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En las postrimerías de una presidencia destinada a interesar menos a los historiadores que cualquier otra, aparte tal vez de la de William Henry Harrison (treinta y un días desde el nombramiento hasta su muerte), Arthur Morgan se reunió en el Despacho Oval con el último amigo que le quedaba para reflexionar acerca de sus últimas disposiciones. En aquel momento tenía la sensación de haberse equivocado en todas las decisiones que había tomado durante los cuatro años precedentes y a aquellas alturas no confiaba demasiado en poder enmendar hasta cierto punto las cosas. Su amigo tampoco estaba muy seguro aunque, como siempre, apenas habló y lo poco que dijo fue lo que el presidente deseaba oír.

Se trataba de la cuestión de los indultos, de las súplicas desesperadas de ladrones, malversadores y embusteros, algunos de ellos todavía en la cárcel y otros que jamás habían cumplido condena pero, pese a ello, querían recuperar el buen nombre y ver restituidos sus privilegios. Todos alegaban ser amigos, o amigos de amigos, o bien partidarios acérrimos, a pesar de que sólo unos cuantos habían tenido la ocasión de manifestarle su apoyo antes de aquel momento. Qué pena que después de cuatro tumultuosos años de gobernar el mundo libre todo quedara reducido a un miserable montón de peticiones de un grupito de chorizos. ¿A qué ladrones se podía permitir volver a robar? Ésta era la trascendental cuestión a la que se enfrentaba el presidente en aquellas horas finales.

Su último amigo era Critz, un antiguo compañero de la asociación estudiantil de su época universitaria en Cornell. En aquellos tiempos Morgan dirigía la división administrativa y Critz atiborraba fraudulentamente de papeletas las urnas electorales. En los últimos cuatro años Critz había sido secretario de prensa, jefe de Estado Mayor, asesor de seguridad nacional e incluso secretario de Estado, aunque sólo duró tres meses en el cargo, del que fue fulminantemente destituido cuando, con su singular estilo diplomático, estuvo a punto de desencadenar la Tercera Guerra Mundial. El último nombramiento de Critz había tenido lugar el octubre anterior, durante las últimas y enloquecidas semanas de la violenta embestida de la reelección. Cuando las encuestas señalaban que el presidente Morgan iba quedando rezagado en por lo menos cuarenta estados, Critz se hizo con el control de la campaña y consiguió enemistarlo con el resto del país, excepto, hasta cierto punto, con Alaska.

Habían sido unas elecciones históricas; jamás un presidente en ejercicio había conseguido tan pocos votos electorales. Tres para ser exactos, todos de Alaska, el único estado que Morgan no había visitado siguiendo el consejo de Critz. Quinientos treinta y cinco para el aspirante, tres para el presidente Morgan. La expresión «aplastante victoria» no reflejaba ni por asomo la situación.

Una vez efectuado el recuento de votos, el aspirante, siguiendo un mal consejo, decidió poner en tela de juicio los resultados de Alaska. ¿Por qué no ir por los quinientos treinta y ocho votos electorales?, se dijo. Un candidato a la presidencia no tiene nunca la oportunidad de derrotar por completo a su contrincante, de alzarse con la madre de todas las victorias y dejar a su adversario sin un solo voto.

El presidente tuvo que padecer todavía durante otras seis semanas mientras arreciaban los pleitos en Alaska. Cuando el Tribunal Supremo le otorgó finalmente los tres votos electorales del estado, él y Critz se bebieron discretamente una botella de champán.

El presidente Morgan se había enamorado de Alaska, a pesar de que los resultados sólo le habían concedido finalmente un escaso margen de diecisiete votos.

Habría tenido que evitar más estados.

Perdió incluso en su Delaware natal, donde el otrora esclarecido electorado le había permitido ocho maravillosos años como gobernador. Si él no había tenido tiempo de visitar Alaska, su contrincante había ignorado por completo Delaware… ni la menor organización, ni anuncios en televisión, nada para contrarrestar la campaña. ¡Y así y todo su oponente había obtenido el 52% de los votos!

Critz, sentado en un sillón de cuero, sostenía en las manos un cuaderno de apuntes con una lista de los cientos de cosas que había que hacer de inmediato. Observó cómo su presidente se desplazaba muy despacio de una ventana a la siguiente mientras escudriñaba la oscuridad y soñaba con lo que hubiese podido ser. El hombre estaba deprimido y humillado.

