A media sesión matinal del día siguiente, Marco cambió bruscamente de estrategia. En mitad de un diálogo especialmente aburrido, soltó en inglés:
—Tú no eres estudiante.
Ermanno levantó los ojos del libro de instrucciones, hizo una momentánea pausa y después dijo:
—Non inglese, Marco. Soltanto italiano. —Sólo italiano.
—Ahora mismo estoy harto del italiano, ¿vale? Tú no eres estudiante.
Ermanno no sabía engañar, por lo que hizo una pausa excesivamente larga.
—Lo soy —dijo sin demasiada convicción.
—No, no lo creo. Es evidente que no vas a clase, de lo contrario, no podrías pasarte todo el día enseñándome a mí.
—A lo mejor, voy a clases nocturnas. ¿Eso qué importa?
—Tú no vas a ninguna clase. Aquí no hay ningún libro, ninguna publicación estudiantil, ninguna de las habituales porquerías que los estudiantes dejan tiradas por todas partes.
—A lo mejor está todo en la otra habitación.
—Déjame ver.
—¿Por qué? ¿Por qué es importante?
—Porque creo que estás trabajando para las mismas personas para las que trabaja Luigi.
—¿Y qué si lo hiciera?
—Quiero saber quiénes son.
—¿Y si yo no lo supiera? ¿A ti qué más te da? Tu tarea es aprender el idioma.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí, en este apartamento?
—No tengo que contestar a tus preguntas.
—Mira, creo que te instalaste aquí la semana pasada; que esto es una especie de piso franco y que tú no eres realmente la persona que dices ser.
—Pues entonces ya somos dos.
Ermanno se levantó de golpe y entró en la cocinita trasera del apartamento. Regresó con unos papeles que deslizó delante de Marco. Era el resguardo de un paquete certificado de la Universidad de Bolonia con una etiqueta postal en la cual figuraba la dirección de Ermanno Rosconi, la dirección en la cual se encontraban ambos en aquel preciso momento.
—Pronto reanudaré las clases —dijo Ermanno—. ¿Quieres un poco más de café?
Marco estudiaba los impresos. Comprendía justo lo suficiente para captar el significado.
—Sí, por favor.
Era simple papeleo fácilmente falsificable. Sin embargo, en caso de que fuera falso, estaba muy bien hecho. Ermanno regresó a la cocina y abrió el grifo del agua.
Marco empujó su silla hacia atrás diciendo:
—Voy a dar una vuelta por la manzana. Necesito despejar un poco la cabeza.
La costumbre cambió a la hora de cenar. Luigi se reunió con él delante de un estanco que daba a la Piazza dei Signori y ambos bajaron por una bulliciosa callejuela cuando los tenderos ya estaban cerrando. Había oscurecido y hacía mucho frío, y los hombres de negocios arrebujados en sus elegantes atuendos regresaban corriendo a casa con bufanda y sombrero. Luigi llevaba las manos enguantadas en los bolsillos de lana de una especie de guardapolvo de áspero y grueso tejido que le llegaba hasta las rodillas y que tanto podía haber heredado de su abuelo como comprado la semana anterior en la tienda tremendamente cara de un diseñador de Milán. Pese a ello, lo lucía con mucho estilo y Marco envidió una vez más la natural elegancia de su instructor.
Luigi no tenía prisa y parecía disfrutar del frío. Hizo algunos comentarios en italiano, pero Marco se negó a seguirle la corriente.
—Inglés, Luigi —le dijo dos veces—. Necesito el inglés.
—De acuerdo. ¿Qué tal ha ido tu segundo día de clase?
—Muy bien. Ermanno no lo hace mal. No tiene sentido del humor, pero es un profesor eficaz.
—¿Estás haciendo progresos?
—¿Y cómo podría no hacer progresos?
—Ermanno me dice que tienes buen oído para el idioma.
