En nombre de la Justicia

Yo fui a España a ver lidias de toros y a tratar de escribir acerca de ello para mí mismo.

Yo pensé que sería simple, bárbaro y cruel y que podría no gustarme, pero que vería alguna acción definitiva que me llevaría a sentir la vida y la muerte en las que yo estaba trabajando.

Encontré esa acción definitiva, pero la lidia de los toros estaba muy lejos de ser simple y me gustó tanto que me fue complicado emplearlo para escribir…

Fui incapaz de escribir algo sobre ello durante cinco años. Ahora me alegro de haber esperado.

Ernest Hemingway, Muerte en la tarde, Cap. I

La hilera que encabezaba el agente Galbis abandonó la luminosa cafetería del pabellón D y se dirigió a la morgue. Los jardines que habían de cruzar estaban sembrados de cientos de larvas humanas, embutidas en sacos de dormir, mantas o periódicos, disfrutando del ansiado letargo.

Que los forasteros de pocos recursos hibernan durante el día en sus vainas de amianto colgados de cualquier parte es suficientemente conocido. Sin embargo, impresiona verlos allí tirados, como caracoles al sol, durmiendo deprisa, porque enseguida volverá a estallar la Fiesta y no quieren perdérsela. Clara hizo un comentario despectivo, pero nadie secundó sus palabras.

Aunque la parranda había bajado su intensidad, sones festivos continuaban preñando la ciudad ya que, tras explotar, la Fiesta no podía detenerse hasta que muriera. Por doquier se sentían alborozo y regocijo, aunque cambiados. Había llegado el momento de las gentes sencillas, las verdaderas, las que no necesitan gran cosa para disfrutar de la Fiesta. Que descansado es estar en familia sin quebranto del alma, y agradecido el cuerpo, que ha sido bien tratado en la taberna, al ritmo de chistorrica frita, pimientos del piquillo y vino español.

Galbis hizo notar al resto del grupo cómo se cocinaba a lo lejos un teatrillo infantil. Vestidos con toda la magnificencia que permitía su corto presupuesto, tres artistas espontáneos azuzaban el olfato de los más pequeños, que olisqueaban complacidos hazañas de magos y princesas. Aunque los locos bajitos no entiendan de esplendores o de contratos, sus mentes blancas aprecian como pocas el portentoso talento encerrado en quien consigue hacerles sonreír.

Al aproximarse a la puerta del Instituto Forense, el agente de policía se detuvo. Desde aquella posición, vieron a un hombre que fumaba en una cachimba de amplia cazoleta y negruzco color.

—Es el inspector Iturri —informó Galbis lleno de admiración—. Esperemos que termine.

En efecto, el inspector de policía que iba a encargarse del caso se les había anticipado y se hallaba en la puerta de la morgue enzarzado en una enjundiosa conversación con el médico forense, ya ataviado con su traje de pamplónica.

Junto al agente Galbis, los tres afectados esperaron que aquella larga charla concluyese. El intervalo permitió a las dos mujeres juzgar al encargado de la investigación preliminar.

Juan Iturri era un hombre de apariencia y complexión ordinarias, más menudo que grande. «Nada provechoso», dijo Clara a Lola nada más verle. Ésta pensó también en el gris, luego observó detenidamente al inspector y cambió de opinión.

Por su porte y agilidad, se diría que no había superado el listón de los cuarenta, sin embargo, el amplio bigote canoso, que prácticamente ocultaba su labio superior, le hacía parecer mayor. Sus gafas de pasta ocultaban una mirada viva, cargada de fuerza. Se desprendía de ellas a menudo y, cuando lo hacía, se frotaba mucho los ojos y el tabique nasal. Lola se dio cuenta de que en una ocasión permaneció varios minutos con ellas en la mano. «Son postizas», concluyó tras varias observaciones. Como era incapaz de ocultar su descubrimiento, en voz queda hizo partícipe del mismo a Jaime.

—Silicona pura —respondió éste, creyendo que su esposa hacía referencia a los pechos de Clara, liberados de la prisión del primer botón.

—Me refiero a los lentes del policía —protestó Lola molesta.

—¿Para qué querría alguien llevar gafas postizas?

—Para ocultar su mirada, naturalmente

—Parece un hombre capaz —comentó Lola en voz alta, cuando Clara se sumó a la conversación.

—¿Capaz? ¿Te has fijado en sus zapatos? ¡Parecen de poliéster! Y si esto fuera poco delito, ¡son de suela de goma! Ese pobre diablo no gana ni para calzado decente. Y para remate, sus lentes. ¿Has visto qué gafas? ¡Parecen robadas de un cargamento de auxilio a Sri Lanka o a alguno de esos países de Asia! ¿Está en Asia, verdad? En fin, ¡qué más da! Lo importante es que carecen de estilo y son horriblemente horteras.

