10

Tras pasarse varios días soñando con el dinero, Critz empezó a gastarlo, por lo menos mentalmente. Con toda aquella pasta no se vería obligado a trabajar por cuenta del corrupto contratista y tampoco tendría que hablar en público en giras organizadas de conferencias. (Tampoco estaba muy seguro de que hubiera público interesado en escucharle a pesar de lo que le había prometido su agente de conferencias.)

¡Critz ya estaba pensando en el retiro! En algún lugar lejos de Washington y de todos los enemigos que se había creado, en algún lugar de la playa con un velero a su alcance. O puede que se trasladara a Suiza y permaneciera cerca de su nueva fortuna guardada en su nuevo banco, todo maravillosamente libre de impuestos y creciendo día a día. Efectuó una llamada telefónica y consiguió prorrogar el alquiler de su apartamento en Londres unos cuantos días. Animó a su mujer a hacer más compras. Ella también estaba cansada de Washington y necesitaba una vida más fácil.

En parte por su desmedida codicia, en parte a causa de su natural ineptitud y en parte también por su escasa sofisticación en cuestiones de espionaje, Critz metió la pata estrepitosamente desde el principio. Para ser alguien tan experto en los sucios manejos de Washington, sus errores fueron inadmisibles.

En primer lugar, utilizó el teléfono de su apartamento de alquiler hasta donde podían seguirle el rastro de inmediato. Llamó a Jeb Priddy, el enlace de la CIA destacado en la Casa Blanca durante los últimos cuatro años. Priddy permanecía aún en su puesto, pero esperaba que no tardaran en llamarlo desde Langley. El nuevo presidente se estaba instalando y la situación era caótica, según Priddy, a quien pareció molestar ligeramente aquella llamada. Él y Critz jamás habían hecho buenas migas y Priddy comprendió de inmediato que el otro estaba tratando de sonsacarle algo. Al final, Critz le dijo que intentaba localizar a un viejo amigo, un veterano analista de la CIA con el que antaño había jugado mucho al golf. Se llamaba Daly, Addison Daly, y había dejado Washington para pasar una temporada en Asia. ¿Sabía Priddy por casualidad dónde estaba en aquellos momentos?

Addison Daly estaba escondido en Langley y Priddy lo sabía muy bien.

—Le conozco de nombre —contestó Priddy—. Puede que consiga encontrarlo. ¿Dónde te puedo localizar?

Critz le facilitó el número del apartamento. Priddy llamó a Addison Daly y le contó sus sospechas. Daly puso en marcha su grabadora y llamó a Londres a través de una línea segura. Critz contestó al teléfono y se puso loco de contento al oír la voz de su antiguo amigo. Habló por los codos de lo maravillosa que era la vida después de la Casa Blanca, después de todos aquellos años dedicado al juego político, de lo agradable que era ser un ciudadano anónimo. Estaba deseando reanudar sus viejas amistades y volver a jugar en serio al golf.

Daly le siguió muy bien la corriente. Le explicó que él también estaba pensando en el retiro —ya llevaba casi treinta años en el servicio— y soñaba con una vida más fácil.

—¿Cómo está Teddy últimamente?, —quiso saber Critz. ¿Y cómo está el nuevo presidente? ¿Qué atmósfera se respira en Washington con la nueva Administración?

—No ha habido grandes cambios, —contestó Daly en tono meditabundo, otra pandilla de imbéciles. Por cierto, ¿cómo está el ex presidente Morgan?

Critz lo ignoraba, no había hablado con él, de hecho, cabía la posibilidad de que se pasara muchos años sin volver a hablar con él. Cuando la conversación ya tocaba a su fin, Critz preguntó, con una torpe carcajada:

—Supongo que nadie habrá visto a Joel Backman, ¿verdad?

Daly también consiguió reírse… era todo muy divertido.

—No —contestó—. Creo que el chico está muy bien escondido.

—Con razón.

Critz prometió llamar en cuanto regresara a Washington. ¡Jugarían dieciocho hoyos en uno de los mejores clubes, y después tomarían unas copas como en los viejos tiempos!

¿Qué viejos tiempos?, se preguntó Daly tras colgar el aparato.

Una hora más tarde le pasaron la conversación a Teddy Maynard.

