La lezione a piedi —lección a pie— continuó al día siguiente cuando Marco se rebeló después de media hora de aburrida gramática sacada directamente del libro de texto y exigió salir a dar un paseo.
—Ma devi imparare la grammatica —insistía Ermanno. Tienes que aprenderte la gramática.
Marco ya se estaba poniendo el abrigo.
—En eso te equivocas, Ermanno. Yo necesito una conversación real, no estructuras de frases.
—Sonó io l’insegnante. —El profesor soy yo.
—Vamos. Andiamo. Bolonia nos espera. Las calles están llenas de alegres jóvenes, en el aire se perciben los sonidos de tu lengua, esperando a que yo los asimile. —Al ver que Ermanno dudaba, Marcó sonrió y le dijo—: Por favor, amigo mío. Llevo seis años encerrado en una pequeña celda aproximadamente del mismo tamaño que este apartamento. No puedes pretender que me quede aquí. Ahí fuera hay una ciudad vibrante. Vamos a explorarla.
Fuera el aire era fresco y vigorizante, no había ni una sola nube en ninguna parte, un precioso día de invierno que había inducido a los apasionados boloñeses a echarse a la calle para hacer recados y mantener largas charlas con los viejos amigos. Se formaban bolsas de intensa conversación cuando los estudiantes de soñolientos ojos se saludaban y las amas de casa se reunían para intercambiar chismes. Ancianos caballeros con abrigo y corbata se estrechaban la mano y después hablaban todos a la vez. Los vendedores callejeros anunciaban a gritos sus últimas gangas.
Pero para Ermanno aquello no era un paseo por el parque. Si su alumno quería conversación, estaba claro que se la tendría que ganar. Señaló y le dijo a Marco, naturalmente en italiano:
—Acércate a aquel policía y pregúntale por dónde se va a la Piazza Maggiore. Apréndete bien las instrucciones y después me las repites.
Marco se acercó muy despacio, murmurando unas palabras y tratando de recordar otras. Siempre empezar con una sonrisa y el saludo apropiado.
—Buon giorno —dijo casi conteniendo la respiración.
—Buon giorno —contestó el policía.
—Mipuó aiutare? —¿Me puede ayudar?
—Certamente.
—Sonó canadese. Non parlo molto bene. —Soy canadiense. No hablo muy bien el italiano. —Allora.
—Vamos a ver.
El policía seguía sonriendo, visiblemente deseoso de echarle una mano.
—Dov’é la Piazza Maggiore?
El policía se volvió y miró a lo lejos hacia el centro de Bolonia. Carraspeó y Marco se preparó para el torrente de instrucciones. Ermanno permanecía de pie a escasa distancia, prestando atención a todo.
Con una cadencia deliciosamente pausada el agente dijo en italiano, gesticulando, naturalmente, tal como hacen todos:
—No está muy lejos. Baje por esta calle, gire a la izquierda por la siguiente, que es la Via Zamboni, y sígala hasta que vea dos torres. Tome por Via Rizzoli y camine tres manzanas.
Marco escuchó con toda atención e intentó repetir cada frase. El policía volvió a repetir pacientemente el ejercicio. Marco le dio las gracias, repitió todo lo que pudo en su fuero interno y después se lo soltó todo a Ermanno.
—Non c’é male —dijo éste. No está mal.
La diversión acababa de empezar. Mientras Marco disfrutaba de su pequeño triunfo, Ermanno empezó a buscar al siguiente profesor involuntario. Lo encontró en un anciano que caminaba lentamente apoyado en un bastón y llevaba un grueso periódico bajo el brazo.
—Pregúntale dónde ha comprado el periódico —le ordenó a su alumno.
Marco se lo tomó con calma, siguió unos pasos al caballero y, cuando creyó que ya tenía a punto las palabras, dijo:
—Buon giorno, scusi. —El anciano se detuvo, le miró y, por un instante, pareció que iba a levantar el bastón y darle a Marco en la cabeza. No contestó con el habitual buon giorno—. Dove ha comprato questo giornale? —¿Dónde ha comprado el periódico?
