8

La siesta no dio resultado. El vino del almuerzo y las dos cervezas de la tarde tampoco le sirvieron de nada. Tenía simplemente demasiadas cosas en que pensar.

Además, estaba muy descansado; tenía suficiente sueño acumulado en el cuerpo. Seis años en solitario encierro reducen el cuerpo humano a un estado tan pasivo que el sueño se convierte en la principal actividad. Durante los primeros meses en Rudley, Joel dormía ocho horas por la noche y hacía una buena siesta después del almuerzo, lo cual era comprensible teniendo en cuenta lo poco que había dormido durante los veinte años anteriores, en que se pasaba la vida manteniendo en pie la República de día y persiguiendo faldas hasta el amanecer. Al cabo de un año, podía dormir nueve y a veces hasta diez horas. Había muy poco más que hacer aparte de leer y ver un poco la televisión.

Una vez, por puro aburrimiento, llevó a cabo un estudio, una de sus muchas encuestas clandestinas, pasando una hoja de papel de celda en celda mientras los guardias hacían la siesta y, de treinta y siete encuestados de su bloque, el porcentaje era de once horas de sueño al día. Mo, el delator de la mafia, aseguraba dormir dieciséis horas y a menudo se le oía dormir al mediodía. Mad Cow Miller era el que menos dormía, apenas tres horas, pero el pobre hombre había perdido el juicio hacía años, por lo que Joel se vio obligado a eliminar sus respuestas del estudio.

Había períodos de insomnio, largos períodos en que se pasaba el rato mirando al techo y pensando en los errores y en los hijos y los nietos, en la humillación del pasado y el temor del futuro. Y había semanas en que le facilitaban pildoras para dormir en la celda, de una en una, pero jamás le daban resultado. Joel sospechaba que eran simples placebos.

Pero en seis años había dormido demasiado. Ahora su cuerpo estaba muy descansado. Y su mente trabajaba en exceso.

Se levantó lentamente de la cama donde llevaba una hora tumbado incapaz de cerrar los ojos y se acercó a la mesita donde tomó el móvil que Luigi le había facilitado. Se lo llevó a la ventana, tecleó los números pegados con cinta adhesiva en la parte posterior y, tras cuatro timbrazos, oyó una conocida voz.

Ciao, Marco. Come stai?

—Simplemente comprobando a ver si funciona este chisme —contestó Joel.

—¿Me crees capaz de darte un teléfono defectuoso? —preguntó Luigi.

—No, por supuesto que no.

—¿Qué tal la siesta?

—Pues muy buena, estupenda. Te veré a la hora de cenar.

Ciao.

¿Dónde estaba Luigi? ¿Acechando allí cerca con un móvil en el bolsillo, esperando a que Joel lo llamara? ¿Vigilando el hotel? Si Stennett y el chofer estaban todavía en Treviso, con Luigi y Ermanno habría en total cuatro «amigos» por decirlo de alguna manera encargados de vigilar a Joel Backman.

Asió el teléfono y se preguntó quién más de allí afuera estaría al corriente de la llamada. ¿Quién más estaría escuchando? Contempló la calle de abajo y se preguntó quién estaría allí. ¿Sólo Luigi?

Rechazó aquellos pensamientos y se sentó a la mesa. Le apetecía un café, tal vez un espresso doble para que se le pusieran en marcha los nervios, de ninguna manera un cappuccino debido a lo tardío de la hora, pero no estaba preparado para descolgar el auricular y pedirlo. Podía decir «hola» y «café» en italiano, pero había toda otra serie de palabras que todavía ignoraba.

¿Cómo puede sobrevivir un hombre sin un café cargado? En otros tiempos, su secretaria preferida solía servirle su primera taza de un impresionante brebaje turco exactamente a las seis y media de la mañana, seis días a la semana. Había estado casi a punto de casarse con ella. A las diez de la mañana, el intermediario estaba tan tenso que arrojaba cosas, les pegaba gritos a sus subordinados y atendía tres llamadas al mismo tiempo mientras unos senadores permanecían a la espera.

Aquel recuerdo no le gustó. Raras veces le gustaban sus recuerdos. Tenía muchos y se había pasado seis años librando en solitario una encarnizada batalla mental para depurar su pasado.

