5

Dos de los tres hijos de Joel Backman ya lo habían abandonado cuando estalló el escándalo. Neal, el mayor, había escrito a su padre por lo menos dos veces al mes, aunque en los primeros días tras la sentencia le había costado mucho escribir las cartas.

Neal, de veinticinco años, era un socio novato del bufete Backman cuando su padre fue a la cárcel. Aunque apenas sabía nada acerca de JAM y Neptuno, el FBI lo acosó sin piedad y, al final, los fiscales federales presentaron una acusación contra él.

La repentina decisión de Joel de declararse culpable tuvo mucho que ver con lo ocurrido a Jacy Hubbard, pero también se debió al maltrato infligido a su hijo por las autoridades. En el acuerdo se incluyó la retirada de las acusaciones contra Neal.

Cuando su padre se fue para cumplir su condena de veinte años, Cari Pratt rescindió inmediatamente el contrato de Neal y los guardias armados del servicio de seguridad del bufete lo escoltaron hasta la calle. El apellido Backman era una maldición y encontrar un empleo en la zona de Washington resultaba imposible. Un compañero de la Facultad de Derecho tenía un tío juez, ya retirado; tras varias llamadas aquí y allá, Neal acabó en la pequeña ciudad de Culpeper, Virginia, trabajando en un bufete de cinco miembros y agradecido de haber tenido aquella oportunidad.

Buscaba el anonimato. Pensó en la posibilidad de cambiarse el apellido. Se negó a discutirlo con su padre. Se encargaba de escrituras, redactaba testamentos y títulos de propiedad y acabó adaptándose perfectamente a la vida de una pequeña localidad. Al final conoció y se casó con una chica del lugar, con la que no tardó en tener una hija: el segundo nieto de Joel y el único de quien éste poseía una fotografía.

Neal se enteró de la puesta en libertad de su padre en el Post. Lo comentó detenidamente con su mujer y brevemente con los compañeros de su bufete. La noticia puede que provocara terremotos en el distrito de Columbia, pero los temblores no llegaron a Culpeper. Nadie parecía saber nada o preocuparse por ello. Él no era el hijo del intermediario; era simplemente Neal Backman, uno de los muchos abogados de una pequeña ciudad sureña.

Un juez lo llevó aparte después de una vista y le preguntó:

—¿Dónde ocultan a su padre?

A lo cual Neal contestó respetuosamente:

—No es uno de mis temas preferidos, señoría.

Y éste fue el final de la conversación.

A primera vista, nada cambió en Culpeper. Neal seguía trabajando como si el indulto se hubiera concedido a un hombre que él no conocía. Esperaba una llamada telefónica; en algún momento su padre acabaría poniéndose en contacto con él.

Tras repetidas peticiones, la enfermera jefe pasó el sombrero y reunió casi tres dólares en monedas. La cantidad le fue entregada al paciente al que seguían llamando comandante Herzog, un personaje cada vez más excéntrico cuyo estado se estaba agravando sin duda a causa del hambre. El comandante Herzog tomó el dinero y se fue directamente a las máquinas automáticas que había encontrado en el segundo piso y allí se compró tres bolsitas de maíz Fritos y dos Dr Peppers.

Lo consumió todo en cuestión de segundos y al cabo de una hora tuvo que ir al lavabo aquejado de una violenta diarrea.

Pero, por lo menos, ya no estaba tan hambriento y tampoco estaba drogado ni decía cosas que no debía.

Pese a ser un hombre técnicamente libre, plenamente indultado y demás, se encontraba todavía encerrado en unas instalaciones propiedad del Gobierno de Estados Unidos y seguía alojándose en una habitación no mucho más grande que su celda de Rudley. Allí la comida era espantosa, pero por lo menos se la podía comer sin temor a que lo sedaran. Ahora vivía de maíz frito y gaseosa.

