Mi madre me dijo que no era para tanto. No sé si de verdad lo pensaba, pero insistió en que los chicos populares se sentían intimidados por mis capacidades y que no debía tomármelo como algo personal. Claro. Por eso la gente se reía de mí en Internet.
Mi madre acababa de decirme que nadie miraba YouTube cuando Jane llamó para ponerme al día. Aunque no hacía falta, porque yo bajaba cada dos horas para comprobar cuánta gente había visto el vídeo. Cuando comprobé que el número superaba las treinta mil visitas, dejé de hacerlo. Cada vez que veía la cifra o leía los nuevos comentarios, la presión sanguínea se me disparaba.
Me sentó bien oír la voz tranquila de Jane.
—Esto, Kenzie —dijo cuando cogí el teléfono—. Escucha, tenemos que hablar.
—A ver si lo adivino. ¿Soy el hazmerreír del instituto?
Se hizo un silencio, mientras ella sopesaba muy bien sus palabras.
—Bueno, sí…
Siempre puedo contar con la sinceridad de Jane.
—¿Y qué hago? —pregunté, directa al grano.
Otro silencio.
—¿Esforzarte más en encontrar a tu cazavampiros interior?
Me quedé mirando el teléfono.
—¿Eso es todo? ¿Ese es tu consejo? ¡Se supone que tienes que encontrar la manera de arreglarlo! Idear un plan.
Se rio.
—Lo siento, Kenzie —se puso seria—. ¿Cómo lo llevas?
—Me he escondido en la cama. Se me pasará; solo es una humillación más que añadir a una larga lista.
Jane se echó a reír otra vez.
—Oh, Kenzie, ni siquiera es la peor. ¿Te acuerdas de cuando te tiraste un pedo haciendo yoga?
Es lo malo de tener amigos que te conocen desde siempre: recuerdan hasta el último desliz.
—¿O de cuando, hace dos años, te pusiste tan nerviosa hablando con aquel alumno de intercambio que acabaste por salpicarle la cara de babas?
—Sí —repliqué secamente—. Y gracias por este maravilloso paseo por los senderos de la memoria.
—Solo digo que esto también pasará.
Sonreí.
—Gracias.
—¿Y cómo te ha ido la clase de hoy? Ninguno de los populares ha mencionado el vídeo, ¿no?
—No —esbocé una sonrisa—. He visto a Patrick en el Starbucks.
—Oh, Dios. Ya me están entrando arcadas.
Lo cual no es justo, pues ella siempre está hablando de los chicos que le gustan. Le he preguntado mil veces a Jane qué tiene contra Patrick, pero ella se limita a decir: «No, nada».
De modo que preferí pasar por alto el comentario.
—Y después he ido a estudiar con Logan. Ha sido… raro.
—¿Charlar con un popular te ha puesto nerviosa? ¡No me digas!
Me reí.
—Ya te digo. Pero esta vez ha sido distinto… Ahora te explico. Ha comentado que yo babeaba delante de Patrick —Jane ahogó una exclamación de sorpresa—. ¡No era verdad! Pero ahora viene lo más extraño: ¡le he replicado!
—¿De verdad? —me preguntó en serio—. ¿Estás bien?
—Sí. Le he pegado un corte. Por un momento me he olvidado de que era un popular y me he comportado como lo hago contigo.
—Ya, como un incordio.
Sonreí con sarcasmo.
—Gracias. Es un comentario muy agradable. De verdad.
—¿Y le ha sorprendido?
Lo medité un momento.
—Más o menos. Parecía divertido. Creo que la tensión ha cedido un poco.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea.
—No sé cómo interpretarlo —dijo Jane por fin.
Me reí.
—No hay nada que interpretar.
—Ve con cuidado, ¿vale, Kenzie? Porque no puedes cambiar de instituto. Corey y yo no sobreviviríamos sin ti.
Por eso Jane y yo somos amigas desde los primeros cursos de primaria.
—No te preocupes. Todo irá bien. A menos que Dylan me mate mientras duermo…
No me parecía tan improbable. Dylan me había retirado la palabra. Si mi madre no lo había castigado era solo porque mi hermano había hecho esfuerzos por no decir tacos. Había declarado que se sentía humillado y que yo era una plaga para su vida pública, pero no había llegado a pronunciar ni una sola palabrota.
De modo que le concedí el domingo de tregua. Hice los deberes, le di clase a Logan y aguardé a que Dylan se tranquilizase. Pero el lunes, durante el desayuno, mi hermano aún evitaba mirarme a los ojos.
—Buenos días —le dije, solo para romper el hielo.
Dylan gruñó algo entre dientes.
—Mira, yo no he tenido la culpa de este lío. De modo que te puedes enfurruñar como si tuvieras cinco años o comportarte como una persona mayor y darme un poco de cancha.