Lola miró los zapatos del policía. Ciertamente no eran unos Sebago ni estaban confeccionados a medida por un maestro italiano, pero estaban impecablemente limpios y parecían cómodos. No desentonaban en absoluto con la persona y su función. Tras su comprobación, estalló en protestas:

—¡Qué manía tienes! ¡No se puede juzgar a las personas por su apariencia! ¿Qué tendrá que ver la elegancia con la profesionalidad?

—¡Todo! —replicó Clara—. ¿Cómo voy a fiarme de alguien vestido así?

—Pues a mí me parece que trasmite confianza —intervino Jaime.

—Perdona, chico, pero tú no puedes juzgar. ¡Eres un despistado crónico! Observa cómo le sudan las manos: eso es muy mala señal. ¡Seguro que come hamburguesas llenas de mayonesa y aceite de girasol! Me he fijado en sus dedos: son gorditos y pequeños como dátiles. ¿Crees que alguien así puede averiguar algo?

—¡Por favor! ¡Estamos a treinta grados! ¡Es normal que sude! ¡Yo también lo hago!

Súbitamente, una bandada de anoréxicos adolescentes, pelilargos y fusilados con trozos de metal, desfilaron delante de ellos. Sus ojos mostraban lo que parecía tristeza infinita, aunque sólo fueran los efectos de una cogorza barata y cabezona. En su particular lucha con el mundo, miraron despreciativamente el uniforme de Galbis, concluyendo su observación con un gesto ofensivo. Galbis no se inmutó. Pocos segundos después, a escasos metros de allí, estallaron unos berridos estridentes, ritmos que trataban de imitar al rock duro, pero que se quedaban en un mísero aullido.

Clara volvió a mencionar las gafas. Lola y Jaime insistieron en que no juzgara por las apariencias. Sin embargo, no se dejó convencer. Sin más preámbulos, tomó su móvil y localizó el teléfono que buscaba.

—Aquí está —exclamó satisfecha—. Miguelón Ruiz.

Instintivamente, Clara acomodó de nuevo su ropa. El orden que impuso no coincidiría probablemente con el que cualquier otra mujer hubiera considerado armónico o elegante. Sin embargo, resultaba evidente que Clara no era elemento representativo de una muestra común. Tan solo el pañuelo rojo típico de la Fiesta disimulaba algo aquella exagerada exhibición. Tras la ropa, le tocó turno al resto: se atusó la melena, estiró sus pantalones pitillo y conformó una vez más el fajín colorado a su grácil cintura de avispa. Finalmente, extendió el brazo, colocándolo a la altura de su rostro, y apretó el botón verde de su móvil. Contestaron de inmediato.

—Miguelón, ¡qué alegría me da verte y hablar contigo! —Su voz, hace un momento serena y fuerte sonó ahora débil y melosa. Clara conocía a la perfección el arte de la seducción: una ciencia de artificios y tretas, de mutaciones y transmutaciones, de recursos ocultos, cuando no esotéricos—. No, no estoy disfrazada, es que estoy en Pamplona —respondió—. Sí, en los sanfermines… Claro, una suerte… O lo fue hasta hace un rato… Alejandro…

Por primera vez, Clara lloró y se lamentó con gemidos lastimeros. Luego se repuso y contó a su interlocutor los hechos, adornándolos a su antojo. Finalmente relató las conclusiones provisionales de la autopsia, insistiendo en el hallazgo de la cocaína y en la extraña personalidad del inspector asignado. Si bien no olvidó rememorar la provincialidad de la Navarra profunda, no hizo mención alguna a los zapatos del inspector.

Cuando culminó su relato, bajó la voz y añadió:

—Miguelón, querido, dudo que aquí hayan visto un muerto español desde después de la guerra de… Ya sabes, la última guerra. Seguro que, en fin… Sé con certeza que carecen de experiencia… Llevaré el móvil encendido… De acuerdo. Miguelón —nuevamente brotaron las lágrimas—… No, nada, sólo iba a darte las gracias por escucharme, eres un gran amigo… Bueno, sí, por supuesto, mucho más que un amigo. Sí, espero tu llamada. Un besito, adiós.

En cuanto Clara cerró la tapa de su móvil con cámara, cambió su voz y casi hasta su personalidad.

—¿Crees que esas lágrimas eran de verdad o se trataban de sonidos de insecto en celo? —preguntó Lola a su marido—. Hubiera sido una gran actriz, ¿no crees?

—Estaba pensando en la suerte que tuvo mi amigo Jorge no casándose con ella. ¡Todo en Clara circunda la falacia, puro plástico!

