Después del almuerzo fuimos al Iruña. Estaba lleno, y a medida que se aproximaba la hora del comienzo de la corrida iba llegando más gente. Se oía el murmullo ronco de las conversaciones de la multitud que se mezclaba entre sí, un murmullo peculiar que se repetía cada día de corrida. El café nunca había producido un murmullo semejante por lleno que estuviera. El murmullo continuaba y nosotros formábamos parte de él.
Ernest Hemingway, Fiesta, Cap. XV
Juan Iturri se sabía un camaleón. Podía pasar completamente desapercibido sin siquiera proponérselo. Aunque estaba convencido de que ante ellas las damas desataban su instinto de protección, era bien consciente de las risas que sus gafas de desvalido provocaban en la Jefatura. No le importaba en absoluto. Quizás fueran tan fachosas como su bigote, pero ambos elementos cumplían su misión. Disfrazado de nadie podía ir a cualquier sitio sin preocuparse de que su placa o su rostro fueran detectados. Podía cubrir posiciones, escuchar conversaciones ajenas o captar movimientos extraños como lo haría cualquier transeúnte despistado. Sólo sus ojos verdes le delataban, por eso los cubría con el pudor de una virgen.
Las calles de Pamplona estaban casi repletas. Salvo las forasteras buscando peleas de gallos hispanos, en aquella masa blanca y roja pocas personas llamaban la atención. Por eso Juan Iturri se relajó mucho más de lo que hubiera hecho en otras ocasiones. A medida que avanzaba la mañana, la investigación había ido reuniendo nuevas evidencias. Desgraciadamente, cuando la verdad empezaba a salir de su escondite, él se veía forzado a enclaustrarse en el suyo, completamente agotado. Estaba torpe, su cabeza no funcionaba a pleno rendimiento, ni siquiera a un ritmo aceptable. Necesitaba dormir, volver a su guarida y descansar. Sin embargo, sabía que no debía hacerlo. Además, estaba convencido de que no lograría evitar que aquellos incidentales elementos de la investigación volvieran una y otra vez a su cabeza. Decidió concederse un pequeño descanso. Respirar el aire de la mañana, pasear por entre las alegres gentes, tomarse un café. «Tan solo una hora», se dijo, «y, naturalmente, con el busca encendido».
Mientras se dirigía al centro urbano, andando sin prisas desde el hospital, fue ordenando mentalmente las piezas de las que disponía. Alguien había contratado a un tipo para que asesinara a Alejandro Mocciaro. De momento no tenía ni idea de quién era su rival, aunque su forma de actuar había dejado al descubierto aspectos cruciales del crimen. El asesino o la asesina —si es que actuaba en solitario, cosa que consideraba improbable debido a la aparente perfección del crimen— había dado instrucciones concretas. Eso evidenciaba que conocía bien la sustancia, sus efectos y los tiempos de actuación. La hipótesis más probable era que se tratara de un médico o de un veterinario. Sin embargo, se inclinaba a considerar del todo inocente al único profesional de la medicina que había aparecido en el escenario reciente. Al conocer más a fondo a Jaime Garache en su entrevista en la cárcel, al inspector Iturri le había parecido retrotraerse hasta más o menos el siglo XIX, tiempo en el que, según las novelas rosas que tanto le gustaban, el hombre era un caballero y la dama una frágil mujer a la que idolatrar. «Jaime Garache», pensó tras salir de su celda de aislamiento, «debería vestir levita y bombín inglés, y por supuesto, no debería estar detenido. Es posible que, en algún momento, haya tenido tentaciones, pero desde luego no es un adúltero ni un asesino».