A los cincuenta y ocho años su vida había terminado, su carrera era un fracaso, su matrimonio se estaba desmoronando. La señora Morgan ya había regresado a Wilmington y bromeaba sin recato acerca de irse a vivir a una cabaña de Alaska. Critz abrigaba ciertas dudas acerca de la capacidad de su amigo de pasarse el resto de la vida cazando y pescando, pero la perspectiva de vivir a más de tres mil kilómetros de la señora Morgan resultaba de lo más seductora. Hubiesen podido ganar en Nebraska si la un tanto aristocrática primera dama no se hubiera referido a su equipo de fútbol como a los Sooners, tal como se conocía popularmente a los habitantes del estado de Oklahoma.

¡Los Sooners de Nebraska!

De la noche a la mañana, Morgan cayó en picado no sólo en las encuestas de Nebraska sino también en las de Oklahoma; jamás se recuperó.

Y en Tejas, su mujer tomó un bocado de una guindilla galardonada con un premio y vomitó. Mientras la llevaban a toda prisa al hospital, un micrófono captó sus todavía famosas palabras: «¿Cómo es posible que sean ustedes tan retrasados como para comer semejante mierda?»

Nebraska cuenta con cinco votos electorales. Tejas tiene treinta y cuatro. Insultar al equipo de fútbol local era un error al que hubiesen podido sobrevivir. Sin embargo, ningún candidato supera una descripción tan degradante de la guindilla de Tejas.

¡Menuda campaña! Critz estaba tentado de escribir un libro! Alguien tenía que dejar constancia del desastre.

La colaboración de casi cuarenta años entre ambos estaba a punto de terminar. Critz había conseguido un empleo con un contratista del Departamento de Defensa por 200.000 dólares anuales y llevaría a cabo una gira de conferencias a 50.000 dólares cada una siempre y cuando hubiera alguien suficientemente desesperado como para pagarlos. Tras dedicar su vida a la administración pública, se había quedado sin un céntimo, estaba envejeciendo rápidamente y ansiaba ganar unos dólares.

El presidente había vendido su preciosa casa de Georgetown a muy buen precio. Se había comprado un pequeño rancho en Alaska donde estaba claro que la gente lo admiraba y tenía previsto pasar el resto de sus días allí, cazando, pescando y quizás escribiendo sus memorias.

Lo que hiciera en Alaska no tendría nada que ver ni con la política ni con Washington. No sería un veterano estadista, la figura decorativa del partido de nadie, la sabia voz de la experiencia. No emprendería ninguna gira de despedida, no pronunciaría discursos en convenciones, no le otorgarían ninguna cátedra de ciencias políticas. No habría ninguna biblioteca presidencial. La gente se había expresado con claridad, de un modo rotundo. Si no lo querían, él, desde luego, podía vivir sin ellos.

—Tenemos que tomar una decisión sobre Cuccinello —dijo Critz.

El presidente permanecía de pie junto a la ventana con la mirada perdida en la oscuridad, pensando todavía en Delaware.

—¿Quién?

—Figgy Cuccinello, el director cinematográfico acusado de haber mantenido relaciones sexuales con una joven aspirante a actriz.

—¿Cómo de joven?

—De quince años, creo.

—Eso es muy joven.

—Pues sí. Huyó a Argentina, donde ya lleva diez años. Ahora siente nostalgia, quiere regresar y volver a rodar películas tremendas. Dice que su arte lo está llamando para que regrese a casa.

—A lo mejor, son las chicas jóvenes las que lo están llamando para que regrese a casa.

—Eso también.

—Diecisiete años no me molestaría. Quince es demasiado.

—Su oferta llega a los cinco millones.

El presidente se volvió y miró a Critz.

—¿Ofrece cinco millones por un indulto?

—Sí, y hay que decidir con rapidez. El dinero se tiene que sacar por transferencia de Suiza. Y allí son las tres de la madrugada.

—¿Adonde iría a parar?

—Tenemos cuentas offshore en paraísos fiscales. Es fácil.

—¿Qué haría la prensa?

—Sería desagradable.

—Siempre es desagradable.

—Pero esto sería especialmente desagradable.

—La verdad es que a mí la prensa me importa un bledo —dijo Morgan.

—Pues entonces, ¿por qué lo preguntas? —quiso saber Critz.

—¿Se puede seguir el rastro del dinero? —preguntó el presidente, volviéndose de nuevo hacia la ventana.

