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Critz durmió unas cuantas horas y salió de casa mucho antes de que empezara el jaleo del comienzo del nuevo mandato. Poco después del amanecer, él y su esposa fueron trasladados a Londres en uno de los muchos jets privados de su nuevo patrón. Tendría que pasarse dos semanas allí y después regresar al torbellino del Cinturón, en calidad de nuevo e influyente representante de lobbys y participar en un juego muy antiguo. Aborrecía la idea. Se había pasado años viendo cómo los perdedores políticos cruzaban la calle e iniciaban nuevas carreras ejerciendo presión sobre sus antiguos compañeros y vendiendo su alma a quienquiera que tuviera dinero suficiente para pagar cualquier influencia que ellos alegaran tener. Era una actividad repugnante. Estaba harto de la vida política, pero, por desgracia, no sabía hacer otra cosa.

Pronunciaría algunos discursos, quizás escribiera un libro, se pasaría unos cuantos años esperando que alguien se acordara de él. Pero Critz sabía con cuánta rapidez se olvida en Washington a los otrora poderosos.

El presidente Morgan y el director Maynard habían acordado aplazar el caso Backman veinticuatro horas pasada la hora del inicio del mandato. A Morgan no le importaba; estaría en Barbados. En cambio, Critz no se sentía vinculado por ningún acuerdo y tanto menos con un personaje como Teddy Maynard.

Después de una larga cena regada con mucho vino, hacia las dos de la madrugada en Londres, llamó a un corresponsal de la CBS en la Casa Blanca y le reveló en secreto los datos esenciales del indulto de Backman. Tal como había previsto, la CBS dio a conocer la historia en su programa de chismorreos de primera hora y, antes de las ocho de la mañana, la noticia ya se había propagado como un rayo por todo el distrito de Columbia.

¡Joel Backman había recibido un pleno indulto incondicional en el último momento!

Se ignoraban los detalles de su liberación. Lo último que se sabía de él era que permanecía en una cárcel de máxima seguridad de Oklahoma.

En una ciudad ya de por sí crispada, el día comenzó con la irrupción del indulto en escena y el primer día de ocupación efectiva del cargo de un nuevo presidente.

El depauperado bufete jurídico Pratt amp; Bolling se encontraba en la avenida Massachusetts, a cuatro manzanas al norte de Dupont Circle; no era una mala ubicación, aunque no se parecía ni de lejos a su antigua sede de la avenida Nueva York. Unos cuantos años antes, cuando Joel Backman estaba al mando —y entonces el bufete se llamaba Backman, Pratt amp; Bolling—, éste había insistido en pagar el alquiler más alto de la ciudad para permanecer de pie delante de los enormes ventanales de su amplio despacho del octavo piso y contemplar la Casa Blanca desde arriba.

La Casa Blanca ya no se veía por ninguna parte; no había lujosos despachos con vistas impresionantes; el edificio tenía tres pisos en lugar de ocho. Y de los doscientos abogados generosamente remunerados quedaban aproximadamente treinta que a duras penas ganaban para vivir.

La primera quiebra —conocida en los despachos como Backman I—, había diezmado la firma, pero también había conseguido salvar milagrosamente de la cárcel a sus socios. La Backman II se había debido a tres años de encarnizadas luchas internas y pleitos entre los supervivientes. Los competidores del bufete gustaban de comentar que Pratt amp; Bolling se pasaba más tiempo demandándose a sí mismo que a aquellos a quienes lo contrataban para que demandara. Pero a primera hora de aquella mañana los competidores se mostraban muy tranquilos. Joel Backman era un hombre libre. El intermediario estaba suelto. ¿Protagonizaría un regreso? ¿Volvería a Washington? ¿Sería cierto todo aquello? Seguramente no.

