El ala de aislamiento del Penal Federal de Rudley disponía de cuarenta celdas idénticas de unos tres metros y medio cuadrados, sin ventanas ni barrotes, con suelo de hormigón pintado de verde, paredes de ladrillo de cenizas y una sólida puerta metálica con una estrecha ranura en la parte inferior para las bandejas de la comida y una pequeña mirilla para que los guardias echaran un vistazo de vez en cuando. El ala estaba llena de confidentes del Gobierno, soplones relacionados con el narcotráfico, mafiosos inadaptados, un par de espías, hombres que necesitaban permanecer encerrados porque en casa había mucha gente gustosamente dispuesta a cortarles la garganta. Casi todos los cuarenta reclusos que permanecían en régimen de arresto protegido habían pedido estar en el ala A.
Joel Backman intentaba dormir cuando dos guardias abrieron ruidosamente su puerta y encendieron la luz.
—El director quiere verle —dijo uno de ellos, sin más explicaciones.
Cruzaron en silencio la gélida pradera de Oklahoma en una furgoneta de la prisión, pasando por delante de otros edificios que albergaban a delincuentes menos seguros hasta llegar al edificio de la administración. Backman, esposado sin ningún motivo aparente, fue conducido a toda prisa al interior y después le hicieron subir dos tramos de escalera y bajar por un largo pasillo hasta un espacioso despacho donde las luces permanecían encendidas y algo importante estaba ocurriendo. Vio un reloj en la pared; eran casi las once de la noche.
Jamás había visto al director, lo cual no era insólito. Por muchas y buenas razones el director no se dejaba ver demasiado. No se presentaba candidato a ningún cargo y no tenía el menor interés en motivar a sus tropas. Lo acompañaban otros tres hombres de aspecto muy serio que llevaban un rato conversando. A pesar de que el tabaco estaba rigurosamente prohibido en los despachos del Gobierno de Estados Unidos, había un cenicero lleno y una densa niebla se elevaba casi hasta el techo.
El director dijo sin preámbulos:
—Siéntese allí, señor Backman.
—Encantado de conocerle —dijo Backman, mirando a los otros hombres presentes en la estancia—. ¿Por qué estoy aquí exactamente?
—A eso vamos.
—¿Podría, por favor, quitarme estas esposas? Le prometo no matar a nadie.
El director chasqueó los dedos en dirección a uno de los guardias, que sacó rápidamente una llave y liberó a Backman. A continuación, el guardia salió a toda prisa de la habitación con un ruidoso portazo, para disgusto del director, que era un hombre muy nervioso.
—Éste es el agente especial Adair del FBI —dijo, señalándolo—. Este es el señor Knabe del Departamento de Justicia. Y éste es el señor Sizemore, también de Washington.
Ninguno de los tres hizo ademán alguno de acercarse a Backman, que permanecía todavía de pie completamente perplejo. Los saludó con una inclinación de cabeza en un parco intento de ser educado. Sus esfuerzos no fueron correspondidos.
—Siéntese, por favor —dijo el director, y Backman, finalmente, se sentó—. Gracias. Como usted sabe, señor Backman, un nuevo presidente está a punto de jurar su cargo. El presidente Morgan está listo para marcharse. Ahora mismo se encuentra en el Despacho Oval, estudiando la decisión de concederle a usted el pleno indulto.
Backman experimentó de repente un violento acceso de tos, provocado en parte por la temperatura casi polar de su celda y en parte por el sobresalto de la palabra «indulto».
El señor Knabe del Departamento de Justicia le ofreció una botella de agua cuyo contenido él se bebió mojándose la barbilla hasta que, finalmente, consiguió dominar la tos.
—¿Un indulto? —preguntó en un susurro.
—Un pleno indulto con ciertos beneficios adicionales.
—Pero ¿por qué?
—El porqué no lo sé, señor Backman, mi misión no consiste en comprender lo que ocurre. Yo soy simplemente el mensajero.
El señor Sizemore, presentado simplemente como «de Washington», sin título o cargo añadido, dijo:
—Es un trato, señor Backman. A cambio de un pleno indulto, deberá usted acceder a abandonar el país para jamás regresar y vivir con una nueva identidad en un lugar donde nadie le pueda encontrar.
«Ningún problema», pensó Backman. No quería que lo encontraran.
—Pero ¿por qué? —volvió a preguntar.
La botella de agua que sostenía en la mano izquierda temblaba visiblemente.