—No.

Con la mano derecha, el presidente se empezó a rascar la nuca, tal como siempre hacía cuando se enfrentaba con una decisión difícil. A punto de lanzar un ataque nuclear contra Corea del Norte se había rascado la piel hasta hacerse sangre y mancharse el cuello de la camisa blanca.

—La respuesta es nó —dijo—. Quince es demasiado joven.

Sin previo aviso se abrió la puerta y Artie Morgan, el hijo del presidente, irrumpió en la habitación con una Heineken en una mano y unos papeles en la otra.

—Acabo de hablar con la CIA —dijo con aire indiferente. Llevaba unos vaqueros desteñidos e iba sin calcetines—. Maynard está de camino.

Dejó los papeles sobre el escritorio y se retiró dando un portazo.

Artie hubiese aceptado los cinco millones de dólares sin dudar, se dijo Critz, independientemente de la edad de la chica. Quince años seguro que no eran demasiado poco para Artie. Hubiesen ganado en Kansas si no hubieran sorprendido a Artie en la habitación de un motel de Topeka con tres animadoras, la mayor de diecisiete años. Un fiscal grandilocuente había desestimado finalmente las acusaciones, dos días después de las elecciones: las chicas firmaron una declaración jurada; no habían mantenido relaciones sexuales con Artie. Estaban a punto de hacerlo y, de hecho, habían faltado segundos para que participaran en toda clase de retozos, pero una de las madres llamó a la puerta de la habitación del motel e impidió la orgía.

El presidente se sentó en su mecedora de cuero simulando hojear unos inútiles documentos.

—¿Qué es lo último que se sabe sobre Backman? —preguntó.

En los dieciocho años que llevaba como director de la CIA, Teddy Maynard había estado en la Casa Blanca menos de diez veces. Y jamás para cenar (siempre declinaba la invitación por motivos de salud), y jamás para saludar a un pez gordo extranjero (era algo que le importaba un carajo). Cuando podía caminar se pasaba alguna vez por allí para consultas con el presidente de turno y quizá con algún que otro de los que elaboraban sus programas políticos. Desde que iba en silla de ruedas, hablaba con la Casa Blanca por teléfono. Nada menos que todo un vicepresidente había sido conducido dos veces en automóvil a Langley para reunirse con Maynard.

La única ventaja de ir en silla de ruedas era que le daba un pretexto para ir o quedarse o hacer lo que le diera la real gana. Nadie quería presionar a un viejo lisiado.

Se había pasado casi cincuenta años trabajando como espía, pero ahora prefería el lujo de mirar directamente a su espalda cuando se desplazaba por ahí. Viajaba en una furgoneta blanca sin identificación —con cristales a prueba de balas, paredes de plomo y dos chicos armados hasta los dientes sentados detrás del chofer, también armado hasta los dientes—, con su silla de ruedas fijada al suelo en la parte posterior y mirando hacia atrás para que Teddy viera el tráfico que no podía verle a él. Otras dos furgonetas lo seguían a cierta distancia: cualquier imprudente intento de acercarse al director hubiese sido inmediatamente abortado. No se esperaba ninguno. Casi todo el mundo creía a Teddy Maynard muerto o pasando perezosamente sus últimos días en alguna residencia secreta donde se enviaba a morir a los viejos espías.

Teddy así lo quería.

Iba envuelto en un pesado quilt de color gris y lo atendía Hoby, su fiel ayudante.

Mientras la furgoneta circulaba por el Cinturón a una velocidad constante de noventa y cinco kilómetros por hora, Teddy bebía té verde escanciado desde un termo por Hoby y contemplaba los vehículos que los seguían.

Hoby permanecía sentado al lado de la silla de ruedas en un taburete de cuero hecho especialmente para él.

Tras tomarse un sorbo de té, Teddy preguntó:

—¿Dónde está Backman en estos momentos?

—En su celda —contestó Hoby.

—¿Y nuestra gente está con el director de la cárcel?

—Están sentados en su despacho, esperando.

Otro sorbo de la taza de papel cuidadosamente sostenida con ambas manos.

Las manos eran frágiles, surcadas por venas y del color de la leche descremada, como si ya hubieran muerto y esperaran pacientemente al resto del cuerpo.

—¿Cuánto se tardará en sacarlo del país?

—Unas cuatro horas.

—¿Y el plan está bien organizado?

—Todo está a punto. Esperamos la luz verde.

