Tras recibir el quinto informe sobre las llamadas de Critz preguntando acerca de Joel Backman, a Teddy Maynard le dio un insólito berrinche. El muy estúpido estaba en Londres llamando por teléfono como un desesperado y tratando por alguna razón de encontrar a alguien, quienquiera que fuera, capaz de facilitarle información acerca de Backman.
—Alguien le ha ofrecido dinero a Critz —le ladró Teddy a Wigline, un director adjunto.
—Pero Critz no tiene ninguna posibilidad de averiguar dónde está Backman —dijo Wigline.
—No tendría ni que intentarlo. Sólo conseguirá complicar las cosas. Hay que neutralizarlo.
Wigline miró a Hoby y éste dejó súbitamente de tomar notas.
—¿Qué dice, Teddy?
—Neutralícenlo.
—Es un ciudadano estadounidense.
—¡Lo sé! Pero también está poniendo en peligro una operación. Hay un precedente. Lo hemos hecho otras veces.
No se tomó la molestia de decirles cuál era el precedente, pero ellos suponían que, puesto que Teddy tenía por costumbre crearse sus propios precedentes, de nada serviría discutir acerca del asunto.
Hoby asintió con la cabeza como diciendo: sí, ya lo hemos hecho otras veces.
Wigline apretó la mandíbula y dijo:
—Supongo que usted quiere que se haga ahora.
—Cuanto antes —dijo Teddy—. Preséntenme un plan dentro de dos horas.
Observaron a Critz mientras salía de su apartamento alquilado, iniciaba su largo paseo de última hora de la tarde, un paseo que solía terminar con unas cuantas jarras de cerveza. Al cabo de media hora de lánguido paseo, se acercó a Leicester Square y entró en el Dog and Duck, el mismo pub de la víspera.
Ya iba por la segunda jarra, sentado al fondo de la barra principal de la planta baja, cuando el taburete que tenía al lado quedó libre y un agente llamado Greenlaw se coló en el hueco y pidió a gritos una cerveza.
—¿Le importa que fume? —le preguntó Greenlaw a Critz, el cual se encogió de hombros diciendo:
—Esto no es Estados Unidos.
—Conque yanqui, ¿eh? —dijo Greenlaw.
—Pues sí.
—¿Vive aquí?
—No, estoy simplemente de visita.
Critz mantenía la vista clavada en las botellas de la pared del otro lado de la barra, evitando mirar a los ojos a su interlocutor, sin el menor deseo de conversar. Se había enamorado rápidamente de la soledad de un abarrotado pub. Le encantaba permanecer sentado, bebiendo y escuchando las rápidas bromas de los británicos, sabiendo que nadie tenía ni idea de quién era. Pero aún se estaba preguntando quién era el hombrecillo llamado Ben. Si lo vigilaban, lo estaban haciendo muy bien, sin delatarse.
Greenlaw apuró su cerveza en un intento de dar alcance a Critz. Era importante pedir las dos siguientes al mismo tiempo. Dio una calada a un cigarrillo y añadió su propio humo a la nube que se cernía sobre ellos.
—Llevo un año aquí —dijo.
Critz asintió con la cabeza sin mirarle. Lárgate.
—No me importa conducir por la izquierda ni el mal tiempo que hace, pero lo que de veras me fastidia de aquí son los deportes. ¿Ha visto usted alguna vez un partido de cricket? Dura cuatro días.
Critz consiguió soltar un gruñido y decir hastiado:
—Un deporte estúpido.
—Aquí o juegan al fútbol o juegan al cricket y esta gente se vuelve loca por ambas cosas. Acabo de sobrevivir al invierno inglés sin la NFL. Ha sido una pesadilla.
Critz era un fiel abonado a los partidos de la temporada de los Redskins y pocas cosas en la vida lo emocionaban tanto como su amado equipo. Greenlaw era un aficionado más bien tibio, pero se había pasado el día aprendiéndose de memoria las estadísticas en una casa franca de la CIA situada al norte de Londres. En caso de que el fútbol no diera resultado, pasaría a la política. Y, si eso tampoco daba resultado, tenía a una señora muy guapa esperando fuera, a pesar de que Critz no tenía fama de juerguista.
De repente, Critz experimentó una sensación de añoranza. Sentado en un pub, lejos de casa, lejos de la locura de la Super Bowl —dos días lejos y prácticamente ignorada por la prensa británica—, le parecía oír los gritos del público y sentir su emoción. Si los Redskins hubieran sobrevivido a los partidos de desempate, él no hubiese estado bebiendo cervezas en Londres sino en la Super Bowl, en las localidades de la línea de las cincuenta yardas facilitadas por una de las muchas empresas a las que podía recurrir. Miró a Greenlaw y le preguntó:
—¿Patriots o Packers?