El viejo contempló el periódico como si fuera de contrabando y después miró a Marco como si lo hubiera insultado. Señaló con la cabeza hacia la izquierda y dijo algo así como «por allí». Y así terminó su participación en la conversación. Mientras el hombre se alejaba arrastrando los pies, Ermanno se situó al lado de Marco y le dijo en inglés:
—No ha habido mucha conversación, ¿eh?
—Más bien no.
Entraron en un pequeño café. Marco se limitó a pedir un espresso. Pero Ermanno no se conformaba con cualquier cosa; quería un café con azúcar pero sin crema de leche y un pastelito de cerezas y le ordenó a Marco que lo pidiera sin equivocarse. Sobre la mesa Ermanno dispersó varios billetes de distintos valores y monedas de cincuenta céntimos y un euro, y ambos practicaron con los números y las cuentas. Después decidió tomarse otro café, esta vez sin azúcar pero con un poco de crema de leche. Marco tomó dos euros y regresó con el café. Contó el cambio.
Después de un breve descanso, regresaron a la calle y dieron un paseo por la Via San Vitale, una de las principales calles de la universidad, con pórticos que cubrían ambas aceras y miles de estudiantes apurando el paso para asistir a clase. Las calles estaban atestadas de bicicletas, el medio de transporte preferido para circular por allí. Ermanno había estudiado tres años en Bolonia, o eso dijo por lo menos, aunque Marco casi no se creía nada de lo que le contaban su profesor o su adiestrador.
—Ésta es la Piazza Verdi —dijo Ermanno, señalando una placita en la que estaba a punto de iniciarse una manifestación de protesta.
Una melenuda reliquia de los años setenta ajustaba un micrófono, preparándose sin duda para denunciar a voz en grito las fechorías cometidas por Estados Unidos en algún lugar del mundo. Sus seguidores trataban de desplegar una enorme pancarta de fabricación casera muy mal pintada cuyo texto ni siquiera Ermanno pudo descifrar. Pero habían llegado demasiado temprano. Los estudiantes estaban medio dormidos y más preocupados por la posibilidad de llegar tarde a clase.
—¿Qué les pasa? —preguntó Marco al pasar por su lado.
—No lo sé muy bien. Algo relacionado con el Banco Mundial. Aquí siempre hay alguna manifestación.
Siguieron adelante en medio de la juvenil muchedumbre, abriéndose paso entre la avalancha de peatones camino del centro.
Luigi se reunió a almorzar con ellos en el restaurante Testerino, cercano a la universidad. Como pagaban la cuenta los contribuyentes estadounidenses, pedía a menudo sin reparar en el precio. Ermanno, el estudiante sin blanca, se sentía incómodo con aquellas extravagancias, pero, siendo italiano, acabó aceptando de buena gana la idea de un prolongado almuerzo. Éste duró dos horas y en su transcurso no se pronunció ni una sola palabra en inglés. El italiano fue lento, metódico y a menudo repetido, pero jamás cedió ante el inglés. A Marco le resultaba difícil disfrutar de una buena comida mientras su cerebro trabajaba a destajo tratando de oír, captar, digerir, comprender y elaborar una respuesta a la última frase que le acababan de lanzar. A menudo la última frase pasaba por su cabeza sin que él hubiera identificado más que una o dos palabras antes de ser repentinamente sustituida por otra. Y sus dos amigos no se lo tomaban a broma. A la menor señal de que Marco no los seguía, de que se limitaba a asentir con la cabeza para que siguieran hablando y él pudiera comerse un bocado, se detenían bruscamente y decían:
—Che cosa Io detto? —¿Qué he dicho?
Marco masticaba unos segundos, tratando de ganar tiempo para pensar en algo —¡en italiano, maldita sea!— que lo sacara del apuro. Sin embargo, estaba aprendiendo a escuchar, a captar las palabras esenciales. Sus dos amigos le habían dicho repetidamente que siempre entendería mucho más de lo que podría decir.
La comida lo salvó. Tuvo especial importancia la diferencia entre tortellini (pequeños raviolis rellenos principalmente de carne de cerdo) y tortelloni (raviolis más grandes rellenos principalmente de requesón). El chef, al percatarse de que Marco era un canadiense muy interesado en la gastronomía boloñesa, insistió en servirle los dos platos. Como siempre, Luigi explicó que ambos eran creaciones exclusivas de los grandes chefs de Bolonia.