Kim Bolling se encontraba en aquellos momentos internado en un centro de desintoxicación alcohólica y desde allí sería enviado directamente a una clínica mental privada donde pasaría muchos años. La insoportable tensión de los últimos seis años lo había llevado al borde del abismo, hasta un punto sin retorno. La tarea de afrontar la última pesadilla de Joel Backman cayó sobre las anchas espaldas de Cari Pratt.

Pratt había sido el que veintidós años antes había pronunciado el fatídico «de acuerdo» cuando Backman le había propuesto la boda entre sus dos pequeños bufetes. Pratt había sido el que se había pasado dieciséis años trabajando duramente para limpiar la basura que Backman dejaba a su espalda mientras el bufete se ampliaba y los honorarios crecían como la espuma y todos los límites éticos se difuminaban hasta el extremo de resultar irreconocibles. Pratt había sido el que había luchado semanalmente con su socio, pero que, con el tiempo, había aprendido a gozar de los frutos de su enorme éxito.

Y había sido Pratt el que tan cerca había estado de una demanda federal poco antes de que Joel Backman asumiera heroicamente la culpa en nombre de todos. El acuerdo de Backman entre el fiscal y su defensa, un acuerdo que exculpaba a todos los demás socios del bufete, exigía una multa de diez millones de dólares que fue la causa directa de la primera quiebra, la Backman I. Pero una quiebra era mejor que la cárcel, se recordaba Pratt a sí mismo casi a diario.

Aquella mañana a primera hora empezó a pasear por su modesto despacho, murmurando para sus adentros mientras trataba desesperadamente de creer que la noticia simplemente no era cierta. De pie delante de su pequeña ventana que daba al edificio de ladrillo gris de la puerta de al lado, se preguntó cómo era posible que ocurriera tal cosa. ¿Cómo era posible que un antiguo abogado/intermediario arruinado, expulsado del colegio de abogados y totalmente desacreditado convenciera a un presidente a punto de finalizar su mandato de que le concediera un indulto en el último momento?

Sin embargo, reconocía Pratt, si alguien en el mundo era capaz de obrar semejante milagro, ése era Joel Backman.

Pratt se pasó unos minutos al teléfono, echando mano de su amplia red de soplones y sabelotodos. Un antiguo amigo que había conseguido sobrevivir en el Departamento de la Presidencia bajo cuatro presidentes —dos de cada partido— le había confirmado finalmente la verdad.

—¿Dónde está? —preguntó Pratt en tono apremiante, como si Backman pudiera resucitar de un momento a otro en el distrito de Columbia.

—Nadie lo sabe —fue la respuesta.

Pratt cerró la puerta y reprimió el impulso de abrir la botella de vodka del despacho. Tenía cuarenta y nueve años cuando su socio había sido enviado a prisión para cumplir una condena de veinte sin libertad condicional, y a menudo se preguntaba qué haría cuando tuviera sesenta y uno y Backman saliera de la cárcel. En aquel momento, Pratt tenía la sensación de haber sido víctima de una estafa de catorce años.

La sala de justicia estaba tan abarrotada de gente que el juez aplazó dos horas la vista para que se pudiera organizar y atender en cierto modo la demanda de asientos. Todas las agencias importantes de noticias del país exigían un lugar para sentarse o permanecer de pie. Numerosos peces gordos del Departamento de Justicia, el FBI, el Pentágono, la CIA, la NSA, la Casa Blanca y la Colina del Capitolio, sede del Congreso de Estados Unidos, querían un asiento porque según ellos cumplirían mejor sus objetivos si presenciaban el linchamiento de Joel Backman. Cuando el acusado apareció finalmente en la tensa sala, la gente se quedó repentinamente helada y el único sonido fue el del taquígrafo de actas preparando su máquina.