—Mi equipo no lo consiguió, pero soy un hincha incondicional de la NFC, la National Football Conference.
—Yo también. —¿Cuál es su equipo?
Y ésta fue tal vez la pregunta más crucial que hubiera podido formular Robert Critz. Cuando Greenlaw contestó que los Redskins, Critz sonrió de corazón y experimentó el deseo de hablar. Se pasaron unos cuantos minutos estableciendo el pedigrí: cuánto tiempo llevaba cada uno de ellos siendo hincha de los Redskins, los grandes partidos que habían presenciado, los grandes jugadores, el campeonato de la Super Bowl. Greenlaw pidió otra ronda y ambos parecieron dispuestos a repasar durante horas los viejos partidos. Critz había hablado con muy pocos yanquis en Londres y no costaba llevarse bien con aquel tipo.
Greenlaw se excusó para ir al lavabo. Estaba arriba, era del tamaño de un armario para escobas, un agujero como muchos retretes de Londres. Corrió el pestillo unos segundos para disfrutar de un poco de intimidad y sacó rápidamente un móvil para informar de sus progresos. El plan ya estaba en marcha. El equipo estaba esperando unas puertas más abajo en la calle. Tres hombres y la señora guapa.
Cuando ya iba por la cuarta jarra, y tras discrepar amablemente acerca de la proporción de touchdowns e interceptaciones de Sonny Jurgensen, a Critz le entraron finalmente ganas de mear. Preguntó el camino y desapareció. Greenlaw echó hábilmente en la jarra de Critz una pastillita blanca de Rohypnol, un fuerte sedante insípido e inodoro. Cuando el señor Redskins regresó, ya refrescado y dispuesto a seguir bebiendo, hablaron de John Riggins y de Joe Gibbs y se lo pasaron estupendamente bien mientras la barbilla del pobre Critz empezaba a inclinarse.
—Uf —dijo con la lengua ya un poco pastosa—. Será mejor que me vaya. Me espera la parienta.
—A mí también —dijo Greenlaw, levantando su jarra—. Termínese la cerveza.
Ambos apuraron sus jarras y se levantaron para marcharse; Critz delante y Greenlaw esperando para darle alcance.
Se abrieron paso entre la gente agrupada en la entrada y salieron a la acera, donde un frío viento reanimó a Critz, aunque sólo un instante. Se olvidó de su nuevo amigo y a los veinte pasos empezó a tambalearse sobre unas piernas que parecían de goma. Tuvo que agarrarse al poste de una farola. Greenlaw lo sujetó mientras se desplomaba y, para que lo oyera una joven pareja que estaba pasando en aquellos momentos, dijo:
—Maldita sea, Fred, ya te has vuelto a emborrachar.
Pero Fred lo estaba todo menos borracho. Apareció un automóvil como llovido del cielo y aminoró la marcha para acercarse al bordillo. Se abrió la portezuela trasera y Greenlaw empujó a un Critz más muerto que vivo al asiento posterior.
La primera parada fue un almacén situado a ocho manzanas de distancia. Allí Critz, ya totalmente inconsciente, fue trasladado a una pequeña camioneta cerrada de reparto con doble portezuela trasera. Mientras Critz permanecía tumbado en el suelo de la camioneta, un agente utilizó una aguja hipodérmica y le inyectó una dosis masiva de heroína muy pura. La presencia de heroína siempre conseguía que se falsearan los resultados de la autopsia, a instancias de la familia, claro.
Cuando ya Critz apenas podía respirar, la camioneta abandonó el almacén camino de la calle Withcomb, no lejos de su apartamento. El asesinato requería tres vehículos: la camioneta, seguida de un Mercedes de gran cilindrada y un automóvil en la retaguardia conducido por un británico de verdad que se quedaría por allí charlando con la policía. El principal propósito del automóvil de retaguardia era mantener el tráfico lo más alejado posible del Mercedes.
En la tercera fase, mientras los tres conductores hablaban entre sí y con dos agentes, incluida la señora guapa oculta en la acera y también escuchando, se abrieron las portezuelas traseras de la camioneta, Critz cayó a la calle, el Mercedes se lanzó contra su cabeza y le dio de lleno con un sordo y desagradable ruido y después todo el mundo desapareció menos el británico del automóvil de retaguardia. Éste pisó el freno, bajó precipitadamente, corrió hacia el pobre borracho que acababa de caer en medio de la calzada y ser atropellado y miró rápidamente a su alrededor en busca de otros testigos.
