Era una corrida de toros Miura en Pamplona…
…Los toros más bonitos que yo nunca he visto, y cada uno de ellos se ponía a la defensiva desde el minuto mismo de su entrada en la arena. Se podría decir que eran cobardes, porque defendían su vida a conciencia, con desesperación pero prudencia, ferozmente.
¡Cuánto daría yo por tener dieciséis años, arte y valor!
Ernest Hemingway, Correspondencia
No era lógico. No estaba bien. Pensamientos de esta naturaleza ocupaban la mente de Lola cuando, reticente y con serio gesto, bajó junto a Jaime al vestíbulo. Alejandro Mocciaro no era miembro de su familia ni, desde luego, se contaba entre sus amigos íntimos, pero, al fin y al cabo, era cercano y yacía, aún caliente, en una caja metálica, cubierto por un sudario de algodón. Estaba sorprendida de que Jaime, habitualmente exquisito, se hubiera dejado convencer. Había bastando una simple súplica de Clara para que accediera, aunque resultaba evidente a todas luces que su presencia en la séptima corrida de la feria de San Fermín resultaba incorrecta y desconsiderada. Jaime, por el contrario, a duras penas conseguía controlar un ánimo que, pictórico, se desbordaba en sonrisas defectuosamente contenidas. Lola sabía de sobra que le encantaban los toros, especialmente los Miuras. Sin embargo, pensaba que no hubiera accedido tratándose de otra corrida o de otro sitio. A Jaime lo que verdaderamente le hechizaba era la fiesta cuando se celebraba en Pamplona. Hacía ya mucho años que vivían lejos, pero Lola se daba cuenta de que a su marido el paso del tiempo le afectaba de forma distinta. Para Lola, Bilbao era una quimera, un sitio al que volver con la imaginación. Allí estaba ciertamente parte de su infancia, pero había estudiado fuera de Vizcaya y había residido en muchos sitios. Sus vivencias estaban troceadas como un puzzle. Sin embargo, en la mente y en el corazón de Jaime sólo estaba Pamplona. Ahora que su juventud acababa, añoraba su primavera y su estío; su vitalidad, su fuerza, sus risas despreocupadas, su pelo en la coronilla… Para tratar de retener sus abriles, algunos hombres apostaban por rememorar los primeros amores liándose con jovencitas con acné; otros coqueteaban con el infarto sobre una bicicleta estática… Para Jaime, la esencia de su mocedad estaba personificada en Pamplona, especialmente en su Fiesta. Quizás por eso, en este viaje se comportaba como el desterrado que retorna tras décadas de exilio; asistir a la corrida de Miura le hacía rejuvenecer. Aunque en aquellos años se sentaba en sol como mozo de peña, y ahora lo haría como cincuentón en preferencia, poco importaba. Revivía su juventud perdida, con ansia, casi con necesidad. Por eso, Lola había accedido a acudir a la corrida. Al ver a Clara se arrepintió de sus pueriles reticencias.
Les estaba esperando cuando bajaron, charlando animadamente de toros y toreros con Rafael Moreno, cuyos bigotes blanquecinos perfilaban su fina sonrisa. Clara estaba radiante. Cualquier resto de cansancio había desaparecido de su rostro. Sólo un brazalete negro en su brazo izquierdo identificaba su dolor. Sus ojos mostraban esa curiosa excitación del descubrimiento: sería su primera corrida de toros en Pamplona.
Salieron hacia la plaza con una bolsa de papel marrón en las manos. El director de La Perla había encargado para ellos sendos bocadillos de tortilla y una botellita de vino. Jaime rió complacido, evocando de nuevo sus muchas corridas. La precaución de Rafael no era desmedida, ya que en Pamplona no se debe acudir a los toros sin provisiones.
Nada más abandonar el hotel y pisar los pórticos de la plaza del Castillo, fueron arrastrados por la marea humana; miles de almas con un mismo propósito: entrar en el coso para contemplar el espectáculo.
Aquel doce de julio, en las primeras horas de la tarde, los aledaños de la plaza de toros parecían un club náutico en día de regata. Miles de blancas carabelas de rojas cangrejas desembarcaban en aquel puerto, como si la avenida de Hemingway fuera la única calle de la ciudad. Despistados, con las caras enrojecidas por el sol traicionero, ajenos a las costumbres del lugar, algunos extranjeros intentaban hacerse entender con la esperanza de obtener pases para el espectáculo de sangre.
