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El caso Backman había sido ampliamente comentado por Dan Sandberg, un veterano del Washington Post. En 1998, había revelado la historia de ciertos documentos altamente secretos que habían abandonado el Pentágono sin autorización.

La investigación del FBI que inmediatamente se abrió lo mantuvo ocupado durante medio año, en cuyo transcurso publicó dieciocho reportajes, casi todos de primera plana. Tenía contactos fidedignos tanto en la CIA como en el FBI. Conocía a los socios de Backman, Pratt amp; Bolling, y se había pasado algún tiempo en sus despachos. Acosó al Departamento de Justicia en demanda de información. Estaba presente en la sala del tribunal el día en que Backman se declaró precipitadamente culpable y desapareció.

Un año más tarde había escrito uno o dos libros acerca del escándalo. Vendió un respetable número de 24.000 ejemplares en tapa dura y, en otros formatos, aproximadamente la mitad. En el transcurso de sus investigaciones, Sandberg estableció ciertas relaciones básicas. Una de ellas resultó ser una valiosa aunque completamente inesperada fuente de información: Un mes antes de la muerte de Jacy Hubbard, Cari Pratt, que por aquel entonces era objeto de una grave acusación al igual que casi todos los socios más antiguos del bufete, se había puesto en contacto con él y concertado una cita. Al final, ambos acabaron reuniéndose más de doce veces mientras el escándalo seguía su curso, y en los años sucesivos se habían convertido en amigos de copas y solían reunirse de tapadillo por lo menos un par de veces al año para intercambiar chismes.

Tres días después de la divulgación de la noticia del indulto, Sandberg llamó a Pratt y concertó una cita con él en su local preferido, un bar estudiantil próximo a la Universidad de Georgetown.

Pratt tenía un aspecto espantoso, como si se hubiera pasado varios días bebiendo. Pidió un vodka; Sandberg prefirió seguir con la cerveza.

—Bueno pues, ¿dónde está tu chico? —preguntó Sandberg sonriendo.

—Ya no está en la cárcel, eso seguro. Pratt tomó un sorbo casi letal de vodka y emitió un chasquido con los labios.

—¿Ni una sola palabra de él?

—Nada. Ni yo ni nadie del bufete.

—¿Te sorprendería que llamara o pasara por allí?

—Sí y no. Nada puede sorprenderme de Backman. —Más vodka—. Si jamás volviera a poner los pies en el distrito de Columbia, tampoco me sorprendería. Si apareciera mañana y anunciara la creación de un nuevo bufete, no me sorprendería.

—El indulto te sorprendió.

—Sí, pero eso no ha sido obra de Backman, ¿verdad?

—Lo dudo.

Pasó una estudiante y Sandberg le echó un vistazo. Se había divorciado un par de veces y siempre andaba al acecho. Tomó un sorbo de cerveza diciendo:

—No puede ejercer la profesión, ¿verdad? Creo que le retiraron la licencia.

—Eso no constituiría ningún obstáculo para Backman. Lo llamaría «relaciones gubernamentales» o «asesoría» o cualquier otra cosa. Los lobbys son su especialidad y para eso no hace falta ninguna licencia. Qué demonios, la mitad de los abogados de esta ciudad no sabría ni dónde está el Palacio de Justicia. Pero seguro que todos saben dónde está el Congreso.

—¿Y qué me dices de los clientes?

—Eso no va a ocurrir. Backman no regresará al distrito de Columbia. A no ser que tú hayas averiguado otra cosa.

—No he averiguado nada. Ha desaparecido. En la cárcel nadie dice ni una sola palabra. No consigo que nadie del penal suelte prenda.

—¿Cuál es tu teoría? —preguntó Pratt, apurando su consumición como si ya estuviera preparado para otra.

—Hoy he descubierto que Teddy Maynard fue a la Casa Blanca a última hora del día diecinueve. Sólo alguien como Teddy podría arrancarle algo a Morgan. Backman salió probablemente escoltado y ha desaparecido.

—¿Testigo protegido?

—Algo así. La CIA ya ha ocultado a gente otras veces. Tienen que hacerlo. No consta nada oficialmente, pero tienen recursos.

—Pero ¿por qué ocultar a Backman?

—Venganza. ¿Recuerdas a Aldrich Arnés, el topo más grande de la historia de la CIA?

—Pues claro.

—Ahora está encerrado a buen recaudo en algún penal federal. ¿No sabes que a la CIA le encantaría cargárselo? No pueden hacerlo porque va en contra de la ley… No pueden centrar su objetivo en ciudadanos de Estados Unidos, ni aquí ni en el extranjero.

