Marco huyó de su claustrofóbica habitación o «apartamento», tal como lo llamaban, y salió a dar un largo paseo al amanecer. Las aceras estaban casi tan húmedas como el gélido aire. Con un plano de bolsillo que Luigi le había facilitado, en italiano, naturalmente, se encaminó hacia el casco antiguo y, tras pasar por delante de las ruinas de las antiguas murallas de Porta San Donato, torció hacia el oeste por Via Irnerio bordeando el barrio universitario de Bolonia. Las centenarias aceras estaban flanqueadas por kilómetros de pórticos.
Estaba claro que la vida empezaba muy tarde en el barrio universitario. De vez en cuando pasaban un automóvil o una o dos motos, pero el tráfico de peatones era todavía muy escaso. Luigi le había explicado que Bolonia tenía una larga historia de tendencia izquierdista y comunista. Era una historia compleja que Luigi le había prometido explorar con él.
Marco vio más adelante un pequeño rótulo de neón verde que anunciaba el bar Fontana y, a medida que se acercaba fue aspirando el aroma del café cargado. El bar estaba encajado en la esquina de un edificio antiguo… aunque, en realidad, todos eran antiguos.
La puerta se abrió a regañadientes y, una vez dentro, Marco estuvo a punto de esbozar una sonrisa al percibir los aromas de café, cigarrillos, pasteles y los desayunos a la parrilla que se estaban preparando al fondo del local. Pero, de pronto, se sintió atenazado por el miedo, por la habitual inquietud de tener que pedir algo en un idioma desconocido.
El bar Fontana no era un lugar de reunión de estudiantes o de mujeres. Los parroquianos eran de su edad, de cincuenta para arriba, e iban vestidos de una manera un tanto estrafalaria. Había allí suficientes pipas y barbas como para ser calificado de lugar de encuentro de profesores. Uno o dos de ellos lo miraron, pero, en una universidad de 100.000 alumnos, costaba un poco que alguien llamara la atención.
A Marco le asignaron la última mesita del fondo y, cuando finalmente consiguió acomodarse en su sitio con la espalda contra la pared, se encontró prácticamente hombro con hombro con sus nuevos vecinos, cada uno de los cuales parecía perdido en su periódico matinal sin que aparentemente hubiera reparado en él.
En una de sus clases de cultura italiana, Luigi le había explicado el concepto del espacio en Europa y lo significativamente distinto que era éste del que imperaba en Estados Unidos. El espacio en Europa se comparte, no se protege. Las mesas se comparten, el aire evidentemente se comparte, porque el humo no molesta a nadie. Los automóviles, las casas, los autobuses, los apartamentos, los cafés, muchos aspectos importantes de la vida son más pequeños y, por consiguiente, más apretados y más voluntariamente compartidos. No resulta ofensivo acercar el rostro al de un conocido durante una conversación porque no se viola ningún espacio. Se habla con las manos, con un abrazo, un achuchón e incluso a veces con un beso.
Incluso a los estadounidenses cordiales semejante familiaridad les resulta incomprensible.
Y Marco aún no estaba preparado para ceder demasiado espacio. Tomó el arrugado menú de la mesa y eligió rápidamente lo primero que reconoció. Mientras el camarero se detenía y le miraba, le dijo con tanta naturalidad como pudo:
—Espresso e un panino al formaggio. —Un bocadillo de queso.
El camarero asintió con la cabeza. Nadie levantó la vista al oír el fuerte acento extranjero de su italiano. Ningún periódico se inclinó para ver a quién podía pertenecer. A nadie le importaba. Oían constantemente toda clase de acentos.
Mientras volvía a dejar el menú sobre la mesa, Marco Lazzeri llegó a la conclusión de que, a lo mejor, le gustaba Bolonia, aunque resultara ser un nido de comunistas. Con tantos estudiantes y profesores que iban y venían desde todos los lugares del mundo, los forasteros eran aceptados como parte de la cultura. Puede que incluso resultara bien visto hablar con un poco de acento y vestir de una manera distinta. A lo mejor, no tenía nada de malo estudiar abiertamente el idioma.