Poco interesaba en Pamplona que, desaparecida la casta de Ordóñez y Dominguín, lejano el toreo espontáneo que emergía del alma por la gracia de Dios, los cosos taurinos perdieran vigor. Ninguna de esas menudencias importaba a aquella primera hora de la tarde. Abundaba la demanda, y los revendedores se lucraban a su antojo. Nadie los percibía, aunque estaban por todas partes, escrutando caras, buscando clientes de última hora. Teniendo pases de preferencia, y llevándolos en la mano al enfilar la puerta principal de la plaza, Clara, Lola y Jaime —el inspector Ruiz telefoneó diciendo que iría por su cuenta— no habrían de vérselas con aquellos hombres, sin embargo, no se libraron de ser abordados reiteradamente por quienes deseaban ofrecerles localidades de abono para el día siguiente, más o menos a cinco veces su precio original. Lola observó detenidamente a aquellos hombres. En realidad, no desentonaban en absoluto con el ambiente, que hubiera quedado incompleto sin su discreta presencia. No parecían ladrones gitaneando. Incluso, ante la libertad con la que se movían, podría llegar a pensarse que aquella cautelosa actividad resultaba legal y legítima y que los precios no respondían a otra cosa que a la sagrada ley de la oferta y la demanda. Lo único que Lola advirtió era que, quizás por no contaminar la usanza, tan respetada por estas latitudes, los oferentes no llevaban la vestimenta típica, aunque algunos se anudaban al cuello un pañuelillo rojo.
Sin poder evitarlo, Lola, Clara y Jaime se mezclaron con la masa que disponía de entrada. Alrededor del arbolado de acacias que rodeaba la plaza y parecía quererla ocultar, cada vez se arrimaba más gente. Todos querían asistir a la corrida. Como todos y cada uno de los días de la Fiesta, como todos y cada uno de los años, las veinte mil localidades se quedarían cortas, y muchas personas tendrían que llorar extramuros su mala fortuna o la cortedad de su bolsillo.
Mirando la plaza, Clara se detuvo. Aunque los que les seguían no les permitieron quedarse quietos, a ella le dio tiempo para hacer un comentario en voz alta:
—Es curioso. Esta plaza huele a lunares y a castañuelas. No sé la razón, pero tiene fragancias sureñas, como si desentonase del resto de la decoración —notó, colgándose del brazo de Jaime. A éste le faltó tiempo para contestar.
—¡Buena percepción, Clara, sí señor! Has de saber que el olfato es un órgano que rara vez engaña. En efecto, recuerda a Andalucía porque su diseño salió de las mismas manos que la monumental de Sevilla. Algunos dicen que el arquitecto tenía mucho trabajo cuando las autoridades de la ciudad le encargaron el proyecto, y cortó por lo sano: en apenas un mes, Francisco Urcola creó los planos del albero, réplica de otro. Se inauguró el año veintidós, un día de San Fermín, viernes para más señas, y se construyó empleando la modernísima técnica del hormigón armado.
—¡Qué bonito! ¡Con lo aburrida que es la historia, qué bien la cuentas! ¡Eres un genio! ¡Un año de éstos, tenemos que ir a la Feria de Sevilla! Me decía hace un momento Rafael que allí es donde desean triunfar los toreros.
Jaime se rió con alegría inocente. Lola aprovechó la presión de la gente para empujar a Clara y tratar de arrancarla del brazo de su marido. No tuvo éxito y terminó alejándose de ellos.
—Rafael tiene razón, pero sólo en parte —respondió Jaime, sin percatarse de que le faltaba su mujer—. Pamplona es en muchas cosas más importante que Sevilla. Verás, existen dos castas distintas de matadores de toros. Primero está el torero de chulería. Es la figura consagrada que puede permitirse elegir plaza y contrato. El otro es el torero de gesto humilde que sabe que ha de ganarse el cartel a base de enardecer su valor. El personaje de palmarés, el que ves en las revistas del corazón, torea el astado bonito, la ganadería que luce y permite alardear sin correr grandes riesgos. Por el contrario, el que va camino de serlo, pero aún no es un artista consagrado, baila con el toro que nadie quiere, con la corrida dura, a las bravas.