Mientras la veía temblar, el señor Sizemore de Washington estudió a Joel Backman de la cabeza a los pies, desde su cabello gris casi rapado hasta sus viejas zapatillas de atletismo baratas, con los calcetines negros de la cárcel, y no pudo por menos que recordar la imagen de aquel hombre en su vida anterior. Le vino a la mente la portada de una revista. Una sofisticada fotografía de Joel Backman con un traje negro italiano de corte impecable, cuidado al detalle y mirando a la cámara con tanta vanidad como cupiera imaginar. Su cabello era entonces más largo y oscuro, el hermoso rostro terso y sin arrugas, la cintura ancha hablaba de muchos almuerzos de poder y de cenas de cuatro horas de duración. Le encantaban la comida, las mujeres y los automóviles deportivos. Tenía un jet privado, un yate y un puesto en Vail, de todo lo cual siempre estaba dispuesto a presumir. El llamativo titular por encima de su cabeza decía:
EL INTERMEDIARIO: ¿ES EL SEGUNDO HOMBRE MÁS PODEROSO DE WASHINGTON?
La revista se encontraba en la cartera de documentos del señor Sizemore junto con una abultada carpeta acerca de Joel Backman. Le había echado un vistazo durante el vuelo de Washington a Tulsa.
Según el artículo de la revista, los ingresos del intermediario superaban al parecer los diez millones de dólares anuales, si bien el entrevistado se había mostrado más bien parco al respecto con el reportero. En el bufete jurídico que había fundado trabajaban doscientos abogados, un número más bien reducido para Washington, pero era sin duda el más poderoso en los círculos políticos: una máquina de fabricación de lobbys, no un lugar donde unos auténticos abogados ejercieran su profesión. Más bien una especie de burdel para poderosas empresas y Gobiernos extranjeros.
«Oh, cómo han caído los poderosos», pensó en su fuero interno el señor Sizemore mientras contemplaba el temblor de la botella.
—No lo entiendo —acertó a musitar Backman.
—Y nosotros no tenemos tiempo de explicárselo —dijo el señor Sizemore—. Es un trato rápido, señor Backman. Por desgracia, no dispone usted de tiempo para pensarlo. Se le exige que tome una decisión inmediata. Sí o no. ¿Quiere quedarse aquí o quiere vivir con otro nombre en la otra punta del mundo?
—¿Dónde?
—No sabemos dónde, pero ya lo pensaremos.
—¿Estaré seguro?
—Sólo usted puede responder a la pregunta, señor Backman.
Mientras el señor Backman reflexionaba acerca de su propia pregunta, su temblor se intensificó.
—¿Cuándo me iré? —preguntó muy despacio. Su voz había recuperado momentáneamente la fuerza, pero otro violento acceso de tos acechaba.
—Inmediatamente —contestó el señor Sizemore, el cual se había hecho con el control de la reunión, relegando al director, al FBI y al Departamento de Justicia al papel de simples espectadores.
—¿Quiere decir ahora mismo?
—Ya no regresará a su celda.
—¡Joder! —exclamó Backman, y los demás no pudieron por menos que sonreír.
—Hay un guardia esperando junto a su celda —dijo el director—. Él le traerá lo que usted quiera.
—Siempre hay un guardia esperando junto a mi celda —le replicó Backman al director—. Si es ese pequeño y sádico hijo de puta de Sloan, díganle que se corte las muñecas con mis cuchillas de afeitar.
Todos tragaron saliva y esperaron a que las palabras escaparan por los respiraderos de la calefacción, pero cortaron el contaminado aire y resonaron un instante en la habitación.
El señor Sizemore carraspeó, desplazó el peso del cuerpo de la posadera izquierda a la derecha y dijo:
—Hay unos caballeros esperando en el Despacho Oval, señor Backman. ¿Va usted a aceptar el trato?
—¿El presidente me está esperando a mí?
—Se podría decir que sí.
—Está en deuda conmigo. Yo lo coloqué allí.
—No es el momento de hablar de estas cuestiones, señor Backman —dijo serenamente el señor Sizemore.
—¿Acaso me devuelve el favor?
—Ignoro lo que piensa el presidente.
—Da por sentado que es capaz de pensar.
—Voy a llamar y a decirles que la respuesta es no.
—Espere.
Backman apuró el contenido de la botella de agua y pidió otra. Se secó la boca con la manga y después dijo:
—¿Es algo así como un programa de protección de testigos o algo por el estilo?
—No es un programa oficial, señor Backman. Pero, de vez en cuando, nos hace falta ocultar a la gente.
—¿Con cuánta frecuencia pierden a alguien?
—No con mucha.
—¿No con mucha? O sea que no hay garantía de que yo vaya a estar a salvo.
—No hay nada garantizado. Pero sus posibilidades son muy buenas.
Backman miró al director y le preguntó:
—¿Cuántos años me quedan aquí, Lester?
Lester regresó bruscamente a la conversación. Nadie le llamaba Lester, un nombre que él aborrecía y evitaba. La placa con el nombre que figuraba en su escritorio ponía «L. Howard Cass».
