Luigi tenía treinta y pocos años, unos tristes ojos oscuros, un cabello moreno que le cubría parcialmente las orejas y una barba de por lo menos cuatro días. Iba embutido en una especie de gruesa chaqueta basta que, sumada al rostro sin afeitar, le confería un simpático aspecto de campesino. Pidió un espresso y se mostró muy sonriente. Joel observó inmediatamente que llevaba las manos y las uñas muy limpias y tenía una dentadura muy regular. La rústica y gruesa chaqueta y la barba formaban parte del disfraz. Probablemente Luigi había estudiado en Harvard.
Su impecable inglés tenía justo el acento suficiente para convencer a cualquiera de que era efectivamente italiano, dijo que era de Milán. Su padre, italiano, era un diplomático que había viajado con su mujer norteamericana y sus dos hijos por todo el mundo al servicio de su país. Joel suponía que Luigi sabía muchas cosas acerca de él, por cuyo motivo hizo preguntas para averiguar todo lo que pudiera acerca de su nuevo entrenador.
No averiguó gran cosa. Matrimonio: ninguno. Colegio: Bolonia. Estudios en Estados Unidos, sí, en algún lugar del Medio Oeste. Trabajo: Gobierno. Qué gobierno: no podía decirlo. Sonreía con facilidad para esquivar las preguntas a las que no quería responder. Joel se enfrentaba con un profesional y lo sabía.
—Supongo que sabe usted algunas cosas acerca de mí —dijo Joel.
La sonrisa, la impecable dentadura. Los tristes ojos casi se cerraban cuando sonreía. Las señoras se lo comían con los ojos.
—He visto la carpeta.
—¿La carpeta? La carpeta sobre mí no cabría en este local.
—He visto la carpeta.
—Muy bien pues, ¿cuánto tiempo sirvió Jacy Hubbard en el Senado de Estados Unidos?
—Demasiado, diría yo. Mire, Marco, no vamos a revivir el pasado. Ahora tenemos muchas cosas que hacer.
—¿Me podrían poner otro nombre? No me gusta demasiado Marco.
—Yo no lo elegí.
—Bueno pues, ¿quién lo ha elegido?
—No lo sé, pero yo no. Hace usted muchas preguntas inútiles.
—He sido abogado durante veinticinco años. Es una vieja costumbre.
Luigi apuró su espresso y depositó unos cuantos euros sobre la mesa.
—Vamos a dar un paseo —dijo, levantándose.
Joel tomó su bolsa de lona y siguió a su entrenador hasta el exterior del café y la acera, bajando por una calle lateral con menos tráfico. Apenas habían dado unos pasos cuando Luigi se detuvo delante del albergo Campeol.
—Esta será su primera parada —dijo.
—¿Qué es esto? —preguntó Joel.
Era un edificio de estuco de cuatro pisos encajado entre otros dos. Unas vistosas banderas ondeaban por encima del porche.
—Un pequeño y bonito hotel. Albergo significa hotel. También puede utilizar la palabra «hotel» si quiere, pero en las ciudades más pequeñas les gusta decir albergo.
—O sea que es un idioma fácil.
Joel estaba mirando arriba y abajo de la estrecha calle… que sería evidentemente su nuevo barrio.
—Más fácil que el inglés.
—Ya veremos. ¿Cuántos idiomas habla usted?
—Cinco o seis.
Entraron y cruzaron el pequeño vestíbulo. Luigi saludó con la cabeza al recepcionista del mostrador de la entrada como si ya lo conociera. Joel consiguió pronunciar un aceptable «buon giorno» sin detenerse para evitar una respuesta más complicada. Subieron tres tramos de escalera y llegaron al final de un estrecho pasillo. Luigi tenía la llave de la habitación 30, una sencilla pero muy bien amueblada suite con ventanas en tres paredes y una vista sobre un canal de abajo.
—Es la mejor —dijo Luigi—. Nada especial, pero adecuada.
—Habría tenido usted que ver mi última habitación.
Joel arrojó la bolsa sobre la cama y empezó a descorrer las cortinas.
Luigi abrió la puerta de un armario muy pequeño.
—Mire. Aquí tiene cuatro camisas, cuatro pantalones, dos chaquetas, dos pares de zapatos, todo de su talla. Y un grueso abrigo de lana… aquí en Treviso hace mucho frío.
