A partir de aquel momento, todo se descontroló. Mi madre nos encontró sentados en el suelo cuando fue a avisarnos de que la cena estaba lista. Hacíamos caso omiso del teléfono, que no paraba de sonar. Ella quiso cogerlo, pero Dylan la detuvo, se la llevó aparte y le explicó la situación. Todo era tan absurdo, tan improbable, que de no haber visto mi cara de muerto viviente no se lo habría creído. Yo seguía sin poder pensar con claridad. Al parecer, me había hecho famosa.

No quería moverme. Nunca más. No quería comer, ni dormir, ni respirar. Por desgracia, sabía que no me podía quedar en el baño para siempre; no sin causarle a mi madre una gran preocupación, y la pobre ya tenía bastantes problemas. De modo que me senté con ellos a la mesa, comí unos cuantos espaguetis chinos y fingí que me encontraba bien. Luego caminé como pude hasta mi habitación, me quité los zapatos y me metí en la cama completamente vestida.

Al día siguiente, no grité cuando la realidad me asaltó de pronto. Opté por fingir que nada había pasado. Me vestí como siempre, con los vaqueros, las Converse negras y una camiseta marrón. Me iba a comportar con absoluta normalidad. Aquello duró hasta que subí al autocar y encontré a Corey a bordo, esperándome. Al instante me sentí culpable de no haber contestado las llamadas del móvil la noche anterior, que era lo único que podía impulsar a Corey a acercarse a menos de cinco metros del autocar. Desde que había aprendido a conducir, evitaba al máximo el transporte público.

—¿Por qué no me llamaste? —me reprochó—. ¿Estabas demasiado ocupada ofreciendo entrevistas y haciéndote FAMOSA?

Ojalá no hubiera gritado aquella última parte.

—¿Qué entrevistas? —le pregunté.

—Mackenzie, en AOL no hablan de otra cosa. Algo de que, según tú, no te pareces en nada a Susan Boyle. Lo leí por encima. También eres tema del día en Facebook, Twitter y YouTube. Los Estados Unidos al completo han visto el vídeo. A mi abuela le pareció divertidísimo.

Me hundí en el asiento.

—Genial.

—Pero no hablábamos de eso —prosiguió Corey en un tono exasperado—. ¿Por qué no me llamaste?

—Porque me gustaría que nada de esto estuviera ocurriendo.

Corey procesó la información y asintió.

—Ya. Supongo que todo eso de pasar desapercibida acaba de irse a la porra.

Jane subió al autocar y me tendió una gorra.

—Toma —me la puso en la cabeza—. Nadie se fija en la gente que lleva vaqueros y una gorra de UCLA. A lo mejor ayuda.

—¿Ayuda a qué? —preguntó Corey.

—A que nadie la vea —me di cuenta de que quería añadir «¿A qué si no?», pero se contuvo, porque ¿quién dice esa frase hoy día?

—¿Y por qué tiene que esconderse?

Jane y yo nos quedamos mirando a Corey como si no diéramos crédito a su pregunta.

—Muy bien, escuchadme las dos —siguió diciendo nuestro amigo—. Ya sé que Mackenzie está acostumbrada a ser invisible, pero ¿y si no lo fuera? ¿Y si utilizara todo esto en beneficio propio?

—¿Cómo? —preguntó Jane, escéptica.

Corey sonrió con cara de «tengo un plan».

—Vale, lo ideal sería que Mackenzie pasara desapercibida, pero puesto que su vídeo es el más visto de YouTube, las cosas no van a volver a la normalidad así como así. Los medios te van a acosar, Mackenzie. De manera que debes esconderte a la vista de todo el mundo. Mézclate con los populares, esta vez de verdad, y la gente dejará de prestarte atención. De no hacerlo así, seamos realistas, vas a acabar en las listas de las peores vestidas del país.

Me miré los tejanos, que estaban gastados y me quedaban bastante anchos.

—¿Qué le pasa a mi ropa?

Corey sonrió.

—Nada. El conjunto de tejanos deformes y camiseta es el último grito en Milán.

—Cállate.

—Mirad, lo que quiero decir es —prosiguió Corey, sin hacerme caso— que tienes que cambiar. ¿Os acordáis de la película Alguien como tú? Cuando el chico divino se interesa en la artista friki, ella decide mejorar su estilo para encajar.

—No me creo que hables en serio. Un consejo inspirado en una película de Freddie Prinze Jr. hecha en los noventa no puede ser bueno —protestó Jane—. Piensa en El diablo viste de Prada. La buena chica se vuelve materialista y mala, y deja de lado a las personas que más le importan.