—Catorce años, y podría dirigirse a mí como director Cass.
—Cass un cuerno. Lo más probable es que muera dentro de tres. Una combinación de desnutrición, hipotermia y cuidados sanitarios negligentes se encargarían de ello. Aquí Lester gobierna muy bien el barco, chicos.
—¿Podríamos continuar? —preguntó el señor Sizemore.
—Por supuesto que acepto el trato —dijo Backman—. ¿Qué necio no lo haría?
Al final, el señor Knabe del Departamento de Justicia se movió. Abrió una cartera de documentos diciendo:
—Aquí está la documentación.
—¿Para quién trabaja? —le preguntó Backman al señor Sizemore.
—Para el presidente de Estados Unidos.
—Bien, dígale que no voté por él porque estaba en chirona. Pero lo habría hecho sin duda de haber tenido la ocasión. Y dígale que le he dado las gracias, ¿de acuerdo?
—Por supuesto.
Hoby llenó otra taza de té verde, ahora sin teína porque ya era casi medianoche, y se la entregó a Teddy, que, envuelto en una manta, contemplaba el tráfico que tenían a su espalda. Se encontraban en la avenida Constitución, saliendo de la ciudad, muy cerca del puente Roosevelt. El viejo tomó un sorbo y dijo:
—Morgan es demasiado estúpido como para vender indultos. Pero el que me preocupa es Critz.
—Hay una nueva cuenta en la isla de Nevis —dijo Hoby—. Apareció hace un par de semanas, abierta por una oscura empresa propiedad de Floyd Dunlap.
—¿Y ése quién es?
—Uno de los recaudadores de fondos de Morgan.
—¿Por qué Nevis?
—Es el lugar más en boga actualmente para las actividades offshore.
—¿Y la tenemos cubierta?
—Por todas partes. Cualquier transferencia debería tener lugar en las próximas cuarenta y ocho horas.
Teddy asintió levemente con la cabeza y miró a su izquierda para echar un vistazo parcial al centro Kennedy.
—¿Dónde está Backman?
—Está abandonando la prisión.
Teddy sonrió y tomó un sorbo de té. Cruzaron el puente en silencio y, cuando el Potomac estuvo a su espalda, preguntó finalmente:
—¿Quién se lo cargará?
—¿Importa eso realmente?
—No, por supuesto. Pero resultará muy agradable contemplar la contienda.
Vestido con un uniforme militar muy gastado pero almidonado y planchado, con todas las aplicaciones y las placas eliminadas, unas relucientes botas negras de combate y una gruesa parka de la Marina con capucha, que él se colocó cuidadosamente alrededor de la cabeza, Joel Backman salió del Penal Federal de Rudley cinco minutos después de medianoche, catorce años antes de lo debido. Había permanecido seis años allí en una celda de aislamiento y, al salir, llevaba consigo una pequeña bolsa de lona con unos cuantos libros y algunas fotografías. No miró atrás.
Tenía cincuenta y dos años, estaba divorciado y sin un céntimo, totalmente distanciado de dos de sus tres hijos. Todos los amigos le habían olvidado. Ninguno se había molestado en mantener una correspondencia después del primer año de su reclusión. Una antigua novia, una de las incontables secretarias a las que había perseguido por sus elegantes despachos, le había escrito durante diez meses hasta que el Washington Post publicó que el FBI había llegado a la conclusión de que no era probable que Joel Backman hubiera defraudado a su bufete y a sus clientes millones de dólares como inicialmente se había rumoreado.
¿Quién quiere cartearse con un abogado arruinado y convicto? Con uno rico, tal vez…
Su madre le escribía de vez en cuando, pero tenía noventa y un años y vivía en una residencia para personas con pocos recursos cerca de Oakland. Cada carta que recibía de ella le daba la impresión de que iba a ser la última. Él le escribía una vez a la semana, pero dudaba de que ella pudiera leer algo y estaba casi seguro de que nadie del personal tenía tiempo ni interés en leérselo. Ella siempre le decía «gracias por la carta», pero jamás le mencionaba lo que él le comentaba. Le enviaba postales en las ocasiones especiales. En una de sus cartas ella le había confesado que nadie más se acordaba de su cumpleaños.
Las botas pesaban mucho. Mientras avanzaba por la acera se dio cuenta de que se había pasado casi los seis años anteriores en calcetines y sin zapatos. Qué cosas tan curiosas piensa uno cuando lo sueltan sin previo aviso. ¿Cuándo había sido la última vez que calzó botas? ¿Y cuándo se podría librar de las muy condenadas?