Joel contempló su nuevo vestuario. Las prendas estaban perfectamente colgadas, todas planchadas y listas para su uso. Los colores eran discretos, de muy buen gusto, y todas las camisas se podían combinar con cada chaqueta y cada par de pantalones. Al final, se encogió de hombros diciendo:
—Gracias.
—En ese cajón de ahí encontrará un cinturón, calcetines, ropa interior, todo lo que necesite. En el cuarto de baño hay todos los artículos de aseo necesarios.
—¿Qué puedo decirle?
—Y aquí en el escritorio hay dos pares de gafas. —Luigi tomó un par y lo sostuvo contra la luz. Las pequeñas lentes rectangulares estaban rodeadas por una fina montura negra metálica, muy europea—. Armani —dijo Luigi con cierto orgullo.
—¿Gafas de lectura?
—Sí y no. Le sugiero que se las ponga siempre que salga de esta habitación. Forman parte del disfraz, Marco. Parte de su nuevo yo.
—Hubiese tenido usted que conocer al antiguo.
—No, gracias. El aspecto es muy importante para los italianos, sobre todo para nosotros los del norte. Su atuendo, sus gafas, su corte de cabello, todo tiene que encajar debidamente para no llamar la atención.
Joel se sintió de pronto muy cohibido, pero, qué demonios, pensó después. Llevaba enfundado en la ropa de la cárcel más tiempo del que hubiera querido recordar. En sus días de gloria se gastaba habitualmente tres mil dólares en un traje impecablemente confeccionado a la medida. Luigi le seguía dando instrucciones.
—Nada de pantalones cortos, nada de calcetines negros y calzado deportivo blanco, nada de pantalones de poliéster y camisas de golf y, por favor, no empiece a engordar.
—¿Cómo se dice en italiano «anda y que te jodan»?
—Ya llegaremos a eso más tarde. Los hábitos y las costumbres son importantes. Son fáciles de aprender y muy agradables. Por ejemplo, nunca pida un cappuccino después de las diez y media de la mañana. En cambio, un espresso se puede pedir a cualquier hora del día. ¿Lo sabía?
—Pues no.
—Sólo los turistas piden cappuccinos después del almuerzo o la cena. Una vergüenza. Toda aquella leche con el estómago lleno.
Por un instante, Luigi frunció el entrecejo como si estuviera a punto de vomitar de asco.
Joel levantó la mano derecha diciendo:
—Juro no hacerlo jamás.
—Siéntese —dijo Luigi, señalándole un pequeño escritorio y dos sillas. Ambos se sentaron y procuraron ponerse cómodos. Luigi añadió—: Primero, la habitación. Está a mi nombre, pero el personal cree que un hombre de negocios canadiense se alojará un par de semanas aquí.
—¿Un par de semanas?
—Sí, después se trasladará usted a otro sitio. —Luigi lo dijo en el tono más siniestro posible, como si unas cuadrillas de asesinos ya estuvieran en Treviso buscando a Joel Backman—. A partir de este momento, dejará usted un rastro. Métaselo en la cabeza: cualquier cosa que haga, cualquier persona con quien hable… todo formará parte de su rastro. El secreto de la supervivencia es dejar tan pocas pistas como sea posible. Hable con muy pocas personas, incluidos el recepcionista del mostrador de la entrada y la gobernanta. El personal del hotel observa a los clientes y suele tener muy buena memoria. Dentro de seis meses alguien podría venir a este mismo hotel y empezar a hacer preguntas acerca de usted. Podría llevar consigo una fotografía. Podría ofrecer sobornos. Y el recepcionista podría acordarse repentinamente de usted y del hecho de que apenas hablaba italiano.
—Tengo una pregunta.
—Y yo tengo muy pocas respuestas.
—¿Por qué aquí? ¿Por qué en un país donde no puedo hablar el idioma? ¿Por qué no en Inglaterra o Australia donde podría mezclarme con más facilidad?
—Esta decisión la tomó otra persona, Marco, no yo.
—Ya me lo imaginaba.
—Pues, ¿por qué lo pregunta?
—No lo sé. ¿Puedo pedir un traslado?
—Otra pregunta inútil.
—Es un chiste malo, no una mala pregunta.
—¿Podemos seguir?
—Sí.