Volviendo al café, le asustaba pedirlo porque temía el idioma. Joel Backman jamás le había tenido miedo a nada y, si había sido capaz de seguir el desarrollo de trescientas disposiciones legales a través del laberinto del Congreso y efectuar cien llamadas telefónicas al día sin apenas examinar el Rolodex o una agenda, estaba seguro de que podría aprender suficiente italiano para pedir un café.

Colocó cuidadosamente el material de estudio de Ermanno sobre la mesa y examinó la sinopsis. Comprobó las pilas de la pequeña grabadora y tomó las cintas. La primera clase de la lección era un tosco dibujo en color de la sala de estar de una familia con mamá, papá y los niños viendo la televisión. Los objetos estaban indicados tanto en el idioma materno como en italiano: puerta y porta, sofá y sofá, ventana y finestra, cuadro y quadro, etc. El chico era un ragazzo, la madre era la madre, el viejo que se tambaleaba en un rincón apoyado en un bastón era el abuelo o il nonno.

Cinco páginas más adelante estaban la cocina, el dormitorio y el cuarto de baño. Al cabo de una hora, y todavía sin café, Joel empezó a pasear lentamente por su habitación, señalando y pronunciando en voz baja los nombres de todo lo que veía: cama, letto, lámpara, lampada; reloj, orologio; jabón, sapone. Había unos cuantos verbos incluidos por precaución: hablar, parlare; comer, mangiare; beber, bere; pensar, pensare. Se colocó ante el pequeño espejo (specchio) de su cuarto de baño y trató de convencerse de que era efectivamente Marco. Marco Lazzeri. «Sono Marco. Sono Marco», repetía. Soy Marco. Soy Marco.

En principio una tontería, pero tenía que hacer borrón y cuenta nueva. Había demasiadas cosas en juego para aferrarse a un antiguo nombre que lo podía matar. Si el hecho de ser Marco le podía salvar el pellejo, pues sería Marco.

Marco. Marco. Marco.

Empezó a buscar palabras que no estuvieran en los dibujos. En su nuevo diccionario encontró carta igienica para rollo de papel higiénico, guanciale para almohada, soffitto para techo. Todo tenía un nuevo nombre, todos los objetos de su habitación, de su pequeño y nuevo mundo, todo lo que podía ver en aquel momento se convertía en algo nuevo. Una y otra vez, mientras sus ojos saltaban de una cosa a otra, pronunciaba la palabra italiana.

¿Y qué decir de sí mismo? Tenía un cervello, cerebro. Tocaba una mano; un brazo, braccio; una pierna, gamba. Tenía que respirar, respirare; ver, vedere; tocar, toccare; oír, sentire; dormir, dormire; soñar, sognare.

Estaba divagando y se contuvo. Mañana Ermanno empezaría con la primera lección, la primera descarga de vocabulario, poniendo el acento en lo más básico: saludos y felicitaciones, conversación cortés, números del uno al cien, los días de la semana, los meses del año e incluso el alfabeto. Los verbos ser (essere) y haber (avere) se conjugaban en presente, pasado simple y futuro.

A la hora de cenar, Marco ya se había aprendido de memoria toda la primera lección y escuchado la correspondiente cinta una docena de veces. Salió a la gélida noche y echó alegremente a andar hacia la Trattoria del Monte, donde sabía que Luigi lo estaría esperando con una de las mejores mesas y algunas excelentes sugerencias del menú. En la calle, con la cabeza todavía dándole vueltas después de varias horas de memorización mecánica, vio una motocicleta, una bicicleta, un perro y un par de hermanas gemelas y se enfrentó con la dura realidad de no conocer ninguna de aquellas palabras en su nuevo idioma.

Todo se lo había dejado en la habitación del hotel.

Pensando en la comida que lo esperaba, siguió impertérrito hacia delante, confiando todavía en que él, Marco, podría llegar a convertirse en cierto modo en un respetable italiano. En una mesa de la esquina, saludó a Luigi con un ceremonioso gesto.

Buona sera, signore, come esta?

Soto bene, grazie, e tu?

Molto bene, grazie —contestó Marco. Muy bien, gracias.