—Espero que este imbécil vea las cosas a mi manera.

Critz y el imbécil contemplaban las paredes del Despacho Oval y su silencio quedaba interrumpido de vez en cuando por algún comentario acerca de Joel Backman. Tenían que hablar de algo, pues ninguno de los dos quería mencionar lo que realmente pensaba.

«¿Es posible que esté ocurriendo?»

«¿De veras es el final?»

Cuarenta años. De Cornell al Despacho Oval. Un final tan brusco que no habían tenido tiempo para prepararse debidamente. Contaban con cuatro años más. Cuatro años de gloria para crearse un legado con habilidad y después alejarse noblemente hacia el ocaso.

Aunque ya era tarde, fuera parecía todavía más oscuro. Las ventanas que daban a la Rosaleda eran negras. Casi podía oírse el incesante tictac del reloj de pared colgado encima de la repisa de la chimenea en su cuenta atrás definitiva.

—¿Qué hará la prensa si indulto a Backman? —preguntó el presidente, no por primera vez.

—Se pondrá furiosa.

—Tendría gracia.

—Tú ya no estarás.

—No, es cierto.

Finalizada la ceremonia del traspaso de poderes, al mediodía del día siguiente, su huida de Washington empezaría en un jet privado (propiedad de una petrolera) hasta la residencia de un viejo amigo suyo en la isla de Barbados. Siguiendo las instrucciones de Morgan, se habían retirado los televisores de la residencia, no entregarían periódicos ni revistas y todos los teléfonos habían sido desconectados. No se mantendría en contacto con nadie, ni siquiera con Critz, y menos con la señora Morgan durante por lo menos un mes. Le importaba un bledo que ardiera Washington. De hecho, esperaba en su fuero interno que ardiera. Después, de Barbados se trasladaría en secreto a su cabaña de Alaska y allí seguiría ignorando al mundo durante el invierno y hasta la llegada de la primavera.

—¿Deberíamos indultarlo? —preguntó el presidente.

—Probablemente —contestó Critz.

Ahora el presidente había pasado al «nosotros», cosa que hacía invariablemente cuando tenía que tomar alguna decisión potencialmente impopular. Para las fáciles siempre utilizaba el «yo». Cuando necesitaba una muleta, y sobre todo cuando necesitaba a alguien a quien echar la culpa, ampliaba el proceso de toma de decisiones e incluía a Critz, que llevaba cuarenta años cargando con la culpa y, aunque no cabía duda de que estaba acostumbrado, era evidente que ya estaba cansado.

—Muy probablemente no estaríamos ahora aquí de no haber sido por Joel Backman.

—Puede que tengas razón —dijo el presidente.

Siempre había afirmado que debía su elección a su brillante y carismática personalidad para organizar campañas, a su impresionante comprensión de las cuestiones y a su clara visión de Estados Unidos. El hecho de tener que reconocer finalmente que le debía algo a Joel Backman resultaba casi sorprendente.

Pero Critz era demasiado insensible y estaba demasiado cansado para sorprenderse.

Seis años antes el escándalo Backman había arrastrado a buena parte de Washington y, al final, salpicado la Casa Blanca. Una nube se cernió sobre un presidente popular y le allanó el camino a Arthur Morgan hacia la presidencia.

Ahora, saliendo a trompicones, Morgan saboreaba la idea de propinarle un arbitrario tortazo en la cara al establishment de Washington que se había pasado cuatro años ninguneándolo. El indulto para Joel Backman sacudiría los muros de todos los edificios comerciales del distrito de Columbia y el escándalo de la prensa provocaría una conmoción de colosales proporciones. A Morgan le gustaba la idea. Mientras él tomaba el sol en Barbados, la ciudad volvería a quedarse atascada una vez más, los congresistas exigirían la celebración de vistas, los fiscales actuarían ante las cámaras y los insoportables bustos parlantes escupirían su verborrea en los noticiarios por cable.

El presidente sonrió, contemplando la oscuridad.

En el puente Arlington Memorial sobre el río Potomac Hoby volvió a llenar de té verde la taza de papel del director.

—Gracias —dijo Teddy en voz baja—. ¿Qué hará nuestro chico mañana cuando abandone el cargo? —preguntó.

—Huirá del país.

—Hubiese tenido que irse antes.

—Tiene previsto pasar un mes en el Caribe lamiéndose las heridas, ajeno al mundo, haciendo pucheros y esperando a que alguien le demuestre un poco de interés.

