Por suerte para Backman, pese a que éste no tenía modo de saberlo ni ningún motivo para preocuparse, en el último momento el presidente Morgan también había concedido el indulto a un anciano prófugo multimillonario huido del país. El multimillonario, un inmigrante de un país eslavo a quien se había ofrecido la opción de cambiar de nombre a su llegada hacía varias décadas, había elegido en su juventud el título de duque de Mongo. El duque había donado paletadas de dinero para la campaña presidencial de Morgan. Cuando se reveló que se había pasado la vida evadiendo impuestos, se reveló también que había pasado varias noches en el Dormitorio Lincoln donde, tomando una última y cordial copa antes de irse a dormir, él y el presidente comentaban las inminentes acusaciones. Según la tercera persona presente en las charlas nocturnas, una joven pelandusca que en aquellos momentos representaba el papel de quinta esposa del duque, el presidente había prometido ejercer toda la presión que le fuera posible sobre el fisco y apartar a los sabuesos que perseguían a su amigo.
No ocurrió tal cosa. La acusación tenía treinta y ocho páginas de extensión y, antes de que saliera de la impresora, el multimillonario, sin su esposa número cinco, ya estaba en Uruguay tumbado a la bartola en un palacio con su futura esposa número seis.
Ahora quería regresar a casa para morir con dignidad, como un verdadero patriota y ser enterrado en su granja Thoroughbred justo en las afueras de Lexington, Kentucky. Critz cerró el trato y, pocos minutos después de haber firmado el indulto para Joel Backman, el presidente Morgan le garantizó al duque de Mongo toda la clemencia.
La noticia tardó un día en filtrarse —por razones comprensibles, la Casa Blanca no hacía públicos los indultos— y la prensa perdió los estribos. Allí estaba, un hombre que le había estafado al Gobierno de la nación seiscientos millones de dólares a lo largo de un período de veinte años, un timador que merecía permanecer encerrado de por vida, a punto de regresar a casa en su gigantesco jet para pasar el resto de sus días rodeado de un lujo obsceno. La historia de Backman, por muy sensacional que fuera, tendría que competir no sólo con los turistas daneses secuestrados sino también con el mayor defraudador de impuestos del país.
Pero seguía siendo un tema candente. Buena parte de los periódicos matinales de la Costa Este publicaban una fotografía del «intermediario» en primera plana. Casi todos ofrecían reportajes sobre el escándalo, su declaración de culpabilidad y su presente indulto.
Cari Pratt los leyó todos on line en un desordenado y espacioso despacho que tenía encima de su garaje, en el noroeste de Washington. Usaba aquel lugar para esconderse, para alejarse de las luchas intestinas de su bufete, para evitar a los socios a los que no podía aguantar. Allí podía beber sin que a nadie le importara. Podía arrojar objetos, soltar maldiciones contra las paredes y hacer lo que le diera la real gana, pues era su refugio.
La carpeta Backman, guardada normalmente en una caja de cartón de gran tamaño escondida en un armario, estaba sobre su mesa de trabajo. La repasaba por primera vez en muchos años. Lo había guardado todo, los artículos que se publicaban, las fotografías, los memorándums internos del bufete, las notas confidenciales que él había tomado, las copias de las acusaciones, el informe de la autopsia de Jacy Hubbard. Qué historia tan despreciable.
En enero de 1996, tres jóvenes informáticos paquistaníes hicieron un asombroso descubrimiento. Trabajando en una calurosa y pequeña vivienda situada en el último piso de un edificio de apartamentos de las afueras de Karachi, interconectaron varios ordenadores Hewlett-Packard adquiridos on line gracias a una subvención gubernamental. A continuación, conectaron su nuevo «superordenador» a un sofisticado teléfono militar vía satélite, facilitado también por el Gobierno. La operación, enteramente secreta, se basaba en protocolos militares. Su objetivo era muy sencillo: localizar y tratar de acceder a un nuevo satélite espía indio que daba vueltas a unos quinientos kilómetros de altura sobre Pakistán. Si conseguían acceder al satélite, esperaban poder controlar qué vigilaba. Un sueño añadido era intentar manipularlo.
Al principio, la información secreta robada fue muy emocionante, pero después resultó prácticamente inútil. Los nuevos «ojos» indios estaban haciendo más o menos lo mismo que llevaban haciendo los antiguos desde hacía diez años: tomar miles de fotografías de las mismas instalaciones militares. Durante aquellos mismos diez años, los satélites paquistaníes habían estado enviando fotografías de las bases militares y de los movimientos de tropas indios. Ambos países hubiesen podido intercambiar las fotografías sin averiguar nada.