Backman fue acompañado a la mesa de la defensa; su pequeño ejército de abogados se apretujó a su alrededor como si esperara balas procedentes de la galería. Un tiroteo no hubiera constituido ninguna sorpresa, si bien los servicios de seguridad consideraban el riesgo muy inferior al de una visita presidencial. En primera fila, directamente detrás de la mesa de la defensa, se sentaban Cari Pratt y aproximadamente media docena de socios o desde hacía poco antiguos socios del señor Backman. Todos ellos habían sido registrados exhaustivamente y con razón. A pesar de que odiaban con toda su alma a aquel hombre, no tenían más remedio que ser partidarios suyos. Si su acuerdo entre el fiscal y la defensa no prosperaba a causa de un contratiempo de última hora, volverían a convertirse en piezas de caza y no tardarían en tener que afrontar desagradables juicios.

Por lo menos estaban sentados en la primera fila, entre el público, y no junto a la mesa de la defensa, donde estaban los timadores. Por lo menos estaban vivos. Ocho días antes, Jacy Hubbard, uno de sus socios estrella, había sido hallado muerto en el cementerio de Arlington: un supuesto suicidio que no convencía a nadie. Hubbard, antiguo senador por Tejas, había dejado su escaño después de veinticuatro años con el exclusivo, aunque secreto, propósito de ofrecer su significativa influencia al mejor postor. Naturalmente, Joel Backman jamás hubiese permitido que semejante pez gordo se escapara de su red, por lo que él y el resto de Backman, Pratt amp; Bolling habían contratado a Hubbard por un millón de dólares anuales por el simple hecho de que el bueno de Jacy podía entrar en el Despacho Oval siempre que quisiera.

La muerte de Hubbard había obrado maravillas; a Joel Backman ya no le cabía duda acerca del punto de vista del Gobierno. El obstáculo que había retrasado las negociaciones del acuerdo entre el fiscal y la defensa se había esfumado de repente. Backman no sólo aceptaría la condena de veinte años sino que lo haría de inmediato. ¡Estaba deseando que lo sometieran a un régimen de custodia protegida!

El fiscal del Estado era aquel día un alto funcionario del Departamento de Justicia y, en presencia de un público tan numeroso y prestigioso, actuó con mucha grandilocuencia. No iba a utilizar una sola palabra pudiendo utilizar tres; había demasiada gente. Estaba en el escenario: un insólito momento en una larga carrera más bien aburrida en que todo el país estaría casualmente viéndole. Con una completa falta de gracia se lanzó a la lectura a gritos del auto de acusación e inmediatamente quedó claro que no tenía ningún talento para la interpretación y que carecía del más mínimo instinto teatral por más que se esforzara. Al cabo de ocho minutos de soporífero monólogo, el juez, mirando con expresión adormilada por encima de sus gafas de lectura, dijo:

—¿Sería usted tan amable, señor, de darse un poco de prisa y bajar además la voz?

Los cargos eran dieciocho y los presuntos delitos iban del espionaje a la traición. Tras su lectura, Joel Backman quedó absolutamente vilipendiado, clasificado en la misma categoría que Hitler. Su abogado recordó inmediatamente al tribunal y a todos los presentes que ningún aspecto de la acusación se había demostrado, que, de hecho, se trataba de una simple exposición de parte del caso, es decir, del punto de vista absolutamente parcial del Gobierno acerca de aquellas cuestiones. Explicó que su cliente se declararía culpable sólo de cuatro de los dieciocho cargos: tenencia ilícita de documentos militares.

A continuación, el juez leyó el largo acuerdo de culpabilidad y durante veinte minutos no se dijo nada. Los artistas sentados en la primera fila dibujaban la escena con frenético entusiasmo, pero sus imágenes no tenían casi ningún parecido con la realidad.

Oculto en la última fila y sentado entre desconocidos estaba Neal Backman, el hijo mayor de Joel. En aquel momento seguía siendo un asociado de Backman, Pratt amp; Bolling, pero la situación estaba a punto de cambiar. Contemplaba el procedimiento sumido en un estado de conmoción, incapaz de creer que su otrora poderoso progenitor estuviera declarándose culpable y a punto de ser enterrado en el sistema penal federal.