Las enfermeras eran sólo ligeramente más amables que los guardias que lo atormentaban. Los médicos querían simplemente drogarlo siguiendo instrucciones de arriba, de eso estaba seguro. Muy cerca de allí había una pequeña cámara de torturas donde esperaban echársele encima en cuanto las drogas empezaran a obrar sus milagros.

Ansiaba salir, respirar el aire y disfrutar del sol, comer en abundancia y mantener un poco de contacto humano con alguien que no vistiera de uniforme. Y, después de dos largos días, lo consiguió. Un hombre de rostro impasible llamado Stennett se presentó en su habitación al tercer día y le dijo amablemente:

—Bueno, Backman, éste es el trato. Me llamo Stennett.

Arrojó una carpeta sobre las mantas encima de las piernas de Joel, al lado de unas viejas revistas que éste estaba leyendo por tercera vez. Joel abrió la carpeta.

—¿Marco Lazzeri?

—Éste es usted, amigo, un italiano de pleno derecho. Aquí tiene su certificado de nacimiento y su carnet de identidad. Apréndase de memoria toda la información tan pronto como pueda.

—¿Que me la aprenda de memoria? Si ni siquiera la sé leer.

—Pues aprenda. Salimos dentro de unas tres horas. Lo conducirán a una ciudad cercana donde conocerá a su nuevo mejor amigo, el cual lo llevará de la mano unos cuantos días.

—¿Unos cuantos días?

—Puede que un mes, depende de lo bien que usted haga la transición.

Joel dejó la carpeta y miró a Stennett.

—¿Para quién trabaja usted?

—Si se lo dijera, lo tendría que matar.

—Muy gracioso. ¿La CIA?

—Estados Unidos, es lo único que le puedo decir y lo único que usted necesita saber.

Joel contempló la ventana de marco metálico provista de candado y dijo:

—No he visto pasaporte en la carpeta.

—Sí, bueno, eso es porque no irá usted a ninguna parte, Marco. Está a punto de iniciar una vida muy tranquila. Sus vecinos creerán que nació en Milán pero creció en Canadá, de ahí el mal italiano que está a punto de aprender. Si le entraran ganas de viajar, la situación podría ser muy peligrosa para usted.

—¿Peligrosa?

—Vamos, Marco. No juegue conmigo. Hay algunas personas francamente desagradables que estarían encantadas de localizarle. Haga lo que le digo y no lo harán.

—No sé ni una sola palabra de italiano.

—Pues claro que sí… pizza, spaghetti, caffé latte, bravo, opera, mamma mia. Ya irá aprendiendo. Cuanto más rápido aprenda y cuanto mejor lo haga, tanto más seguro estará. Tendrá un profesor.

—No tengo un céntimo.

—Eso dicen. No han podido encontrar nada, en todo caso. —Stennett se sacó unos cuantos billetes del bolsillo y los introdujo en la carpeta—. Mientras estaba usted encerrado, Italia abandonó la lira y adoptó el euro. Aquí hay trescientos. Un euro es aproximadamente un dólar. Regresaré dentro de una hora con un poco de ropa. En la carpeta hay un pequeño diccionario, doscientas de sus primeras palabras en italiano. Le sugiero que ponga manos a la obra.

Una hora más tarde Stennett regresó con una camisa, unos pantalones, una chaqueta, unos zapatos y calcetines, todo de estilo italiano.

Buon giorno —dijo.

—Hola —contestó Backman.

—¿Cómo se dice automóvil?

Macchina.

—Muy bien, Marco. Ya es hora de subir a la macchina.

Otro silencioso caballero se encontraba sentado al volante de un anodino Fiat utilitario. Joel se acomodó en el asiento de atrás con una bolsa de lona que contenía su valor neto. Stennett se sentó delante. El aire era frío y húmedo y una fina capa de nieve cubría apenas el suelo.

Cuando cruzaron la verja de la Base Aérea de Aviano, Joel Backman experimentó por primera vez la sensación de libertad, a pesar de que la ligera oleada de emoción estaba envuelta en una gruesa capa de inquietud.