Pero habían descubierto accidentalmente otro satélite, y después otro y otro más. No eran paquistaníes ni indios; no hubiesen tenido que estar allí: cada uno sobrevolaba a unos quinientos kilómetros la Tierra desplazándose en dirección norte-nordeste a una velocidad constante de ciento noventa y cinco kilómetros por hora. Mantenían entre sí una distancia de unos seiscientos cincuenta kilómetros.
A lo largo de diez días, los emocionadísimos hackers controlaron los movimientos de por lo menos seis satélites distintos, todos ellos pertenecientes aparentemente al mismo sistema, a medida que se acercaban lentamente desde la península Arábiga y surcaban los cielos de Afganistán y Pakistán camino del oeste de China.
No se lo dijeron a nadie sino que, en lugar de eso, consiguieron que los militares les facilitaran un acceso vía satélite más potente alegando su necesidad de terminar un trabajo inconcluso acerca de la vigilancia india. Al cabo de un mes de metódicos controles durante las veinticuatro horas del día, consiguieron establecer la existencia de una red mundial de nueve satélites, todos ellos interconectados y todos cuidadosamente diseñados para que nadie aparte de quien lo había lanzado pudiera detectarlos.
Pusieron a su descubrimiento el nombre en clave de Neptuno.
Los tres jóvenes magos se habían educado en Estados Unidos. El jefe era Safi Mirza, un antiguo ayudante de profesor de la Universidad de Stanford que había trabajado durante una breve temporada en la Breedin Corp, antigua empresa subcontratada del Departamento de Defensa especializada en sistemas satelitales. Fazal Sharif había cursado estudios superiores en ciencias informáticas en el Georgia Tech.
El tercero y más joven miembro de la banda Neptuno era Farooq Khan, y fue Farooq quien finalmente creó el software capaz de penetrar en el primer satélite Neptuno. Una vez dentro de su sistema informático, Farooq se puso a descargar información de espionaje tan secreta que tanto él como Fazal y Safi comprendieron que se estaban adentrando en tierra de nadie. Había nítidas fotografías en color de campos de adiestramiento terrorista en Afganistán y de limusinas del Estado en Pekín. Neptuno captaba a los pilotos chinos bromeando entre sí a seis mil metros de altitud y observaba una sospechosa embarcación pesquera atracando en Yemen. Neptuno seguía el recorrido de un camión blindado, probablemente de Castro, por las calles de La Habana. Y, en una grabación de vídeo en directo que les causó un fuerte impacto a los tres, se veía con toda claridad a Arafat en persona saliendo a una callejuela de su recinto de Gaza, encendiendo un cigarrillo y después orinando.
Durante dos días de insomnio, los tres fisgaron en los satélites durante su recorrido por Pakistán. El software estaba en inglés y, dado el interés de Neptuno por Oriente Medio, Asia y China, era fácil deducir que Neptuno pertenecía a Estados Unidos con la colaboración marginal en primer lugar del Reino Unido y, en segundo, de Israel. Puede que fuera un secreto conjunto estadounidense-israelí.
Después de dos días de fisgoneo abandonaron el pequeño apartamento y reorganizaron su leonera en la granja de un amigo, a quince kilómetros de Karachi. El descubrimiento ya era lo suficientemente emocionante de por sí, pero ellos, y especialmente Safi, querían dar un paso más. Safi confiaba en poder manipular el sistema.
Su primer éxito fue ver a Fazal Sharif leyendo un periódico. Para proteger su localización, Fazal tomó un autobús al centro de Karachi y, provisto de una boina verde y unas gafas de sol, se compró un periódico y se sentó en el banco de un parque, cerca de cierto cruce. Mientras Farooq accionaba los mandos a través de un enlace de potencia fraudulentamente ampliada, un satélite Neptuno localizó a Fazal, su zoom se acercó lo bastante como para que la cámara captara los titulares del periódico y lo transmitió todo a la granja donde lo contemplaron todo con incredulidad.
Las transmisiones de las imágenes a la Tierra poseían la máxima resolución tecnológica del momento… alcanzaban nada menos que aproximadamente la distancia de un metro veinte con la misma nitidez que los satélites de reconocimiento estadounidenses y dos veces más nítidas que las de los mejores satélites comerciales europeos y norteamericanos.
Durante semanas y meses los tres trabajaron sin descanso elaborando software de fabricación casera para su descubrimiento. Rechazaron buena parte de lo que escribían, pero, mientras iban poniendo a punto sus programas, no dejaban de asombrarse con las posibilidades de Neptuno.
Dieciocho meses después de haber descubierto Neptuno, los tres ya tenían, en cuatro discos Jaz de dos gigabytes, un programa que no sólo aumentaba la velocidad a la cual Neptuno se comunicaba con sus numerosos contactos en la Tierra sino que también le permitía interferir en las transmisiones de muchos de los satélites de navegación, comunicaciones y reconocimiento en órbita. A falta de otro nombre en clave mejor bautizaron su programa como JAM, «interferencia».