Marco se limitó a comer, haciendo todo lo posible por devorar las deliciosas raciones mientras procuraba evitar el italiano.
Al cabo de dos horas, Marco insistió en tomarse un descanso. Se bebió su segundo espresso y se despidió. Los dejó delante del restaurante y se fue solo. Le silbaban los oídos y la cabeza le daba vueltas a causa del esfuerzo.
Se desvió dos manzanas de Via Rizzoli. Y lo volvió a hacer para asegurarse de que nadie lo seguía. Las largas aceras porticadas eran ideales para agacharse y esconderse. Cuando se volvieron a llenar de estudiantes cruzó la Piazza Verdi, donde la protesta contra el Banco Mundial había cedido paso a un encendido discurso que, por una vez, hizo que Marco se alegrara enormemente de no entender el italiano. Se detuvo en el número 22 de Via Zamboni y una vez más contempló la impresionante puerta de madera maciza que daba acceso a la Facultad de Derecho. La cruzó haciendo todo lo posible por aparentar naturalidad. No había ningún directorio a la vista, pero en un tablón de anuncios estudiantil se ofrecían apartamentos, libros, compañía, prácticamente de todo, incluido un programa de estudios estivales en la Wake Forest Law School.
Al otro lado del vestíbulo el edificio se abría a un patio al aire libre donde los estudiantes se reunían charlando por los móviles y conversando mientras aguardaban el comienzo de las clases.
Le llamó la atención una escalera situada a su izquierda. Subió al segundo piso, donde al final encontró una especie de directorio. Comprendió la palabra uffici y bajó por un pasillo pasando por delante de dos aulas hasta encontrar los despachos de la facultad. Casi todos tenían nombre, pero algunos no. El último pertenecía a Rudolph Viscovitch, hasta entonces el único apellido no italiano del edificio. Marco llamó con los nudillos y nadie contestó. Giró el pomo pero la puerta estaba cerrada con llave. Se sacó del bolsillo del abrigo una hoja de papel del Campeol de Treviso y garabateó una nota:
Querido Rudolph:
Pasaba por el campus, tropecé con su despacho y quería saludarlo. Puede que lo vuelva a ver en el bar Fontana. Disfruté de nuestra charla de ayer. Es bonito oír inglés de vez en cuando. Su amigo canadiense, Marco Lazzeri.
Lo deslizó por debajo de la puerta y bajó por la escalera detrás de un grupo de estudiantes. Una vez en Via Zamboni, echó a andar sin rumbo fijo. Se detuvo a tomar un gelato y después regresó sin prisa a su hotel. Su oscuro cuartito estaba demasiado frío para echar una siesta. Se prometió volver a quejarse a su adiestrador. El almuerzo había costado más que tres noches de su habitación. Seguro que Luigi y los que estaban por encima de él podían permitirse pagar un sitio un poco mejor.
Volvió con paso cansino al apartamento-armario de Ermanno para la sesión de la tarde.
Luigi esperó pacientemente en la Céntrale de Bolonia la llegada del Eurostar directo de Milán. La estación de trenes estaba relativamente tranquila durante la pausa que precedía a la hora punta de las cinco de la tarde. A las 3.35, cumpliendo exactamente el horario, la aerodinámica bala entró con un silbido para efectuar una rápida parada y Whitaker bajó de un salto al andén.
Puesto que Whitaker nunca sonreía, ambos apenas se saludaron. Tras un indiferente apretón de manos, se dirigieron al Fiat de Luigi.
—¿Qué tal tu chico? —preguntó Whitaker en cuanto cerró la portezuela.
—Lo está haciendo muy bien —contestó Luigi mientras ponía el motor en marcha y se alejaba del lugar—. Estudia muy duro. No tiene mucho más que hacer.
—¿Y se queda en su sitio?
—Sí. Le gusta pasear por la ciudad, pero teme alejarse demasiado. Además, no tiene dinero.
—Mantenedlo sin un céntimo. ¿Qué tal va su italiano?
—Aprende muy rápido. —Se encontraban en la Via della Indipendenza, una ancha calle que los estaba llevando directamente hacia el sur, al centro de la ciudad—. Está muy motivado.