—Ermanno es un embaucador muy malo y tú lo sabes. Trabajo duro porque muchas cosas dependen de ello. Me machaca seis horas al día y después me paso tres horas por la noche empollando. El progreso es inevitable.
—Trabajas muy duro —repitió Luigi. De repente, se detuvo a mirar lo que parecía una pequeña charcutería—. Aquí cenamos, Marco.
Marco hizo un gesto de reproche. La ventana de la fachada se encontraba a no más de cuatro metros y medio de distancia. Las mesas estaban todas apretujadas junto a la ventana y el local parecía lleno a rebosar.
—¿Estás seguro? —preguntó Marco.
—Sí, es un sitio muy bueno. Comida ligera, bocadillos y cosas por el estilo. Come tú solo. Yo no voy a entrar.
Marco le miró y fue a protestar, pero se contuvo y esbozó una sonrisa como si aceptara el reto de buen grado.
—El menú está en una pizarra, encima de la caja, nada de inglés. Primero pides, pagas y después recoges la comida al final del mostrador; no es mal sitio para sentarse si consigues un taburete. La propina está incluida.
—¿Cuál es la especialidad de la casa? —preguntó Marco.
—La pizza de jamón con alcachofas es deliciosa. También lo son los bocadillos. Me reuniré contigo allí, junto a la fuente, dentro de una hora.
Marco apretó la mandíbula y entró en el local sintiéndose muy solo. Mientras esperaba detrás de dos señoras, estudió desesperadamente la pizarra en busca de algo que pudiera pronunciar. Que se fuera al carajo el sabor. Lo importante era pedir y pagar. Por suerte, la cajera era una dama de mediana edad que disfrutaba sonriendo. Marco la saludó con un cordial «buona sera» y, antes de que ella pudiera contestarle algo, le pidió «un panino con prosciutto e formaggio» —un bocata de jamón y queso— y una Coca-Cola.
—¡Ah, la Coca-Cola! Da igual en qué idioma se la nombre.
La caja se puso en marcha ruidosamente y ella pronunció un batiburrillo de palabras incomprensibles. Pero siguió sonriendo, dijo «si» y entregó un billete de veinte euros que sin duda sería suficiente para pagar y recibir un poco de cambio. Dio resultado. El cambio iba acompañado de un resguardo.
—Numero sessantasette —dijo la cajera. Número sesenta y siete.
Tomó el resguardo y recorrió muy despacio el mostrador en dirección a la cocina. Nadie le miró, nadie pareció fijarse en él. ¿Se estaría haciendo pasar realmente por italiano, por un auténtico habitante del lugar? ¿O acaso se le notaba tanto que era forastero que la gente ni se molestaba en mirarle? Había adquirido rápidamente la costumbre de estudiar cómo vestían los demás hombres y creía haberse adaptado. Tal como Luigi le había dicho, los hombres del norte de Italia se preocupaban mucho más por el estilo y el aspecto que los norteamericanos. Se veían más chaquetas y pantalones a la medida, más jerséis y corbatas. Mucho menos tejido vaquero y prácticamente ninguna camiseta u otras manifestaciones de falta de interés por el aspecto.
Luigi, o quienquiera que le hubiera preparado el vestuario, alguien pagado sin duda por los contribuyentes estadounidenses, había hecho muy bien su trabajo. Para ser un hombre que se había pasado seis años vestido con la misma ropa carcelaria, Marco se estaba adaptando rápidamente a lo italiano. Observó las bandejas de comida que iban pasando por el mostrador, cerca de la parrilla.
Al cabo de unos diez minutos apareció un voluminoso bocadillo. Un empleado lo tomó, arrancó un resguardo y gritó:
—Numero sessantasette.
Marco se adelantó sin decir nada y mostró su resguardo. Inmediatamente le sirvieron la bebida sin alcohol. Encontró sitio en una mesita de un rincón y disfrutó plenamente de la soledad de su cena.