Aunque el sistema que ellos llamaban Neptuno pertenecía a otros, los tres conspiradores consiguieron controlarlo, manipularlo por completo e incluso inutilizarlo. Empezó entonces una amarga disputa. Safi y Fazal se volvieron codiciosos y querían vender JAM al mejor postor. Farooq no veía en su producto más que una fuente de problemas. Quería vendérselo a los militares paquistaníes y lavarse las manos de todo aquel asunto.
En septiembre de 1998, Safi y Fazal viajaron a Washington y se pasaron un infructuoso mes tratando de entrar en el espionaje militar a través de sus contactos paquistaníes. Al final, un amigo les habló de Joel Backman, el hombre capaz de abrir cualquier puerta de Washington.
Pero llegar hasta su puerta fue todo un reto. El intermediario era un hombre muy importante con clientes muy importantes y muchas personas influyentes le exigían parte de su tiempo. Sus honorarios básicos para una hora de consulta con un nuevo cliente ascendían a cinco mil dólares, pero eso sólo estaba al alcance de los suficientemente afortunados como para ser mirados favorablemente por el gran hombre. Safi le pidió prestados dos mil dólares a un tío de Chicago y prometió al señor Backman pagarle el resto en noventa días.
Los documentos del tribunal revelaron posteriormente que su primera entrevista había tenido lugar el 24 de octubre de 1998 en los despachos de Backman, Pratt amp; Bolling. Aquella entrevista acabaría por destruir finalmente la vida de todos los presentes.
Al principio, Backman se mostró escéptico a propósito de JAM y de sus increíbles posibilidades. O tal vez captó de inmediato su potencial y decidió pasarse de listo con sus nuevos clientes. Safi y Fazal soñaban con venderle JAM al Pentágono a cambio de una fortuna, cualquier suma que el señor Backman considerara que se podía conseguir a cambio de su producto. Y, si alguien en Washington podía conseguir una fortuna a cambio de JAM, éste era Joel Backman.
Al principio, se había puesto en contacto con Jacy Hubbard, su portavoz de un millón de dólares que seguía jugando al golf una vez a la semana con el presidente e iba de bar en bar con los peces gordos del Congreso. Era pintoresco, llamativo, combativo, tres veces divorciado y muy amante del whisky caro… sobre todo cuando lo pagaban los miembros de los lobbys. Había sobrevivido políticamente sólo por su fama de ser el más sucio organizador de campañas de la historia del Senado de Estados Unidos, lo cual no era moco de pavo. Conocido antisemita, en el transcurso de su carrera había establecido estrechos lazos con los saudíes. Muy estrechos. Una de las muchas investigaciones éticas reveló la existencia de una aportación de un millón de dólares a una campaña por parte de un príncipe con el cual Hubbard esquiaba en Austria.
En un principio, Hubbard y Backman hablaron del mejor modo de comercializar JAM. Hubbard quería ofrecérselo a los saudíes, los cuales, estaba convencido, pagarían mil millones de dólares por él. Pero Backman había adoptado un provinciano punto de vista según el cual un producto tan peligroso debía quedarse en casa. Hubbard estaba seguro de que podría cerrar un trato con los saudíes siempre y cuando éstos prometieran no utilizar jamás JAM contra Estados Unidos, su aliado declarado. Backman temía a los israelíes, a sus poderosos amigos en Estados Unidos, a sus militares y, por encima de todo, a sus servicios secretos de espionaje.
Por aquel entonces Backman, Pratt amp; Bolling representaba a muchas empresas y Gobiernos extranjeros. De hecho, el bufete era «la» dirección para cualquiera que buscara influencia inmediata en Washington. Bastaba con pagar sus impresionantes honorarios para tener acceso. En su interminable lista de clientes constaban la industria del acero japonesa, el Gobierno de Corea del Sur, los saudíes, buena parte del entramado bancario del Caribe, el régimen panameño, una cooperativa agrícola boliviana que sólo cultivaba cocaína, y así sucesivamente. Había muchos clientes legales y muchos no tan limpios.
El rumor acerca de JAM se fue propagando lentamente por sus despachos. Podía representar los honorarios más sustanciosos que jamás hubiera cobrado el bufete, y eso que había habido algunos de vértigo. A medida que transcurrían las semanas otros socios del bufete presentaron posibles focos alternativos para la comercialización de JAM. La idea del patriotismo fue paulatinamente olvidada… ¡había demasiado dinero de por medio! El bufete representaba a una empresa holandesa que construía componentes electrónicos para las Fuerzas Aéreas chinas y, con semejantes credenciales, se podía cerrar un trato muy lucrativo con el Gobierno de Pekín. Los surcoreanos podían descansar más tranquilos si sabían exactamente qué estaba ocurriendo en el norte. Los sirios hubiesen entregado su tesoro nacional a cambio de neutralizar las comunicaciones militares israelíes. Cierto cártel de la droga hubiese estado dispuesto a pagar miles de millones de dólares a cambio de controlar los intentos de prohibición de la DEA.