—Has estado estudiando, ¿verdad? —dijo Luigi.

—Pues sí, no tenía otra cosa que hacer.

Antes de que Marco pudiera desdoblar la servilleta, se acercó un camarero con una botella de tinto de la casa protegida por una envoltura de paja. Llenó con presteza dos copas y se marchó.

—Ermanno es un profesor estupendo —estaba diciendo Luigi.

—¿Lo has utilizado otras veces? —preguntó Marco como el que no quiere la cosa.

—Sí.

—O sea que, ¿con cuánta frecuencia te traes aquí a alguien como yo y lo conviertes en italiano?

Luigi esbozó una sonrisa diciendo:

—De vez en cuando.

—Cuesta un poco creerlo.

—Puedes creer lo que quieras, Marco. Todo es imaginario.

—Hablas como un espía.

Un encogimiento de hombros que no fue una verdadera respuesta.

—¿Para quién trabajas, Luigi?

—¿Tú para quién crees?

—Formas parte de un alfabeto… CIA, FBI, NSA. Puede que alguna oscura rama del servicio de inteligencia militar.

—¿Te lo pasas bien, reuniéndote conmigo en estos encantadores restaurantes? —preguntó Luigi.

—¿Tengo otra alternativa?

—Sí. Como sigas haciendo estas preguntas, dejaremos de reunimos. Y, cuando dejemos de reunimos, tu vida, a pesar de lo vulnerable que ya es, se volverá todavía más frágil.

—Pensé que tu misión era proteger mi vida.

—Y lo es. Por consiguiente, deja de hacerme preguntas sobre mí. Te aseguro que no hay respuestas.

Como si estuviera en nómina, el camarero eligió el momento más oportuno para acercarse y depositó dos cartas de gran tamaño entre ambos, modificando con ello hábilmente el rumbo que estaba siguiendo la conversación. Marco frunció el entrecejo ante la lista de platos y recordó una vez más hasta dónde llegaban sus conocimientos de italiano. Al final reconoció las palabras caffe, vino y birra.

—¿Qué parece más recomendable? —preguntó.

—El chef es de Siena y, por consiguiente, le gustan los platos toscanos. El risotto con funghi porcini es excelente como primer plato. Yo tomaré un bistec florentino, que es sensacional.

Marco cerró la carta y aspiró los efluvios procedentes de la cocina.

—Tomaré las dos cosas.

Luigi cerró también la suya y le hizo una seña al camarero. Tras haber pedido los platos, ambos se pasaron unos cuantos minutos bebiendo vino en silencio.

—Hace unos años —empezó diciendo Luigi—, me desperté una mañana en un pequeño hotel de Estambul. Solo y con unos quinientos dólares en el bolsillo. Y un pasaporte falso. No hablaba una sola palabra de turco. Mi enlace estaba en la ciudad, pero, si yo me hubiera puesto en contacto con él, me habría visto obligado a buscarme una nueva carrera. En diez meses exactamente tenía que regresar al mismo hotel y reunirme con un amigo que me sacaría del país.

—Eso suena a adiestramiento básico de la CIA.

—Te has equivocado en la parte del alfabeto —dijo Luigi, haciendo una pausa para tomar un sorbo de vino antes de seguir adelante—. Puesto que disfruto con la comida, aprendí a sobrevivir. Me empapé del idioma y la cultura y de todo lo que me rodeaba. Me las arreglé bastante bien, me mezclé con el ambiente que me rodeaba y, diez meses más tarde, cuando me reuní con mi amigo, tenía más de mil dólares en el bolsillo.

—Italiano, inglés, francés, español, turco… ¿qué más?

—Ruso. Me soltaron durante un año en Stalingrado.

Marco estuvo casi a punto de preguntar «quiénes», pero lo dejó correr. No habría respuesta; además, ya creía conocerla.

—¿O sea que a mí me han soltado aquí?

