—No tenía ni idea de que te gustara Patrick.
Logan lo dijo en un tono indiferente, apenas teñido de sorna.
—¿Po-por qué dices eso? —conseguí farfullar.
—Lo he sospechado al verte babear en su presencia.
Me lo quedé mirando, pero no conseguí descifrar su expresión. Acababa de describir en términos muy exagerados un momento de apuro de nada y sin embargo parecía satisfecho de sí mismo. ¿Un intento de seducción? ¿Por mi parte? ¿De qué estaba hablando?
Tenía que dejar las cosas claras.
En un semáforo, miré a Logan a los ojos.
—Yo no coqueteo. Tengo mejores cosas que hacer —esperaba haber hablado en un tono cortante e inteligente—. Y ahora, ¿quieres utilizar tu cerebro o vas a dejar que se te atrofie?
Mi comentario fue recibido con un silencio. Lo reconozco: su observación me había sentado mal… y me había enfadado. No me estaba tomando el pelo en plan de amigo porque NO ÉRAMOS AMIGOS. Él era popular, yo era invisible, y si alguna vez lo había olvidado, su interpretación de lo sucedido en el Starbucks había bastado para recordármelo.
—Muy bien, ¿de qué va todo esto?
No soportaba su silencio por más tiempo.
Logan se encogió de hombros. ¿Se puede ser menos comunicativo?
—Pero ¿qué te pasa?
—A mí nada —dijo enfurruñado.
—Mira, no sé qué problema tienes, pero soluciónalo. No puedo darte clases si no hablas conmigo. Y necesito este trabajo para comprarme un MacBook.
—¿Por eso lo haces? —preguntó con incredulidad—. Por un portátil.
—Pues… sí —contesté—. ¿Por qué creías que te daba clases, para ganar el Nobel?
Hizo caso omiso de mi pregunta y se quedó pensativo.
—Tiene sentido. Lleva tu nombre escrito —sonrió al ver que yo no lo pillaba—. Mac-Kenzie ahorra para un MacBook.
Noté que las manos se me crispaban y tuve que hacer esfuerzos por tranquilizarme.
—Muy listo. Ese chiste no lo conocía. Ah, espera, sí que lo había oído. Pero es que nadie me llama Mack.
No creo que me estuviera escuchando mientras enfilaba por el camino de entrada de su casa. Pocos minutos después, estábamos en la cocina con los libros abiertos.
—Bueno, en la guerra de los franceses y los indios —volví a empezar— se enfrentaron…
Frustrado, Logan se pasó la mano por el pelo y bajó la vista hacia el complicado garabato que estaba dibujando en su cuaderno.
—¿Los franceses y los indios?
—Pues no.
La exasperación asomó a su rostro.
—¿Y entonces por qué se llama la guerra de los franceses y los indios?
—Pues porque son los vencedores los que bautizan las guerras.
—¿Y quién venció, los franceses o los indios?
—Ninguno de los dos —el brillo asqueado de los ojos de Logan me impulsó a añadir rápidamente—. Ganaron los ingleses y los colonos. El nombre sería muy largo si se llamara la guerra de los ingleses y los colonos contra los franceses y los indios.
Aquella respuesta casi le arrancó una sonrisa, de modo que continué.
—Los ingleses ganaron junto a los colonos. La llamaron la guerra de los franceses y los indios porque luchaban contra ellos.
Logan estaba a punto de decir algo cuando entraron sus padres.
—Hola, MacKenzie —me saludó su madre con cariño—. ¿Qué tal va la clase?
—Hola, señor y señora Beckett —dije, preguntándome al mismo tiempo si debería llamarlos doctores Beckett o resultaría muy confuso—. Creo que va muy bien. Ahora solo estamos repasando lo más importante.
Intenté fingir que todo estaba bajo control, cuando saltaba a la vista que no era así. Logan había acertado un veintinueve por ciento del examen de prueba. Aquel resultado no se podía considerar «bueno» lo miraras como lo mirases. La clase iba fatal. Logan se había pasado el rato dibujando en el cuaderno. Vi esbozos de sus compañeros, barcos a punto de naufragar y jirafas de largo cuello, todo apretujado en los márgenes. Genial.
—¿Y a ustedes cómo les va? —pregunté para cambiar de tema.
—Ah, muy bien —contestó su madre mientras sacaba unas lonchas de pavo de la nevera y procedía a hacerse un bocadillo. La casa de los Beckett solo podría describirse como impecable, cara y elegante. Supongo que así son las casas donde viven dos médicos y un chico, a diferencia de las habitadas por una camarera que cría sola a dos hijos y depende de la pensión de un ex que la ha dejado para largarse con otra.