No había ninguno, pero se estaba acercando un taxi por el otro carril. Le hizo señas y muy pronto el tráfico quedó interrumpido. Poco después empezó a congregarse la gente y llegó la policía. Aunque el británico del vehículo de la retaguardia hubiera sido el primero en llegar al escenario de los hechos, apenas había visto nada. Había visto caer a un hombre a la calzada entre aquellos dos automóviles aparcados allí y ser atropellado por un automóvil negro de gran cilindrada. O, a lo mejor, era de color verde oscuro. No estaba muy seguro de la marca ni del modelo. No se le había ocurrido en ningún momento echar un vistazo al número de la matrícula. No podía describir al conductor que se había dado a la fuga después del atropello. Estaba demasiado trastornado por la contemplación del borracho que había aparecido de repente en la calle.
Cuando el cuerpo de Bob Critz fue introducido en una ambulancia para su traslado al depósito de cadáveres, Greenlaw, la señora guapa y los otros dos componentes del equipo ya estaban a bordo de un tren que acababa de salir de Londres con destino a París. Se dispersarían durante anos cuantos días y después regresarían a Inglaterra, su base de operaciones.
Marco quería desayunar sobre todo porque olía el aroma a jamón y salchichas a la parrilla procedente de algún lugar de la casa principal, pero Luigi estaba deseando seguir adelante.
—Hay otros huéspedes y comen todos a la misma mesa —le explicó mientras ambos metían precipitadamente sus maletas en el vehículo—. Recuerda que estás dejando un rastro y la signora no olvida nada.
Bajaron por el camino rural en busca de carreteras más anchas.
—¿Adónde vamos? —preguntó Marco.
—Ya veremos.
—¡Deja de jugar conmigo! —rugió Marco y Luigi pegó un respingo—. ¡Soy un hombre absolutamente libre que podría abandonar este automóvil en cualquier momento!
—Sí, pero…
—¡Deja de amenazarme! Cada vez que te hago una pregunta, me respondes con las vagas amenazas de que, si voy por mi cuenta, no duraré ni veinticuatro horas. Quiero saber qué ocurre. ¿Adónde nos dirigimos? ¿Cuánto tardaremos en llegar? ¿Cuánto tiempo permanecerás a mi lado? Dame algunas respuestas, Luigi, o me largo.
Luigi se adentró en una carretera de cuatro carriles. Según la señalización, Bolonia se encontraba a treinta kilómetros. Esperó a que la tensión se suavizara un poco y después dijo:
—Estaremos unos cuantos días en Bolonia. Ermanno se reunirá con nosotros allí. Seguirás con tus lecciones. Te instalaremos en una casa franca durante varios meses. Después yo desapareceré y tú te las arreglarás por tu cuenta.
—Gracias. ¿Por qué era tan difícil decir todo eso?
—El plan varía.
—Sabía que Ermanno no era un estudiante.
—Es un estudiante. Y también forma parte del plan.
—¿Te das cuenta de lo ridículo que es el plan? Piénsalo bien, Luigi. Alguien está gastando un montón de tiempo y de dinero tratando de enseñarme otro idioma y otra cultura. ¿Por qué no colocarme de nuevo en el aparato de carga y esconderme en algún lugar como Nueva Zelanda?
—La idea me parece sensacional, Marco, pero yo no soy quien toma estas decisiones.
—Marco un cuerno. Cada vez que me miro al espejo y digo Marco me entran ganas de reír.
—Pues no tiene gracia. ¿Conoces a Robert Critz?
Marco hizo una breve pausa.
—Me he reunido con él algunas veces a lo largo de los años. Jamás lo necesité demasiado. Otro simple mercenario de la política como yo, supongo.
—Íntimo amigo del presidente Morgan, jefe de Estado Mayor, director de campaña.
—¿Y qué?
—Lo mataron anoche en Londres. Con él ya son cinco los que han muerto por tu causa… Jacy Hubbard, los tres paquistaníes y ahora Critz. Los asesinatos no han terminado, Marco, y no terminarán. Por favor, ten un poco de paciencia conmigo. Yo sólo intento protegerte.
Marco echó la cabeza hacia atrás contra el reposacabezas y cerró los ojos. No podía ni siquiera empezar a ordenar las piezas.
Efectuaron una rápida salida y se detuvieron a poner gasolina. Luigi regresó al automóvil con dos tacitas de café cargado.
—Café para ir tirando —dijo Marco jovialmente—. Creía que semejantes males estaban prohibidos en Italia.
—La comida rápida se está abriendo camino. Es una pena.
—Échales la culpa a los estadounidenses. Todo el mundo lo hace.
No tardaron en verse obligados a avanzar a paso de tortuga entre el tráfico de la hora punta de las afueras de Bolonia. Luigi decía:
—Nuestros mejores automóviles se fabrican por esta zona, ¿sabes? Ferraris, Lamborghinis, Maseratis, todos los grandes vehículos deportivos. —¿Me podrían facilitar uno?
—No entra en el presupuesto, lo siento.
—¿Y qué es exactamente lo que entra en el presupuesto?
—Una vida muy tranquila y sencilla.
—Es lo que me suponía.