Puesto que las dos primeras llamadas habían resultado prometedoras, Critz siguió adelante. Siempre le había encantado utilizar el teléfono. Compartía la llamada teoría de la escopeta: llena el aire de llamadas y algo saldrá. Se estaba forjando un rudimentario plan. Otro viejo amigo suyo había formado parte en otros tiempos del equipo de colaboradores del presidente del Comité de Espionaje del Senado y, aunque se había convertido en miembro de un influyente lobby, mantenía, al parecer, estrechas conexiones con la CIA.

Hablaron de política y de golf y, al final, para gran deleite de Critz, el amigo le preguntó en qué habría estado pensando exactamente el presidente Morgan al conceder el indulto al duque de Mongo, el mayor defraudador de impuestos de la historia de Estados Unidos. Critz señaló que él se había mostrado contrario al indulto, pero consiguió encauzar la conversación hacia otro controvertido indulto.

—¿Qué se rumorea sobre Backman? —preguntó.

—Tú estabas allí —contestó su amigo.

—Sí, pero ¿dónde lo ha escondido Maynard? Eso es lo más importante.

—¿O sea que fue un trabajo de la CIA? —preguntó el amigo.

—Por supuesto —contestó Critz con la voz de la autoridad. ¿Quién más hubiese podido sacarlo en secreto del país en mitad de la noche?

—Curioso —dijo su amigo, sin añadir nada.

Critz insistió en que ambos comieran juntos a la semana siguiente y así terminó la conversación.

Mientras Critz utilizaba febrilmente el teléfono, se sorprendió una vez más de su interminable lista de contactos. El poder tenía sus ventajas.

Joel, o Marco, se despidió de Ermanno a las cinco y media de la tarde, tras haber completado una sesión prácticamente ininterrumpida de tres horas. Ambos estaban exhaustos.

El gélido aire le ayudó a despejarse la cabeza mientras caminaba por las angostas calles de Treviso. Por segundo día consecutivo entró en un pequeño bar de una esquina y pidió una cerveza. Se sentó junto a la ventana y contempló a los viandantes que apuraban el paso al salir del trabajo y a otros que hacían compras para la cena. El bar estaba caldeado y lleno de humo y Marco volvió a pensar en la cárcel. No podía evitarlo: el cambio había sido demasiado drástico y la libertad excesivamente repentina. Aún temía despertarse en cualquier momento y encontrarse encerrado en la celda con algún bromista invisible riendo histérico en la distancia.

Después de la cerveza se tomó un espresso y, a continuación, salió a la oscuridad de la calle con las manos en los bolsillos. Al doblar la esquina, vio su hotel y a Luigi paseando nerviosamente por la acera con un cigarrillo en los labios. Mientras Marco cruzaba la calle, Luigi lo siguió.

—Nos tenemos que ir inmediatamente —le dijo.

—¿Por qué? —preguntó Marco, mirando a su alrededor en busca de algún chico malo.

—Te lo explicaré más tarde. Tienes una bolsa de viaje sobre la cama. Haz la maleta tan deprisa como puedas. Yo te espero aquí.

—¿Y si no me quiero ir? —preguntó Marco.

Luigi le agarró la muñeca izquierda, lo pensó un segundo y después esbozó una sonrisa forzada.

—En ese caso, puede que no dures ni veinticuatro horas —le dijo en tono siniestro—. Por favor, confía en mí.

Marco subió a toda prisa la escalera, recorrió el pasillo y, cuando ya casi había llegado a su habitación, se dio cuenta de que el intenso dolor de estómago que lo atenazaba no se debía a la afanosa respiración sino al miedo.

¿Qué había ocurrido? ¿Qué había visto u oído Luigi, o qué le habían dicho? ¿Quién era exactamente Luigi en primer lugar y de quién recibía órdenes? Mientras Marco sacaba precipitadamente la ropa del diminuto armario y la arrojaba sobre la cama, se hizo estas preguntas y muchas más. Tras haber hecho el equipaje, se sentó un instante y trató de ordenar sus pensamientos. Respiró hondo varias veces, soltó despacio el aire y se dijo que todo lo que estaba ocurriendo formaba parte del juego.