El camarero depositó en la mesa una cesta de panecillos variados y un pequeño cuenco de aceite de oliva. Luigi empezó a mojar y a comer, y la pregunta quedó olvidada o ignorada. Les sirvieron más comida, una bandejita de jamón y salame con aceitunas, y la conversación empezó a languidecer. Luigi era un espía o un contraespía, o un agente secreto, o un agente de alguna otra clase, o simplemente un enlace o un contacto, o puede que un colaborador de segunda fila, pero era en primer lugar y por encima de todo italiano. Todo el adiestramiento del mundo no pudo desviar su atención del reto que tenía delante cuando la comida estuvo servida.

Mientras comía, Luigi cambió de tema. Explicó los detalles de una cena italiana como es debido. Primero, los antipasti, generalmente una bandeja de carnes variadas como la que en aquellos momentos tenían delante. Después, el primer plato, el primo, que, por regla general, es una considerable ración de pasta, arroz, sopa o polenta, cuyo propósito es preparar el estómago para el plato principal, el secondo, un sustancioso plato de carne, pescado, cerdo, pollo o cordero. «Ten cuidado con los postres», le advirtió en tono siniestro, mirando a su alrededor para asegurarse de que el camarero no le estuviera escuchando. Meneó compungido la cabeza para explicar que muchos buenos restaurantes los compraban fuera y estaban tan cargados de azúcar o de licores baratos que prácticamente se te cargaban los dientes.

Marco consiguió mostrarse lo suficientemente impresionado por aquel escándalo nacional.

—Apréndete la palabra gelato —dijo Luigi con los ojos nuevamente brillantes.

—Helado —dijo Marco.

—Muy bien. Los mejores del mundo. Hay una gelateria unas puertas más abajo. Iremos allí después de cenar.

El servicio de habitaciones terminaba a las doce de la noche. A las 11.55, Marco descolgó el auricular y marcó dos veces el número 44. Tragó profundamente saliva y contuvo la respiración. Llevaba treinta minutos practicando el diálogo.

Tras unos cuantos perezosos timbrazos en cuyo transcurso estuvo casi a punto de colgar un par de veces, una soñolienta voz contestó diciendo:

Buona sera.

Marco cerró los ojos y se lanzó.

Buona sera. Vorrei un caffé, per favore. Un espresso doppio.

Si, latte e zucchero? —¿Leche y azúcar?

No, senza latte e zucchero.

Si, cinque minuti.

Grazie.

Marco colgó rápidamente para evitar el riesgo de un ulterior diálogo, pese a que, dado el poco entusiasmo que se respiraba en el otro extremo de la línea, dudaba mucho que tal cosa fuera posible. Se puso en pie de un salto, levantó un puño en el aire y se dio una palmada en la espalda por haber completado su primera lección en italiano. No había habido el menor tropiezo. Cada una de las dos partes había comprendido todo lo que decía la otra.

A la una de la madrugada aún se tomaba su espresso doble, saboreándolo a pesar de que ya estaba frío. Mediada la tercera lección no pensaba ni de lejos en el sueño, sólo en devorar todo el libro de texto para su primera sesión con Ermanno.

Llamó a la puerta del apartamento con diez minutos de antelación. Era una cuestión de control. Por más que intentara resistirse, regresaba impulsivamente a sus viejos hábitos. Prefería ser él quien decidiera cuándo empezarían las lecciones. Diez minutos antes o veinte minutos después, la hora no importaba.

Mientras esperaba en el oscuro rellano, le vino repentinamente a la memoria la reunión de altos vuelos de la cual había sido anfitrión una vez en su enorme sala de juntas. La sala estaba abarrotada de ejecutivos de multinacionales y peces gordos de distintas agencias gubernamentales, todos ellos convocados allí por el intermediario. A pesar de que la sala de juntas se encontraba a cincuenta pasos pasillo abajo de su despacho, él hizo su entrada veinte minutos más tarde, pidiendo disculpas y explicando que había estado hablando por teléfono con el despacho del primer ministro de no sé qué país de segunda.

Mezquinos, mezquinos, mezquinos los juegos que se montaba.

Ermanno no pareció impresionado. Hizo esperar a su alumno por lo menos cinco minutos antes de abrirle la puerta con una tímida sonrisa y un amistoso:

Buon giorno, signor Lazzeri.

Buon giorno, Ermanno. Come stai?

Molto bene, grazie. E tu?

Molto bene, grazie.