El local era ruidoso y estaba lleno de gente, un sitio de barrio en el que muchos de los clientes se conocían. Los saludos iban acompañados de besos y abrazos, largos holas y adioses todavía más largos. Hacer cola no constituía ningún problema, aunque a los italianos les costaba un poco comprender lo que es mantenerse los unos detrás de los otros. En Estados Unidos hubiese habido vehementes protestas de los clientes y puede que alguna palabrota del cajero.
En un país en el que una casa de trescientos años se considera nueva, el tiempo tiene un significado distinto. La comida es para disfrutarla, incluso en una pequeña charcutería con unas cuantas mesas.
Los que estaban sentados cerca de Joel parecían dispuestos a pasarse horas digiriendo su pizza y sus bocadillos. ¡Tenían tantas cosas de que hablar!
El ritmo de muerte cerebral de la vida carcelaria le había embotado todos los sentidos. Había conservado la cordura leyendo ocho libros semanales, pero incluso aquel ejercicio había sido para huir, no necesariamente para aprender. Dos días de intensa memorización, conjugaciones y pronunciación, y de escuchar como jamás en su vida había escuchado le habían dejado mentalmente exhausto.
Por consiguiente, absorbió el estruendo italiano sin tratar de comprender nada. Disfrutaba del ritmo, la cadencia y las risas. De vez en cuando captaba alguna palabra, sobre todo de los saludos y las despedidas, y lo consideraba en cierto modo un progreso. La contemplación de las familias y los amigos le hacía sentirse solo, pero se negaba a pensar en ello. La soledad eran veinticuatro horas dianas en una pequeña celda con alguna que otra carta y un simple libro de bolsillo por toda compañía. Sabía lo que era la soledad; aquello, en cambio, era un día en la playa.
Procuró que el jamón y el queso le duraran al máximo, pero todo tenía un límite. Recordó pedir algún plato frito la siguiente vez porque con las frituras puedes seguir jugueteando incluso cuando ya están frías, alargando de este modo la comida mucho más de lo que se consideraría normal en Estados Unidos. Cedió su mesa a regañadientes.
Casi una hora después de haber entrado en el local, abandonó su caldeado interior camino de la fuente. Habían cortado el agua para que no se helara. Luigi apareció a los pocos minutos como si hubiera permanecido acechando en la oscuridad. Tuvo el valor de sugerirle un gelato, un helado, pero Marco estaba temblando. Regresaron al hotel y se dieron las buenas noches.
El supervisor de Luigi contaba con cobertura diplomática en el consulado norteamericano de Milán. Se llamaba Whitaker y Backman era la menor de sus prioridades. Backman no tenía nada que ver con el espionaje ni el contraespionaje y Whitaker estaba demasiado ocupado en este sector como para molestarse por un poderoso ex intermediario de Washington que había sido ocultado en Italia. Sin embargo, preparaba debidamente sus resúmenes diarios y los enviaba a Langley. Allí eran recibidos y revisados por Julia Javier, la veterana con acceso directo al señor Maynard en persona. Gracias a la vigilancia de la señora Javier, Whitaker se mostraba tan diligente en Milán. De no haber sido por eso, quizá los resúmenes no hubiesen sido tan puntuales.
Teddy quería información.
La señora Javier fue llamada a su despacho del séptimo piso, al «Ala Teddy», como se la conocía en Langley. Entró en su «estación», su puesto, tal como él prefería que lo llamaran, y lo encontró una vez más tras una larga y ancha mesa de reuniones sentado en su elevada silla de ruedas, envuelto en varias mantas de tronco para abajo y vestido con su habitual traje negro, examinando montones de resúmenes mientras Hoby permanecía a la espera, listo para ir por otra taza del maldito té verde que Teddy estaba convencido de que lo mantenía vivo.
Estaba vivo por los pelos, pero Julia Javier ya llevaba muchos años pensando lo mismo.
Puesto que ella no bebía café y el té ni lo tocaba, no le ofrecieron nada. Ocupó su habitual lugar a la derecha de Teddy, en una especie de asiento de los testigos que todos los visitantes se esperaba que ocuparan —por el oído derecho oía mejor que por el izquierdo— y él consiguió saludarla con un cansado: «Hola, Julia.»