¿Tendría que pasarse la vida huyendo? ¿Siempre haciendo las maletas a toda prisa, huyendo de una habitación a otra? Aquello era mucho mejor que la cárcel, pero también se cobraría su tributo. ¿Y cómo era posible que alguien lo hubiera localizado tan pronto? Llevaba sólo cuatro días en Treviso.

Cuando consiguió recuperar en cierto modo la compostura, echó a andar sin prisas por el pasillo, bajó por la escalera, cruzó el vestíbulo, saludó con la cabeza sin decir nada al boquiabierto recepcionista y salió por la puerta principal. Luigi le arrebató la bolsa y la colocó en el maletero de un Fiat utilitario. Ya estaban en las afueras de Treviso cuando empezaron a hablar.

—Bueno, Luigi, ¿que ocurre? —preguntó Marco.

—Un cambio de decorado.

—Eso ya lo he visto. ¿Por qué?

—Por muy buenas razones.

—Ya, eso lo explica todo.

Luigi conducía con la mano izquierda, cambiaba febrilmente de marcha con la derecha y mantenía el acelerador lo más cerca posible del suelo sin prestar atención a los frenos. A Marco lo tenía perplejo que aquella gente pudiera pasarse dos horas y media almorzando tranquilamente y después subir a un vehículo para efectuar un trayecto de diez minutos por la ciudad a velocidad de vértigo.

Circularon hacia el sur una hora aproximadamente por carreteras secundarias, evitando las autopistas.

—¿Nos sigue alguien? —preguntó Marco más de una vez mientras doblaban cerradas curvas sobre dos ruedas.

Luigi se limitó a menear la cabeza. Mantenía los ojos entornados, las cejas juntas y las mandíbulas fuertemente apretadas cuando no tenía un cigarrillo a mano. Conseguía conducir como un loco, fumando tranquilamente sin mirar jamás atrás. Estaba decidido a no hablar, lo cual intensificaba el deseo de Marco de conversar.

—Estás tratando de asustarme, ¿verdad, Luigi? Estamos jugando al juego de los espías… tú eres el jefe y yo soy el pobre idiota que conoce los secretos. Me pegas un susto de muerte y me conviertes en un ser dócil y leal. Sé lo que estás haciendo.

—¿Quién mató a Jacy Hubbard? —preguntó Luigi sin apenas mover los labios.

De repente, Backman experimentó el impulso de callarse. La sola mención de Hubbard lo dejó momentáneamente helado. El nombre siempre le hacía evocar la misma imagen: una fotografía de la policía de Jacy tirado sobre el sepulcro de su hermano con un lado de la cabeza volado de un disparo y sangre por todas partes… en la lápida, en su camisa blanca. Por todas partes.

—Tú tienes el expediente —contestó Backman—. Fue un suicidio.

—Ya. Y, si tú lo creías, ¿por qué decidiste declararte culpable y pedir custodia protegida en la cárcel?

—Tenía miedo. Los suicidios pueden ser contagiosos.

—Muy cierto.

—¿O sea que me estás diciendo que los chicos que suicidaron a Hubbard me pisan los talones?

Luigi se lo confirmó con un encogimiento de hombros.

—¿Y han descubierto de alguna manera que me escondo en Treviso?

—Es mejor no correr ningún riesgo.

No le facilitarían los detalles en caso de que efectivamente hubiera alguno. Trató de no hacerlo, pero volvió instintivamente la cabeza y contempló la oscura carretera a su espalda. Luigi miró por el espejo retrovisor y consiguió esbozar una sonrisa de satisfacción, como diciendo: están en algún sitio de aquí atrás.

Joel se hundió unos centímetros en su asiento y cerró los ojos. Dos de sus clientes habían muerto. Safi Mirza había sido apuñalado a la salida de una sala de fiestas tres meses después de haber contratado a Backman y entregado la única copia de JAM que obraba en su poder. Las heridas por arma blanca eran muy graves, pero, al mismo tiempo, le habían inyectado un veneno, probablemente al clavarle la hoja. Ningún testigo. Ninguna pista. Un asesinato sin resolver pero uno de los muchos que se cometían en el distrito de Columbia. Un mes después Fazal Sharif había desaparecido en Karachi y se le daba por muerto.