Ermanno abrió un poco más la puerta y, con un amplio gesto de la mano, añadió:

Prego. Adelante, por favor.

Marco entró y se sorprendió una vez más de lo improvisado y provisional que parecía todo. Dejó sus libros en la mesita del centro de la habitación de la parte anterior del apartamento y decidió no quitarse el abrigo. Fuera la temperatura era de unos seis grados centígrados y aquel pequeño apartamento no estaba mucho más caldeado.

Vorresti un caffé? —preguntó Ermanno. ¿Te apetece un café?

Si, grazie.

Se había pasado unas dos horas durmiendo, de cuatro a seis, después se había duchado y vestido y había decidido salir a las calles de Treviso, donde encontró un bar abierto en el que se reunían los ancianos tomando espressos y hablando todos a la vez. Le apetecía un poco más de café, pero lo que de verdad necesitaba era tomar un bocado. Un cruasán, un bollo o algo por el estilo, algo cuyo nombre todavía no había aprendido. Llegó a la conclusión de que podría aguantarse el hambre hasta el mediodía cuando se reuniera una vez más con Luigi para efectuar otra incursión en la gastronomía italiana.

—Tú eres estudiante, ¿verdad? —preguntó en inglés cuando Ermanno regresó de la cocina con dos tacitas.

Non inglese, Marco, non inglese.

Y eso fue todo el inglés. Un brusco final; una áspera despedida definitiva de su idioma materno. Ermanno se sentó a un lado de la mesa y Marco al otro y, a las ocho y media en punto, ambos pasaron a la primera página de la primera lección. Marco leyó el primer diálogo en italiano y Ermanno hizo amablemente las correcciones aunque se quedó muy impresionado de la preparación de su alumno. Se había aprendido totalmente de memoria el vocabulario, pero el acento se tenía que trabajar.

Una hora más tarde, Ermanno empezó a señalar distintos objetos de la habitación —alfombra, libro, revista, silla, quilt, cortinas, radio, suelo, pared, mochila— y Marco contestó con soltura. Con un acento cada vez más perfecto, soltó toda la lista de las expresiones de cortesía —buenos días, cómo está usted, muy bien, gracias, por favor, hasta luego, adiós, buenas noches— y treinta más. Recitó los días de la semana y los meses del año. La lección terminó al cabo de sólo dos horas y Ermanno preguntó si necesitaba un descanso.

—No.

Pasaron a la segunda lección, con otra página de vocabulario que Marco ya dominaba, y otros ejemplos de diálogo que éste pronunció de maravilla.

—Has estudiado mucho —murmuró Ermanno en inglés.

Non inglese, Ermanno, non inglese —lo corrigió Marco.

El juego ya estaba en marcha: quién podía ser más aplicado. Al mediodía, el profesor ya estaba agotado y necesitaba un descanso, por lo que ambos suspiraron de alivio al oír una llamada a la puerta y la voz de Luigi en el rellano. Éste entró y los vio a los dos inclinados sobre la mesita atestada de papeles como si se hubieran pasado varias horas echando pulsos.

Come va? —preguntó Luigi. ¿Cómo va?

Ermanno le miró con expresión cansada y contestó:

Molto intenso.

Vorrei pranzare —anunció Marco, levantándose muy despacio. Quisiera almorzar.

Marco esperaba disfrutar de un agradable almuerzo con un poco de inglés intercalado para facilitar las cosas y tal vez para aliviar la tensión mental de intentar traducir todas las palabras que oía. Sin embargo, después del brillante resumen de la sesión matinal que le había facilitado Ermanno, Luigi experimentó el impulso de seguir con la inmersión durante la comida o, por lo menos, la primera parte de ella. En el menú no había ni una sola palabra en inglés, por lo que, tras haberle explicado Luigi todos los platos en un incomprensible italiano, Marco levantó las manos diciendo:

—Se acabó. Me voy a pasar la siguiente hora sin hablar ni escuchar italiano.

—¿Y tu almuerzo?

—Me comeré el tuyo.

Tomó un sorbo de vino y procuró relajarse.

—Muy bien pues. Supongo que nos las podremos arreglar con el inglés durante una hora.

Grazie —dijo Marco sin poder contenerse.