Estudió atentamente las señalizaciones de la carretera; ni una palabra desde el asiento delantero. Estaban en la carretera 251, una vía de dos carriles, circulando hacia el sur, le pareció. El tráfico se intensificó a medida que se iban acercando a la ciudad de Pordenone.

—¿Con cuántos habitantes cuenta Pordenone? —preguntó Joel, rompiendo el pesado silencio.

—Cincuenta mil —contestó Stennett.

—Esto está en el norte de Italia, ¿verdad?

—Nordeste.

—¿Queda muy lejos de los Alpes?

Stennett señaló vagamente hacia su derecha y contestó:

—A unos sesenta kilómetros siguiendo por aquí. En un día despejado, se pueden ver.

—¿Podríamos detenernos a tomar un café en algún sitio? —preguntó Joel.

—No… bueno… no estamos autorizados a detenernos.

Hasta aquel momento, el chofer parecía completamente sordo.

Rodearon Pordenone por el norte y no tardaron en adentrarse en la A28, una carretera de cuatro carriles donde todo el mundo menos los camioneros parecía estar llegando muy tarde al trabajo. Pequeños automóviles pasaban zumbando por su lado mientras ellos circulaban penosamente a escasos cien kilómetros por hora. Stennett desdobló un periódico italiano, La Repubblica, y cubrió con él la mitad del parabrisas.

Joel se alegró de circular en silencio y contemplar la campiña que pasaba ante sus ojos. La suave llanura parecía muy fértil a pesar de que estaban a finales de enero y los campos sin cultivar. De vez en cuando, por encima de los bancales de una colina, se distinguía alguna antigua mansión. De hecho, una vez él había alquilado una.

Aproximadamente hacía doce años, su esposa número dos había amenazado con largarse en caso de que no se la llevara a disfrutar de unas largas vacaciones en algún sitio. Joel trabajaba ochenta horas a la semana y todavía le faltaba tiempo para otros trabajos. Prefería vivir en el despacho y, a juzgar por cómo iban las cosas en casa, no cabía duda de que la vida allí era mucho más tranquila. Sin embargo, un divorcio le hubiese salido demasiado caro, por lo que anunció a todo el mundo que él y su querida esposa se irían a pasar un mes en Toscana. Se comportó como si todo hubiera sido idea suya: «¡Todo un mes de vino y aventuras gastronómicas en el corazón del Chianti!»

Encontraron un monasterio del siglo XIV cerca de la población medieval de San Gimignano, con ama de llaves, cocineros e incluso un chofer. Pero, al cuarto día de la aventura, Joel recibió la alarmante noticia de que el Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes del Senado estaba considerando la posibilidad de anular una partida que le arrebataría a uno de sus clientes contratistas del Departamento de Defensa nada menos que dos mil millones de dólares. Alquiló un jet para regresar a casa, puso manos a la obra y consiguió que el Senado rectificara.

La esposa número dos se quedó en su lugar de vacaciones donde, tal como él averiguaría más adelante, empezó a acostarse con el joven chofer. Se pasó una semana llamando a diario y prometiendo regresar a la mansión para terminar las vacaciones, pero, pasada la segunda semana, ella dejó de atender sus llamadas. La Ley de Asignaciones volvió a modificarse favorablemente.

Un mes más tarde la mujer presentó una demanda de divorcio. En la amarga contienda que siguió él acabó perdiendo más de tres millones de dólares.

Y eso que ella era la preferida de las tres. Ahora las tres se habían ido, todas para siempre. La primera, la madre de dos de sus hijos, se había vuelto a casar dos veces desde el divorcio y su actual marido se había hecho rico vendiendo fertilizantes líquidos a países del Tercer Mundo. De hecho, su ex mujer había llegado a escribirle a la cárcel una cruel y pequeña nota en la que alababa el sistema judicial por haberle arreglado finalmente las cuentas a uno de sus más grandes estafadores.