—No seas tan duro —exclamó Lola, feliz con el comentario de su marido—. Sólo es una niña rica algo amargada.

Clara no compartió con ellos los términos de su conversación telefónica. Lola y Jaime, por su parte, se abstuvieron de preguntar. Sin embargo, cuando a los escasos cinco minutos una música de agua surgió de su bolso blanco y rojo, firmado por Carolina Herrera, todo aquello se aclaró. Tras comprobar el nombre de quien telefoneaba, la mujer inició nuevamente el proceso de transfiguración escénica y contestó. Cuando concluyó esta segunda conversación, no podía disimular su cara de triunfo.

—En tres o cuatro horas tendremos aquí a Miguelón Ruiz, un buen amigo mío, inspector jefe de la Policía de la Capital. Me lo presentó hace poco un catedrático amigo de papá. Hace años que trabaja de enlace entre el cuerpo al que pertenece y no sé qué ministerio. Lo importante es que ha llevado innumerables casos de asesinato. Él resolverá con bien esta situación.

—¿Asesinato? —preguntó Lola sorprendida, al tiempo que su veta jurídica y docente despertaban de su letargo—. Verás, Clara, creo que no comprendes bien los hechos. En toda muerte violenta es preceptivo realizar una autopsia. En este caso concreto, resulta evidente que la culpa de que tu hermano no esté aquí con nosotros la tiene un toro. La autopsia no indica que muriera asesinado.

—Sí, pero han encontrado cocaína…

—Clara, querida —intervino Jaime—, todos estábamos al tanto de la triste costumbre de Alejandro…

—¡No digas sandeces! Eso no es más que un rumor sembrado por las maledicencias de quienes le tenían envidia. Claro que, de vez en cuando, en alguna ocasión especial, tomaba una o dos rayas, pero de eso a la adicción hay un trecho. Además, estamos en sanfermines. En esta Fiesta, quien más quien menos toma alguna cosa; un poco de cocaína, unas pastillas… Yo, sin ir más lejos, ayer con el gitano canadiense…

—¡Clara! —protestó Jaime, que para algo era navarro—. ¡Todo el mundo no! No es bueno generalizar en estas cosas. Es posible que en sanfermines corra más licor que de costumbre y que se coma bastante más de la cuenta, pero las drogas son palabras mayores.

—En todo caso, me estás dando la razón —insistió Lola tozuda—. Si por el motivo que fuera Alejandro tomó un par de rayas de coca, el tóxico correspondiente estará en su orina. Así pues, no debes pensar siquiera en la posibilidad de un asesinato, un homicidio o cualquier hecho similar.

—Sea lo que sea, Miguelón lo aclarará.

—No creo que la policía de Pamplona lo permita. Son jurisdicciones distintas.

—¡Ya lo ha permitido! Va a venir aquí enviado por la central, así que los policías de Pamplona tendrán que callarse, obedecer y aprender.

Volvió el silencio. La llegada de la brisa suavizó el calor sofocante de la mañana, pero no anunció cambio alguno en las expectativas del día. Un ligero carraspeo precedió al inspector, que venía de terminar su conversación con el forense. Clara no mencionó en ningún momento a Miguelón Ruiz.

—Señores, antes de nada, permítanme expresarles mi más sentido pésame. Comprendo que todavía estarán ustedes confusos y que tardarán en encajar el golpe, pero me veo en la obligación de importunarles. Intentaré por todos los medios ser breve. Si trabajamos con presteza, podrán ustedes vivir el duelo y enterrar a su hermano y amigo enseguida —y sin dar ocasión para la réplica, continuó—: Puesto que el juzgado está totalmente colapsado, creo que será mejor que cumplimentemos estas breves diligencias aquí mismo. El forense ha sido tan amable de prestarnos su despacho. Si les parece, vamos entrando. Allí les iré formulando algunas preguntas a cada uno de ustedes, cuestión de mero trámite, comenzando por el pariente más cercano.

Cuando Clara se vio llamada en primer lugar, juzgó equivocadamente los hechos. Habituada a mirar el mundo desde su perspectiva, adoptó aquel tono lastimero que tan buenos resultados daba en sus conquistas. Sin embargo, en su ignorancia de la gente corriente, tildó al inspector de lo que no era.

—Reitero mis condolencias, señorita —dijo el policía, una vez solos en el despacho del forense. Antes de sentarse, Clara se había paseado por la amplia habitación. Bajo la curiosa mirada del inspector, había observado atentamente las desagradables fotografías que colgaban despreocupadamente de un tablón de corcho, aunque se había abstenido de hacer comentario alguno o de mostrar físicamente su repulsión. El policía observaba a la mujer como el cazador el bosque, como el paciente pescador la faz del mar en calma, sabiendo que, fuera del alcance de su vista, se hallaba la pieza soñada.