Me fulminó con la mirada, sin saber lo mucho que se parecía a mi padre cuando arrugaba la cara. Dylan era tan pequeño cuando se marchó que no se daba cuenta de los muchos gestos que compartía con él. Y en nuestra familia no existe peor insulto que comparar a alguien con mi padre. Recuerdo la única vez que le prometí a Dylan ir a ver un partido de fútbol americano y luego no acudí. Su expresión reflejaba una mezcla de enfado y tristeza. Se apartó el flequillo de la cara y dijo:
—Igualita que un padre, Mack.
Me sentí como una mierda durante un mes entero.
De modo que no le dije que se parecía a nuestro padre. Solo reparé en el parecido y me mordí la lengua.
—Claro que no has tenido la culpa, porque tú eres perfecta —me espetó Dylan—. ¿Sabes lo que quiero? ¡QUE ME DEJES EN PAZ DE UNA VEZ!
Nada como contar con una familia cariñosa y comprensiva en momentos de crisis. Salió hecho una furia de la cocina. No debe de ser fácil tener al hazmerreír del colegio por hermana mayor, y eso era yo, ni más ni menos. Lo descubrí aquel mismo día en el instituto. El vídeo de YouTube me siguió por los pasillos, zumbando a mi alrededor como un molesto enjambre de moscas. Un gilipollas hasta se agarró a su amigo cuando yo pasé por su lado y gritó con voz de falsete:
—¡Oh, Dios mío! ¿No lo estaré matando?
Como imitación, dejó bastante que desear. Me limité a agachar la cabeza y a plantearme la idea de seguir estudiando en casa; al menos hasta que dejara de ser la más pringada del instituto.
Mi único consuelo fue el regreso de Corey del torneo de retórica. Jane ya lo había puesto al corriente de mi última (y más sonada) humillación pública, y ambos parecían decididos a distraerme mientras comíamos juntos.
—No te están mirando —dijo Jane para mi exasperación cuando yo, por enésima vez, miré a hurtadillas a la gente de la cafetería.
La fulminé con la mirada.
—Ya, bueno, sí que me miran.
—Solo un poco —Corey se encogió de hombros con desenfado fingido—. No es para tanto.
Me derrumbé en la silla.
—Para ti es muy fácil decirlo. A ti nadie te pregunta si necesitas clases de primeros auxilios.
Corey volvió a encogerse de hombros.
—Podría ser peor.
—¿Ah, sí? —lo desafié—. ¿Y cómo?
—Podrían escribir cosas desagradables sobre ti en los retretes. O hacerte jugarretas en los vestuarios. O tirarte barro por encima o cosas así.
Corey había visto demasiadas películas malas sobre abuso escolar. Pero decidí no llevarle la contraria y comerme el sándwich.
Cuando por fin llegué a casa, estaba agotada. Cansada de tanto esforzarme por oír los susurros y de intentar después hacer oídos sordos. Hasta en las clases de selectividad había estado con los nervios de punta y me había sentido como un bicho en un microscopio. Menos mal que no tenía sesión con Logan.
Me alegré de que no hubiera nadie en casa. Dylan estaba entrenando y mi madre trabajando, de modo que me preparé algo de comer, puse la música a tope en la cocina, arreglé un poco la casa y me lancé a hacer los deberes. No pude resistir la tentación de fantasear un poquito.
La fantasía empezaba el día de mi graduación en ese infierno conocido como instituto Smith. Me habían concedido una beca fantástica para ir a la universidad y, diez años después, asistía a una reunión de antiguos alumnos sin dar muestras de la más mínima torpeza. Entonces descubría que Chelsea Halloway, que asistía a una universidad pública, aún no había terminado los estudios. Era mi fantasía, ¿no? Yo charlaba tranquilamente con todo el mundo y Patrick se daba cuenta de lo mucho que me había echado de menos. Caminaba hacia mí con una copa en la mano, mirándome con aquellos ojitos tan dulces, y me invitaba en susurros a dar un paseo. Yo esbozaba una sonrisa plácida y, dándonos la mano, nos separábamos de la multitud. Y aquella misma noche, más tarde… bueno, tampoco me ponía en ridículo.
Cuando mi madre llegó a casa, yo llevaba una hora con los deberes de Legislación. Parecía agotada, pero se puso a hacer un enorme guiso cuyas sobras nos durarían una semana. Odia cocinar, y yo intenté escabullirme a mi habitación, consciente de que antes de cinco minutos ABBA estaría sonando a todo volumen, habría ingredientes desperdigados por todas partes y, si yo andaba por allí, me pediría ayuda. Puesto que la cocina se me da aún peor que a mi madre, quise largarme a toda prisa.
—Mackenzie —me llamó ella—. ¿Te importa cortar el…?
El timbre del teléfono nos interrumpió.
—Yo lo cojo —me apresuré a decir, buscando cualquier excusa para marcharme de la cocina—. ¿Diga?
—¿Puedo hablar con Mackenzie Wellesley?