No se lo podía reprochar. Había liado el petate tras sorprenderlo con una secretaria, una putita que se había convertido en su esposa número dos.

La esposa número tres había abandonado el barco poco después de la presentación de la acusación.

Qué vida tan perra. Cincuenta y dos años y ¿qué le había reportado una carrera dedicada a esquilmar a los clientes, perseguir a las secretarias por los despachos, apretarles las tuercas a corruptos políticos de tres al cuarto, trabajar siete días a la semana sin prestar la menor atención a unos hijos sorprendentemente formales, crearse una imagen pública y desarrollar un ego desmedido, persiguiendo dinero, dinero y más dinero? ¿Cuál es la recompensa de la implacable búsqueda del Gran Sueño Americano?

Seis años en la cárcel. Y luego un nombre falso porque el verdadero es demasiado peligroso. Y unos trescientos dólares en el bolsillo.

¿Marco? ¿Cómo podría mirarse al espejo cada mañana y decir «Buenos días, Marco»?

Claro que eso era mucho mejor que: «Buenos días, señor Delincuente.»

Stennett, más que leer el periódico, luchaba contra él. Bajo su examen, éste vibraba, brincaba y se arrugaba y hasta a veces el conductor se volvía a mirarlo, irritado.

Un cartel indicador ponía que Venecia se encontraba a sesenta kilómetros al sur y Joel decidió romper la monotonía.

—Me gustaría vivir en Venecia, si a la Casa Blanca le parece bien.

El chofer dio un respingo y el periódico de Stennett descendió unos quince centímetros. La atmósfera en el interior del pequeño automóvil se hizo por un instante irrespirable hasta que Stennett consiguió soltar un gruñido y encogerse de hombros.

—Lo siento —dijo.

—Perdone, pero tengo que mear —dijo Joel—. ¿Podría conseguir autorización para ir al lavabo?

Se detuvieron al norte de la ciudad de Conegliano, en un moderno servizio del borde de la carretera. Stennett llevó una bandeja de espressos de máquina. Joel tomó su taza y se acercó a la ventana de la fachada para contemplar el tráfico mientras escuchaba la discusión de una joven pareja en italiano. No recordaba ninguna de las doscientas palabras que había intentado aprenderse de memoria. Le parecía una tarea imposible.

Stennett se situó a su lado y contempló el tráfico.

—¿Ha pasado algún tiempo en Italia? —le preguntó.

—Un mes una vez, en Toscana.

—¿De veras? ¿Todo un mes? Debió de ser bonito.

—En realidad, fueron cuatro días, pero mi mujer se quedó un mes. Hizo unos cuantos amigos. ¿Y usted? ¿Ésta es una de sus guaridas preferidas?

—Me muevo bastante. —Su rostro era tan vago como su respuesta. Tomó un sorbo de la tacita y añadió—: Conegliano es famoso por su Prosecco.

—La versión italiana del champán —dijo Joel.

—Sí. ¿A usted le gusta beber?

—Llevo seis años sin probar una gota.

—¿No le servían nada en la cárcel?

—No.

—¿Y ahora?

—Regresaré poquito a poco a él. El alcohol llegó a ser un vicio en otros tiempos.

—Será mejor que nos vayamos.

—¿Cuánto tardaremos?

—No mucho.

Stennett hizo ademán de dirigirse a la puerta, pero Joel lo detuvo.

—Verá, es que necesito comer algo. ¿Podría llevarme un bocadillo para el camino?

Stennett contempló un estante depaniniya preparados.

—¿Podrían ser dos?

—Faltaría más.

La A27 conducía al sur hacia Treviso y, cuando comprendió que no pasarían de largo, Joel dedujo que el trayecto estaba a punto de terminar. El conductor aminoró la marcha, tomó dos desvíos y muy pronto estuvieron circulando entre brincos por las estrechas calles de la ciudad.

—¿Cuántos habitantes tiene Treviso? —preguntó Joel.

—Ochenta y cinco mil —contestó Stennett.