—Inspector… Perdone, no recuerdo con exactitud su apellido.

—Inspector Iturri —contestó éste sin apartar sus ojos del papel que leía—. Juan Iturri.

—Gracias, Juan. ¿Puedo llamarle Juan?

—Con inspector será suficiente —replicó algo cortante.

En aquel preciso instante, Clara cambió de actitud y volvió a pensar en los zapatos de suela de goma.

—Bien, inspector —dijo arrastrando mucho las sílabas y sacando un cigarrillo del bolso—. ¿Qué desea saber?

La llama de su mechero de oro fascinó al hombre que, pese al cartel, renunció solidariamente a prohibir a la dama placer tan liviano. Ella tiró la ceniza en el bote de los lápices.

—Sólo voy a molestarla un segundo. Quisiera que me narrara lo que usted y su hermano hicieron la noche pasada, en la medida en que lo recuerde.

—¡Ah, no hicimos nada especial! Cenamos en una tasca, Alejandro y yo, Jaime y Lola, y unos amigos suyos: un juez muy simpático y su esposa. Del nombre del sitio, si es que tenía, no me acuerdo. Luego nos sentamos en la hierba cercana, junto a las murallas, para contemplar los fuegos artificiales: estuvieron bien. A continuación, fuimos a las ferias (lo que aquí llaman barracas), tomamos algo en algún sitio, y luego nos separamos. Jaime, Lola y sus amigos se marcharon a eso de la una y media. Alejandro y yo seguimos solos. Pasadas las tres, algún amigo suyo que estaba en Pamplona le llamó al móvil y se marchó. Yo conocí a un simpático caballero, que dijo ser canadiense, con el que fui a un baile en una plaza. Del nombre, ni idea. Tras el galanteo, lo normal —concluyó.

—Disculpe, ¿qué es lo normal?

—Pero, hombre, ¿es que los policías como usted no tienen nada entre las piernas?

El inspector Iturri se quedó cortado ante aquella respuesta, pero externamente no se inmutó.

—Hábleme de ese amigo suyo canadiense, por favor. ¿Puede ofrecernos algún dato que permita localizarle?

—Yo nunca he dicho que tuviese esa nacionalidad. Sólo he dicho que él dijo ser canadiense, pero yo no lo creo: trabajaba como un latino de pura cepa. Créame, de eso entiendo: para el sexo, lo mejor, latinos… ¿Cómo podríamos localizarle? ¡Qué quiere que le diga!: no creo que sea fácil. Pero si en lo que está pensando es en una rueda de reconocimiento, me temo que tendrá que ser de dos rombos —rió con tonto carcajeo.

—Creo, señorita, que su hermano fumaba —cortó el inspector, cambiando radicalmente el tercio.

—Sí, en exceso, creo. Tabaco rubio.

—¿Solía llevar encima un paquete?

—¡Por supuesto! Cuando uno es fumador, se pone nervioso al no tener nicotina a mano. Además, sólo encendía sus pitillos con su Dupont de oro. Decía que así le sabían mejor.

—Sin embargo, no hemos encontrado en sus bolsillos tabaco o mechero… ¿Sabe si consumía alguna sustancia más? ¿Cocaína, por ejemplo?

—Muy de vez en cuando… Alguna raya, en ocasiones especiales. Nada serio.

—¿Otras drogas? ¿Heroína, pastillas…?

—No lo creo, pero no puedo afirmarlo ni negarlo. ¿Quién conoce a nadie hoy en día?

—Me acaba de decir que tenía teléfono móvil.

—¿Móvil? ¡Pues claro! ¡Tenía cientos! Poseía los últimos modelos antes de que estuvieran en el mercado. Él los llamaba primeras ediciones.

—¿Solía llevarlo?

—Naturalmente que llevaba encima su teléfono. ¿Para qué sirve un móvil si lo dejas en casa? No se separaba del móvil.

—Pues en este caso no es así. Su hermano no llevaba teléfono. Quizás se le cayera durante la cogida; tal vez lo dejara en el hotel.

—Si no lo han encontrado, es porque se lo habrán robado o lo habrá perdido durante el encierro. Estoy segura de que llevaría el aparato para poder contar en directo que estaba corriendo los toros.

—Tiene usted razón, es lógico que así fuera. De todos modos, lo investigaremos. Perdone, señorita Mocciaro… Otra pregunta: dice que le llamó alguien al móvil, ¿tenía su hermano amigos aquí? Conocidos que vivieran en Pamplona o alguien que hubiera venido a la ciudad por la Fiesta…

—No que yo sepa.

—Es decir, que sólo acudieron a Pamplona por el asunto del testamento.