—Durante los primeros días lo llevaré a comer y a cenar. Saldremos por ahí, siempre a lugares distintos. Treviso es una bonita ciudad con muchos cafés y los visitaremos todos. Tiene que empezar a pensar en el día en que yo ya no esté aquí. Tenga cuidado con las personas que conozca.
—Tengo otra pregunta.
—Sí, Marco.
—Es sobre el dinero. La verdad es que no me gusta estar sin un céntimo. ¿Tienen ustedes previsto concederme una asignación o algo por el estilo? Le lavaré el coche y me encargaré de otras tareas.
—¿Qué es una asignación?
—Dinero en efectivo, ¿comprende? Dinero para gastos.
—No se preocupe por el dinero. De momento, yo me encargo de las cuentas. No pasará hambre.
—De acuerdo.
Luigi rebuscó en el profundo bolsillo de la chaqueta y sacó un teléfono móvil.
—Esto es para usted.
—¿Y a quién voy a llamar exactamente?
—A mí, si necesita algo. Mi número está en la parte de atrás.
Joel aceptó el móvil y lo dejó encima del escritorio.
—Tengo apetito. He estado soñando con un almuerzo con pasta, vino y postre y, naturalmente, un espresso, no un cappuccino a esta hora, y después quizá la siesta de rigor. Ahora ya llevo cuatro días en Italia y no he comido más que maíz frito y bocadillos. ¿Qué dice?
Luigi consultó su reloj.
—Conozco el lugar apropiado, pero primero un poco más de instrucción. Usted no habla italiano, ¿de acuerdo?
Joel puso los ojos en blanco y trató de sonreír diciendo:
—No, jamás tuve ocasión de aprender italiano, francés, alemán ni ningún otro idioma. Soy estadounidense, Luigi, ¿comprende? Mi país es más grande que toda Europa junta. Me basta con saber inglés.
—Recuerde que es usted canadiense.
—De acuerdo, lo que sea, pero estamos aislados. Sólo nosotros y los estadounidenses.
—Mi misión es mantenerlo a salvo.
—Gracias.
—Y, para ayudarnos a conseguirlo, tiene que aprender mucho italiano tan rápido como pueda.
—Lo comprendo.
—Tendrá un profesor, un joven estudiante llamado Ermanno. Estudiará con él por la mañana y también por la tarde. El trabajo será duro.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Todo el que haga falta. Eso depende de usted. Si trabaja con empeño, en tres o cuatro meses podría defenderse por su cuenta.
—¿Cuánto tardó usted en aprender inglés?
—Mi madre es estadounidense. En casa hablábamos inglés y fuera italiano.
—Eso es jugar con ventaja. ¿Qué más habla usted?
—Español, francés, algunos otros idiomas. Ermanno es un profesor excelente. El aula está unas puertas más abajo.
—¿No aquí, en el hotel?
—No, no, Marco. Tiene usted que pensar en su rastro. ¿Qué dirían el botones o la gobernanta si un chico se pasara cuatro horas diarias en la habitación con usted?
—Dios nos libre.
—La gobernanta escucharía detrás de la puerta y oiría las lecciones. Se lo diría a su jefe. En cuestión de uno o dos días todo el personal sabría que el hombre de negocios canadiense está estudiando intensamente. ¡Durante cuatro horas al día!
—Lo entiendo. Y ahora, el almuerzo.
Al salir del hotel, Joel consiguió mirar con una sonrisa al recepcionista, al conserje y al jefe de los botones sin decir ni una sola palabra. Recorrieron una manzana hasta el centro de Treviso, la Piazza dei Signori, la plaza principal rodeada de pórticos y cafés. Era mediodía y el tráfico de peatones, muy intenso, pues la gente se estaba yendo a almorzar. El tiempo estaba refrescando, pero Joel se encontraba muy a gusto con su nuevo abrigo de lana. Se esforzaba todo lo que podía en parecer italiano.
—¿Dentro o fuera? —preguntó Luigi.
—Dentro —contestó Joel, entrando en el Caffé Beltrame, que daba a la piazza.
Una estufa de ladrillo junto a la entrada calentaba el local y los efluvios del cotidiano festín se filtraban desde la parte de atrás. Luigi y el jefe de camareros hablaron simultáneamente, se rieron y después encontraron una mesa junto al ventanal que daba a la calle.
—Hemos tenido suerte —dijo Luigi mientras ambos se quitaban el abrigo y se sentaban—. El plato especial de hoy es faraona con polenta.