—¿Y la señora Morgan?

—Ya está otra vez en Delaware jugando al bridge.

—¿Se van a separar?

—Si él no es tonto. ¿Quién sabe?

Teddy tomó cuidadosamente un sorbo de té.

—Bueno pues, ¿cuál será nuestra influencia en caso de que Morgan oponga resistencia?

—No creo que la oponga. Las conversaciones preliminares han ido muy bien. Parece que Critz acepta la idea. Ahora comprende las cosas mucho mejor que Morgan. Critz sabe que jamás habrían visto el Despacho Oval de no ser por el escándalo Backman.

—Pero, repito, ¿qué influencia podemos ejercer en caso de que se resista?

—Ninguna, en realidad. Es idiota, pero honrado.

Abandonaron la avenida Constitución para enfilar la calle Dieciocho y cruzaron enseguida la puerta este de la Casa Blanca. Unos hombres armados con metralletas aparecieron en la oscuridad y poco después los agentes del Servicio Secreto con sus trincheras negras detuvieron la furgoneta. Se utilizaron unas palabras en clave, las radios chirriaron y, en cuestión de minutos, Teddy fue sacado de la furgoneta. Una vez dentro, un registro superficial de su silla de ruedas reveló tan sólo a un arropado y lisiado anciano.

Artie, sin la Heineken y una vez más sin llamar, asomó la cabeza por la puerta y anunció:

—Aquí está Maynard.

—O sea que está vivo —dijo el presidente.

—Por los pelos.

—Pues que lo hagan pasar.

Hoby y un agente llamado Priddy siguieron a la silla de ruedas hasta el interior del Despacho Oval. El presidente y Critz saludaron a sus huéspedes y los acompañaron a la zona de los asientos, ante la chimenea. Aunque Maynard evitaba la Casa Blanca, Priddy vivía prácticamente allí e informaba cada mañana al presidente acerca de cuestiones relacionadas con el servicio de espionaje.

Mientras se acomodaban, Teddy miró a su alrededor como si buscara micrófonos ocultos y dispositivos de escucha. Estaba casi seguro de que no había ninguno; aquella práctica se había terminado con el Watergate. Nixon había mandado instalar en la Casa Blanca suficientes alambres como para controlar a una pequeña ciudad, pero, como es natural, lo había pagado muy caro. Teddy, en cambio, estaba bien controlado. Cuidadosamente oculta encima del eje de su silla de ruedas, a pocos centímetros por debajo de su asiento, había una potente grabadora que captaría todos los sonidos emitidos en el transcurso de los siguientes treinta minutos.

Trató de mirar con una sonrisa al presidente Morgan, pero, en realidad, hubiese querido decirle algo así como: «Sin duda es usted el político más limitado que jamás he conocido. Sólo en Estados Unidos un imbécil como usted habría podido llegar a la cumbre».

El presidente Morgan miró con una sonrisa a Teddy Maynard, pero, en realidad, hubiese querido decirle algo así como: «Le habría tenido que despedir hace cuatro años. Su agencia ha sido un constante motivo de vergüenza para este país».

Teddy: «Me sorprendió que ganara en un solo estado, aunque fuera por diecisiete votos».

Morgan: «No sería usted capaz de encontrar a un terrorista ni siquiera aunque se anunciara en un tablón de anuncios».

Teddy: «Que le vaya bien la pesca. Pescará todavía menos truchas que votos».

Morgan: «¿Por qué no se murió de una puñetera vez tal como todo el mundo me prometió que iba a hacer?»

Teddy: «Los presidentes van y vienen, pero yo nunca me voy.»

Morgan: «Fue Critz quien quiso mantenerle en el cargo. Agradézcaselo a él. Yo quería pegarle la patada a las dos semanas del comienzo de mi mandato.»

Critz preguntó en voz alta:

—¿Alguien quiere café?

—No —contestó Teddy y, en cuanto lo hubo dicho, Hoby y Priddy declinaron también el ofrecimiento.

Y, puesto que la CIA no quería café, el presidente Morgan dijo:

—Sí, solo y con dos terrones.

Critz le hizo una seña con la cabeza a un secretario que esperaba junto a una puerta lateral entornada. Se volvió hacia los reunidos diciendo:

—No disponemos de mucho tiempo.

Teddy se apresuró a contestar:

—Estoy aquí para discutir la cuestión de Joel Backman.