—En efecto, así es.

—Y dígame: ¿no le resultó extraño que su padre les citara aquí en días como éstos para leer su testamento?

—Ahora que lo menciona, le confieso que sí. Aunque teniendo en cuenta que mi padre adoraba esta ciudad, que vivió aquí casi diez años y le fascinaban los sanfermines, la extrañeza no fue muy pronunciada.

—Sí, claro, es natural. Leí en la prensa que la sociedad Napardi le ha conferido una distinción recientemente.

—Así es. Creo que Pamplona quería a mi padre como él la quería a ella.

—Seguro que sí… Señorita Mocciaro, ¿tenía enemigos su hermano, alguien que quisiera hacerle daño, alguien que le hubiera amenazado? Un estudiante ofendido, alguna novia despechada, algún negocio fracasado…

—Resulta difícil contestar esa pregunta. ¿Quién no tiene hoy en día enemigos? Alejandro era algo especial en lo que a amistades se refiere… Sin embargo, no me consta ninguna hostilidad particular.

—¿A qué se refiere con amistades especiales?

—Gentes que no eran de nuestra alcurnia, tampoco de la universidad. Él frecuentaba otros ambientes más… psicodélicos, fuera de lo común. Mujeres de alegre vida, a las que defendía como abogado; artistas bohemios… En fin, personas de esa guisa.

—¿Prostitutas, quizás?

—Sí, prostitutas. No me parecía necesario emplear ese lenguaje, aunque si usted lo prefiere lo haré: prostitutas, chulos, maricas y almas de esta alcurnia se contaban entre sus amistades. Pero eso no indica nada…

—No, por supuesto. Una última cuestión, luego la dejaré en paz. Su hermano llevaba un tatuaje en la ingle: una pequeña flor de lis. Según dice el forense, realizada recientemente. Quizás aquí mismo. ¿Lo sabía usted?

—Hasta hace unas horas, no. Pero me han hecho entrar para reconocer el cadáver. Estaba desnudo y lo he visto.

—El cadáver no presentaba ningún otro tatuaje, marcas o piercing. ¿Sabe por qué se haría éste a su edad?

—Supongo que lo haría por lo del título… ¿Sabe? ¡Me acabo de dar cuenta de que ahora soy marquesa, marquesa di Gorla…!

—Disculpe, va demasiado deprisa para mi lento entendimiento. ¿Qué tiene que ver el marquesado al que hace referencia y el tatuaje?

—Mucho: ese motivo es central en nuestro escudo de armas. Un trío de flores de lis en la parte superior, un cuervo en la inferior, y en el medio, un acero blanco.

—Curiosa mezcla.

—Sí, lo es. La flor de lis es símbolo de perfección, de pureza, de luz. El cuervo es un animal carroñero y de mal augurio. Ésa es, en suma, la historia de mi familia.

—De manera que, en su opinión, su hermano se acababa de tatuar una flor de lis en la entrepierna por ser el escudo de la familia.

—Es sólo una suposición, pero sí, eso es lo que creo. Desde que mi padre falleció en el mes de mayo y el título pasó a su posesión, no perdía ocasión de hacérselo ver a todo el mundo. Es más, mandó grabar unas tarjetas con tres flores de lis como emblema, se hizo unos gemelos con el mismo motivo, encargó una vajilla con un cuervo negro de perfil como motivo central… En fin, creo que el tatuaje responde a esa misma finalidad.

—Interesante… Señala el forense que bajo el tatuaje había restos de otro anterior. El motivo podría ser una serpiente…

—Sí, es muy probable.

—¿Tenía usted conocimiento de ello?

—No, en absoluto. La primera vez que le he visto desnudo ha sido hace un momento, muerto. Pero su amigo Rodrigo Robles llevaba una serpiente en el mismo lugar…

—Perdone, ¿por qué cree que el tatuaje del hombre que ha mencionado se halla relacionado con el de su hermano?

—Rodrigo me contó que, cuando acabaron la carrera de derecho, todos los amigos del club se hicieron el mismo tatuaje. Alejandro era uno de ellos, de ahí mi conjetura.

—Entiendo, es lógico. Pudo borrar aquél para cambiarlo por una flor de lis… Disculpe, ese tal Rodrigo Robles será un gran amigo suyo, si conoce ese tatuaje…

—Lo es… Lo era. Hace tiempo que no nos vemos.

—¿Un cambio de ciudad, una discusión tal vez?

—No. Estaba casado cuando me acosté con él. A su esposa no le pareció demasiado bien…

—Me lo imagino.

—Una última cuestión, señorita Mocciaro. Entiendo que, siendo su hermano soltero, usted será su heredera.