—¿Qué sabe de la ciudad?

—Es una próspera y pequeña ciudad que no ha cambiado mucho en quinientos años. Fue antiguamente aliada acérrima de Venecia cuando todas estas ciudades luchaban entre sí. Lo bombardeamos todo en la Segunda Guerra Mundial. Un bonito lugar, sin demasiados turistas.

«Un buen lugar para ocultarse», pensó Joel.

—¿Este es mi destino?

—Podría ser.

Una alta torre de reloj atraía todo el tráfico hacia el centro de la ciudad, donde los vehículos avanzaban a paso de tortuga alrededor de la Piazza dei Signori. Las motocicletas y los ciclomotores zigzagueaban entre los automóviles con unos conductores aparentemente temerarios. Joel devoró con la mirada las encantadoras tiendecitas: la tabaccheria con sus expositores de periódicos bloqueando la entrada, la farmacia con su cruz de neón verde, la carnicería con toda clase de embutidos en el escaparate y, como es natural, las pequeñas terrazas de los cafés con todas las mesas ocupadas por personas que parecían conformarse con sentarse a leer, chismorrear y beber espressos durante horas. Ya eran casi las once de la mañana. ¿En qué demonios debía de ganarse la vida aquella gente si podía hacer una pausa para un café una hora antes del almuerzo?

Llegó a la conclusión de que su reto sería averiguarlo.

El anónimo chofer entró en un improvisado estacionamiento. Stennett marcó unos números en un móvil, esperó y después habló rápidamente en italiano. Al terminar, señaló el parabrisas diciendo:

—¿Ve aquel café de allí, el que hay debajo del toldo rojo y blanco? ¿El Caffé Donati?

Joel miró desde el asiento de atrás y dijo:

—Sí, ya lo veo.

—Entre por la puerta principal, pase por delante de la barra de su derecha y diríjase hacia las ocho mesas del fondo. Tome asiento, pida un café y espere.

—¿Qué tengo que esperar?

—Un hombre se acercará a usted al cabo de unos diez minutos. Hará lo que él le diga.

—¿Y si no lo hago?

—No gaste bromas, señor Backman. Lo estaremos vigilando.

—¿Quién es ese hombre?

—Su nuevo mejor amigo. Sígalo y probablemente sobrevivirá. Como cometa alguna estupidez, no durará ni un mes.

Stennett lo dijo con cierto tono de vanidosa satisfacción, como si le hiciera gracia el hecho de poder encargarse de liquidar al pobre Marco.

—O sea que aquí nos decimos adiós, ¿verdad? —dijo Joel, recogiendo su bolsa.

Arrivederci, Marco, no adiós. ¿Tiene su documentación?

—Sí.

—Pues entonces, arrivederci.

Joel bajó despacio del vehículo y empezó a alejarse. Reprimió el impulso de mirar hacia atrás para asegurarse de que Stennett, su protector, aún estaba allí para protegerlo de lo desconocido. Pero no se volvió, sino que trató de aparentar naturalidad mientras bajaba por la calle con una bolsa de lona, la única bolsa de lona que él veía en aquel momento en el centro de Treviso.

Stennett lo estaría vigilando, claro. ¿Y quién más? Seguro que su nuevo mejor amigo debía de estar por allí, parcialmente escondido detrás de un periódico comunicándose con Stennett y el resto. Joel se detuvo un momento delante de la tabaccheria y echó un vistazo a los titulares de los periódicos italianos, a pesar de que no entendió ni una sola palabra. Se detuvo porque podía hacerlo, porque era un hombre libre con la capacidad y el derecho de detenerse donde le apeteciera y de hacer lo que le viniera en gana.

Entró en el Caffé Donati y el joven que estaba limpiando con un trapo la superficie de la barra lo saludó con un «buon giorno».

Buon giorno —consiguió contestar Joel, sus primeras verdaderas palabras en italiano.

