—No estoy segura de poder ayudarte con esto.
Lo cual, en tanto que crítica, era un asco. Es que no me parece justo que la chica más guapa y más popular del instituto sea también inteligente. ¡Vamos! Algún defecto debía de tener (aparte de su tendencia a hacer el mal) o empezaría a sospechar que era una cíborg disfrazada. Pero al parecer… nada. Ni siquiera sabía por qué Chelsea quería que le echara un vistazo a su trabajo, a menos que fuera una estratagema para pasar más tiempo con Logan.
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Chelsea a la defensiva. Se irguió en la silla, ocultando las vistas de aquel escote que tanto atraía la atención de Logan.
Le podría haber dicho: «Nada. Es un comentario coherente. No te preocupes, Chelsea, a tu profesor de Literatura inglesa le encantará». Pero no habría sido toda la verdad.
—Bueno —señalé el libro que tenía delante—. Tú afirmas que el personaje principal, Janie, de Sus ojos miraban a Dios, ha encontrado el verdadero amor, ¿verdad?
—Sí.
—Bueno, pues cuando yo leí el libro, no me pareció que fuera amor en absoluto.
Aquel comentario despertó su interés.
—¿De qué estás hablando? —me preguntó asqueada—. Trata de que se siente atraída por el hombre equivocado antes de encontrar al que le conviene.
La última parte de la frase, que pronunció con una caída de ojos, iba dedicada a Logan. Hasta yo me di cuenta de que le estaba tirando los tejos.
—A mí me pareció un personaje patético —Chelsea frunció el ceño y Logan sonrió divertido—. Salta de una relación abusiva a otra hasta que acaba por disparar a un marido violento. Para mí, el mensaje de la obra es… que los hombres son unos asquerosos.
Logan enarcó las cejas al oír la última parte de mi crítica.
—Eh —dijo con tranquilidad—. Eso no es cierto.
—A veces sí. No todos, claro, incluyendo a los presentes.
Chelsea me lanzó dardos con la mirada, pero Logan esbozó una sonrisa sarcástica.
—Bueno, pues gracias… —dijo Chelsea. Las palabras «… por nada» flotaron en el aire sin que llegaran a ser pronunciadas.
—Lo siento, no puedo ayudarte más. Bueno, Logan, ¿qué tal la guerra de los indios y los franceses?
—Alucinante —me dijo impertérrito—. Me pregunto quién ganará.
Sonreí.
—Apuesto a que los colonos.
—Acabas de estropearme el final.
Cerró el libro de texto, y yo tuve que buscar el tema en el mío.
—En realidad, es muy interesante. Si te fijas en la batalla de…
Pero Logan no me estaba escuchando. Chelsea se había inclinado hacia delante, fingiendo concentrarse en su comentario de texto. Claro, los hombres no son unos asquerosos. Seguro.
El resto de la clase transcurrió sin incidentes. Sobre todo porque cada vez que Logan empezaba a prestar atención, a mí o al libro, Chelsea dejaba caer el lápiz y se inclinaba mucho para cogerlo. O se apartaba la melena de tal modo que volvía a caerle sobre la cara con suavidad. Estaba claro que su comentario de texto era lo último que tenía en mente y que a Logan no le molestaba el espectáculo.
Dado que Logan demostraba la capacidad de atención de un pez guppy y Chelsea fingía ser un extra de Sensación de vivir, la clase acabó por irse a pique. Como profesora, yo era un fracaso. Saltaba a la vista que mi alumno no iba a retener nada. Menos mal que nos quedaba la sesión del domingo.
Logan me dejó delante de casa de los Hamilton y yo me dirigí a la mía en cuanto perdí de vista su elegante coche. Dylan me esperaba junto a la puerta.
Por su expresión, se habría dicho que alguien acababa de morir. En serio. Reparé en su lividez y eché a correr como una exhalación, sin hacer caso de los golpes del libro contra mi espalda.
—Dylan, ¿qué pasa? ¿Mamá está bien? —grité.
No dijo nada hasta que llegué a su altura. Entonces se limitó a cogerme del brazo y me arrastró al interior.
—Tienes que ver esto.
Dylan me condujo directamente al ordenador familiar. Tenía mil millones de años y tardaba una eternidad en arrancar. Mi hermano movió el ratón y el salvapantallas —una foto donde aparecíamos mi madre y yo riendo felices en la playa— desapareció. Lo que vi entonces casi me hace vomitar todos los pastelillos de plátano que me había zampado.
Un vídeo de YouTube titulado:
¡MACKENZIE WELLESLEY: LA CHICA MÁS PATOSA DEL MUNDO!
Me bastó leer el titular para que me entraran ganas de acurrucarme y olvidarme del universo. El vídeo que venía después me hizo sentir aún peor. La escena al completo, delante de mis narices, grabada para que millones de personas pudieran contemplarla. Dylan solo tuvo que hacer un clic y reviví mi humillación imagen por imagen. Allí estaba yo, golpeando a Alex Thompson con la mochila, horrorizada al ver que no reaccionaba y después subiéndome encima de él a horcajadas para administrarle un masaje cardíaco. Y para colmo de horrores, mientras yo estaba allí golpeándole el pecho, Alex me miraba entre aterrado y sorprendido, intentando apartarme sin conseguirlo.
¿Cómo era posible que no me hubiese dado cuenta? Debía de estar tan concentrada en el masaje que no había reparado en que trataba de zafarse de mí. Cada vez que se movía para desplazarse, la fuerza de mis compresiones volvía a empujarlo contra el cemento. Los altavoces reproducían mis disculpas desesperadas en un tono alto y claro.
«¿Te encuentras bien? Perdona. Ha sido sin querer. Cuando te he visto ya te había derribado… delante de todo el mundo».
Palidecí. Hasta aquel momento, no había reparado en la magnitud de la tragedia. No quería volver a estar a menos de cinco metros de Alex nunca más.
El vídeo incluía toda una retahíla de comentarios. El primero decía simplemente: «¡Ja, ja, ja! Menuda friki».
Me quedé mirando la pantalla en silencio mientras las palabras resonaban en mi cabeza. Menudafriki, menudafriki, menudafriki. Me costaba respirar, y supe que en cualquier momento me iba a echar a llorar.
No me quedé a oír nada más. Corrí a mi habitación, me tiré en la cama, me tapé la cabeza con las mantas y fingí que estaba muy lejos de allí. No sirvió de nada. De haber tenido la menor idea de lo que me esperaba, nunca habría vuelto a salir de mi cuarto.