—Sí, por eso está usted aquí —dijo el presidente.

—Tal como usted sabe —añadió Teddy casi ignorando al presidente, el señor Backman ingresó en prisión sin decir ni una palabra. Sigue conservando unos secretos que, francamente, podrían poner en un apuro la seguridad nacional.

—No se le puede matar —terció Critz.

—No podemos colocar en la diana a ciudadanos norteamericanos, señor Critz. Va en contra de la ley. Preferimos que lo haga otro.

—No le entiendo —dijo el presidente.

—Este es el plan. Si usted concede el indulto al señor Backman y él acepta el indulto, lo sacaremos del país en cuestión de unas horas. Tendrá que acceder a pasarse el resto de su vida escondido. Eso no tendría que suponer ningún problema porque hay varias personas que quisieran verle muerto y él lo sabe. Lo recolocaremos en un país extranjero, probablemente en Europa, donde nos será más fácil vigilarlo. Dispondrá de una nueva identidad. Será un hombre libre y, con el tiempo, la gente se olvidará de Joel Backman.

—Eso no es el fin de la historia —dijo Critz.

—No. Esperaremos, puede que un año, filtraremos la noticia en los lugares apropiados. Localizarán al señor Backman y lo liquidarán y, cuando lo hagan, muchas de nuestras preguntas quedarán contestadas.

Una prolongada pausa mientras Teddy miraba a Critz y después al presidente. Cuando tuvo la certeza de que ambos estaban absolutamente desconcertados, siguió adelante.

—Es un plan muy sencillo, caballeros. Es simplemente cuestión de quién lo mata.

—¿O sea que usted lo controlará?

—Muy de cerca.

—¿Quién lo persigue? —preguntó el presidente.

Teddy volvió a juntar las venosas manos, se echó un poco hacia atrás y después miró hacia abajo desde su larga nariz como un maestro de escuela que se estuviera dirigiendo a sus párvulos de tercer grado.

—Tal vez los rusos, los chinos, quizá los israelíes. Podría haber otros.

Por supuesto que había otros, pero nadie esperaba que Teddy revelara todo lo que sabía. Jamás lo había hecho y jamás lo haría, independientemente de quién fuera el presidente y del tiempo que éste hubiera pasado en el Despacho Oval. Iban y venían, algunos duraban cuatro años, otros ocho. A algunos les encantaba el espionaje, otros sólo se preocupaban por las últimas encuestas. Morgan se había mostrado particularmente inepto en política exterior y, habida cuenta de las pocas horas que le quedaban en la Administración, estaba claro que Teddy no iba a divulgar más que lo necesario para conseguir el indulto.

—¿Y por qué razón iba Backman a aceptar semejante acuerdo? —preguntó Critz.

—Puede que no lo acepte —contestó Teddy—. Pero lleva seis años en una celda de aislamiento. Eso son veinticuatro horas al día en una diminuta celda. Una hora de sol. Tres duchas semanales. Mala comida… dicen que ha perdido veinticinco kilos. Tengo entendido que no anda muy bien de salud.

Dos meses antes, después de la arrolladora victoria del aspirante, Teddy Maynard había elaborado el plan de aquel indulto y tirado de alguno de sus muchos hilos: las condiciones de aislamiento de Backman habían empeorado considerablemente. Habían bajado casi cuatro grados la temperatura de la celda y llevaba un mes tosiendo sin parar. Su comida, más bien insulsa, se procesaba por segunda vez y se la servían fría. Se pasaban la mitad del tiempo echando el agua de su retrete. Los vigilantes lo despertaban a todas horas de la noche. Le habían recortado los privilegios telefónicos. Se le había prohibido de repente el acceso a la biblioteca jurídica que utilizaba dos veces por semana. Backman, que era abogado, conocía sus derechos y amenazaba con toda clase de denuncias contra la cárcel y el Gobierno, pero aún no había presentado ninguna. La lucha se estaba cobrando su tributo. Pedía pastillas para dormir y Prozac.

—¿Quiere que indulte a Joel Backman para que usted pueda organizar su asesinato? —preguntó el presidente.

—Sí —contestó Teddy sin andarse con rodeos—. Aunque, en realidad, no lo organizaremos.

—Pero ocurrirá.

—Sí.

—¿Y su muerte redundará en interés de nuestra seguridad nacional?

—Estoy firmemente convencido de ello.