Me quedé mirando el teléfono con incredulidad. Casi nunca era para mí.
—Eh… Soy yo.
—Hola. Llamo de noticias AOL. Queríamos saber qué piensa de su vídeo de YouTube.
—Pues… —contesté—, no sé qué decirle.
—¿Le parece humillante?
—Por supuesto —qué pregunta más tonta. Como si pudiera mirar mi patético intento de masaje cardíaco sin desear que me tragase la tierra. Solo de pensar en aquel vídeo se me revolvían las tripas otra vez.
—¿Qué parte le parece la más bochornosa?
Me puse a caminar de un lado a otro.
—No sé. Seguramente cuando Alex intenta zafarse mientras yo…
El sonido de una risa ahogada me hizo callar.
—Lo siento —tosió el entrevistador—. Solo unas pocas preguntas más. ¿Qué le parece haberse convertido en la principal candidata al título de la persona más patosa del año?
—Perdón pero ¿que soy qué? No creo que sea la candidata principal a ningún título.
Oí una risilla al otro lado.
—Bueno, entonces, ¿cómo se siente al saber que su vídeo supera ya el millón de visitas?
Me quedé mirando el teléfono, segura de no haber oído bien.
—Perdóneme —dije con educación—. ¿Ha dicho «un millón de visitas»?
—Pues sí. Desde que lo subieron a YouTube, FAIL Blog, Facebook y Twitter, el vídeo está despertando mucha atención.
Contuve el aliento. Menos mal, pensé con debilidad, que existe el oxígeno. Solo tenía que asegurarme de seguir respirando.
Me paseé más deprisa.
—El dato no me hace sentir muy cómoda.
—Solo unas pocas preguntas más.
No lo dijo en tono de petición, pero yo no sabía cómo poner fin a la charla.
—¿Qué le parece la idea de ser famosa?
Me quedé boquiabierta.
—No sabría decirle. Nunca me ha pasado.
—Bueno, pues lo es.
—No —insistí yo—. No lo soy.
—Bien —me apaciguó él—. Y entonces ¿qué piensa de que Ashton Kutcher haya tuiteado sobre usted?
—¿QUÉ ASHTON KUTCHER HA HECHO QUÉ?
No pretendía gritar. Y sobre todo no quería darle a Dylan motivos para acudir corriendo a nuestro minúsculo despacho.
—¿No será esto la cámara indiscreta?
—¿No lo sabía? —el tipo de AOL parecía sorprendido pero se recuperó enseguida—. ¿Qué le parece haberse convertido en la nueva sensación, a la altura de Susan Boyle?
—No soy Susan Boyle. No soy inglesa.
Encendí el ordenador para echar un vistazo a Twitter. Mientras aguardaba a que arrancara se me disparó la lengua.
—No me parezco en NADA a Susan Boyle. Ella tiene un talento incuestionable. En cambio, cualquiera puede derribar a un jugador de fútbol —hice un clic sobre el Explorer de Internet—. No soy ni famosa ni popular. Sé que me están gastando una broma, y no voy a picar.
—Mackenzie, ¿qué pasa? —preguntó Dylan.
Al otro lado del teléfono solo se oía el tac, tac, tac de alguien que tecleaba a toda pastilla para anotar mis frases. Tecleé: «Ashton Kutcher, Twitter» en Google y me quedé de una pieza ante las palabras: «Guau, este vídeo es la bomba. Mi mujer y yo no nos cansamos de verlo». Y habían añadido un vínculo que te enviaba a… mi humillación pública.
—Oh, Dios mío.
Se me cayó el teléfono de la mano y me tambaleé hacia el baño. Estaba tan disgustada que casi vomito. Gracias a Dios, Dylan no me atosigó. Le colgó al tipo de AOL y me esperó con un vaso de agua en la mano.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó nervioso.
Miré mi reflejo en el espejo del baño y os aseguro que tenía una pinta horrible. Estaba tan pálida y demacrada que a mi lado Evan Rachel Wood cuando salía con Marilyn Manson habría pasado por una chica fuerte y lozana. Gritos de pánico resonaban en mi cabeza y nada tenía sentido. Intenté desglosar la información, analizarla e idear un plan, pero acabé cogida al retrete. Por lo visto, el pánico me afectaba al estómago.
Cogí el vaso que Dylan me tendía y me tiré la mitad del agua por encima pero al fin conseguí dar un buen trago antes de dejarme caer en el suelo del baño. No podía mirar a mi hermano a los ojos.
—Voy a. Lo que voy a… si hay alguna… No. Estoy muerta.
Ni siquiera era capaz de terminar las frases. Dylan vaciló, luego se sentó y me cogió una mano.
—Todo irá bien, Mackenzie.
—No. Ni en sueños.
Se quedó en el suelo, cogiéndome la mano y repitiendo esa frase que ninguno de los dos creía: todo irá bien.