Al final, el acusado fue acompañado al estrado, donde levantó la mirada hacia el juez con tanto orgullo como le fue posible. Mientras los abogados le hablaban en susurros a ambos oídos, se declaró culpable de los cuatro cargos y fue conducido de nuevo a su asiento. Consiguió no mirar a los ojos a nadie.

La fecha de la sentencia quedó fijada para el mes siguiente. Mientras esposaban y se llevaban a Backman, todos los presentes tenían muy claro que éste no se vería obligado a divulgar sus secretos y que permanecería efectivamente en la cárcel durante un período de tiempo prolongado, en cuyo transcurso sus conspiraciones se irían desvaneciendo. La gente empezó a dispersarse muy despacio. Los reporteros consiguieron la mitad de la historia que querían. Los grandes hombres de las agencias se marcharon en silencio… algunos se alegraban de que los secretos se hubieran protegido y otros estaban furiosos por el hecho de que se estuvieran ocultando los delitos. Cari Pratt y sus agobiados socios se dirigieron al bar más próximo.

El primer reportero llamó al despacho poco antes de las nueve de la mañana. Pratt ya había advertido a su secretaria de que se esperaban tales llamadas. Debía decir a todos que él estaba ocupado en los tribunales a causa de cierto asunto muy largo y que era probable que se pasara varios meses sin regresar al despacho. Las líneas telefónicas no tardaron en quedar colapsadas y una jornada aparentemente productiva se fue al traste. Los abogados y los empleados del bufete lo dejaron todo y se pasaron el rato hablando únicamente de la noticia de Backman. Muchos contemplaban la puerta principal como esperando que el fantasma regresara a buscarlos.

Solo, detrás de una puerta cerrada, Pratt se tomaba un Bloody Mary viendo las noticias por cable. Por suerte, un grupo de turistas daneses había sido secuestrado en Filipinas, de lo contrario Joel Backman hubiese sido el centro de atención. Pero se estaba acercando al segundo lugar, pues habían empezado a presentarse en pantalla toda clase de expertos, maquillados y colocados bajo los focos de los estudios, para comentar los legendarios pecados de aquel hombre.

Un antiguo jefe del Pentágono calificó el indulto de «golpe potencial a nuestra seguridad nacional». Un juez federal retirado, que aparentaba hasta el último de los noventa y tantos años que tenía, lo calificó, como era de esperar, de «error judicial». Un novato senador de Vermont reconoció que sabía muy poco acerca del escándalo Backman, pese a lo cual se mostró encantado de aparecer en directo en la televisión por cable y dijo que tenía previsto pedir toda clase de investigaciones. Un funcionario anónimo de la Casa Blanca dijo que el nuevo presidente estaba «muy molesto» por el indulto y pensaba revisarlo, pero cualquiera sabía lo que había querido decir con eso.

Y venga y venga. Pratt se preparó otro Bloody Mary.

Lo peor de lo peor, un «corresponsal» —no simplemente un «reportero»— sacó una nota acerca del senador Hubbard y Pratt tendió la mano hacia el control remoto. Subió el volumen cuando la pantalla mostró una fotografía de gran tamaño del rostro de Hubbard. El antiguo senador había sido encontrado muerto con una bala en la cabeza una semana antes de que Backman se declarara culpable. Lo que a primera vista parecía un suicidio fue calificado posteriormente de dudoso a pesar de que en ningún momento se había identificado a ningún sospechoso. La pistola carecía de identificación y probablemente era robada.

Hubbard practicaba la caza, pero jamás había utilizado pistola. Los residuos de pólvora de su mano derecha planteaban dudas. La autopsia reveló una fuerte concentración de alcohol y barbitúricos en su cuerpo. El alcohol no era desde luego sorprendente, pero no se sabía que Hubbard consumiera pastillas. Pocas horas antes se le había visto con una atractiva joven en un bar de Georgetown, cosa bastante propia de él.