—¿Y eso qué es?
—Pintada con polenta.
—¿Y qué más?
Luigi estaba estudiando una pizarra que colgaba de una tosca viga transversal.
—Panzerotti di funghi al burro… raviolis grandes de setas fritos. Conchiglie di cavolfiori… conchas de vieira con coliflor. Spiedino di carne misto alia griglia… brochetas de carne variada a la parrilla.
—Me lo como todo.
—El vino de la casa es muy bueno.
—Lo prefiero tinto.
En pocos minutos el café se llenó de clientes habituales, todos los cuales parecían conocerse entre sí. Un afable hombrecillo pasó velozmente por delante de la mesa con un sucio delantal blanco, se detuvo justo lo suficiente para cruzar la mirada con Joel y no anotó nada mientras Luigi soltaba una larga lista de lo que querían comer. Llegó una jarra de vino de la casa con un cuenco de aceite de oliva tibio y una bandeja de focaccia, torta cortada en rebanadas, y Joel empezó a comer.
Luigi estaba ocupado explicando las complejidades del almuerzo y el desayuno, las costumbres, las tradiciones y los errores cometidos por los turistas que intentaban hacerse pasar por auténticos italianos.
Con Luigi todo sería una experiencia de aprendizaje.
Aunque Joel sorbió y saboreó muy despacio el primer vaso de vino, el alcohol se le subió directamente a la cabeza. Una maravillosa sensación de calor y un entumecimiento se apoderaron de su cuerpo. Era libre, tenía muchos años por delante y estaba sentado en un rústico y pequeño café de una ciudad italiana de la que jamás había oído hablar, bebiéndose un exquisito vino de la zona y aspirando los efluvios de un delicioso festín. Miró sonriendo a Luigi mientras éste seguía con sus explicaciones, pero, en determinado momento, Joel se perdió en otro mundo.
Ermanno afirmaba tener veintitrés años, pero no aparentaba más de dieciséis. Era alto, estaba dolorosamente delgado y, con su cabello de color arena y sus ojos de color avellana, más parecía alemán que italiano. Además, era muy tímido y muy nervioso y a Joel no le gustó la primera impresión.
Se reunieron con Ermanno en su pequeño apartamento del tercer piso de un desvencijado edificio situado a unas seis manzanas de distancia del hotel de Joel. Constaba de tres pequeñas habitaciones —una cocina, un dormitorio y una zona de estar—, pero, puesto que Ermanno era estudiante, semejante ambiente no era inesperado. Sin embargo, todo daba la impresión de que el chico acababa de instalarse allí y podía mudarse a otro sitio de un momento a otro.
Se sentaron alrededor de un pequeño escritorio situado en el centro de la sala de estar. No había televisor. La habitación era fría y estaba muy mal iluminada, por lo que Joel no pudo por menos que pensar que lo habían llevado a una especie de lugar clandestino donde a los fugitivos se les mantiene con vida y se los traslada de un sitio a otro en secreto.
El calor del almuerzo de dos horas de duración se estaba disipando rápidamente. El nerviosismo de su profesor no contribuía a mejorar la situación.
Al ver que Ermanno se mostraba incapaz de controlar la reunión, Luigi intervino rápidamente para poner en marcha las cosas. Sugirió que estudiaran cada mañana de nueve a once con una pausa de dos horas y que, después, reanudaran las clases hasta que se cansaran. Ermanno y Joel parecieron de acuerdo, pero a éste se le ocurrió una pregunta: «Si mi nuevo hombre de aquí es un estudiante, ¿cómo tiene tiempo para pasarse el día dándome clase?» Pero lo dejó correr. Ya intentaría averiguarlo más tarde.
¡Oh, la de preguntas que se acumulaban en su mente!
Al final, Ermanno se tranquilizó y describió los detalles del curso. Cuando hablaba despacio, no se le notaba mucho el acento. Pero, cuando corría, cosa que tendía a hacer, su inglés habría podido sonar a italiano. Una vez Luigi lo interrumpió para decirle:
—Ermanno, es importante que hables muy despacio, por lo menos los primeros días.
—Gracias —dijo Joel dándoselas de listillo.
Ermanno se ruborizó y consiguió decir tímidamente:
—Perdón.
Entregó su primera remesa de material de estudio: el primer volumen del curso junto con una pequeña grabadora y dos casetes.