—Suponiendo que haya tenido esa deferencia, aunque con Alejandro nunca se sabe… Puede que ni siquiera hubiera hecho testamento.

—Lo averiguaremos de inmediato… ¿Y esas dos personas que esperan fuera?

—¡Inspector! ¡Dijo que era su última pregunta! Estoy cansada. ¡Necesito dormir un rato!

—Sí, perdóneme. Esta vez es de verdad la última pregunta.

—De acuerdo. Lola MacHor era discípula de mi padre, lo mismo que mi hermano Alejandro. Papá le tenía un gran aprecio; creo que la quería casi más que a mí. Supongo que por eso habrá dejado en su testamento alguna disposición. Aunque la cátedra por la que competían se la otorgó a Alejandro y no a su amiga Lola.

—¿Amiga?

—Amiga, pero no como usted piensa. Ella, sus hijos, Jaime…

—Jaime Garache…

—Sí, pero él es muy distinto a su mujer. Es un gran médico, una gran persona y un caballero.

—Veo que le aprecia.

—Mucho, sí —respondió Clara con la mirada encendida.

—Muchas gracias por su tiempo, señorita Mocciaro. Estaremos en contacto. Retendremos las pertenencias de su hermano un poco más. Se las devolveremos en cuanto nos sea posible.

—Le han asesinado, ¿verdad?

—¿Asesinato? ¡Es muy pronto para inferir esa hipótesis! Si las pruebas no indican otra cosa, su hermano murió a causa de las reiteradas cornadas de un toro bravo. Si lo que pregunta es por la cocaína encontrada, es indicio de que consumió esa sustancia, no de que alguien le haya matado.

—¿Pero ha visto las imágenes? Yo sí, en la televisión de un café, y me reafirmo: ¡Su cogida es muy extraña!

—No se inquiete: si hay algo oculto, lo descubriré.

—¿Está usted seguro? —Clara se levantó, dio media vuelta y dejó al inspector con la boca abierta.

A la hora del Ángelus, los interrogatorios habían concluido y las diligencias previas también. Clara, Lola y Jaime volvieron andando al hotel.

El director de La Perla les esperaba. Se apresuró a dar el pésame a Clara y a informarles de que había reservado para ellos una mesa discreta en un restaurante de la zona, cosa harto difícil. La policía, tras registrarla, había precintado la habitación del finado. Ellos podían ir a sus respectivos aposentos sin problema alguno.

—Aseaos un poco e id a comer algo —aconsejó—. Se piensa poco y mal con el estómago vacío. Estos sucesos son harto difíciles, experiencia tengo en ello.

—¿Se te ha muerto alguien recientemente? —preguntó Jaime, interesándose por la vida de su amigo de la infancia.

—¿A mí? No, directamente no. Pero hay gente que tiene la manía de suicidarse fuera de casa; en un hotel, por ejemplo… Y cuando lo hacen en la bañera… En fin, id a comer algo.

—Rafael, por favor —pidió Clara con cansancio. Esta vez parecía sincera—, si viniera un hombre preguntando por mí, que dice llamarse inspector Ruiz, ¿serías tan amable de indicarle dónde nos encontramos?

—¡Por supuesto! Id tranquilos.

Los tres comieron en silencio. Lo hicieron con hambre, sazonada con una cierta culpabilidad por dejarse llevar por necesidad tan perentoria en aquellas circunstancias. Dieron buena cuenta de unos platos caseros que dejaron a la elección del camarero. Todos tomaron café. Clara pidió también un pacharán con mucho hielo. Antes de que se lo trajeran, se le acercó un hombre de amplia sonrisa que pareció deshacerse al verla.

—¡Miguelón! ¡Cuánto te agradezco que hayas venido! —dijo Clara con amartelada voz.

Ésta y el recién llegado se fundieron en un abrazo que duró una eternidad. Lola observó con estupor cómo las largas y delicadas uñas de Clara, pintadas en rojo sangre, se colocaban por debajo del cinturón. Si él notó el gesto, no hizo nada por impedirlo. Finalmente, el lazo humano se soltó, y Lola y Jaime pudieron observar al recién llegado. Era un hombre bajito, ancho y musculoso, ese tipo de personas que aman las pesas tanto como el espejo. Era medio calvo, pero trataba de disimularlo con una raya muy baja y una guedeja que pasaba de lado a lado. Llevaba ropa cara que no conseguía enmascarar lo que era: un hombre corriente crecido por las circunstancias. Tanto Lola como Jaime, por separado, juzgaron que aquél no era el tipo de Clara, que adoraba a los hombres extremos: reyes o gitanos.

—Ven, Miguelón, te voy a presentar: éstos son Jaime —ella siempre empezaba por los hombres—, un eminente médico y amigo de toda la vida, y su mujer, Lola.