La teoría más extendida era la de que la señora le había introducido en el cuerpo suficiente cantidad de barbitúricos para dejarlo sin sentido y después lo había dejado en manos de asesinos profesionales. Éstos lo habían trasladado a una zona apartada del cementerio de Arlington y le habían disparado un solo tiro en la cabeza. Su cuerpo descansaba sobre la tumba de su hermano, un condecorado héroe del Vietnam. Un detalle muy bonito, pero quienes le conocían bien decían que raras veces hablaba de su familia y muchos ignoraban la existencia del hermano muerto.

La sospecha era que Hubbard había sido asesinado por los mismos que deseaban pegarle un tiro a Joel Backman. Y durante años Cari Pratt y Kim Bolling se habían gastado un montón de dinero en guardaespaldas profesionales por si acaso sus nombres figuraran en la misma lista. Pero no era así, evidentemente. Los detalles del fatídico acuerdo que atrapó a Backman y mató a Hubbard los habían elaborado ellos dos y, con el tiempo, Pratt había suavizado las medidas de seguridad que lo rodeaban, aunque seguía llevando consigo una Ruger a todas partes.

Pero Backman estaba lejos y la distancia aumentaba a cada minuto. Curiosamente, él también pensaba en Jacy Hubbard y en la gente que quizá lo había matado. Disponía de tiempo suficiente para pensar. Catorce horas en una litera plegable de un ruidoso avión de carga eran muy eficaces para embotar los sentidos de una persona normal. Sin embargo, para un recluso recién liberado que acababa de huir de seis años de aislamiento, el vuelo resultaba de lo más estimulante.

Quienquiera que hubiera asesinado a Jacy Hubbard estaría deseando hacer lo mismo con Joel Backman, por lo que, mientras volaba a ocho mil metros de altura, éste se planteó unas cuantas preguntas cruciales. ¿Quién había ejercido influencia para que le concedieran el indulto? ¿Dónde se proponían ocultarlo? ¿Quiénes eran exactamente «ellos»?

Unas preguntas agradables, en realidad. Menos de veinticuatro horas antes sus preguntas habían sido: ¿Tratan de matarme de hambre? ¿De congelarme? ¿Estoy perdiendo poco a poco la razón, en esta celda de tres metros y medio por tres metros y medio, o la estoy perdiendo muy rápido? ¿Veré alguna vez a mis nietos? ¿Lo deseo?

Le gustaban más las nuevas preguntas, por muy inquietantes que fueran. Por lo menos, podría caminar por una calle de algún lugar y respirar el aire y sentir el sol y detenerse tal vez en una cafetería y tomarse un café bien cargado.

Una vez había tenido un cliente, un acaudalado importador de cocaína, que había caído en una trampa de la DEA, el organismo de lucha contra la droga. El cliente era una pieza tan valiosa que los federales le ofrecieron una nueva vida con un nuevo nombre y un nuevo rostro a cambio de delatar a los colombianos. Los delató, efectivamente, y, después de someterse a una operación, reapareció al norte de Chicago. Allí regentaba una pequeña librería. Joel se había pasado por ella años más tarde y había encontrado al cliente con perilla, fumando en pipa y con pinta de personaje un tanto intelectual y mundano. Tenía una nueva esposa y tres hijastros, y los colombianos jamás tuvieron ni idea de lo ocurrido.

Aquí afuera hay un mundo muy grande. No es tan difícil esconderse.

Joel cerró los ojos, permaneció inmóvil prestando atención al constante zumbido de los cuatro motores y trató de decirse que dondequiera que lo llevaran no viviría como un fugitivo. Se adaptaría, sobreviviría, no viviría atemorizado.