»Este aspirante, que ansía calle, finca y patrimonio, ha de aguantar las embestidas de los toros que arrollan, que miran, que erizan el vello. Y para hacer espada y callo, toros como los de hoy de Antonio y Eduardo Miura, con la carga emocional que asegura ese nombre, son inigualables. Y Pamplona es para ellos un sitio estelar.
—He entendido todo, salvo que Pamplona sea mejor plaza para ese fin.
—Es sencillo de explicar, Clara. A diferencia de lo que pasa en otras plazas, el empresario de ésta es completamente libre de escoger el cartel. La Casa de Misericordia de Pamplona carece de intereses taurinos partidistas. No apoderando toreros, ni apostando para ganar en otras plazas, veedores y empresario escogen a quien quieren pensando exclusivamente en el respetable y en el espectáculo. Pamplona está abierta para todos los diestros que muestren merecerla. Y esta tarde, te lo aseguro, promete. ¡Será espléndida! Los toreros tienen ganas y los astados son magníficos… —vaticinó, mientras se percataba de que uno de esos toros era el responsable de la muerte de Alejandro—. Lo siento, Clara. Hablaba desde el punto de vista taurino.
—Ya lo sé, tonto. No hace falta que te disculpes.
—Por cierto, ¿dónde está Lola? ¡La hemos perdido entre tanta gente!
—No te inquietes; es mayorcita. No va a extraviarse.
—Es cierto, pero preferiría que fuéramos los tres juntos.
—Pues va a ser difícil encontrarla con todos vestidos con atuendos similares. ¿Te has dado cuenta de cómo esta fiesta unifica a todo el mundo? ¡De pamplónica puede vestirse tanto un albañil como un marqués! ¡Es un detalle simpático!
—¡Mira, allá va! Está entrando ya en la zona de preferencia. ¡Lola, Lola!
Lola no escuchó la llamada, estaba fascinada contemplando el ambiente. A pesar de que el encierro había concluido con la muerte de un corredor, la plaza se mostraba llena de hermosuras, ataviada como si la Fiesta no pariera más que paz y contento, como si el mundo necesitara rabiosamente ahogar en alegría los luctuosos hechos acaecidos por la mañana.
Lola notó al entrar que allí había dos plazas, la de sombra y la de sol, tan distintas como las fiestas que las separaban y enlazaban a la vez. La primera, refinada, lucía impolutos colores blancos y rojos: no en vano una feria taurina es una hoguera de vanidades donde quien más quien menos gusta de lucirse y aparentar. Olía a puros habanos y a perfumes caros; espesos, dulzones. Las mujeres, muchas de ellas de pie en el estrecho pasillo de sus asientos, sonreían aireando sus cabellos, esperando que comenzara el festejo. Quizás buscando al hombre de sus sueños, miraban y saludaban a diestra y siniestra, cuchicheando con sus vecinas. Los caballeros, tratando de aparentar indiferencia, observaban furtivamente al sexo opuesto, al tiempo que repasaban el cartel pues, aunque allí había gente a la que los toros ni fu ni fa, había muchos a los que ver dominar una muleta les encendía. Todos, ellos y ellas, de una u otra manera hablaban de lo mismo: el nuevo sacrificio al dios.
En el lado de sol, vestido de peña, no se conversaba, sólo se metía ruido. Mientras un bullicio intenso —mezcla de música, mala educación y jolgorio cuadrillero— teñía el ambiente, las telas de cuadros, originalmente azules o verdes, se iban tocando de grasa de chistorra, harina y vino peleón. Allí el toro estaba casi de adorno. Los mozos de las peñas que aún miraban no entendían; y si entendían, habían bebido tanto que no veían. Allí la tauromaquia era sólo un espectáculo de ruido y flores. Por eso hoy estaban contentos con el cartel: la terna formada por El Fundi, Juan José Padilla y Gómez Escorial era todo color.
—¡Qué simpático! ¿Te has fijado en aquéllos de allí? —dijo Clara, señalando a los tendidos de sol—. ¡Qué gente más primitiva!
Lola, en asiento de preferencia, se volvió al oír el comentario, más por saludar a su marido que por identificar la voz: tan petulante declaración no podía salir de otros labios. Otras personas también mostraron su disgusto con una dura mirada, a la que Clara ni siquiera se molestó en responder.