A cada día que pasaba, Joel Backman y su banda de voraces abogados se hacían más ricos. En los despachos más grandes del bufete no se hablaba de otra cosa.
El médico era un poco brusco y no parecía tener demasiado tiempo para su nuevo paciente. A fin de cuentas, aquello era un hospital militar. Sin apenas una palabra, le tomó el pulso y le examinó el corazón, los pulmones, la presión arterial, los reflejos y todo lo demás y después anunció inesperadamente:
—Creo que está usted deshidratado.
—¿Y eso cómo es posible? —preguntó Backman.
—Ocurre a menudo en los vuelos largos. Vamos a colocarle un gota a gota. Dentro de veinticuatro horas estará bien.
—¿Quiere decir una intravenosa?
—Eso es.
—A mí no me gustan las intravenosas.
—¿Perdón?
—Lo he dicho muy claro. No me gustan las agujas.
—Le hemos tomado una muestra de sangre.
—Sí, eso era sangre que salía, no algo que entra. Olvídelo, doctor, no quiero que me inyecten nada.
—Pero es que está usted deshidratado.
—Yo no me noto deshidratado.
—El médico soy yo y digo que está usted deshidratado.
—Pues déme un vaso de agua.
Media hora más tarde entró una sonriente enfermera con un puñado de medicamentos. Joel dijo que no a las pildoras para dormir y, cuando ella sacó una aguja hipodérmica, Backman le preguntó:
—¿Qué es eso?
—Ryax.
—¿Y qué demonios es Ryax?
—Un relajante muscular.
—Bueno, en estos momentos mis músculos están muy relajados. Jamás me he quejado de no tener los músculos relajados. Nadie me ha diagnosticado falta de relajación muscular. Nadie me ha preguntado si tengo los músculos relajados. Por consiguiente, puede tomar el Ryax y metérselo en el trasero y así estaremos los dos relajados y más contentos.
A la enfermera estuvo a punto de caérsele la aguja. Tras una larga y dolorosa pausa completamente sin habla, la enfermera consiguió tartamudear:
—Hablaré con el doctor.
—Hágalo. Pero, bien mirado, ¿por qué no se lo mete usted en su gordo trasero? Él es el que necesita relajarse.
Pero la enfermera ya se había marchado.
En el otro extremo de la base, un tal sargento McAuliffe tecleó en su ordenador un mensaje al Pentágono. Desde allí fue transmitido casi de inmediato a Langley, donde lo leyó Julia Javier, una veterana seleccionada personalmente por el director Maynard para ocuparse del caso Backman. Menos de diez minutos después del incidente con el Ryax, la señora Javier estudió su monitor, musitó un maldita sea y subió al piso de arriba.
Como de costumbre, Teddy Maynard permanecía sentado tras una larga mesa envuelto en un quilt, leyendo uno de los numerosos resúmenes que se amontonaban cada hora sobre su escritorio.
—Se acaban de recibir noticias de Aviano —dijo la señora Javier—. Nuestro chico rechaza todas las medicaciones. No acepta una intravenosa. No quiere tomar pastillas.
—¿No le pueden dar nada con la comida? —preguntó Teddy sin levantar la voz.
—No come.
—¿Qué dice?
—Que tiene el estómago revuelto.
—¿Es posible?
—No va al lavabo. Es difícil saberlo.
—¿Toma líquidos?
—Le han dado un vaso de agua que ha rechazado. Ha insistido sólo en beber agua embotellada. Cuando se la han llevado, ha examinado el tapón para asegurarse de que no se había roto el precinto.
Teddy apartó a un lado el informe que estaba leyendo y se frotó los ojos con los nudillos. El primer plan consistía en sedar a Backman en el hospital con una intravenosa o una intramuscular, dejarlo inconsciente, mantenerlo drogado un par de días y después irle administrando poco a poco alguna deliciosa mezcla de sus más modernos narcóticos. Tras mantenerlo unos cuantos días en una especie de bruma, iniciarían el tratamiento con el pentotal, el suero de la verdad, que, hábilmente utilizado por sus veteranos interrogadores, permitía averiguar cualquier cosa.
El primer plan era fácil e infalible. El segundo llevaría un mes y el éxito distaba mucho de estar garantizado.
—Tiene grandes secretos, ¿verdad? —dijo Teddy.
—Sin duda.
—Pero eso ya lo sabíamos, ¿no?
—Sí, lo sabíamos.