Una de las señales que delataban a un forastero era el hecho de observarlo todo, moviendo rápidamente los ojos como si supiera que estaba entrando sin permiso en una nueva cultura y no quería que lo sorprendieran. A Marco no lo sorprenderían observando los detalles del bar Fontana. Sacó un cuadernillo de hojas de vocabulario e hizo un enorme esfuerzo por ignorar a las personas y las escenas que deseaba contemplar. Verbos, verbos, verbos. Ermanno le repetía una y otra vez que, para dominar el italiano o cualquier otro idioma románico, que para el caso era lo mismo, uno se tenía que aprender los verbos. El cuadernillo contenía un millar de verbos básicos y Ermanno aseguraba que eso era un buen punto de partida.
A pesar de lo aburrido que resultaba el aprendizaje de memoria, Marco experimentaba un curioso placer. Le parecía tremendamente satisfactorio pasar cuatro páginas —cien verbos, nombres o lo que fuera— sin perderse ni uno. Cuando fallaba en alguno o lo pronunciaba mal, volvía al principio y se castigaba empezando otra vez. Había conquistado trescientos verbos cuando llegaron el café y el bocadillo. Tomó un sorbo, reanudó su trabajo como si la comida fuera mucho menos importante que el vocabulario y ya había alcanzado más o menos los cuatrocientos cuando apareció Rudolph.
La silla del otro lado de la mesita redonda de Marco había quedado desocupada, lo cual llamó la atención de un hombre grueso y bajito, vestido enteramente de negro desteñido, con rizados mechones grises asomando bajo una boina negra que conseguía de algún modo mantenerse en equilibrio sobre su cabeza.
—Buon giorno. E libera? —preguntó educadamente el hombre indicando la silla.
Marco no entendió muy bien lo que había dicho, pero estaba claro lo que quería. Captó la palabra libera y dedujo que significaba «libre» o «desocupada».
—Si —consiguió contestar Marco sin acento, y entonces el hombre se quitó una larga capa negra, la colocó sobre el respaldo y consiguió situarse en su sitio.
Cuando se sentó, ambos estuvieron a menos de noventa centímetros de distancia. «Aquí el espacio es distinto», se repetía Marco. El hombre dejó un ejemplar de L’Unita sobre la mesa e hizo que ésta se balanceara adelante y atrás. Marco temió momentáneamente por su espresso. Para evitar la conversación, se sumergió todavía más en los verbos de Ermanno.
—¿Americano? —preguntó su nuevo amigo en un inglés sin acento extranjero.
Marco inclinó el cuadernillo y contempló los relucientes ojos no demasiado lejanos.
—Casi. Canadiense. ¿Cómo lo ha adivinado?
El hombre señaló con la cabeza el librillo diciendo:
—Inglés y vocabulario italiano. No tiene pinta de británico y, por consiguiente, he supuesto que era estadounidense.
A juzgar por su acento, probablemente no era de la parte alta del Medio Oeste. Ni de Nueva York o Jersey; tampoco de Tejas o del Sur, los Apalaches o de Nueva Orleans. Tras haber descartado amplias zonas del país, Marco ya estaba empezando a pensar en California. Y también estaba empezando a ponerse muy nervioso. Tendría que mentir y aún no había practicado lo suficiente.
—Y usted, ¿de dónde es? —preguntó.
—Mi última parada fue Austin, Tejas. De eso hace treinta años. Me llamo Rudolph.
—Buenos días, Rudolph, encantado. Yo soy Marco. —Estaban en el parvulario, donde sólo son necesarios los nombres de pila—. No parece tejano.
—Menos mal —dijo el otro soltando una cordial carcajada sin que apenas se le viera la boca—. Soy natural de San Francisco.
El camarero se inclinó y Rudolph pidió un café solo y otra cosa en rápido italiano. El camarero añadió algo más y lo mismo hizo Rudolph, pero Marco no entendió nada.
—¿Qué le trae a Bolonia? —preguntó Rudolph. Parecía deseoso de hablar; probablemente no tenía muchas ocasiones de acorralar a un paisano suyo norteamericano en su café preferido.
Marco inclinó el librillo y contestó:
—Estoy viajando un año por Italia para ver los monumentos e intentar aprender un poco el idioma.