Se detuvo un segundo y miró al cielo. Durante una hora diaria le habían permitido pasear por un pequeño patio de hierba en el exterior de su ala de la prisión. Siempre solo, siempre vigilado por un guardia, como si él, Joel Backman, un antiguo abogado que jamás en su vida había disparado un arma de fuego en un acceso de furia, fuera a convertirse de repente en un personaje peligroso y causar algún daño a alguien. El «jardín» estaba rodeado por una valla de tres metros de altura de tela metálica rematada por alambre de púas. Más allá había un canal de desagüe vacío y, más allá todavía, una interminable pradera sin árboles que debía de llegar hasta Tejas.
El señor Sizemore y el agente Adair eran sus escoltas. Lo acompañaron a un utilitario deportivo de color verde oscuro que, a pesar de no llevar identificación, proclamaba a gritos su condición de «propiedad estatal». Joel ocupó el asiento de atrás y se puso a rezar. Cerró fuertemente los ojos, apretó los dientes y le pidió a Dios que, por favor, permitiera que el motor se pusiera en marcha, las ruedas se movieran, las puertas se abrieran y la documentación estuviera en regla. «Por favor, Dios mío, no me gastes bromas crueles. ¡Que esto no sea un sueño, por favor, Dios mío!»
Veinte minutos más tarde, Sizemore fue el primero en hablar.
—Por cierto, señor Backman, ¿tiene usted apetito?
El señor Backman había dejado de rezar y se había puesto a llorar. El vehículo se había estado moviendo con regularidad, pero él no había abierto los ojos. Permanecía tumbado en el asiento trasero ruchando infructuosamente con sus emociones.
—Desde luego que sí —contestó.
Se incorporó y miró afuera. Iban por una carretera interestatal. Pasaron junto a un cartel de señalización verde que decía: SALIDA PERRY. Se detuvieron en el estacionamiento de una casa especializada en tortitas, a menos de cuatrocientos metros de la interestatal. A lo lejos, grandes camiones circulaban penosamente a toda potencia de sus motores diesel. Joel los contempló un segundo y prestó atención. Levantó de nuevo los ojos y vio una media luna.
—¿Tenemos prisa? —preguntó Sizemore mientras entraban en el restaurante.
—Vamos bien de horario —fue la respuesta.
Se sentaron alrededor de una mesa cerca de la ventana de la fachada mientras Joel miraba hacia el exterior. Pidió una torrija impregnada de huevo y leche con fruta, nada muy sustancioso, pues temía que su cuerpo estuviera demasiado acostumbrado a las bazofias con que se había alimentado hasta entonces.
La conversación fue muy escasa; los dos chicos del Gobierno estaban programados para decir muy poco y eran incapaces de mantener una conversación intrascendente. Y a Joel no le apetecía oír lo que pudieran decirle.
Trató de no sonreír. Sizemore informaría más tarde de que Backman miraba ocasionalmente hacia la puerta y parecía observar detenidamente a los demás clientes. No parecía asustado, muy al contrario. A medida que transcurrían los minutos y disminuía el sobresalto, pareció que se adaptaba rápidamente y se animaba un tanto. Devoró dos raciones de torrijas y se bebió cuatro tazas de café solo.
Pocos minutos después de las cuatro de la madrugada cruzaron la verja de Fort Summit, cerca de Brinkley, Tejas. Backman fue conducido al hospital de la base y examinado por dos médicos. Exceptuando un resfriado, la tos y la extrema delgadez, no estaba en mala forma. Después fue acompañado a un hangar donde le presentaron al coronel Gantner, el cual se convirtió de inmediato en su mejor amigo. Siguiendo las instrucciones de Gantner y bajo su estrecha supervisión, Joel se cambió de ropa y se puso un mono verde de paracaidista del Ejército con el apellido HERZOG estampado en el bolsillo derecho.
—¿Ése soy yo? —preguntó Joel, contemplando el apellido.
—Durante las próximas cuarenta y ocho horas —contestó Gantner.
—¿Y mi graduación?
—Comandante.
—No está mal. |
En algún momento, durante aquellas sucintas instrucciones, el señor Sizemore de Washington y el agente Adair se marcharon y Joel Backman jamás los volvió a ver.
Con las primeras luces del alba, Joel cruzó la escotilla posterior de un C-130 de carga y siguió a Gantner hasta un pequeño cuarto de literas del nivel superior donde otros seis soldados se estaban preparando para un largo vuelo.
—Ocupe esta litera —le dijo Gantner, indicándole una próxima al suelo.
—¿Puedo preguntar adonde vamos? —dijo Joel en voz baja.
—Puede, pero yo no le puedo contestar.
—Simple curiosidad.
—Le informaré cuando aterricemos.
—¿Y eso cuándo será?
—Dentro de unas catorce horas.
Sin ninguna ventanilla para distraerse, Joel se tumbó en la litera, se cubrió la cabeza con una manta y ya roncaba cuando despegaron.