—Mucho mejor que la que tenías hasta ahora.
Marco tomó un sorbo de café y contempló el tráfico.
—¿Tú no estudiaste aquí?
—Sí. La universidad tiene mil años de antigüedad. Es una de las mejores del mundo. Te la enseñaré más adelante.
Abandonaron la arteria principal y empezaron a serpear por una polvorienta periferia. Las calles eran cada vez más cortas y estrechas y Luigi parecía conocer muy bien el lugar. Siguieron los carteles que indicaban el centro de la ciudad y la universidad. De repente, Luigi derrapó, subió a un bordillo y consiguió introducir el Fiat en un hueco justo lo bastante ancho para una motocicleta.
—Vamos a comer algo —dijo, y, en cuanto consiguieron salir del vehículo, echaron a andar rápidamente por la acera en medio del gélido aire.
El siguiente escondrijo de Marco era un hotel de mala muerte situado a pocas manzanas del casco antiguo de la ciudad.
—Veo que ya ha habido recortes en el presupuesto —murmuró, siguiendo a Luigi por un pequeño vestíbulo en dirección a la escalera.
—Es sólo por unos días —dijo Luigi.
—Y después, ¿qué?
Marco bregaba con las maletas en la angosta escalera. Luigi no llevaba nada. Por suerte, la habitación estaba en el primer piso, un espacio más bien reducido con una pequeña cama y unas cortinas que llevaban muchos días sin descorrerse.
—Me gusta más Treviso —dijo Marco, contemplando las paredes.
Luigi descorrió las cortinas. La luz del sol contribuyó sólo un poco a mejorar la situación.
—No está mal —dijo sin demasiada convicción.
—Mi celda de la cárcel era más bonita.
—Te quejas mucho.
—Con razón.
—Deshaz el equipaje. Me reuniré contigo abajo dentro de diez minutos. Ermanno nos espera.
Ermanno parecía tan desconcertado como Marco por el repentino cambio de vivienda. Estaba tan agobiado y alterado como si se hubiera pasado toda la noche siguiéndolos desde Treviso.
Recorrieron con él unas cuantas manzanas hasta llegar a un ruinoso edificio de apartamentos. No había ascensor a la vista, por lo que subieron cuatro tramos de escalera y entraron en un minúsculo apartamento de dos habitaciones con menos mobiliario todavía que el de Treviso. Estaba claro que Ermanno había hecho rápidamente las maletas y las había deshecho todavía con más rapidez.
—Tu pocilga es peor que la mía —dijo Marco, echando un vistazo a su alrededor.
Distribuido sobre una estrecha mesa y a la espera de ser utilizado estaba el material de estudio que ambos habían utilizado la víspera.
—Regresaré a la hora del almuerzo —dijo Luigi, marchándose de inmediato.
—Andiamo a studiare —anunció Ermanno. Vamos a estudiar.
—Ya lo he olvidado todo.
—Pero ayer tuvimos una buena sesión.
—¿No podríamos ir a un bar a beber algo? La verdad es que no estoy de humor.
Pero Ermanno ya había ocupado su puesto al otro lado de la mesa y pasaba las páginas de su manual. Marco se acomodó a regañadientes en el asiento del otro lado.
El almuerzo y la cena no fueron muy memorables. Ambos consistieron en unos apresurados tentempiés en unas falsas trattorias, una versión italiana de la comida rápida. Luigi estaba de mal humor e insistió, a veces con muy malos modos, en que sólo hablaran en italiano. Luigi hablaba despacio y con claridad y lo repetía todo cuatro veces hasta que Marco lo entendía y después pasaba a la siguiente frase. Resultaba imposible disfrutar de la comida sometido a semejante presión.
A las doce de la noche Marco ya estaba en la cama de su fría habitación, arrebujado en la delgada manta, tomando el zumo de naranja que él mismo había pedido mientras se aprendía de memoria una lista tras otras de verbos y adjetivos.
¿Qué demonios podía haber hecho Robert Critz para que lo mataran las mismas personas que, a lo mejor, también estaban buscando a Joel Backman? La pregunta resultaba demasiado grotesca. Empezaba a vislumbrar una respuesta. Suponía que Critz estaba presente cuando le concedieron el indulto; el ex presidente Morgan era incapaz de tomar semejante decisión por sí mismo. Pero, dejando eso aparte, resultaba imposible imaginar a Critz implicado a un nivel más elevado. A lo largo de varias décadas sólo había demostrado ser un buen lacayo sin escrúpulos.
Pero, si la gente estaba muriendo, tenía que aprenderse cuanto antes los verbos y adjetivos que tenía diseminados ante sus ojos. El idioma equivalía a supervivencia y movimiento. Luigi y Ermanno no tardarían en desaparecer y Marco Lazzeri se quedaría solo y tendría que valerse por sí mismo.