—Sí, pero no me digas que Anne Hathaway no estaba espectacular cuando empieza a ponerse modelitos. ¡Podría ser Mackenzie!

—Lo pensaré —le dije a Corey sin prometer nada, porque era el único modo de hacerlo callar.

El autocar llegó al instituto, y fue entonces cuando me llevé el primer susto de la mañana. La zona estaba atestada de periodistas armados con micros que examinaban a los grupos de alumnos buscando una cara en concreto: la mía.

—Sí, creo que deberías hacer eso —insistió Corey mientras los tres nos apeábamos del autocar—. Dudo que esa gorra de béisbol te saque de este embrollo.

Vale, abrirse paso entre los periodistas no es fácil. Ahora entiendo por qué los famosos le enseñan el dedo a la prensa. Uno se desorienta cuando un montón de gente te empieza a hacer fotos y a preguntarte cosas como «Mackenzie, ¿te vas a apuntar a un curso de primeros auxilios?», «Mackenzie, ¿qué se siente al ser famosa?» e incluso «Mackenzie, ¿cuál es tu programa de televisión favorito?».

Ya sé que en las películas, cuando la prensa comienza a incordiar al presidente, este sigue andando con la cabeza gacha y dice: «Sin comentarios, sin comentarios», pero a mí aquella actitud me parecía una tontería. ¿Por qué no responder y acabar de una vez? Por desgracia, estaba a punto de descubrir que quitarse de encima a los periodistas no es fácil. Intenté salvar la marea de reporteros y responder sus preguntas al mismo tiempo.

—Ejem, no voy a hacer ningún curso de primeros auxilios —farfullé, lo que solo sirvió para excitarlos aún más.

—¿Y qué me dices de tu vida amorosa? —preguntó uno.

—¿Qué vida amorosa? —respondí.

—¡SIN COMENTARIOS! —chilló Jane, y al instante puso en evidencia al equipo de fútbol al completo con su maniobra de interferencia. Encajada entre mis amigos, pudimos llegar al instituto dejando atrás una verdadera batalla campal. Había un montón de mirones fotografiando con el móvil mi encuentro con los paparazzi. Genial.

Me volví a mirar a Corey, que jadeaba a mi lado.

—¿Cómo voy a sobrevivir a esto?

Sonrió.

—Venga, ha sido divertido.

—Claro —gruñí—. Siempre he querido que me acosaran al llegar al instituto.

Jane me dio un codazo.

—Ejem, Mackenzie. El señor Taylor viene hacia aquí.

El señor Taylor, el director del instituto, parece una caricatura. Es alto, tiene el cuello grueso y se ríe con fuertes carcajadas que resuenan en todo el vestíbulo. El orgullo que le inspiran los triunfos deportivos no conoce límites, lo que explica por qué chicos como Spencer siguen en el equipo de hockey a pesar de sus notas. No había llegado a formarme una opinión sobre él, porque hasta aquel momento siempre me había ignorado.

Miró a Jane.

—Mackenzie, tenemos que hablar.

Corey soltó una risilla.

—En ese caso, tendrá que hablar con Mackenzie —me señaló—. Ya sabe, la famosa.

—Mackenzie, por supuesto —bramó—. Ven conmigo.

Corey hizo un saludo al estilo militar. Nunca le han caído bien las figuras de autoridad, en particular aquellas que valoran más al equipo de fútbol que al de debate.

—Sí, señor —dijo con sarcasmo. Luego, antes de alejarse con Jane, me susurró al oído—: Buena suerte.

Jo, el día no podía empezar peor.

El señor Taylor me condujo a su oficina en silencio. El instituto entero me estaba mirando. La gente seguía haciendo fotos con el móvil y yo me encogía por momentos. El señor Taylor vociferó a su secretaria: «No me pase ninguna llamada».

—Bueno, Mackenzie, parece ser que tenemos una, ejem, situación complicada.

Quise decirle: «No me digas, Sherlock», pero opté por cerrar el pico.

—Francamente, me preocupa tu seguridad.

Dejó caer un ejemplar de El diario de Oregón en mi regazo. El titular decía: ¿SE PUEDE SER MÁS PATOSA, MACKENZIE WELLESLEY? Leí el artículo.

Cuando Mackenzie Wellesley, de diecisiete años, intentó resucitar a un compañero de instituto, no tenía ni idea de que estaba insuflando vida a las redes sociales. El vídeo de su accidente ha recibido millones de visitas online desde que apareció por primera vez en YouTube. Los post de celebridades en Twitter, desde Ashton Kutcher hasta el humorista de la serie La oficina Rainn Wilson, han contribuido a convertir a la joven Wellesley en el centro de atención nacional. Y no parece que su presencia vaya a ser efímera. «No soy la maldita Susan Boyle», dice Wellesley, reivindicando su propia personalidad. Por lo que parece, seguiremos oyendo hablar de ella y de su vídeo una buena temporada.