A la hora en punto, comenzó el paseíllo: monosabios, areneros y mulilleros se unieron a los trajes de luces y a los aplausos en aquel desfile triunfal. Fue como si Roma renaciera de sus cenizas y Julio César clamara al cielo de su Hispania ofreciéndole otro festejo de gladiadores: pan y circo; bocadillo y toros. Sin embargo, por esta vez, el añejo ritual fue alterado. El presidente se puso en pie, y con él ambas plazas. La música cesó al mismo tiempo que la lluvia de harina. Por un instante reinó un vacío espeso y profundo. Era una tarde especial. Había sangre en la arena, sangre inopinada, sangre blanca y roja, humana, nuevamente en el callejón, como la mayoría de las veces. El coso completo, alzados sol y sombra, guardó un minuto de silencio por el último sacrificio. Cuando éste acabó, la Fiesta reventó en aplausos, luego retornó la normalidad. El representante de la Casa de Misericordia se sentó. Desde su balconcillo, miraba la acicalada plaza, llena a rebosar. Con una mueca esbozaba una sonrisa o un saludo aquí y allá, pero la procesión iba por dentro. Desde que había llegado a la plaza a las seis de la tarde, no dejaba de revolverse en su asiento. Estaba preocupado. Hacía meses que, junto al resto de los miembros de la junta, había decidido el cartel, tratando de confeccionar una terna conciliadora que gustara al público de sombra y no disgustara al de sol, que cada vez presentaba un comportamiento menos racional. Creía que esta vez lo habían conseguido: a priori, la terna de la tarde del doce de julio prometía toreo con arte; los hermosos toros de Miura aseguraban entreverarlo de riesgo. Sin embargo, ahora los chiqueros lucirían también a un mosquito navarro, un toro que había teñido de sangre las calles. Eso cambiaba todo: un toro que tocaba carne era mucho más propenso a repetir su acción. Había ido a verlo al apartado —donde se ha procedido a separar los toros para la corrida de la tarde—, y su mirada se había cruzado con la de Lentejillo. Esos ojos de perdiz le habían atravesado el alma. Era un toro más pequeño y, en apariencia, menos duro que los Miuras, pero aun así parecía extremadamente listo, de los capaces de aprender, de los que calaban rápido al hombre. Pero la inquietud del presidente habría de crecer aún más. Cuando se enteró de a quién le había tocado torear el mosquito, su desasosiego se convirtió en un nerviosismo casi histérico. Los tres oponentes de los de Zahariche eran diestros con clase. Tanto El Fundi como Juan José Padilla dominaban con creces todas las suertes, haciendo portentos tanto con los quites y desplantes como con las banderillas, para alegría de la plaza de sol. El primero era un certero estoqueador; el segundo, cuando quería, derrochaba galanura. Sin embargo, Lentejillo le había correspondido al tercero, a Ángel Gómez Escorial, de quien se decía que era valiente hasta traspasar las lindes de lo racional.
El empresario se hubiera sentado más tranquilo si el mosquito navarro le hubiera correspondido en suerte a El Fundi, maestro con más experiencia, o a Padilla, que tampoco quedaba rezagado en la suerte suprema. Sin embargo, con los bríos que destilaba Gómez Escorial, Lentejillo podía ser muy peligroso… El torero madrileño se había confirmado en Las Ventas en el año mil novecientos noventa y nueve, y desde entonces se desvivía por agradar. En Pamplona sólo había logrado encendidas palmas; ahora venía por los apéndices. Llegaba ansioso de triunfos —así se lo había hecho saber personalmente a quien le había contratado—, convencido de que el sexto de la tarde, Lentejillo, sería su salto a la fama; el animal que le haría salir por la puerta grande.
«Un torero había de ser valiente», pensaba el empresario, «tenía que ganarse uno a uno los cerca de cincuenta mil euros que iba a embolsarse, amén del pellizco extra, ya que la corrida se retransmitiría por televisión, pero, al mismo tiempo, inteligente, prudente y sabio. Sabio era el que tenía miedo al toro, sabio era el que tomaba distancias y, luego de catar, bebía hasta las heces del arte. ¿Sería Gómez Escorial suficientemente sabio?». El empresario creía, pero dudaba, pues Gómez Escorial era un libertino del valor. Y en un vano intento por calmar sus nervios, encendió un habano. Uno de los buenos, que la ocasión lo merecía.