Escuchó la conversación en voz baja, dos literas más abajo, de dos soldados intercambiando historias acerca de todas las chicas que habían conocido. Pensó en Mo, el delator de la mafia que en el transcurso de los últimos cuatro años había ocupado la celda de al lado y que, durante las veinticuatro horas del día, era el único ser humano con quien podía hablar. No se veían, pero ambos podían oírse por un respiradero. Mo no echaba de menos a su familia, a sus amigos, su barrio, la comida, la bebida o la luz del sol. Mo sólo hablaba de sexo. Contaba largas y complicadas historias acerca de sus aventuras. Contaba chistes, algunos de los más guarros que Joel hubiera escuchado en su vida. Incluso escribía poemas acerca de sus antiguas amantes, orgías y fantasías.

No echaría de menos a Mo y su imaginación.

Sin querer, se volvió a quedar dormido.

El coronel Gantner lo estaba sacudiendo mientras le decía en un susurro:

—Comandante Herzog, comandante Herzog. Tenemos que hablar.

Backman salió de su litera y siguió al coronel por un oscuro y estrecho pasillo entre las literas hasta llegar a un pequeño cuarto, un poco más cerca de la cabina.

—Siéntese —dijo Gantner.

Ambos se acurrucaron junto a una mesita metálica.

Gantner sostenía una carpeta en la mano.

—Éste es el trato —empezó diciendo—. Aterrizamos dentro de aproximadamente una hora. El plan consiste en que usted esté enfermo, tan enfermo como para que una ambulancia del hospital de la base permanezca esperando el aparato en la pista de aterrizaje. Las autoridades italianas efectuarán su habitual y rápida inspección de los documentos y puede que lleguen incluso a echarle un vistazo a usted. Probablemente no. Estaremos en una base militar norteamericana donde los soldados van y vienen constantemente. Tengo un pasaporte para usted. Yo hablaré con los italianos y después usted será conducido en la ambulancia al hospital.

—¿Italianos?

—Sí, italianos. ¿Ha oído hablar alguna vez de la Base Aérea de Aviano?

—No.

—Ya me lo imaginaba. Lleva en manos norteamericanas desde que expulsamos a los alemanes en 1945. Está al nordeste de Italia, cerca de los Alpes.

—Debe de ser bonito.

—No está mal, pero es una base.

—¿Cuánto tiempo permaneceré allí?

—La decisión no me corresponde a mí. Mi misión consiste en sacarle de este avión y llevarlo al hospital de la base. Allí, otra persona se hará cargo de la situación. Eche un vistazo a esta biografía del comandante Herzog, por si acaso.

Joel se pasó unos cuantos minutos leyendo la historia imaginaria del comandante Herzog y aprendiéndose de memoria los detalles de su pasaporte falso.

—Recuerde que está muy enfermo y sedado —dijo Gantner—. Finja simplemente estar en coma.

—Llevo seis años en coma.

—¿Le apetece un poco de café?

—¿Qué hora es en el lugar adonde vamos?

Gantner consultó su reloj y efectuó un rápido cálculo.

—Probablemente aterrizaremos cerca de la una de la madrugada.

—Me encantaría un poco de café.

Gantner le ofreció una taza de papel y un termo y se retiró.

Tras beberse dos tazas, Joel notó que los motores reducían la potencia. Regresó a su litera y trató de cerrar los ojos.

Mientras el C-130 rodaba hasta detenerse, una ambulancia de las Fuerzas Aéreas se situó marcha atrás cerca de la escotilla posterior. Unos soldados paseaban por allí, buena parte de ellos todavía medio dormidos. La camilla que transportaba al comandante Herzog fue bajada por la escotilla y cuidadosamente colocada en la ambulancia. El más próximo oficial italiano permanecía sentado en el interior de un jeep estadounidense contemplando indiferente la escena mientras procuraba conservar el calor. La ambulancia se alejó sin demasiada prisa y, cinco minutos más tarde, el comandante Herzog fue introducido en el pequeño hospital de la base e instalado en una pequeña habitación del segundo piso donde dos policías militares montaron guardia junto a su puerta.