»Jaime, Lola, os presento a Miguel Ruiz, inspector jefe de policía, y mano derecha del ministro de… Bueno, de un ministro.

—Encantado. —El inspector tenía una voz fina y aflautada, casi de eunuco, que no se ajustaba bien con los enormes músculos de su cuello y de sus brazos, y mucho menos con la señorita Mocciaro.

Se sentaron de nuevo y, mientras Clara ponía en antecedentes a su amigo, tomaron otro café. El inspector Ruiz pidió un descafeinado de sobre. Jaime miró a su esposa de reojo, ella le devolvió el gesto: Clara afirmaba que un café descafeinado —especialmente el de sobre— era como un amante a distancia: algo completamente inútil.

Los resultados de la autopsia fueron traducidos por Jaime, ya que Clara no había retenido más que la palabra cocaína. Durante toda la conversación, ella insistió una y otra vez en calificar al inspector Iturri de ignorante e incompetente y en tildar el suceso de asesinato.

Lola volvió a la carga.

—Inspector, le hemos explicado a Clara que, a pesar haber encontrado cocaína en su organismo, no se puede afirmar que sea un asesinato. Quizás usted pueda…

—Clara, querida, he venido de inmediato. He tenido que viajar en la cabina del avión porque el vuelo estaba repleto, pero estoy aquí. No te preocupes: he tomado las riendas de la investigación. Antes de venir a verte, me he pasado por los juzgados. He informado al juez de que la central me envía para que me haga cargo del caso, ya que este asunto, evidentemente, les queda un poco grande a las autoridades provinciales… Creo que conoces al juez Uranga: cenó con vosotros ayer.

—Sí, en efecto. El juez es muy amigo de Jaime, ¿verdad?

—Lo es, y también de Lola.

—Por eso ha pedido ser eximido. Esta tarde sabremos quién le sustituye. Hablaré con él y le informaré de mi nuevo rol en las investigaciones.

—No creo que sea posible —afirmó Lola, pensando en voz alta—, hay una relación directa entre usted y Clara, lo que legalmente imposibilita…

—No sabe usted lo que dice, señora —cortó el inspector.

—Igual sí —intervino Clara—, es abogada. Era compañera de Alejandro, aunque, claro, él llegó a catedrático y ella no…

Jaime estuvo al quite.

—Creo que nosotros —dijo agarrando a su esposa del brazo y haciéndola levantar de la silla— debemos retirarnos a descansar. Ha sido un día muy agitado. Podemos vernos después, a la hora de la cena, salvo que el inspector Ruiz diga algo en contra o que tú, Clara, nos necesites.

—¿Pero es que os habéis olvidado de la corrida? ¡No podemos faltar! —chilló Clara.

—Mujer, en estas circunstancias… —Lola asintió; el inspector Ruiz también.

—¡No, no y no! ¡Tenemos que ir! Son las entradas de preferencia de papá. Estoy segura de que Alejandro querría que lo hiciéramos.

—Pero, Clara… —trató de argumentar el inspector—, no sería prudente…

—¡Miguel, no me quites la razón! —protestó. Luego dulcificó su faz y dijo con suave voz—: ¡Es que no te das cuenta, querido, que deseo ver cómo le hincan hasta el tuétano una espada a ese asqueroso toro que ha tenido la osadía de matar a mi hermano! ¡Tú eres el que debiera interrumpir esas aburridas citas y venirte con nosotros! Naturalmente, la localidad de Alejandro no tiene ocupante. —Corrían las lágrimas por su mejilla.

—Bueno, si es por eso, vete. ¡Te vendrá bien descargar la tensión! —concedió el inspector—. Yo intentaré acabar pronto. ¿A qué hora es la corrida?

—Creo que a las seis y media —contestó Clara retocándose los labios. Ya no lloraba.

—Nosotros no iremos —sentenció Lola.

Clara se levantó, y en un ataque de ira, le espetó:

—¡Hipócrita, eres una arpía! ¡Te mueres por ir, pero quieres hacerte la virtuosa! ¡Tú y tus misas de encargo! ¡Siempre me has tenido envidia! ¡Pero te aseguro que tu marido está contigo sólo por compasión, porque a quien desea…!

—Clara, cállate —Jaime pronunció únicamente esas dos palabras, pero fueron suficientes. Su tono cortaba como una espada. Su rostro era de piedra. Sin decir nada más, cogió del brazo a su esposa y se fueron, dejando a Clara llorando en brazos del inspector.

Sin embargo, ella no tardó en seguirles. Se hallaban en los pórticos de la plaza del Castillo, a quinientos metros del hotel, cuando les alcanzó.