Los siguientes sospechosos serían los abogados quienes, por su profesión, podrían haberse topado con la droga y haberse visto obligados a estudiar detenidamente sus efectos sobre la salud humana. Lola MacHor había confesado haber actuado como letrado en un caso de venta de ketamina, por lo que sabía bien de qué hablaba. Iturri no imaginaba a la mujer negociando en los bajos fondos. No la veía exigiendo que robaran a Alejandro Mocciaro el teléfono móvil o prometiendo heroína. Era cierto que le había mentido en dos ocasiones, pero lo había notado. «No hubiera sido buena jugadora de mus», concluyó, «siendo incapaz de guardar una treinta y una real». No obstante, parecía que, en este caso, abogados no faltaban: Gonzalo Eregui, el finado, el difunto profesor Mocciaro y todos los que, de una u otra manera, estaban implicados en esa fatídica cátedra. Una oposición que, por lo que le había narrado Lola MacHor, olía a podrido. Le hubiera gustado poder entrevistar al profesor Mocciaro. Un rayo fulminó su mente. El profesor Mocciaro había muerto recientemente. De hecho, habían venido a la lectura de su testamento. No sabía muy bien por qué, pero en su cabeza ambas muertes se hermanaban. «Tengo que preguntar detalles de ese testamento», se dijo.
Sabía que Clara y Alejandro eran los únicos herederos de don Niccola, amén del pequeño detalle de los derechos del Compendio y… No lo recordaba bien, pero Lola había aludido a otro regalo. Sí, un libro. Naturalmente, no había descartado de plano que se tratara de alguna persona involucrada en esas actividades delictivas a las que Alejandro Mocciaro se acercaba demasiado. Podría ser un ajuste de cuentas: una prostituta, un chulo extorsionador, una deuda de juego… Los miembros de su brigada estaban investigando esos extremos, aunque él no creía que la solución viajara por esa vía porque la ketamina desentonaba. Si se hubiera tratado de una sobredosis de heroína, o de coca… Pero la ketamina era psicodélica, cara y más fácil de rastrear. Finalmente, cansado de sus propios pensamientos se dejó llevar del todo y sacó su cachimba ennegrecida. Sabía que fumar en pipa estropeaba su disfraz. Era algo excepcional que, además, dejaba un rastro de olor que hacía que la gente se volviera. Siempre se podía identificar a alguien que fumaba en pipa. Pero durante un rato estaba fuera de servicio e iba a tomarse un café bien cargado en su sitio preferido, si es que lograba entrar. Quería oír hablar del encierro y de la corrida de la tarde, de Hemingway y de lo caro que se ponía vivir la Fiesta. Quería, en definitiva, olvidarse del mundo y zambullirse en las tertulias de tonterías.
Fumando despreocupado, Juan Iturri cruzó, sorteando los muchos obstáculos, la plaza del Castillo y enfiló hacia el café más famoso de la villa, el Iruña, al que tanto le gustaba ir. Sabía que estaría completamente lleno, pero no le importaba.
Desde tiempos antiguos, durante la Fiesta, muchos pamploneses habían cogido por costumbre visitar el antiguo café y su bohemio ambiente de gigantes de espejo, donde la esencia de la Pamplona de toda la vida alcanzaba el súmmum. Los extranjeros acudían en masa porque todas las guías turísticas recomendaban visitar el local. No debía el turista marcharse de Pamplona sin observar la atmósfera peculiar del local, donde el fantasma de Hemingway tenía sitio fijo —sobre la mesa, no sobre la silla— pues el norteamericano había bebido largamente en el local, llevándose tan grata impresión que había plagado Fiesta de comentarios sobre el Iruña. Todas aquellas razones eran muy respetables, pero ninguna motivaba que Juan Iturri acudiese a dicho café. A él, ciertamente, le encantaban su suelo, ajedrezado en blanco y negro; el rumor a conspiración envuelto en ese peculiar éter azul celeste que produce la nicotina de tabaco; las estanterías que lucían las más bellas formas de botellería fina; sus mesas de tapa de mármol blanco que evocaban historias de amores y encierros; los inmensos espejos embutidos en sus marcos dorados… Pero él iba allí por los churros. Su madre había sido camarera del local hasta su jubilación, y siempre que acudía a saludarla, le obsequiaba con algún churro: ni recién hechos ni calientes, pero a él le sabían a gloria.
Al llegar, comprobó con pena que la terraza estaba repleta. Era lo que primero que se llenaba. Aquel fresco mentidero de vanidades, que servía tanto para el pasacalle femenino como para el chismorreo fácil, estaba especialmente cotizado por navarros y foráneos. En el interior, sin embargo, no había tanta gente. Vio una mesa vacía en el extremo más alejado de los soportales. Se quitó las gafas y se dirigió allí con prisa. Sin embargo, poco antes de llegar, se paró en seco. Sentadas de espaldas a la puerta, reconoció a dos personas que cuchicheaban.
