cámara oculta en el interior de la capilla. El propietario se había opuesto y después se había negado a doblegarse a pesar de la enorme presión ejercida sobre él. Permitió la instalación de cámaras ocultas en el exterior, que ofrecieron primeros planos de todos los asistentes entrando y saliendo. Las imágenes en directo se montaron y, una hora después de la ceremonia, el director ya disponía de información.

La víspera de la muerte de Robert Critz, el FBI recibió una noticia sorprendente. Era completamente inesperada, libremente facilitada por un desesperado empresario que se enfrentaba a treinta años de condena por estafa en una prisión federal. Era el gerente de una importante sociedad de inversión inmobiliaria que había sido sorprendido apropiándose de las cuotas de los clientes; uno de los muchos escándalos de Wall Street de unos cuantos miles de millones de dólares. Pero al parecer la sociedad pertenecía a una camarilla bancaria internacional y, a lo largo de los años, el estafador se había ido abriendo paso hasta el núcleo de la organización. Gracias en buena parte a su talento para birlar, la inversión era tan rentable que los beneficios no podían pasar inadvertidos. Fue nombrado por votación miembro de la junta directiva y le regalaron una vivienda de lujo en Bermuda, el cuartel general de su discretísima empresa.

En su desesperación por evitar pasarse el resto de la vida en la cárcel, se mostró dispuesto a revelar ciertos secretos. Secretos bancarios. Basura de paraísos fiscales. Aseguró poder demostrar que el ex presidente Morgan, durante el último día de su mandato, había vendido por lo menos un indulto por tres millones de dólares. El dinero había sido telegrafiado desde un banco de Gran Caimán a un banco de Singapur, ambos controlados en secreto por la camarilla que él acababa de abandonar. El dinero aún permanecía escondido en Singapur, en una cuenta abierta por una empresa que, en realidad, era propiedad de un viejo compinche de Morgan. El dinero, según el confidente, estaba destinado a Morgan.

Una vez confirmadas por el FBI las transferencias y las cuentas, se puso inmediatamente un acuerdo sobre la mesa. El estafador se enfrentaba ahora a sólo dos años de cómodo arresto domiciliario. El hecho de que se hubiera pagado dinero en efectivo a cambio de un indulto presidencial era un delito tan escandaloso que en el edificio Hoover se convirtió en una prioridad.

El confidente no pudo decir a quién pertenecía el dinero que había abandonado Gran Caimán, pero al FBI le resultaba de todo punto evidente que sólo dos de los indultados por Morgan tenían capacidad para pagar semejante soborno. El primero y más probable era el duque de Mongo, el anciano multimillonario con el récord de dólares defraudados al fisco, por lo menos por una persona física. El récord de una empresa era todavía objeto de discusión. Pero el confidente tenía casi la certeza de que Mongo no estaba implicado, pues ya tenía una larga y desagradable historia con los bancos en cuestión. Prefería los suizos, cosa que fue comprobada por el FBI.

El segundo sospechoso era, naturalmente, Joel Backman. Podía esperarse semejante soborno de alguien como Backman. A pesar de que el FBI había creído durante muchos años que no tenía una fortuna oculta, siempre había habido alguna duda. En su época de intermediario había mantenido relaciones con bancos, tanto de Suiza como del Caribe. Había tejido una red oculta de amigos y contactos en lugares clave. Sobornos, recompensas, aportaciones a campañas, honorarios de sus actividades en representación de lobbys… Todo era territorio conocido para el intermediario.

El director del FBI era un alma atormentada llamada Anthony Price. Hacía tres años que había sido nombrado para el cargo por el presidente Morgan, que seis meses después había tratado de despedirlo. Price pidió más tiempo y lo consiguió, pero ambos discutían constantemente. Por alguna razón que nunca lograba recordar exactamente, Price también había decidido demostrar su hombría midiéndose con Teddy Maynard. Teddy no había perdido muchas batallas en la guerra secreta de la CIA contra el FBI y no le tenía ningún miedo a Anthony Price, el último de una larga lista de inútiles.