Medio rostro de Rudolph estaba cubierto por una descuidada barba gris que empezaba casi a la altura de los pómulos y se derramaba en todas direcciones. Casi toda su nariz resultaba visible, al igual que parte de la boca. Pero, por alguna curiosa razón que nadie comprendería jamás porque nadie se atrevería a hacer una pregunta tan ridícula, había adquirido el hábito de afeitarse un pequeño círculo bajo el labio inferior que cubría casi toda la parte superior de la barbilla. Aparte de aquel territorio virgen, las rizadas patillas estaban autorizadas a ir libremente por donde quisieran y no parecía que se las lavara demasiado. La parte superior de su cabeza era más o menos lo mismo: montones de intacto y brillante matorral gris asomando por debajo de la boina. Puesto que casi todas sus facciones estaban enmascaradas, toda la atención la atraían sus ojos. Eran de color verde oscuro y proyectaban unos rayos que, desde debajo de unas pobladas y colgantes cejas, lo abarcaban todo.
—¿Cuánto tiempo lleva en Bolonia? —preguntó Rudolph.
—Llegué ayer. No tengo ningún programa. Y usted, ¿qué le trae por aquí?
Marco estaba deseando mantener la conversación apartada de su propia persona.
Los ojos bailaron sin parpadear ni una sola vez.
—Llevo treinta años aquí. Soy profesor de la universidad.
Al final, Marco hincó el diente en su bocadillo de queso, en parte porque tenía apetito pero sobre todo para que Rudolph siguiera hablando.
—¿De dónde es usted? —preguntó éste.
Siguiendo el guión, Marco contestó:
—De Toronto. Mis abuelos emigraron allí desde Milán. Tengo sangre italiana, pero jamás aprendí el idioma.
—El idioma no es difícil —dijo Rudolph mientras le servían el café. Tomó la tacita, se la introdujo profundamente en la barba y ésta debió de localizar la boca. Emitió un chasquido con los labios y se inclinó un poco hacia delante, como si quisiera hablar—. No me parece usted canadiense —dijo mientras los ojos parecían burlarse de él.
Marco se estaba esforzando para comportarse como un italiano. Ni siquiera había tenido tiempo de adoptar una pose de canadiense. ¿Cómo es exactamente un canadiense? Tomó otro bocado, éste más grande y, con la boca llena, dijo:
—Lo siento. ¿Cómo llegó aquí desde Austin?
—Es una larga historia.
Marco se encogió de hombros como si dispusiera de mucho tiempo.
—De joven fui profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Tejas. Cuando descubrieron que era comunista, empezaron a ejercer presión para que me fuera. Luché contra ellos. Y ellos lucharon contra mí. Me envalentoné, sobre todo en clase. A los comunistas no les iba demasiado bien en Tejas a principios de los años setenta y dudo que ahora las cosas hayan cambiado demasiado. Me privaron de mi puesto, me expulsaron de la ciudad y entonces me vine aquí a Bolonia, el corazón del comunismo italiano.
—¿Qué enseña aquí?
—Jurisprudencia. Derecho. Radicales teorías jurídicas izquierdistas.
Llegó una especie de brioche azucarado y Rudolph se zampó la mitad de un bocado. Cayeron unas cuantas migas desde las profundidades de su barba.
—¿Sigue siendo comunista? —preguntó Marco.
—Pues claro. Siempre. ¿Para qué iba a cambiar?
—Parece que ya han perdido un poco el rumbo, ¿no cree? Al final, resulta que no era tan buena idea como parecía. No hay más que ver el lío en que se encuentra metida Rusia a causa de Stalin y de su legado. Y en Corea del Norte se están muriendo de hambre mientras los dictadores montan ojivas nucleares. Cuba se encuentra cincuenta años por detrás del resto del mundo. A los sandinistas los echaron de Nicaragua. China está abrazando el libre mercado capitalista porque el viejo sistema se le ha hundido. La verdad es que no da resultado, ¿no le parece?