Aquella información no me cogía por sorpresa. A pesar de todo, leer mi nombre en el periódico me aturdió. Procuré no dejarme llevar por el pánico, en serio. Inspiré y espiré.

—¿Y qué quiere hacer al respecto? —le pregunté al señor Taylor.

Esperaba que me dijese: «Bueno, existe un protocolo para casos como este que minimiza los trastornos en la vida escolar». Pero no lo hizo, porque no hay ningún protocolo. No se aplica ningún plan, ni tienen nada previsto para casos de fama instantánea y absurda. Esas cosas no pasan.

Hasta que me sucedió a mí, supongo.

El señor Taylor se retrepó en la silla con aires de grandeza. Una actitud ridícula, porque saltaba a la vista que no controlaba la situación.

—Tu madre llegará en cualquier momento. Así los tres podremos charlar.

Me sentí culpable al instante. Mi madre trabaja muchas horas en un restaurante para que podamos llegar a fin de mes. Siempre me siento culpable cuando tiene que interrumpir su trabajo.

—No hace falta que la moleste —le dije—. Todo irá bien. Podemos pensar algo nosotros y yo la informaré después.

Apenas había acabado de pronunciar aquellas palabras cuando mi madre irrumpió en el despacho con el uniforme negro y los tacones.

—¿Estás bien, cielo? —me preguntó, sin hacerle el menor caso al señor Taylor. Mi madre siempre ha sido así. Su máxima prioridad no es apaciguar los egos alterados sino cuidar de Dylan y de mí.

—Sí, mamá.

El señor Taylor carraspeó.

—Señora Wellesley.

—Señorita, en realidad —lo corrigió mi madre.

El señor Taylor decidió tomárselo con calma.

—Bueno, su hija está en un apuro, señorita Wellesley.

Pensé que aquel era el eufemismo del siglo.

—Sí, ya lo sé —asintió mi madre con tranquilidad—. ¿Qué vamos a hacer al respecto?

El señor Taylor se hinchó como un pez globo.

—Bueno, creo que lo más importante en estos momentos es garantizar la seguridad de Mackenzie. Luego tendremos que considerar la calidad de su educación. Por ahora, me encargaré de impedir el acceso de la prensa a las instalaciones escolares, pero tenemos que considerar las distintas alternativas.

Mi madre asintió y dejó que el señor Taylor prosiguiera.

—Debido a, ejem, los acontecimientos recientes, sería conveniente cambiar un poco los horarios de Mackenzie. Puede seguir matriculada en las mismas clases pero tendrá que trabajar ella sola en la biblioteca escolar, donde no la distraerán ni… constituirá una distracción.

Lo miré de hito en hito.

—¡Ni hablar! —salté—. ¿Tiene idea de cuántas asignaturas preuniversitarias estoy cursando este año? Tres. Si quiere sacarme de Educación física, por mí bien, pero no puedo faltar a las otras clases. Jamás podré ponerme al día. Y no conseguiré la máxima puntuación en la selectividad. Y entonces no me darán una beca para la universidad y…

El señor Taylor me interrumpió.

—Entiendo que te lo tomes tan a pecho. Sin embargo, me parece que no comprendes a qué te enfrentas. No te van a dejar en paz, Mackenzie. ¿Estás segura de que no prefieres estudiar en la biblioteca?

Me erguí en el asiento. Era muy consciente de lo que me esperaba. Gente haciendo fotos con el iPhone. Cuchicheando sobre mi vida amorosa y mi ropa. Preguntándome por el estúpido vídeo. Pero la universidad bien valía todas aquellas incomodidades, y los exámenes de selectividad eran mi salvoconducto.

—Estoy segura —dije con convicción—. Ese… problema no me impedirá llevar una vida normal. Los mismos amigos, el mismo trabajo y las mismas clases —oí el timbre de inicio de la sesión y me levanté de la silla—. Te llamaré después por el móvil, mamá. Y gracias por la sugerencia, señor Taylor, pero ahora tengo clase.

Dicho eso, me marché. Recorrí los pasillos vacíos decidida a comportarme como si nada hubiera cambiado. No engañaba a nadie. Tuve que aceptar que todo era distinto cuando el aula al completo se volvió a mirarme… incluido Logan Beckett.