Pero Teddy no sabía nada acerca de la conspiración del dinero-a-cambio-de-un-indulto que ahora consumía al director del FBI. El nuevo presidente había jurado librarse de Anthony Price y dar un nuevo impulso a la agencia. También había prometido echar finalmente a Maynard, pero semejantes amenazas ya se habían oído muchas veces en Washington.

De repente, a Price se le ofrecía la espléndida oportunidad de asegurarse el cargo y eliminar a ser posible al mismo tiempo a Maynard. Acudió a la Casa Blanca e informó al asesor de segundad nacional, confirmado en su puesto la víspera, acerca de la cuenta sospechosa de Singapur. En su informe implicaba al ex presidente Morgan. Señalaba la necesidad de localizar a Joel Backman y remolcarlo de nuevo a Estados Unidos para ser interrogado y posiblemente acusado. En caso de que se demostrara la veracidad de los hechos, estallaría un escándalo descomunal de magnitud histórica.

El asesor de seguridad nacional escuchó con atención. Una vez recibido el informe, acudió directamente al despacho del vicepresidente, mandó retirarse a los funcionarios, cerró la puerta y reveló todo lo que acababa de oír. Ambos se lo comunicaron al presidente.

Como de costumbre, las relaciones entre el nuevo inquilino del Despacho Oval y su predecesor no eran muy cordiales. Las campañas de ambos se habían caracterizado por las mismas mezquindades y jugarretas que ya se habían convertido en un comportamiento habitual de la política estadounidense. Incluso después de una aplastante victoria de proporciones históricas y de la emoción de llegar a la Casa Blanca, el nuevo presidente no estaba muy dispuesto a elevarse por encima del fango. Adoraba la idea de humillar una vez más a Arthur Morgan. Ya se imaginaba a sí mismo, después de un sensacional juicio y un veredicto de culpabilidad, entrando en escena en el último minuto con un indulto de su propia cosecha para salvar la imagen de la presidencia.

¡Menudo momento!

A las seis de la mañana siguiente, el vicepresidente fue conducido en su habitual caravana armada al cuartel general de la CIA en Langley. El director Maynard había sido llamado a la Casa Blanca, pero, temiendo alguna estratagema, se había excusado alegando que sufría de vértigo y los médicos le habían ordenado permanecer en su despacho. A menudo dormía y comía allí, sobre todo cuando su vértigo se intensificaba y lo dejaba aturdido. El vértigo era uno de los achaques que solía utilizar con más frecuencia.

La reunión fue muy breve. Teddy estaba sentado tras su larga mesa de reuniones, en la silla de ruedas, envuelto en mantas y con Hoby a su lado. El vicepresidente entró con un ayudante y, tras una breve y embarazosa charla intrascendente acerca de la nueva Administración y demás, dijo:

—Señor Maynard, estoy aquí en nombre del presidente.

—Por supuesto que sí —dijo Teddy con una sonrisa forzada.

Estaba esperando que lo despidieran; finalmente, después de dieciocho años y de numerosas amenazas, había llegado el momento. Finalmente, un presidente con agallas para sustituir a Teddy Maynard. Éste ya había preparado a Hoby para el momento. Mientras esperaban al vicepresidente, Teddy había expresado sus temores.

Hoby garabateaba notas en su habitual cuaderno de apuntes tamaño folio, a la espera de escribir las palabras que llevaba muchos años temiendo: «Señor Maynard, el presidente exige su dimisión».

En lugar de eso, el vicepresidente dijo algo completamente inesperado:

—Señor Maynard, el presidente quiere noticias acerca de Joel Backman.

Teddy Maynard jamás se acobardaba.

—¿A propósito de qué? —replicó sin vacilar.

—Quiere saber dónde está y cuánto tiempo se tardará en devolverlo a casa.

—¿Porqué?

—No puedo decirlo.

—Pues entonces, yo tampoco.

—Es muy importante para el presidente.

—Lo comprendo. Pero es que ahora mismo el señor Backman es muy importante para nuestras operaciones.