Por fin, envuelto en cantos y risas, salió El Fundi a esperar a su primero, brindando al cielo en señal de recuerdo. Clara, en pie, aplaudía enfervorizada. Jaime, Lola y el inspector Ruiz, que acababa de llegar, no sabían decidir cuál había de ser su comportamiento. Al verla en pie, y desconociendo la relación de Clara con la tragedia, desde atrás le argumentó un entendido que no se molestase, porque el de Fuenlabrada no sabía torear.
—Pues es posible que lo que hace no sea toreo —le respondió otra señora, sin dar tiempo a Clara siquiera a intervenir—, pero le aseguro que este valiente hará callar hasta a los de sol.
Entre sonidos de trompeta y redoble de tambores fueron sucediéndose lances. El Fundi, ataviado con traje de luces de tabaco y oro, se esmeró con el capote y se prodigó con los palillos. Es costumbre añeja que este lance lo cubran los subalternos, hombres de plata, bien porque, aspirantes a matadores, desean lucirse y ganar puntos, bien porque, añosos y gruesos, tienen que ganarse el pan. Sin embargo, en Pamplona ponía los pares el maestro, un artista que, sabiendo que lo era, no se achicaba ni ante un miura sardo y cornalón que rondaba los seiscientos kilos.
Tras vistoso quiebro y cuarteos con ángel, el lidiador puso la plaza en pie. ¿Para qué querrían asientos?
—¿Es o no es arte? —reprochó la dama al entendido.
—Mire, señora, si Bienvenida o Pepe Dominguín vieran esto, creerían que el diestro está haciendo ballet.
—¿Y quién es Bienvenida? ¡Que en paz descanse! —replicó la señora. El caballero no contestó.
Aunque oía olés y palmas, el artista estaba descontento. Sabía que, con ganas y banderillas, no era suficiente. Le dolía que, entre los animales de ésa ganadería de leyenda, le hubiera tocado en suerte un miura que manseaba con descaro. Intentó varias veces trastear el diestro, pero el astado huía de la muleta rehusando la pelea. Una media estocada, bien puesta, pues no había hecho falta descabello, había terminado una faena que fue premiada con alguna palma suelta, más de ánimo para el siguiente toro que de verdadero lauro.
El segundo miura era un soberbio toro. Al salir a la arena, de frente a la vista, no parecía grande ni gordo. ¿Dónde andarían los seiscientos catorce kilos que pesaba? Al acercarse, Padilla se percató enseguida de dónde los guardaba. El burel era endiabladamente alto y no menos largo, tanto que el diestro dudó poder colocar el estoque en un sitio decente.
—¡A por el tren! —le chilló un espontáneo.
«No es mala comparación», pensó el torero cuando sus zapatillas con duende pisaron la arena.
Juan José Padilla parecía un jardinero: tantas flores llevaba bordadas en su traje de luces. Y resultaba todo tan blanco que algún espontáneo le auguró la vuelta al cielo, con los ángeles. Ovación y vuelta al ruedo casi lo consiguieron.
Gómez Escorial, tercero en pisar la arena, vio desde chiqueros aquella pavorosa cabeza negra, los pitones astifinos que la adornaban, la altura desmesurada y la violencia con que pisó el albero. Ni siquiera cuando notó que miraba del mismo modo por la diestra y la siniestra se amilanó. Sin embargo, toro y torero no se acoplaron y la espada entró trasera y caída al tercer intento, lo que obligó a descabellar, también sin suerte.
—Una carnicería —se lamentó la señora.
—Ni que lo diga —se sumó el entendido—. Y es una pena, porque en los naturales ha estado sembrado. Así es este arte, primero eres un fenómeno, y luego te llenan de almohadillas.
—Bueno, jugarse el tipo, a sabiendas de que al menor descuido ocurre un percance, tiene su mérito. Escuche, le ofrecen una interpretación de Paquito el chocolatero los de sol. Hay otros, afamados, que se van de rositas y tan contentos.
—Sí, a ésos a los que usted alude, señora mía —mismamente los de ayer—, habría que llevarles al cuartelillo y retirarles los emolumentos. Entonces las cosas cambiarían.
La banda tocaba sones, el sol Los cuarenta principales; la corrida aún era joven. Respetable y artistas, ganadero y prensa, esperaban que en la segunda parte la tarde se enmendara. Hasta San Fermín miraba expectante el ruedo. Para apoyar los buenos presagios, todos sacaron el avituallamiento.