—¿Alguna novedad en el hospital?
—Nada interesante. Hemos tenido que hacer lavados de estómago a unos cuantos chicos intoxicados de alcohol. Por lo que parece, hubo una gran fiesta ayer por la noche.
Hasta los adultos tenían más información sobre la fiesta de la víspera que yo.
—Ni idea —respondí con sinceridad, como la chica aplicada que soy—. Yo no bebo. No es mi estilo, la verdad.
Logan me miró directamente a los ojos.
—No me digas. Jamás lo hubiera dicho.
Capullo.
—Bueno, pues es un consuelo —declaró su madre alegremente—. Saber que conoces tus límites y los respetas —se volvió hacia su hijo—. Qué encanto.
—Sí —Logan se aguantaba las ganas de echarse a reír—. Encantador.
Ambos sabíamos por qué yo no bebía; no puedes si nadie te invita a las fiestas.
Estaba a punto de decir algo cuando sonó el timbre.
—Voy yo —dijo el padre de Logan, que abrió una lata de Coca-Cola light y se dirigió hacia la puerta.
—Hola, señor Beckett —era la voz del mal en estado puro; el tono aniñado de alguien con tendencia a la traición y el libertinaje. Miento. Lo único que oí fue la voz de Chelsea Halloway. Lo demás fue una mera hipótesis bien documentada.
—Logan, ha venido una amiga a verte —el tono de su padre sugería que tal vez la palabra «amiga» no bastara para describir la relación. Aunque tampoco era asunto mío.
Cerré el libro de Historia estadounidense e hice acopio de valor para enfrentarme a Chelsea. No sé qué tiene esa chica (puede que su peinado perfecto o su maquillaje impecable) pero siempre me intimida. Daba igual si me la encontraba en el instituto, en el Starbucks o en la cocina de Logan Beckett, ella siempre apestaba a superioridad. O al perfume más reciente de Victoria’s Secret.
—Hola, Chelsea —dije con naturalidad cuando por fin entró en la cocina.
Me levanté y fui a coger un pastelillo de plátano. El día de la primera clase, los doctores Beckett me habían dicho que me sintiera como en casa, lo cual significaba que no tenía que pedir permiso cada vez que me apeteciera comer algo. Las pastas son mi debilidad.
—Hola —contestó ella antes de darme la espalda para volverse hacia la señora Beckett con una deslumbrante sonrisa que parecía decir: «Soy guapa y justo el tipo de chica que cualquier madre querría para su hijo».
Pelota.
—¿Qué tal está, señora Beckett? —preguntó Chelsea con dulzura.
—Muy bien, Chelsea. ¿Y tú?
Ella se apartó el pelo de la cara. Se movía como la modelo de un maldito anuncio de Pantene.
—Genial.
—¿Logan y tú vais a hacer algo después… cuando Mackenzie haya acabado la clase?
Me sorprendió que alguien mencionara mi nombre. Intentaba fundirme con la nevera mientras cogía una Coca-Cola light. Sin embargo, la señora Beckett no era de esas personas que ignoran a la empollona cuando la chica popular entra en escena.
—En realidad, Mackenzie me va a ayudar con un trabajo —contestó Chelsea con seguridad. Con toda probabilidad, Logan y ella acabarían por engendrar una descendencia muy segura de sí misma.
—¿Te va bien, Mackenzie? —preguntó la señora Beckett con amabilidad—. ¿No tienes demasiado trabajo?
—No, qué va —contesté. ¿Qué iba a decir? ¿La verdad?
«Lo siento, Chelsea, pero mi cerebro no da para más. Tendrás que apañártelas sola con tu trabajo. Supongo que para vengarte harás correr algún rumor desagradable sobre mí en el vestuario de las chicas. Te habría llamado para cancelar la cita, pero no sueles dar tu teléfono a las invisibles como yo».
Sí. Eso le habría sentado de maravilla.
—No pasa nada. Logan puede hacer un descanso o repasar unas fichas mientras ayudo a Chelsea. Luego volveremos a ponernos con el libro —dije en cambio.
La señora Beckett asintió mientras añadía los últimos toques a su sándwich.
—Muy bien, buena suerte entonces.
Y tras decir eso se llevó de allí a su marido, dejándome a solas con los dos populares. Iba a necesitar toda la suerte que pudiera reunir.