—Jaime, cariño, lo siento, es que estoy muy nerviosa. Perdóname. No quería decir eso. ¡Lola, disculpa, me he dejado llevar! Y, por favor, ¡no me dejéis sola! ¡No podría soportarlo! ¡Recordad: la corrida empieza a las seis y media! —y se alejó corriendo, saludando con la mano, al encuentro de su inspector madrileño.

Lola no dijo nada. Jaime tampoco. Al llegar al hotel cada uno se fue a su habitación. El director de La Perla les vio llegar, pero al ver sus caras, volvió a meterse en su despacho.

Nunca había habido ningún affaire entre Clara y Jaime, aunque sí algún asalto. Lola no lo sabía, pero en una ocasión Clara lo había intentado con su habitual descaro. Ella estaba en un congreso en Alemania y Jaime se había quedado hasta tarde en su laboratorio. Clara acudió allí, dejando bien patentes sus intenciones. Jaime, quizás halagado, reaccionó con la suavidad de un padre que castiga a una hija rebelde. Fue muy claro —ella era una joven muy atractiva, encantadora, interesante, pero para él la única mujer que existía era Lola—. No obstante, en ningún momento el hombre se manifestó ofendido porque ella se quitara el jersey de angora que llevaba puesto, dejando al aire su sostén de seda rosa, ni cuando los largos brazos de ella rodearon su cuello. Simplemente, zafándose del abrazo, le dijo que aquello era una tontería, una chiquillada. Quizás por ello, Clara siempre pensó que dejaba la puerta entreabierta. Se acercó a él y, besándole la mejilla, le dijo: «¿Sabes que eres el único hombre que me ha rechazado? Pero esto no es más que la primera tienta».

Jaime veía aquellos lances a su manera, como un hombre. Le había dicho que no y todo acabado. Lo que le costaba tragar era cómo tomaba Lola aquella situación. Odiaba que su esposa descendiera a la arena para luchar contra un enemigo inexistente. Sus celos le sacaban de sus casillas. ¿Es que no confiaba en él? ¿Creía que le era fiel porque no había tenido ocasiones de no serlo? ¿No se daba cuenta de que la quería?

Tirada en la cama de la habitación, Lola lloraba a moco tendido. Era de lágrima fácil, pero en este caso creía tener motivo. Deseaba matar a Clara, pero por encima de todo deseaba conocer la verdad de aquellas insinuaciones, porque, si eran ciertas, a quien planeaba dar muerte era a su marido. «¡Es un invento de Clara!», se dijo, «otra de sus interpretaciones. Siempre ha sido así… Jaime me quiere. Se le escapa alguna mirada fugaz, pero no se iría nunca con ella. Yo soy el problema. Estos malditos celos».

Unos golpes en la puerta, seguidos de una voz familiar, le hicieron levantar. Se tropezó con el mueble de la entrada por correr a abrir.

Iba a decir lo siento, pero Jaime no se lo permitió. Tapó con su mano la boca de su mujer, y la empujó suavemente hasta la cama. Se recostó a su lado, colocando a su esposa sobre su pecho mientras acariciaba su pelo.

—Ven aquí, Otelo —dijo. Su voz sonó a cariñoso reproche—. ¿Pero crees que te cambiaría por Clara? ¡Si al menos fuera por Carmen Sevilla…! ¿Me consideras tan estúpido para cambiarte por ella o por cualquier otra? ¿Qué piensas, que el amor depende de lo estirada que tengas la piel o de la talla del sujetador? ¡Mujer, si fuera por eso, yo no me hubiera casado contigo! Comprendo que tú lo hubieras intentado conmigo, habida cuenta de todas mis dotes, de la abundancia de mi pelo y de mi estilo bailando, pero en mi caso, bien lo sabes, me enamoré de ti por tu título, tu espíritu falangista y tu dinero… Así pues, tranquila, cuando vaya a engañarte con Clara, te enviaré una nota avisándote de que le ha tocado la lotería… Y hablando de otra cosa, ¿te has fijado en lo guapa que es la camarera? ¡Ah! ¡Y el caballero de recepción tampoco está mal! Creo que deberías preocuparte seriamente…

Lola seguía llorando, aunque en este momento ya no le invadía la amargura sino la felicidad. Él seguía hablando.

—Y ahora, mi llorona dulce, te agradecería que dejaras de empapar las sábanas y me dijeras la hora. Hemos de estar a las seis y media de la tarde en la plaza de toros.

—Son las cinco y diez.

—¡Ah, bueno! Hay tiempo de sobra.

—¿Para qué? —cuestionó Lola.

—¡Para nada especial! ¡Voy a tratar de amores con la señorita de la habitación trescientos cinco! Creo que se llama Lola y está como un tren…