Notando cómo un alud de olor entrampaba sus olfatos, Clara y Lola cruzaron la mirada. Rafael Moreno tenía razón. En albal o cazuelilla, con servilleta de hilo o de papel, vieron pasar ante sus ojos ajoarriero, tortilla fina, choricillos a la sidra, unos hermosos langostinos con su aderezo de ali-oli y bocadillos variados que viajaban junto a un añejo vino navarro y un cava muy fresco.
Frente a Jaime, que se puso de inmediato a la tarea, Clara y Lola tardaron en sacar su bocadillo. Los demás interpretaron el gesto como carencia: el resultado fue que no pasaron hambre. Sus vecinos de localidad —a diestra y siniestra, arriba y abajo— se sintieron obligados a compartir con aquellas hambrientas espectadoras parte de su comida. Pamplona resultaba ser uno de esos raros lugares en los que no importaba con quién te topases: todo el mundo comía y bebía como supuestamente mandaba Dios.
La segunda parte de la tarde iba discurriendo entretenida. El Fundi y Padilla se cedieron mutuamente los garapullos, viéndose violines, sesgos y cuarteos. El primero, entregado, recibió una oreja; el segundo, que puso todo su brío, la vuelta al ruedo, mientras era honrado con el laurel de la estima de Pamplona. Ya sólo quedaba el sexto de la tarde, el mosquito navarro a quien tantos, comenzando por Clara y siguiendo por Gómez Escorial, esperaban.
El torero, dejando en el armario el de repuesto, lucido en la Fiesta del año anterior, se había puesto un traje de luces color celeste. Sin embargo, al verse teñido de firmamento, cambió de idea, desvistiéndose y colocándose nuevamente el traje que Pamplona merecía: grana y oro, los colores de los valientes. Vestido así, unos momentos antes de la corrida, había acudido a la pequeña capilla de la plaza. De rodillas, apoyado con profunda humildad en el reclinatorio, había contemplado largamente la imagen de San Fermín. Tres veces le había librado de penas de alma y cornadas de cuerpo el Santo moreno. Por tres veces le habían pillado los toros en Pamplona, y en otras tantas había salido andando por su propio pie. Las gentes navarras decían que el Patrono sabía apreciar el valor en estado puro, y que, por eso, le había cogido cariño. En la misma pared, junto a la pequeña talla del Santo, se alineaban fotografías y estampas que otros toreros habían ido añadiendo en sus visitas. Allí estaban La Macarena, La Dolorosa, y también, a la derecha, el rostro doliente del Cristo de Medinacelli, regalo de Francisco Rivera Ordóñez. Ese Ecce Homo encendió nuevamente al diestro. Los ojos entornados del Cristo de los toreros, que narraban juntamente el precio de la sangre y la alegría del triunfo, le habían arrancado en más de una ocasión oraciones encendidas. Ahora parecían confirmar su ánimo.
Puesto en pie tras el placet del cielo, Gómez Escorial había salido muy concentrado. No había obtenido lo soñado de su primero, y por ello aguardaba ansioso a Lentejillo. El animal, ajeno al mundo, rumiaba sus nuevas penas en su cubil: acababan de ponerle su divisa.
Antes de la apertura de los infiernos, ofreció el diestro la última oración al patrón. Miguel Reta estaba quieto, parado en tablas desde hacía un rato. A su lado, siguiendo atentamente el discurrir de la corrida, se encontraba Antonio Miura junto al mayoral de su ganadería. Los tres esperaban absortos la salida del Carriquiri navarro.
De pronto, Gómez Escorial salió corriendo, dirigiéndose a la puerta de chiqueros. Había decidido recibir con una larga cambiada, a porta gayola. Del lado de sombra brotó un murmullo de excitación y miedo. La andanada de sol, más práctica, inició El rey de Pedro Vargas, pero al intuir el lance, retomó el silencio. Mientras México comenzaba a cantar en Pamplona, al torero se le desbordó el corazón, pero lo ató en corto: para recibir así, hacía falta sintonizar corazón y cerebro, y mantener ambos fríos.
Hincadas las rodillas en la arena, con ansias de triunfo, el torero extendió el engaño en el suelo, sujetándolo fuertemente con ambas manos. Era imposible predecir el lado por el que embestiría el toro y la pérdida del capote era frecuente.
Se abrió la puerta. Lentejillo, se lanzó al ruedo con ansias de recorrer el redondel completo, pero allí había un obstáculo. El animal vio de inmediato al torero, vestido de grana y oro, esperando para realizar el lance de capa que tanto prodigaba, pese al miedo. Tendidos y barreras, gradas, palcos y andanadas; todos, unanimidad en sol y sombra, sin que sirva de precedente, se pusieron en pie.