—Las cintas siguen el orden del curso —explicó muy despacio—. Esta noche tendrías que estudiar el primer capítulo y escuchar cada cinta vanas veces. Mañana empezaremos por ahí.
—Será un curso muy intensivo —terció Luigi, ejerciendo más presión, como si fuera necesario.
—¿Dónde aprendiste inglés? —preguntó Joel.
—En la universidad —contestó Ermanno—. En Bolonia.
—¿O sea que no has estudiado en Estados Unidos?
—Sí que he estudiado —contestó el chico mirando nerviosamente a Luigi, como si prefiriera no hablar de nada que ocurriera en Estados Unidos. A diferencia de Luigi, Ermanno era muy transparente y estaba claro que no era un profesional.
—¿Dónde? —preguntó Joel, insistiendo para ver qué podía averiguar.
—Furman —contestó Ermanno—. Una pequeña escuela de Carolina del Sur.
—¿Cuándo estuviste allí?
Luigi acudió en su rescate, carraspeando.
—Ya habrá tiempo más tarde para estas conversaciones intrascendentes. Es importante que te olvides del inglés, Marco. A partir de hoy, vivirás en un mundo italiano. Todo lo que toques tiene un nombre italiano. Todo lo que pienses lo tendrás que traducir. Dentro de una semana pedirás las consumiciones en los restaurantes. Dentro de dos semanas soñarás en italiano. Es una inmersión total y absoluta en el idioma y la cultura, y no hay vuelta atrás.
—¿Podríamos empezar a las ocho de la mañana? —preguntó Joel.
Ermanno lo miró, se agitó con cierta impaciencia y, al final, dijo:
—Quizás a las ocho y media.
—Muy bien, estaré aquí a las ocho y media.
Abandonaron el apartamento y regresaron dando un paseo a la Piazza dei Signori. Era media tarde, el tráfico había disminuido considerablemente y las aceras estaban casi desiertas. Luigi se detuvo delante de la Trattoria del Monte y señaló la puerta diciendo:
—Me reuniré aquí mismo contigo a las ocho para cenar, ¿de acuerdo?
—Sí, de acuerdo.
—¿Sabes dónde está tu hotel?
—Sí, el albergo.
—¿Y tienes un plano de la ciudad?
—Sí.
—Muy bien. Ahora vete por tu cuenta, Marco.
Dicho lo cual, Luigi se adentró en una callejuela y desapareció. Joel se lo quedó mirando un segundo y después reanudó su paseo hasta la plaza principal.
Se sentía muy solo. Cuatro días después de haber abandonado Rudley era por fin libre, no llevaba escolta y puede que nadie lo observara, aunque lo dudaba. Decidió inmediatamente moverse por la ciudad e ir a lo suyo como si nadie lo vigilara.
Y decidió también, mientras fingía contemplar el escaparate de una pequeña tienda de artículos de cuero, no pasarse el resto de la vida volviendo la cabeza.
No lo encontrarían.
Vagó sin rumbo hasta llegar a la Piazza San Vito, una plazoleta donde había dos iglesias desde hacía setecientos años. Tanto la iglesia de Santa Lucia como la de San Vito estaban cerradas, pero, según decía la vetusta placa de latón, ambas volverían a abrir de cuatro a seis de la tarde. ¿Qué clase de lugar cierra desde el mediodía a las cuatro de la tarde?
Los bares no estaban cerrados, simplemente desiertos. Al final, hizo acopio de valor y entró en uno. Acercó un taburete, contuvo la respiración y pronunció la palabra «bina» cuando el barman estuvo más cerca.
El barman le contestó algo, esperó una respuesta y, por una décima de segundo, Joel estuvo tentado de salir disparado del local. Pero entonces vio el barril, lo señaló como si supiera muy bien lo que quería y el barman alargó la mano hacia una jarra vacía.
La primera cerveza en seis años. Estaba fría, era densa y aromática y la saboreó sorbo a sorbo. Una telenovela sonaba desde un televisor del fondo del bar. Prestó atención de vez en cuando, no entendió ni una sola palabra y trató de convencerse de que conseguiría dominar el idioma. Mientras estaba tomando la decisión de marcharse y regresar dando un paseo a su hotel, miró por la ventana de la fachada.
Vio pasar a Stennett.
Entonces pidió otra cerveza.