Avanzó despacio, se sentó y agudizó el oído. «Asesinatos en voz baja», se dijo al escucharles.
—Lo sé, querida. Pero el Derecho es como es.
—¡Pues es injusto! ¿Por qué a ti, Gonzalo, que eres abogado, no te permiten hablar con ellos? ¿No dice la ley que todos tenemos derecho a un letrado?
—Lo dice, pero en el auto del juez Vergara se decretaba prisión incomunicada. Esa medida conlleva la limitación de algunos de los derechos del reo. Entre esas restricciones está la designación de un abogado particular. En su momento, se le impondrá uno de oficio, con el que no podrá siquiera mantener entrevistas reservadas tras la práctica de las diligencias.
—¡Por Dios, eso es degradante, inhumano, injusto…! ¡No sé cómo calificarlo! Después oyes en televisión que un asesino en serie o un violador anda por la calle con total libertad… ¡No me digas que esto no es horrible! Mi hija, ¡mi hija única!, detenida, postrada en la cama de un hospital, enferma del corazón, y ni siquiera puedo verla. Mi yerno en la cárcel, rodeado de indeseables. Mis nietos en manos de una señora ucraniana que no entiende español. ¡Si al menos pudiera ver a mi Lolilla! ¡Por qué permites esto, Dios inmenso! —exclamó—. Gonzalo, ¿qué podemos hacer? ¿Por qué no vamos a ver de nuevo al inspector que lleva el caso? ¡Él tiene que entender que no puede ser cierto lo que alegan! ¡Si mira a mis hijos cinco segundos a los ojos, se dará cuenta de que es imposible que hayan hecho eso que dicen!
—No podemos ir en su busca porque no es hombre agudo ni de buen entendimiento. Un individuo que elige una opción careciendo de todos los datos y se pliega en banda para no cambiarla es, aparte de un idiota, un nefasto investigador. Es preferible que omitamos esa conversación, aunque quizás no fuera disparatado buscar un detective que investigara en los bajos fondos. Nosotros no damos la talla. La noche pasada nos lucimos con el intento de compra de ketamina. En el despacho tengo una lista de individuos que podrían sernos útiles…
—¡Me parece estupendo! ¡Lo haremos de inmediato!
Tras escuchar nítidamente las últimas frases, Juan Iturri se incorporó y se acercó a la mesa de al lado.
—Creo que eso no será necesario —dijo.
Ambos ocupantes levantaron instintivamente la cabeza. Estaban de espaldas, pero el colosal espejo les devolvió el reflejo. Veían la silueta de un hombre común, tan normal que, a toro pasado, nadie hubiera sido capaz de describirlo, excepto por las gafas de barata pasta marrón y el olor a tabaco de pipa.
—¿Me permiten que tome asiento junto a ustedes? En este magno entorno me gustaría presentarme como un pensador liberal o como un especialista en el encierro, pero creo que, en atención a las circunstancias que concurren, mis conocimientos, más pedestres, les serán más útiles: soy el inspector Juan Iturri, de la Policía Científica de Pamplona.
Dolores y Gonzalo se quedaron boquiabiertos, mirando al recién llegado sin saber qué responder. Empleando la antigua fórmula —«permiso»—, Juan Iturri retiró una de las sillas de madera que bordeaban la mesa de mármol y se sentó.
—¿Desea tomar algo, inspector? —preguntó Gonzalo Eregui—. El café es magnífico.
—Gracias, pero tengo prisa. He estado hace un rato con su hija y con su yerno —confesó desviando la mirada hacia Dolores. Ella llegó a tiempo de coger el pañuelo del bolso, demasiadas emociones juntas—. Ambos están bien. La investigación continúa con pie firme.
—¿Con pie firme? —protestó el abogado—. ¿Qué significa eso?
—Quiero decir que va bien
—¿Bien para quién? —preguntó Dolores. Ya no lloraba.
—Para la verdad, naturalmente. ¿Qué otra cosa importa?
Los dos visitantes del Iruña se quedaron mudos, mirándose.
—En fin, señora, caballero, puedo informarles de que las cosas van por buen camino y en la dirección que ustedes desean.
—¿Les han soltado?