Como de costumbre, Hoby se sentó delante de ella y se dispuso a tomar notas.
Todos los sonidos de la «estación» eran captados por los más sofisticados dispositivos de grabación jamás creados por la moderna tecnología, pese a lo cual Hoby hacía el numerito de anotarlo todo.
—Infórmeme acerca de Backman —dijo Teddy.
Un informe oral como aquél tenía que ser conciso e ir al grano sin una sola palabra innecesaria.
Julia estudió sus notas, carraspeó y empezó a hablar para los micrófonos ocultos.
—Está en Treviso, una bonita y pequeña ciudad del norte de Italia. Lleva cuatro días allí y por lo visto se está adaptando muy bien. Nuestro agente se mantiene en contacto constante con él y el profesor de idiomas, un lugareño, está haciendo un buen trabajo. Backman no tiene dinero ni pasaporte y hasta ahora se ha mostrado muy dispuesto a no separarse del agente. No ha utilizado el teléfono de su habitación del hotel ni el móvil, como no sea para llamar a nuestro agente. No ha demostrado ningún deseo de explorar o pasear. Está claro que las costumbres adquiridas en la cárcel no se pierden fácilmente. No se aleja de su hotel. Cuando no le dan clase o come, permanece en su habitación y estudia italiano.
—¿Qué tal va con el idioma?
—No está mal. Tiene cincuenta y dos años y, por consiguiente, no será muy rápido.
—Yo aprendí el árabe a los sesenta —dijo Teddy con orgullo, como si los sesenta años se encontraran a un siglo de distancia.
—Sí, lo sé —dijo Julia. En Langley todo el mundo lo sabía—. Estudia mucho y hace progresos, pero sólo lleva tres días. El profesor está impresionado.
—¿De qué habla?
—No del pasado, no de los viejos amigos ni de los viejos enemigos. De nada que a nosotros nos interese. Eso lo ha excluido, por lo menos de momento. La conversación suele girar en torno a su nuevo lugar de residencia, la cultura y el idioma.
—¿Y su estado de ánimo?
—Acaba de salir de la cárcel catorce años antes de lo previsto y disfruta de las largas comidas y del buen vino. Está muy contento. No parece que sienta añoranza, pero, como es natural, no tiene un verdadero hogar. Jamás habla de su familia.
—¿Qué tal su salud?
—Parece buena. La tos le ha desaparecido. Parece que duerme bien. No se queja.
—¿Cuánto bebe?
—Tiene cuidado. Disfruta del vino en el almuerzo y la cena y toma una cerveza en un bar de la zona, pero nada excesivo.
—Vamos a aumentarle un poco la bebida para probar, ¿de acuerdo? A ver si se le desata un poco la lengua.
—Este es nuestro plan.
—¿Hasta qué extremo lo tenemos vigilado?
—Todo está controlado por dispositivos de escucha… los teléfonos, la habitación, las clases de idioma, los almuerzos, las cenas. Hasta en los zapatos lleva micrófonos. En ambos pares. Su abrigo lleva un Peak 30 cosido dentro del forro. Lo podemos localizar prácticamente en cualquier sitio.
—¿O sea que no lo pueden perder?
—Es un abogado, no un espía. De momento, parece conformarse con disfrutar de su libertad y hacer lo que le dicen.
—Pero no es tonto. Recuérdelo, Julia. Backman sabe que hay algunas personas muy desagradables que estarían encantadas de localizarlo.
—Muy cierto, pero, por ahora, es como un niñito agarrado a la falda de su madre.
—¿O sea que se siente seguro?
—Dadas las circunstancias, sí.
—Pues entonces, vamos a pegarle un susto.
—¿Ahora?
—Sí. —Teddy se frotó los ojos y tomó un sorbo de té—. ¿Qué hay de su hijo?