—Backman no era un topo de la CIA. Qué caray, odiaba a Teddy Maynard y el sentimiento era recíproco.

—Maynard no lo mataría. Organizaría las cosas de tal manera que alguien esté encantado de hacerlo.

Pratt se estaba levantando.

—¿Quieres otra? —preguntó, señalando la cerveza.

—Tal vez más tarde —contestó Sandberg.

Levantó su jarra por segunda vez e ingirió un sorbo.

Pratt regresó con un vodka doble, se sentó y preguntó:

—O sea que tú crees que los días de Backman están contados.

—Me has preguntado mi teoría. Cuéntame la tuya.

Un razonable trago de vodka y después:

—El mismo resultado, pero desde un ángulo ligeramente distinto. —Pratt sumergió el dedo en la bebida, la removió y se lamió el dedo mientras reflexionaba unos segundos—. Todo confidencial, ¿de acuerdo?

—Naturalmente.

Habían hablado tanto a lo largo de los años que todo era siempre confidencial.

—Transcurrió un período de ocho días entre la muerte de Hubbard y la declaración de culpabilidad de Backman. Fue un período tremendo. Tanto Kim Bolling como yo estábamos bajo la protección del FBI las veinticuatro horas del día y en todas partes. Muy curioso, en realidad. El FBI estaba tratando por todos los medios de enviarnos a la cárcel para siempre y, al mismo tiempo, se sentía obligado a protegernos. —Un sorbo mientras miraba a su alrededor para ver si algún estudiante escuchaba con disimulo. No vio a ninguno—. Hubo algunas amenazas, algunas actuaciones muy serias por parte de las mismas personas que se habían cargado a Jacy Hubbard. Más tarde el FBI nos quitó la protección, meses después de la marcha de Backman, cuando la situación ya se había calmado. Nos sentimos un poco más tranquilos, pero Bolling y yo continuamos dos años pagándonos un servicio de vigilancia armada. Yo sigo mirando por el espejo retrovisor. El pobre Kim ha perdido el juicio.

—¿Quién profirió las amenazas?

—Los mismos que estarían encantados de descubrir el paradero de Joel Backman.

—¿Quiénes?

—Backman y Hubbard habían acordado vender su pequeño producto a los saudíes a cambio de una impresionante cantidad de dinero. Muy elevada, pero muy inferior al coste de la construcción de todo un nuevo sistema de satélites. El acuerdo se fue al carajo. Hubbard resultó muerto, Backman fue inmediatamente enviado a la cárcel y la cosa no les hizo ninguna gracia a los saudíes. Tampoco a los israelíes, porque ellos también querían cerrar un trato. —Hizo una pausa para tomar un trago, como si necesitara un poco más de fuerza para terminar la historia—. Después tenemos a los que crearon inicialmente el sistema.

—¿Los rusos?

—No es probable. A Jacy Hubbard le encantaban las chicas asiáticas. Lo vieron por última vez saliendo de un bar con una preciosa chiquita de torneadas piernas, largo cabello negro y rostro redondo, originaria de algún lugar del otro extremo del mundo. La China comunista utiliza aquí a miles de personas para obtener información. Todos sus estudiantes, hombres de negocios y diplomáticos en Estados Unidos. Este lugar está lleno de chinos que se dedican a fisgar. Además, sus servicios de inteligencia cuentan con unos agentes muy eficaces. Por una cosa de este tipo, no vacilarían en perseguir a Hubbard y Backman.

—¿Estás seguro de que es la China comunista?

—Nadie está seguro, hombre. Puede que Backman lo sepa, pero jamás se lo dijo a nadie. Ten en cuenta que la CIA ni siquiera estaba al corriente de la existencia de este sistema. Los pillaron con los pantalones bajados y el viejo Teddy aún está intentando ponerse al día.

—El viejo Teddy se lo está pasando en grande, ¿eh?

—Con toda seguridad. Le soltó a Morgan una información sobre la seguridad nacional. Morgan, como era de esperar, se lo traga. Backman sale. Teddy lo saca a escondidas del país y después vigila para ver quién aparece con una pistola. Es un juego en el que Teddy no puede perder.

—Es brillante.

—Es más que brillante, Dan. Piénsalo bien. Cuando Joel Backman se encuentre con su asesino, nadie lo sabrá jamás. Nadie sabe dónde está. Nadie sabrá quién es cuando encuentren su cuerpo.

—Si es que lo encuentran.

—Exactamente.

—¿Y Backman lo sabe?

Pratt apuró su segundo trago y se secó la boca con la manga. Estaba frunciendo el ceño.