—Me temo que todavía no, señora, pero ha de saber que la verdad es tozuda y éste, su servidor, también. Pese a que mi presencia aquí es totalmente casual, sin embargo me he acercado a su mesa para pedirles que no hagan nada que pueda entorpecer la investigación. Y, por supuesto, no necesitan un detective privado. Déjennos a los profesionales.
—Caballero —dijo Dolores, inquieta por la reciente aparición—, ustedes los policías han condenado a mi hija y a mi yerno, aunque son inocentes; les impiden ver a nadie, ni siquiera a su abogado…
—Perdone, señora, he dicho los profesionales, no los policías. En el Cuerpo hay, como en botica, de todo. Solemos ser concienzudos, meticulosos y humildes. Sin embargo, a veces alguno de nosotros, por estúpido orgullo, cree que una placa le faculta a no pensar. ¡Craso error! En este caso, estoy convencido de que no debe preocuparse: mi equipo es sensacional. Muy profesional y muy humilde.
—Disculpe, inspector Iturri; hemos conocido a otra persona, un tal inspector Ruiz, que nos ha asegurado que llevaba las riendas de esta investigación. Al parecer, ha venido directamente desde Madrid para resolver este crimen. Nada nos dijo de su presencia.
—¿Mi presencia? ¿Qué presencia? —El gesto de Iturri, no exento de ironía, hizo sonreír a Gonzalo—. A su debido tiempo, hablaremos, señor, pero ahora quisiera que me respondieran a algunas cuestiones. Desde el primer momento, tengo dudas, quizás superficiales, pero que no me dejan dormir. En ocasiones, esos pequeños detalles marcan la diferencia entre una investigación y una chapuza. Muchas veces, además, esconden la llave que abre la puerta a la verdad.
—Por supuesto, inspector —Gonzalo se levantó de su asiento con discreción—. Esperaré en la barra, Dolores
—No se vaya, con quien quiero hablar es con usted —replicó el policía.
—Pues usted dirá —contestó extrañado. Al fin y al cabo, su papel allí era tangencial.
—Verá, don Gonzalo, inicialmente se pensaba que esta muerte estaba relacionada con la oposición que ganó Alejandro Mocciaro. Según la acusada, fue una cátedra concedida tras un proceso extraño. Pues bien, a mí lo que me ronda por la cabeza es la inexplicable, pero casi tangible, sensación de que hay algo que se me escapa alrededor de la muerte de don Niccola. Por ello necesito que me hable del testamento. Usted era su albacea.
—Sí, soy su albacea universal.
—Es decir, que usted lleva las riendas del negocio tras la muerte de don Niccola.
—Es una forma de expresarlo, sí, hasta que el testamento se ejecute.
—¿Y ve usted en ese testamento algo extraño?
—Pues que quiere que le diga, objetivamente no. Eramos amigos desde hace lustros. Estaba enfermo, me pidió que fuera su albacea y acepté. Desde luego, cuando falleció me desvelé para disponer y pagar los sufragios y gastos de enterramiento de conformidad a lo que él dispuso; satisfice los legados en dinero y especie que me encargó, y me ocupé de tomar las precauciones oportunas para preservar los bienes que me habían sido confiados.
—Acaba de decir que objetivamente ese proceder no le pareció extraño. ¿Eso indica que subjetivamente tuvo usted alguna duda?
—En realidad, no son más que suposiciones.
—No se inquiete, que yo no soy abogado. Cuéntemelas, por favor.
—Pues para empezar me extrañó que hiciera venir a sus hijos y amigos hasta Pamplona y en época tan agitada como los sanfermines. Yo me hubiera desplazado donde me hubieran dicho. Pero quiso que fuera de esa manera y no de otra. Supuse que se trataría de alguna cuestión sentimental (él adoraba esta Fiesta) y no hice más averiguaciones.
—Aparte de lo dicho, ¿hay algo que le resulte singular?
—Pues ahora que lo menciona, siempre me pareció raro el modo en que murió. Soy hijo de médico. Mi padre siempre decía que morir no es tarea fácil. Salvo algunos fallecimientos fulminantes, no resulta sencillo abandonar esta vida. Sin embargo, Niccola murió vestido.
—Creo que no le comprendo —admitió el inspector. Dolores corroboró las dudas.