—Grado de vigilancia tres; no ocurren demasiadas cosas en Culpeper, Virginia. Si Backman intenta establecer contacto con alguien, será con Neal Backman. Pero antes lo sabremos en Italia que en Culpeper.
—Su hijo es la única persona en quien confía —dijo Teddy, expresando lo que Julia ya había dicho muchas veces.
—Muy cierto.
Tras una prolongada pausa, Teddy añadió:
—¿Alguna otra cosa, Julia?
—Le está escribiendo una carta a su madre, a Oakland.
Teddy esbozó una rápida sonrisa.
—Qué bonito. ¿La tenemos?
—Sí, nuestro agente la fotografió ayer, la acabamos de recibir. Backman la oculta entre las páginas de una revista de turismo local, en su habitación de hotel.
—¿Es muy extensa?
—Un par de párrafos bastante largos. Está claro que aún no ha terminado de escribirla.
—Léamela —dijo Teddy, apoyando la cabeza en el respaldo de su silla de ruedas y cerrando los ojos.
Julia rebuscó entre los papeles y se empujó las gafas de lectura hacia arriba sobre el caballete de la nariz.
—No lleva fecha y está escrita a mano, lo cual es un fastidio porque la escritura de Backman es fatal.
Querida madre:
No sé muy bien si alguna vez recibirás esta carta. No sé muy bien si la echaré al correo, de lo que depende que la recibas o no. En cualquier caso, he salido de la cárcel y estoy mejor. En mi última carta te decía que las cosas iban bien en la llanura de Oklahoma. Entonces no tenía ni idea de que el presidente me indultaría. Todo ocurrió tan rápido que todavía no me lo puedo creer.
Vivo en la otra punta del mundo, no puedo decir dónde porque eso podría molestar a algunas personas. Preferiría estar en Estados Unidos, pero no es posible. Yo no pude opinar al respecto. No es que sea una vida estupenda, pero sin duda es mucho mejor que la que tenía hace una semana. En la cárcel me estaba muriendo a pesar de lo que decía en mis cartas. No quería que te preocuparas. Aquí soy libre y eso es lo más importante del mundo. Puedo pasear por la calle, comer en un café, ir y venir a mi antojo y hacer lo que me da la gana. La libertad, madre, es algo con lo que llevaba años soñando y creía imposible.
Julia dejó la carta y dijo:
—Hasta aquí ha llegado.
Teddy abrió los ojos diciendo:
—¿Le cree lo bastante estúpido como para enviarle una carta a su madre por correo?
—No. Pero lleva mucho tiempo escribiéndole una vez a la semana. Es una costumbre y probablemente surte en él un efecto terapéutico. Con alguien tiene que hablar.
—¿Seguimos vigilando su correspondencia?
—Sí, la poca que recibe.
—Muy bien. Péguenle un susto de muerte y después facilítenme el informe.
—Sí, señor.
Julia recogió los papeles y se marchó de la habitación. Teddy tomó un resumen y se ajustó las gafas de lectura. Hoby se dirigió a una cercana y pequeña cocina.
El teléfono de la madre de Backman, en la residencia de Oakland, había sido pinchado y, de momento, no había permitido averiguar nada. El día en que se anunció el indulto, dos íntimas amigas habían llamado para hacerle un montón de preguntas y felicitarla discretamente, pero la señora Backman estaba tan conmovida que, al final, le habían tenido que administrar un sedante para que descansara unas cuantas horas. Sus nietos —los tres hijos que Joel había tenido con sus distintas esposas— hacía seis meses que no la llamaban.
Lydia Backman había superado dos ataques y estaba inmovilizada en una silla de ruedas. Cuando su hijo estaba en pleno apogeo, vivía con bastante lujo en una espaciosa vivienda de propiedad con una enfermera a su entero servicio. La condena de su hijo la había obligado a dejar la buena vida y mudarse a una residencia geriátrica junto con otro centenar de personas.
Seguro que Backman no intentaría contactar con ella.