Desde preferencia, no podía apreciarse el rostro del lidiador, pero sí la brava carrera de Lentejillo, luciendo sus ojos de perdiz. Gómez Escorial percibió de inmediato que el animal se fijaba en la izquierda. Nada más ver sus intenciones, soltó la diestra. Sin embargo, aún vaciló unos instantes: había tiempo para tirarse hacia el lado derecho y evitar el encontronazo, pero aquel fugaz pensamiento fue sólo una tentación momentánea. Ahora era un artista castrense, dispuesto a servir a la patria del arte.
Cuando el astado metió la cara para vengarse del capote, Gómez Escorial lo hizo volar por encima de su cabeza, dándole la vuelta en un vistoso molino. Se elevó la capa por el aire, tremolando. Pasó el toro junto al torero sin rozarlo. Sin embargo, Gómez Escorial no se atrevió a repetir el lance en el tercio. Había olido a su oponente. Muy serio, el torero comenzó los primeros quites, calibrando al burel. Soltó enseguida el brazo derecho haciendo que el capote cantase coplas al ritmo de su vaivén. El toro, embelesado por el trapo, obedecía; el público, seducido, se entregaba por completo.
—Se guardaba para Lentejillo —dijeron algunos—. El chaval quiere salir por la puerta grande.
—Veremos, veremos —comentó el entendido melindroso y tiquismiquis.
Nada más ordenarlo la presidencia, salieron caballo y caballista a paso lento, hasta asentarse en su lugar. El peto resultó casi testimonial: a la segunda embestida cayeron caballo y picador. De nuevo la arena se tiñó de sangre. El segundo picador, vengativo, hizo su trabajo con una saña que el animal no merecía. A la tercera puya, la plaza abucheó a la presidencia, que cambió finalmente el tercio, aunque aún había quien pensaba que lo habían dejado un poco suelto.
Las banderillas pasaron, sin pena ni gloria, a manos de subalternos, pero enseguida retomó la batuta el maestro.
Antes de la suerte suprema, brindó el diestro al cielo la faena. Clara se levantó. Esta vez se arrancó el pañuelo rojo del cuello y lo lanzó al ruedo. El torero, al verlo, se acercó a recogerlo, escondiéndolo dentro del chaleco mientras lanzaba un beso a la dama. Las cámaras de televisión enfocaron su rubia melena ondulada y las lágrimas que adornaban sus ojos verde oliva. Lola se retiró hacia atrás; quería dejar a Clara el monopolio de su momento de gloria.
El diestro tomó la muleta con la izquierda, la mano de torear, preparado para conquistar Pamplona. Enfrente el mosquito navarro, mirando sin pestañear, luchando por su vida, dispuesto a completar su aciago día. La mano se movía con largueza y hondura provocando una avalancha de olés. Al natural, surgieron los muletazos cadenciosos, según los cánones, tan perfectos que obligaron al aficionado a dirigirse a la dama:
—Eso, señora mía, eso es arte; lo demás, cuentos.
Como si el torero lo oyera, engolosinado con el triunfo, siguió tirando de la embestida, embarcando templado, vaciando en el punto conveniente. Pero, en su euforia, terminó la tanda mostrando su brazo al toro. No era la primera vez que lo hacía, el mal gesto le había puesto en aprietos en otras corridas, pero Lentejillo no conocía la piedad. En un viaje pronto y sin tiempo para rectificar, el animal trató de infligirle una cornada. Para evitarla, el lidiador rodó por los aires cayendo de mala manera. El burel colorado fue a por él.
El asta color miel le pinchó primero el hombro y luego el lóbulo de la oreja, quedando la punta a escasos centímetros de la sien. Arrojando su aliento pajoso sobre la nariz del madrileño, el animal quiso hacer doblete, pero el director de la lidia estaba al quite.
Sacaron del círculo al herido, al son de lamentaciones y sorpresas. José Pedro Prados, El Fundi, a quien correspondía sustituirle, se preparaba para el asalto final cuando el empresario abandonó su localidad y bajó a pie de arena. Ya estaban allí Reta y Miura cuando llegó, pero sus ruegos sirvieron de poco. El torero madrileño se negaba a abandonar el coso. Se había puesto de pie al llegar al burladero; y mirando los daños, concluyó que no eran muchos. Le sangraba el hombro, pero no demasiado. Además lo movía sin dificultad: una nueva cornada que llevar con orgullo. Era un nuevo paso adelante, no un fracaso, sin embargo a él le sabía amargo; y riñendo con sus subalternos, consiguió que le entregasen nuevamente trapo y estoque.