Para evitar alargar la conversación, siguió caminando. Pasó por delante de la barra, de una escalera de caracol donde un letrero señalaba el café del piso de arriba y de un gran mostrador lleno de deliciosos pasteles. La parte de atrás del local estaba oscura y llena de gente y de asfixiante humo de tabaco. Se sentó a una de las dos mesas libres e hizo caso omiso de las miradas de los demás parroquianos. Lo aterrorizaba el camarero, lo aterrorizaba el hecho de pedir una consumición y lo aterrorizaba la posibilidad de ser desenmascarado en una fase tan temprana de su huida, por lo que se limitó a permanecer sentado con la cabeza inclinada, leyendo sus nuevos documentos de identidad.

Buon giorno —dijo una joven situada a su izquierda.

Buon giorno —consiguió responder Joel. Y, antes de que ella pudiera comentarle algo acerca del menú, añadió—: Espresso.

La chica sonrió y dijo algo totalmente incomprensible, a lo cual él contestó:

—No.

Dio resultado, porque la chica se retiró y para Joel fue una gran victoria. Nadie lo miraba como si fuera un forastero ignorante. Cuando ella le sirvió el café, le dijo muy suavemente «grazie» y la camarera incluso le sonrió.

Lo tomó muy despacio pues no sabía cuánto le tendría que durar y no quería terminárselo y verse obligado a pedir otra cosa.

El italiano se arremolinaba a su alrededor en una suave e incensante cháchara de amigos que chismorreaban a velocidad de vértigo. ¿El inglés resultaba tan ininteligible? Probablemente sí. La idea de aprender el idioma lo suficiente para comprender lo que se decía a su alrededor se le antojaba absolutamente imposible. Contempló su miserable lista de doscientas palabras y, por unos minutos, trató desesperadamente de oír pronunciar alguna de ellas.

Se acercó la camarera y le hizo una pregunta a la cual él contestó con su habitual «no», y volvió a dar resultado.

O sea que Joel Backman se estaba tomando un espresso en un pequeño bar de Via Verde, junto a la Piazza dei Signori, en el centro de Treviso, en el Véneto, en el nordeste de Italia, mientras allá en el penal de Rudley sus antiguos compañeros permanecían todavía encerrados en régimen de aislamiento protegido con una comida asquerosa, un café aguado y unos sádicos guardias y unas normas estúpidas y muchos años por delante antes de poder soñar siquiera con una vida en libertad.

Contra toda expectativa, Joel Backman no moriría detrás de las rejas de Rudley. No se le marchitarían la mente, el cuerpo y el espíritu. Les había arrancado catorce años a sus torturadores y ahora estaba sentado en un bonito café a una hora de Venecia.

¿Por qué pensaba en la cárcel? Porque uno no puede dejar atrás seis años de cualquier cosa sin experimentar un sobresalto: te llevas contigo parte del pasado por muy desagradable que éste haya sido.

El horror de la cárcel hacía que su repentina puesta en libertad le resultara más dulce. Le llevaría tiempo, pero prometió concentrarse en el presente. Sin pensar en absoluto en el futuro. Escuchando los sonidos, la rápida charla de los amigos, las risas, el tipo hablando en susurros por un móvil, la bonita camarera transmitiendo en voz alta los pedidos a la cocina. Aspirando los olores… el humo del tabaco, el aromático café, los pastelillos recién hechos, el calor de un antiguo y pequeño local donde los habitantes del lugar llevaban siglos reuniéndose.

Y se preguntó por enésima vez por qué estaba allí exactamente. ¿Por qué lo habían sacado de tapadillo de la cárcel y del país? Una cosa es un indulto, pero ¿por qué una fuga internacional en toda regla? ¿Por qué no entregarle la documentación de su puesta en libertad, permitirle despedirse del viejo Rudley y vivir su vida como los demás delincuentes recién indultados?

Tenía una corazonada. Podía atreverse a formular una respuesta bastante acertada. Y esa respuesta lo aterrorizaba.

Luigi apareció como llovido del cielo.