El brioche había perdido su atractivo; los ojos verdes estaban entornados. Marco vio venir una invectiva, probablemente aderezada con palabrotas tanto en inglés como en italiano. Miró rápidamente a su alrededor y se dio cuenta de que había muchas posibilidades de que los comunistas del bar Fontana lo superaran en número.
¿Y qué había hecho el capitalismo por él? En su honor cabe decir que Rudolph sonrió y se encogió de hombros nostálgico:
—Puede que sí, pero le aseguro que fue muy divertido ser comunista hace treinta años, sobre todo en Tejas. Qué días aquellos.
Marco señaló con la cabeza el periódico y dijo:
—¿Lee usted alguna vez los periódicos de casa?
—Mi casa está aquí, amigo mío. Me convertí en ciudadano italiano y llevo veinte años sin pisar Estados Unidos.
Backman suspiró de alivio. No había leído periódicos estadounidenses desde su puesta en libertad, aunque suponía que la noticia se habría publicado. Probablemente con viejas fotografías. Su pasado parecía a salvo con Rudolph.
Marco se preguntó si aquél sería su futuro: la ciudadanía italiana. Si es que llegaba a tener alguna. ¿Seguiría al cabo de veinte años vagando por Italia, sin volver la cabeza pero siempre tentado de hacerlo?
—Ha dicho usted «casa» —lo interrumpió Rudolph—. ¿Se refiere a Estados Unidos o a Canadá?
Marco sonrió y señaló con la cabeza en dirección a un lugar lejano.
—Supongo que por allí.
Un pequeño error que no hubiese tenido que cometer. Para cambiar rápidamente de tema dijo:
—Ésta es mi primera visita a Bolonia. No sabía que fuera el centro del comunismo italiano.
Rudolph posó la taza y chasqueó los labios parcialmente ocultos. Después se mesó la barba con ambas manos como un viejo gato que se alisa los bigotes.
—Bolonia es muchas cosas, amigo mío —dijo como si se dispusiera a iniciar un largo monólogo—. Siempre ha sido el centro del libre pensamiento y de la actividad intelectual en Italia, de ahí su apodo inicial, la dotta, es decir, la docta. Después se convirtió en la patria de la izquierda política y se ganó su segundo apodo, la rossa, la roja. Y los boloñeses siempre se han tomado muy en serio su comida. Creen, y probablemente tienen razón, que esto es el vientre de Italia. De ahí su tercer apodo de la grassa, la gorda, un término cariñoso porque no verá usted muchas personas gordas por aquí. Yo estaba gordo cuando llegué. —Se dio orgullosamente una palmada en el estómago con una mano mientras se terminaba el brioche con la otra.
De repente, a Marco lo asaltó una aterradora pregunta: ¿Sería posible que Rudolph formara parte de la interferencia? ¿Sería compañero de equipo de Luigi y Ermanno y Stennett y cualquier otro que pudiera haber allí afuera en la sombra, trabajando duro para preservar la vida de Joel Backman? Seguro que no. Seguro que era lo que había dicho, un profesor. Un tipo raro, un inadaptado, un veterano comunista que había encontrado una vida mejor en otro sitio.
La idea se le pasó, pero no la olvidó. Marco se terminó su pequeño bocadillo y llegó a la conclusión de que ya habían hablado suficiente. De repente, tenía que tomar un tren para dedicar el día a otros lugares de interés. Consiguió salir de detrás de la mesa y Rudolph le dedicó una afectuosa despedida.
—Estoy aquí todas las mañanas —dijo—. Vuelva cuando pueda quedarse más tiempo.
—Grazie —dijo Marco—. Arrivederci.
En el exterior del café, Via Irnerio se estaba animando con las pequeñas camionetas de reparto que ya habían iniciado sus trayectos. Dos conductores se gritaron, probablemente palabrotas amistosas. Marco jamás lo entendería. Se alejó del café por temor a que el viejo Rudolph tuviera la ocurrencia de preguntarle alguna otra cosa y saliera disparado del local. Tomó por una calle secundaria, Via Capo di Lucca —estaba aprendiendo que todas estaban rotuladas y podía localizarlas fácilmente en el plano— y se dirigió zigzagueando hacia el centro. Pasó por delante de otro pequeño y acogedor café, dio marcha atrás y entró a tomarse un cappuccino.