—José Pedro, lo acabo yo —oyó Padilla.
—¿Estás seguro?
—Sí, no te preocupes. Tengo el capotillo de San Fermín encima.
—No hay que abusar de las bondades del Cielo…
—Lo sé, pero puedo con él. He de quitarme este amargor de los labios.
Gómez Escorial llevó al toro hacia el centro, para que sol y sombra disfrutasen sin diferencias. Respiró hondo, y en casi una mueca, sonrió. Luego, en un desvarío, arrojó la muleta al suelo, y enfrentándose con aquellos ojos de perdiz, se lanzó a matar a las bravas, volcándose sobre aquel burel colorado, tan bravo que nadie hubiera apostado si alguno de los dos saldría con bien de aquel impresionante encuentro. Por suerte, San Fermín protegía. Con el corazón en la boca, en un alarde de torería, el matador emprendió viaje a cuerpo limpio con la espada. El toro, que estaba descuadrado, no humilló tras la estocada, defectuosa, y Lentejillo necesitó molinillo y descabello. Sin embargo, la plaza de sombra se llenó de pañuelos blancos, la de sol de banderas multicolores: ambas pedían lo mismo. Tras hacerse de rogar, la presidencia concedió la oreja.
Clara, llorando, aplaudía sin medida, chillando lindezas al torero. Lola y Jaime la miraron extrañados: parecía que Alejandro no hubiera muerto a manos de aquel mosquito navarro.
La cuadrilla se llevó al animal a rastras, marcando la arena, acompañado por el reconocimiento de los su tierra: palmas y orgullo. Miguel Reta permaneció silencioso, embargado por una sensación desconocida. Antonio Miura se pasó las manos por la cabeza. Otra corrida sin bajas. Para dar gracias a Dios. Padilla y El Fundi saludaron a los tendidos, llevando a su compañero, aupado por la cintura, en dirección a la enfermería.
—¿Qué, está usted contento? ¡Vaya toros, vaya toreros! —dijo la señora.
—Descontento no estoy —confesó el aficionado. Pese a su carácter hosco, iba sonriendo.
El empresario dejó el burladero y se fue a la enfermería para que atendieran cuanto antes al maestro. Por merced del mismo Cielo, aquella herida en sedal, que sangraba poco, no acabaría como la de la mañana.
Las cámaras de televisión retransmitieron la imagen de la hazaña a todo el mundo. Alejandro no pudo ver muerto al asesino ni triunfante al verdugo. Su cadáver seguía en el Instituto Anatómico Forense, en una caja metálica y fría, cubierto por un sudario.
Sin prisas, la gente fue abandonando el coso. Clara, delante, y el inspector Ruiz fueron al encuentro de los toreros. Ni Jaime ni Lola les siguieron. Había sido un día aciago, repleto de temores extraños. Ambos enfilaron directamente hacia su amarra en La Perla.
—Tengo la sensación de que va a pasar algo —dijo Lola a su marido.
—¿Algo más? —contestó éste.
—Sí. Creo que esto no es más que el comienzo de algo terrible.
—¡Tonterías! ¡Sólo estás impresionada por la cogida! Ese animal colorado era el mismo diablo, pero ya está muerto.
—Yo no estoy segura de que todos los demonios se hayan ido.
Como Lola, el inspector Juan Iturri estaba nervioso. Aprovechando que el policía de la capital se había ido a los toros, se hallaba reunido con los miembros de su brigada, a los que se había sumado, motu proprio, el agente Galbis. Siguiendo el procedimiento, decidieron rastrear las pistas hábiles, e ir en busca de los vendedores de cocaína aunque, estaban seguros, eran legión. La cocaína era una droga muy demandada en las fiestas. El seguimiento les obligaría a trasnochar y a mezclarse con los indeseables. La mujer de Galbis llevaba fatal que su recién estrenado marido anduviese frecuentando bares after-hours. Él no le diría dónde iba, cuando llevasen más tiempo casados, ella tendría que aprender a soportar el peso de la verdad.