—Backman no tiene un pelo de tonto. Pero buena parte de lo que sabemos salió a la luz cuando él se fue. Sobrevivió seis años en la cárcel y probablemente cree que podrá sobrevivir a cualquier cosa.

Critz entró en un pub cerca del hotel Connaught de Londres. Caía una persistente lluvia y necesitaba un lugar donde guarecerse.

Su mujer se encontraba en el pequeño apartamento que su nuevo jefe les había alquilado, por lo que Critz podía permitirse el lujo de permanecer sentado en un abarrotado pub donde nadie le conocía y tomarse un par de cervezas. Ya llevaba una semana en Londres y todavía faltaba otra para que cruzara de nuevo el Atlántico de regreso al distrito de Columbia, donde aceptaría un miserable trabajo como miembro de un lobby por cuenta de una empresa que fabricaba, entre otra quincalla, misiles defectuosos que el Pentágono aborrecía, pero que, a pesar de ello, se vería obligado a comprar porque la empresa contaba con todos los grupos de presión apropiados.

Encontró un reservado desocupado, sólo parcialmente visible a través de la bruma del humo de tabaco, entró y se sentó detrás de su cerveza. Qué agradable resultaba beber solo sin la preocupación de que alguien le viera y corriera a decirle:

«Oye, Critz, ¿qué pensabais hacer, estúpidos, con el veto de Berman?» Bla, bla, bla.

Escuchó las joviales voces británicas de los clientes que iban y venían. Ni siquiera le molestaba el humo. Estaba solo y era anónimo y disfrutaba de aquella intimidad.

Sin embargo, su anonimato no era completo. A su espalda apareció un hombrecillo tocado con una vieja gorra de marinero, entró en el reservado y se situó al otro lado de la mesa. Le pegó un susto.

—¿Le importa que me siente aquí con usted, señor Critz? —dijo el marinero, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto unos grandes y amarillentos dientes.

Critz recordaría más adelante aquellos sucios dientes.

—Siéntese —dijo Critz en un tono cansado—. ¿Cómo se llama?

—Ben.

No era británico y el inglés no era su lengua materna. Ben tenía unos treinta años, cabello oscuro, ojos castaños y una larga y puntiaguda nariz que le confería un aspecto más bien griego.

—No tiene apellido, ¿eh? —Critz tomó un sorbo de su cerveza y dijo—: ¿Cómo ha averiguado exactamente mi apellido?

—Lo sé todo de usted.

—No sabía que fuera tan famoso.

—Yo a eso no lo llamaría fama, señor Critz. Seré breve. Trabajo por cuenta de unas personas que necesitan desesperadamente localizar a Joel Backman. Le pagarán una cuantiosa suma de dinero en efectivo. Dinero en efectivo en una caja o dinero en efectivo en un banco suizo, no importa. Se puede hacer rápidamente, en cuestión de horas. Usted nos dice dónde está, cobra un millón de dólares y jamás nadie lo sabrá.

—¿Cómo me han localizado?

—Muy sencillo, señor Critz. Digamos que somos profesionales.

—¿Espías?

—Eso no tiene importancia. Somos quienes somos y vamos a encontrar al señor Backman. El caso es, ¿quiere usted el millón de dólares?

—No sé dónde está.

—Pero lo puede averiguar.

—Tal vez.

—¿Le interesa el negocio?

—No por un millón de dólares.

—Pues, ¿por cuánto?

—Tendré que pensarlo.

—Piénselo rápido.

—¿Y si no consigo obtener la información?

—En tal caso, jamás lo volveremos a ver. Este encuentro jamás tuvo lugar. Es muy fácil.

Critz ingirió un buen trago de su cerveza y reflexionó acerca del asunto.

—De acuerdo, supongamos que consigo obtener esta información, no soy muy optimista al respecto, pero ¿y si tengo suerte? Entonces, ¿qué?

—Toma usted un avión de la Lufthansa desde Dulles hasta Amsterdam en primera clase. Se registra en el hotel Amstel de la calle Biddenham. Ya le encontraremos, tal como lo hemos encontrado aquí.

Critz hizo una pausa y se aprendió los detalles de memoria.

—¿Cuándo? —preguntó.

—Lo antes posible, señor Critz. Hay otros que lo están buscando.

Ben desapareció con la misma rapidez con que había aparecido y dejó a Critz mirando entre el humo mientras se preguntaba si todo habría sido un sueño. Critz abandonó el pub una hora más tarde con el rostro oculto bajo un paraguas, completamente seguro de que lo estaban vigilando.

¿También lo vigilarían en Washington? Tenía la inquietante sensación de que sí.