Allí no lo molestó ningún comunista, incluso le pareció que nadie se fijaba en él. Marco y Joel Backman saborearon el momento… la deliciosa y fuerte bebida, la densa y caldeada atmósfera, las apagadas risas de los que estaban conversando. En aquel preciso momento nadie en el mundo sabía exactamente dónde estaba; la sensación era verdaderamente estimulante.
A instancias de Marco, las sesiones matinales empezaban a las ocho y no treinta minutos más tarde. Ermanno, el estudiante, seguía necesitando muchas horas de sueño, pero no podía discutir con el entusiasmo de que hacía gala su alumno. Marco llegaba a cada lección con las listas de su vocabulario totalmente aprendidas de memoria, con los diálogos perfeccionados y un apremiante deseo de asimilar el idioma que a duras penas dominaba. En determinado momento, sugirió que empezaran a las siete.
La mañana que conoció a Rudolph, Marco se pasó dos horas ininterrumpidas estudiando y después dijo bruscamente:
—Vorrei vedere l’universita. —Quisiera ver la universidad.
—¿Quando? —preguntó Ermanno.
—Adesso. Andiamo ajare una passeggiata. —Ahora. Vamos a dar un paseo.
—Pensó que dobbiamo studiare. —Creo que tenemos que estudiar.
—Si. Possiamo studiare camminando. —Podemos estudiar caminando.
Marco ya se había levantado y estaba poniéndose el abrigo. Abandonaron el deprimente edificio y echaron a andar hacia la universidad.
—¿Questa via come si chiama? —preguntó Ermanno. ¿Cómo se llama esta calle?
—E via Donati —contestó Marco sin buscar el nombre de la calle.
Se detuvieron delante de una abarrotada tiendecita y Ermanno preguntó:
—¿Che tipo di negozio é questo? —¿Qué clase de establecimiento es éste?
—Una tabaccheria. —Un estanco.
—¿Che cosa puoi comprare in questo negozio? —¿Qué puedes comprar en esta tienda?
—Posso comprare molte cose. Giornali, riviste, francobolli, sigarette. —Puedo comprar muchas cosas. Periódicos, revistas, sellos, cigarrillos.
La sesión se convirtió en un animado juego de nombramiento de cosas. Ermanno señalaba con la mano y decía: «¿Cosa é quello?» Una bicicleta, un policía, un automóvil azul, un autobús, un banco, un contenedor de basura, un estudiante, una cabina telefónica, un perrito, un café, una pastelería. Exceptuando una farola, Marco fue rápido con cada palabra italiana. Y todos los verbos más importantes —caminar, hablar, ver, estudiar, pensar, conversar, respirar, comer, beber, darse prisa, conducir—, la lista era interminable y Marco tenía a su disposición las correspondientes traducciones.
Pocos minutos después de las diez, la universidad empezó finalmente a cobrar vida. Ermanno explicó que no había un campus central, ningún cuadrado estilo americano bordeado de árboles y cosas por el estilo. La Universitá degli Studi estaba repartida en docenas de preciosos edificios, algunos de quinientos años de antigüedad, casi todos ellos agrupados de punta a punta de Via Zamboni, aunque con el paso de los siglos la universidad había crecido y ahora abarcaba una amplia zona de Bolonia.
Durante una o dos manzanas olvidaron la lección de italiano en medio de la oleada de estudiantes que apuraban el paso yendo y viniendo de sus clases. Marco se sorprendió buscando a un viejo de brillante cabello gris, su comunista preferido, su primera amistad auténtica desde que saliera de la cárcel. Ya había decidido volver a ver a Rudolph.
En el 22 de Via Zamboni, Marco se detuvo para contemplar una placa entre la ventana y la puerta:
FACOLTÁ DI GIURISPRUDENZA
—¿Ésta es la Facultad de Derecho?
—Sí.
Rudolph debía de estar dentro por algún sitio, difundiendo sin duda sus tesis izquierdistas entre sus impresionables alumnos.
Reanudaron la marcha sin prisas, jugando a nombrar las cosas y disfrutando de la energía de la calle.