—¿Tiene miedo?
—Creo que sí.
—Es listo y es un manipulador, Luigi, no lo olvides. Y, precisamente porque es listo, tiene también mucho miedo. Sabe que corre peligro.
—Le conté lo de Critz.
—¿Y qué?
—Se quedó perplejo.
—¿No se asustó?
—Sí, creo que sí. ¿Quién se cargó a Critz?
—Supongo que nosotros, pero eso nunca se sabe. ¿Está preparada la casa franca?
—Sí.
—Muy bien. Vamos a ver el apartamento de Marco.
Via Fondazza era una tranquila calle residencial situada en el extremo suroriental del casco antiguo, a pocas manzanas del barrio universitario. Como en el resto de Bolonia, las aceras de ambos lados de la calle eran porticadas. Las puertas de las casas y los apartamentos se abrían directamente a las aceras. Casi todos los edificios tenían placas de latón al lado de los porteros electrónicos, pero el 112 de Via Fondazza no. Carecía de placa y estaba alquilado desde hacía tres años a un misterioso hombre de negocios de Milán que pagaba el alquiler pero raras veces lo utilizaba. Whitaker llevaba más de un año sin verlo; tampoco es que fuera muy interesante. Era un sencillo apartamento de unos ciento ochenta metros cuadrados y cuatro habitaciones sucintamente amuebladas. Costaba 1200 euros al mes. Era un piso franco, más o menos; uno de los tres que en aquellos momentos tenía bajo su control en el norte de Italia.
Constaba de dos dormitorios, una pequeña cocina y una sala de estar con un sofá, un escritorio, dos sillones de cuero y ningún televisor. Luigi señaló el teléfono y ambos comentaron casi en lenguaje cifrado las características del dispositivo de grabación que se había instalado, indetectable. Había dos micrófonos ocultos en cada habitación, potentes aparatos que captaban cualquier sonido. Había también dos cámaras microscópicas: una oculta en una rendija de un viejo azulejo, en la parte superior del estudio, desde donde se podía ver la puerta principal. La otra estaba escondida en un barato aplique de la pared de la cocina y permitía ver con toda claridad la puerta trasera.
No vigilarían el dormitorio, cosa de la cual Luigi dijo alegrarse. En caso de que Marco consiguiera encontrar a una mujer dispuesta a visitarle, la podrían captar entrando y saliendo con la cámara del estudio y eso era más que suficiente para Luigi. En caso de que se muriera de aburrimiento, podría accionar un interruptor y escuchar para divertirse.
El piso franco estaba separado de otro apartamento por una gruesa pared de piedra. Luigi se alojaba en la puerta contigua, en una vivienda de cinco habitaciones ligeramente más grande que la de Marco. Su puerta trasera daba a un jardincillo invisible desde el piso franco; así nadie sabía sus movimientos. La cocina había sido transformada en un cuarto de vigilancia de alta tecnología desde el que podía accionar una cámara siempre que quisiera y echar un vistazo a lo que ocurría en la puerta de al lado.
—¿Estudiarán aquí? —preguntó Whitaker.
—Sí. Creo que es suficientemente seguro. Además, yo puedo controlar las cosas.
Whitaker volvió a recorrer cada una de las habitaciones. Cuando ya hubo visto suficiente, preguntó:
—¿Todo a punto en la puerta de al lado?
—Todo. Me he pasado las últimas dos noches allí. Estamos preparados.
—¿Con cuánta rapidez lo puedes trasladar?
—Esta misma tarde.
—Muy bien. Vamos a ver al chico.
Echaron a andar hacia el norte hasta el final de Via Fondazza y después hacia el noroeste por una calle más ancha, la Strada Maggiore. El lugar de la cita era un pequeño café llamado Lestre’s. Luigi tomó un periódico y se sentó solo a una mesa, Whitaker tomó otro periódico y se sentó muy cerca de él. Ninguno prestaba atención al otro. A las cuatro y media en punto, Ermanno y su alumno entraron a beberse un rápido espresso con Luigi.
En cuanto se hubieron saludado y quitado los abrigos, Luigi preguntó:
—¿Estás cansado del italiano, Marco?