—Fui a verle cerca de las ocho de la tarde, quería comentar algunos extremos de su testamento. Me dio en mano su preciosa pluma Parker, se la debía hacer llegar a Lola MacHor. Luego me informó de que me llegaría en breve, por mensajero, otro presente para esa señora. Un libro antiguo que en esos momentos estaba encuadernándose; insistió en que lo importante era la dedicatoria.
»Tras tomar nota del recado, charlamos sobre los viejos tiempos. Me marché hacia las diez, dijo sentirse cansado. Todavía esperaba visitas. Tenía mal aspecto, pero no lo suficiente para que no le diera tiempo a cambiarse. Es más, salió personalmente a despedirme a la puerta. Era muy meticuloso con la ropa, y voluntariamente nunca se hubiese quedado dormido con ella puesta.
—¿Se le practicó la autopsia?
—No. El médico que le trataba dijo que no hacía falta. Padecía, no sé si lo sabe, inspector, cáncer de páncreas. No obstante, también el doctor calificó el fallecimiento de prematuro. Quizás había acelerado el final algún disgusto.
—¿Se le pasó por la cabeza en algún momento que se hubiera suicidado?
—Si le soy sincero sí, lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora, aunque ese acto no casa bien con su forma de pensar. Era católico y ejercía.
—Perdone que le interrumpa, pero me gustaría saber qué decía esa dedicatoria. ¡Lola me ha contado lo de la pluma, pero ha omitido el resto!
—¿Cómo? ¿Es que ha hablado con ella? ¡Como abogado debería habérselo impedido! ¿Ha grabado las conversaciones? ¿Ha firmado una declaración?
—Ella ha aceptado. Es por su bien, créame. ¡Por favor, temo que pueda pasar algo más! Hábleme del libro.
—De acuerdo, pero antes una matización: Lola no ha podido hablarle de ese libro porque aún no lo ha visto, está en mi poder. Debería habérselo entregado hoy durante la lectura del testamento.
—Entiendo… ¿Es un manual jurídico?
—¡Ah, no! Es una novela de Conan Doyle.
—Seguro que es esa novela que tanto les gustaba a los dos: la que narra las andanzas de Sherlock Holmes —añadió Dolores.
—¿Una novela? ¿Le hizo ir a su casa para hablarle de una novela y de una pluma?
—Sí, pero ni la pluma ni la novela eran normales. Esta última es una magnífica edición…
—¡Tonterías!
Fue tal la fuerza que el inspector impuso a la expresión que sus interlocutores se quedaron petrificados.
—¿Leyó la dedicatoria, Gonzalo? —preguntó con igual pujanza.
—En realidad no, pero Niccola me hizo anotarla en su casa, para que no me olvidara de recordar a Lola que lo importante era la dedicatoria.
—¿Y la recuerda?
—Déjeme comprobarlo, inspector. Lo anoté en mi agenda.
El inspector Iturri hubiera esperado que el abogado sacara de su bolsillo una impecable libreta de piel y hubiera empezado a pasar hojas hasta alcanzar la buscada. Sin embargo, para su sorpresa, utilizaba una agenda electrónica. Tomó el lápiz óptico y pinchó tres veces la pantalla. Con cara de satisfacción continuó:
—¡Aquí está! Sí, en efecto. «No te olvides de que Vermissa tenía sesenta y un miembros».
Los tres permanecieron unos minutos en silencio.
—¿Alguno de ustedes sabe qué significa ese mensaje?
—Yo no —negó Gonzalo—. ¿Y tú, Dolores?
—Tampoco. Pero seguro que Lola lo sabrá. Ella y Niccola siempre andaban jugando a detectives.
De inmediato Iturri se levantó.
—Discúlpenme. Voy a preguntárselo.
—¡Nosotros también! —dijeron Dolores y Gonzalo al unísono.
—¡Ah, no! ¡No pueden entrar, el juez no lo permite!
—También usted conoce que las pruebas ilícitas son ineficaces, y es manifiesto que hace lo que le dicta su instinto.
—¡Iremos de todas maneras! —respondió Dolores decidida.
—Haremos una cosa. Les dejaré pasar un momento, pero antes vaya a su despacho y traiga ese libro.
—De acuerdo, nos vemos en el hospital —aceptó Gonzalo.