El vicepresidente fue quien primero parpadeó. Miró a su ayudante, ocupado en la tarea de tomar notas y, por tanto, completamente inservible. Bajo ninguna circunstancia le revelarían a la CIA los datos acerca de las transferencias telegráficas y los sobornos a cambio de indultos. Teddy encontraría la manera de utilizar la información en su propio beneficio. Les robaría el valioso dato y sobreviviría un día más. Pues no, señor, o Teddy jugaba con ellos a la pelota o finalmente lo despedían.

El vicepresidente se inclinó un poco más hacia delante, apoyándose en los codos, y dijo:

—El presidente no piensa llegar a ninguna solución de compromiso acerca de este asunto, señor Maynard. Quiere esta información y muy pronto la tendrá. De lo contrario, pedirá su dimisión.

—No se la presentaré.

—¿Hace falta que le recuerde que usted ocupa el cargo porque él así lo quiere?

—No hace falta.

—Muy bien. Las líneas de actuación están claras. O usted se presenta en la Casa Blanca con el expediente de Backman y lo discute largo y tendido con nosotros, o la CIA no tardará en tener un nuevo director.

—Semejante contundencia es insólita en los de su calaña, señor, con el debido respeto.

—Me lo tomo como un cumplido.

La reunión había terminado.

Con tantas filtraciones como una vieja presa, el edificio Hoover prácticamente rezumaba chismorreos que invadían las calles de Washington. Y allí estaba para recogerlos, entre otros muchos, Dan Sandberg, del Washington Post. Sin embargo, sus fuentes eran mucho mejores que las del habitual periodista de investigación, por lo que no tardó en oler el rastro del escándalo del indulto. Introdujo a un viejo topo en la nueva Casa Blanca y obtuvo una confirmación parcial. El perfil de la historia empezaba a adquirir forma, pero Sandberg sabía que resultaría prácticamente imposible confirmar los detalles más escabrosos. No tendría ninguna posibilidad de ver las pruebas de la transferencia telegráfica.

Pero, si la historia era cierta —un presidente en funciones vendiendo indultos a cambio de elevadas cantidades en efectivo para su jubilación—, Sandberg no imaginaba una noticia más sensacional. Un ex presidente acusado, sometido a juicio y tal vez condenado y enviado a la cárcel. Era algo impensable.

Se encontraba sentado a su desordenado escritorio cuando recibió la llamada de Londres. Era de un viejo amigo, otro reportero de mucho calado que escribía para The Guardian. Ambos hablaron unos cuantos minutos acerca de la nueva Administración, el tema oficial en Washington. A fin de cuentas, se encontraban a principios de febrero, las calles estaban cubiertas de nieve y el Congreso estaba hundido hasta el cuello en el cenagal de las tareas anuales de sus comités. La vida era relativamente lenta y no había mucho más de qué hablar.

—¿Hay algo acerca de la muerte de Bob Critz? —preguntó su amigo.

—No, sólo un funeral ayer —contestó Sandberg—. ¿Por qué?

—Sólo unas preguntas sobre cómo murió el pobre hombre, ¿sabes? Eso y el hecho de no tener acceso a la autopsia.

—¿Qué clase de preguntas? Yo pensaba que el caso se había cerrado.

—Tal vez, pero se cerró demasiado rápido. Nada concreto, que conste, pero quería saber si había ocurrido algo por ahí.

—Haré unas cuantas llamadas —dijo Sandberg, empezando a sospechar en serio.

—Hazlo. Hablemos dentro de uno o dos días.

Sandberg colgó y contempló la pantalla en blanco de su monitor. Critz tenía que estar cuando Morgan había concedido sus indultos de último momento. Dada la paranoia de ambos, lo más probable era que sólo Critz hubiera estado en el Despacho Oval con Morgan cuando se tomaron las decisiones y se firmaron los documentos.

Tal vez Critz sabía demasiado.

Tres horas más tarde, Sandberg despegó de Dulles rumbo a Londres.