—Estoy harto de él —contestó Marco sonriendo.
—Muy bien. Hablemos en inglés.
—Que Dios te bendiga.
Whitaker, sentado a un metro y medio de distancia, parcialmente escondido detrás del periódico, fumaba un cigarrillo como si no tuviera el menor interés por ninguno de quienes lo rodeaban. Como es natural, conocía a Ermanno, pero jamás lo había visto. Marco era otra historia.
Aproximadamente unos doce años antes, Whitaker había estado en Washington haciendo un trabajo en Langley, en la época en que todo el mundo conocía al intermediario. Recordaba a Joel Backman como una fuerza política que dedicaba casi tanto tiempo a cultivar su egocéntrica imagen como a representar a sus importantes clientes. Era el epítome del dinero y el poder, el influyente personaje capaz de avasallar, engatusar y soltar el suficiente dinero como para conseguir cualquier cosa que se propusiera.
Era asombroso lo que seis años en la cárcel podían hacer. Ahora estaba muy delgado y tenía un aspecto muy europeo con sus gafas Armani. Le estaban empezando a salir canas en la barba. Whitaker estaba seguro de que prácticamente nadie del otro lado del Atlántico hubiese podido entrar en el Lestre’s en aquel momento y reconocer a Joel Backman.
Marco sorprendió al hombre situado a un metro y medio de distancia mirándole ligeramente más de lo debido, pero no sospechó nada. Estaban conversando en inglés y puede que pocas personas lo hicieran, por lo menos en el Lestre’s. Cerca de la universidad se escuchaban varios idiomas en todos los cafés.
Ermanno se excusó tras beberse un espresso.
A los pocos minutos Whitaker también se marchó. Recorrió unas cuantas manzanas hasta un cibercafé que ya había utilizado otras veces. Conectó su portátil y tecleó un mensaje para Julia Javier de Langley:
El apartamento de Fondazza ya está listo, debería trasladarse esta noche. He echado un visto a nuestro hombre, tomando café con nuestros amigos. De otro modo, no lo habría reconocido. Se está adaptando muy bien a su nueva vida. Aquí todo está en orden; no hay ningún problema.
Cuando ya había anochecido, el Fiat se detuvo a mitad de Via Fondazza y lo descargaron en un santiamén. Marco hacía muy rápido el equipaje porque no tenía prácticamente nada. Dos bolsas de ropa y unos cuantos libros de texto de italiano y listo. Cuando entró en su nuevo apartamento, lo primero que notó fue que estaba suficientemente caldeado.
—Eso ya es otra cosa —le dijo a Luigi.
—Voy a aparcar el automóvil. Echa un vistazo.
Miró a su alrededor, contó cuatro habitaciones con un bonito mobiliario, nada de particular pero una gran mejora en comparación con su último alojamiento. La vida estaba mejorando… diez días antes estaba en la cárcel.
Luigi regresó enseguida.
—¿Qué te parece?
—Me lo quedo. Gracias.
—Faltaría más.
—Y gracias también a la gente de Washington.
—¿Has visto la cocina? —preguntó Luigi dándole al interruptor de la luz.
—Sí, está perfecta. ¿Cuánto tiempo me quedaré aquí, Luigi?
—Yo no tomo estas decisiones. Ya lo sabes.
—Lo sé.
Habían regresado al estudio.
—Un par de cosas —dijo Luigi—. Primero, Ermanno vendrá cada día aquí para ayudarte a estudiar. De ocho a once y después de dos a cinco o cuando tú quieras parar.
—Estupendo. Pero buscadle al chico otro apartamento, por favor. Su pocilga es una vergüenza para los contribuyentes estadounidenses.
—Segundo, ésta es una calle muy tranquila, principalmente de apartamentos. Entra y sal rápidamente, no te entretengas a charlar con los vecinos, no hagas amistades. Recuerda, Marco, que estás dejando un rastro. Como sea muy marcado, alguien te encontrará.
—Te lo he oído decir diez veces.
—Pues vuelve a oírme.
—Cálmate, Luigi. Mis vecinos jamás me verán, te lo prometo. Me gusta este sitio. Es mucho más bonito que mi celda de la cárcel.