JAM valía efectivamente mil millones de dólares, pero nadie disfrutaría jamás de aquel dinero.

En 1998, Backman, Pratt amp; Bolling habían contratado a Jacy Hubbard por un millón de dólares anuales. Su primer gran desafío fue la comercialización de JAM. Para demostrar el valor del producto, Hubbard se abrió paso con amenazas y sobornos hasta el Pentágono en un torpe y desgraciado intento de confirmar la existencia del sistema de satélites Neptuno. Un topo de Hubbard que informaba de todo a sus superiores sacó clandestinamente ciertos documentos, falsificados pero todavía secretos. Los papeles de alto secreto demostraban al parecer la existencia de una Red Gamma, un sistema imaginario de vigilancia a lo Guerra de las Galaxias con unas posibilidades inauditas. Tras haber «confirmado» Hubbard que los tres jóvenes paquistaníes estaban efectivamente en lo cierto —su Neptuno era un proyecto de Estados Unidos—, éste comunicó orgullosamente su hallazgo a Joel Backman y ambos se pusieron en marcha.

Puesto que la Red Gamma era al parecer una creación de los militares estadounidenses, JAM valía muchísimo más. Pero la verdad era que ni el Pentágono ni la CIA tenían el menor conocimiento acerca de la existencia de Neptuno.

Entonces el Pentágono decidió filtrar su propia trola: una falsa filtración de un topo que trabajaba por cuenta del ex senador Jacy Hubbard y de su poderoso y nuevo jefe, el intermediario en persona. Estalló el escándalo. El FBI registró los despachos de Backman, Pratt amp; Bolling en plena noche, encontró los documentos del Pentágono que todo el mundo creía auténticos y, en cuestión de cuarenta y ocho horas, un equipo muy concienciado de fiscales federales emitió unos autos de acusación contra todos los socios del bufete.

No tardaron en producirse los asesinatos sin que hubiera la menor pista acerca de quién pudiera estar detrás de ellos. El Pentágono neutralizó brillantemente a Hubbard y a Backman sin revelar si efectivamente era propietario y había creado el sistema de satélites. La Red Gamma, Neptuno o lo que fuera, quedó eficazmente protegida por la impenetrable telaraña de los «secretos militares».

Backman el abogado quería que se celebrara un juicio, sobre todo en caso de que los documentos del Pentágono fueran dudosos, pero Backman el acusado quería evitar un destino similar al de Hubbard.

Si la precipitada huida de Luigi de Treviso pretendía meterle el miedo en el cuerpo, el plan estaba dando repentinamente resultado. Por primera vez desde su indulto, Joel echó de menos la protección de su pequeña celda de máxima seguridad.

Ya estaban cerca de la ciudad de Padua y sus luces y su tráfico aumentaban a cada kilómetro que cubrían.

—¿Cuántos habitantes tiene Padua? —preguntó Marco, las primeras palabras que pronunciaba en media hora.

—Doscientos mil. ¿Por qué los estadounidenses siempre quieren saber la población de los pueblos y las ciudades?

—No creo que eso sea un problema.

—¿Tienes apetito?

Las sordas pulsaciones de su estómago se debían al miedo, no al hambre, pero dijo que sí de todos modos. Se comieron una pizza en un bar del otro lado de la circunvalación exterior de Padua y regresaron inmediatamente al automóvil para continuar hacia el sur.

Aquella noche durmieron en una pequeña fonda rural de ocho habitaciones tan pequeñas como armarios, propiedad de la misma familia desde la época de los romanos. Ningún rótulo indicaba el lugar; era uno de los refugios de Luigi. La carretera más próxima era estrecha, descuidada y por ella no circulaba prácticamente ningún vehículo fabricado después de 1970. Bolonia no quedaba lejos.

Luigi estaba en la habitación contigua, al otro lado de una gruesa pared de piedra de muchos siglos de antigüedad. Cuando Joel Backman/Marco Lazzeri se deslizó bajo las mantas y empezó finalmente a entrar en calor, no vio el menor parpadeo de luz en ningún sitio. Oscuridad absoluta. Y silencio absoluto. Estaba todo tan tranquilo que se pasó mucho rato sin poder cerrar los ojos.