Aquella noche, la cena en casa de los Wellesley no fue nada divertida. Daba igual que hubiera conseguido sobrevivir al resto del día sin meter la pata; el daño ya estaba hecho. Cuando llegué a casa, agotada tras toda una jornada de actividad académica y humillación pública, me encontré con un hermano furioso.
—¿En qué estabas pensando? —gritó Dylan.
—Hola a ti también, hermano pequeño —le dije, poniendo énfasis en la palabra «pequeño» para fastidiarlo. Es lo que se espera de una hermana mayor. Estaba ya tan enfadado que ni siquiera reparó en la ofensa.
—¿Qué hacías hablando con Chelsea Halloway? ¿No sabes que está muy por encima de ti?
—¿No querrás decir que está muy por encima de ti, Dylan? No tengo ningún interés en codearme con ella. Ahora bien, tú tendrías que ir al gimnasio y conseguir que tu CI aumentase en varios puntos para encajar. También te recomiendo esteroides. Seguro que tu futuro mejor amigo Alex Thompson te puede conseguir una receta.
—¡Alex Thompson no usa esteroides! —chilló a la defensiva—. Y no me fastidies. Tus actos me repercuten. Así que limítate a relacionarte con Jane y Corey, ¿vale? Deja la popularidad para las personas que son capaces de formular frases completas en público. Y por el amor de Dios, ¡no vuelvas a empujar a ningún jugador de fútbol!
Vale, reconozco que me dolió. Recibir una bronca de tu hermano pequeño porque tu vida social es un fracaso resulta de lo más humillante.
—¿Y cómo te has enterado? —pregunté fingiendo que todo aquel asunto no me afectaba.
Me miró asqueado.
—Estás de broma, ¿verdad? Cada vez que te pones en ridículo recibo un mensaje de texto. ¿Tienes idea de lo cara que me sales? Le pago a mamá quince pavos al mes para poder enviar mensajes sin límite, todo por tu culpa.
—Lo haces para poder comentar con tus amiguitos las minifaldas de Chelsea Halloway. Y no tienes ni la más mínima posibilidad con ella —le revolví el pelo—. Me parece que los niñatos no le interesan. La secundaria no es precisamente lo que más le atrae.
Me apartó la mano y me asesinó con la mirada.
—Tengo más posibilidades con ella que tú con Logan Beckett.
Asentí.
—Tienes toda la razón. Pero hay una pequeña diferencia: a mí no me interesa Logan Beckett. Ni nadie del grupo de los populares —salvo Patrick, pero mi hermano pequeño no tenía por qué saberlo—. De manera que puedo ponerme en ridículo, o ponerte a ti, cuando me venga en gana.
Dylan me miró horrorizado.
—No digas ni una palabra de mí, ¿entiendes? ¡Ni una palabra!
Mi madre escogió aquel momento para entrar en la sala. Nuestros gritos (bueno, más bien los de Dylan) la habían alertado.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó con inseguridad, como si en realidad no quisiera saberlo. A decir verdad, seguramente no quería.
—Nada nuevo. Mackenzie se ha puesto en ridículo en público. Otra vez. ¿No puedes hacer que pare o enviarla a alguna parte? ¿O algo?
—A tu hermana no le pasa nada malo, Dylan —repuso mi madre con firmeza—. Solo es especial.
No era eso lo que yo quería oír.
—Con necesidades especiales, querrás decir —murmuró Dylan en tono insultante.
Las dos lo fulminamos con la mirada.
—¡Pero si es verdad! —replicó él a la defensiva—. Por eso se ha matriculado en tantas asignaturas de selectividad. No sabe relacionarse con normalidad, tiene un CI de…
Pero mi madre no le dejó acabar la frase.
—Tengamos la fiesta en paz. Dylan, tu hermana no irá a ninguna parte, hazte a la idea. Y Mackenzie —vaciló un instante—, ¿por qué no te esfuerzas un poco más en… esto… pasar desapercibida en el cole?
Sabes que eres una marginada cuando tu propia madre señala tu ineptitud.
—Dios, gracias, mamá —dije con sarcasmo—. Pasar desapercibida, ¿eh? ¿Sabes qué? Voy a desaparecer ahora mismo para ir practicando —subí las escaleras hacia mi habitación y grité a mi espalda—: ¿Me ves? —cerré la puerta como dando a entender: «Pues ya no me ves». Sin embargo, no podía enfadarme con mi madre. De modo que me enfurruñé delante de los deberes durante una hora antes de bajar a poner la mesa, vaciar el cubo de compostaje, barrer el suelo de la cocina y limpiar la encimera. Así es la vida en casa de una madre soltera. Colaboras. Mi madre ya tenía bastantes problemas como para soportar estúpidas broncas cuando volvía a casa del trabajo.
Además, algo de razón tenía. Al día siguiente, intenté pasar más desapercibida en el instituto. Cada vez que alguien preguntaba por la debacle de Alex Thompson y los primeros auxilios, salía corriendo a la biblioteca escolar. La bibliotecaria fue tan amable de dejarme husmear entre las últimas adquisiciones del almacén. Pensé que todo acabaría por olvidarse. Supuse que si a lo largo del viernes no pasaba nada grave, hacia el lunes sería otra vez invisible. La gente volvería a ignorarme, como de costumbre.
Sábado por la mañana y todo parecía perfecto. Me levanté temprano, cogí los patines y estuve patinando hasta dejar la mente en blanco. Mi cerebro solo descansa de verdad cuando duermo o patino. Por eso procuraba pasarme por la pista de la escuela primaria como mínimo una vez a la semana. De no haberlo hecho así, habría sido incapaz de mantener mi ordenado y superestructurado estilo de vida.
Luego tuve que mentalizarme para el encuentro con los populares. Intenté animarme a mí misma mientras me ponía mis vaqueros más cómodos. Me dije que daba igual que Logan Beckett fuera un tipo creído e insoportable, porque yo era una mujer fuerte y segura, capaz de dar lecciones a cualquiera. Que yo nunca acabaría trabajando de camarera en un sórdido tugurio de Oregón, intentando criar a mis dos hijos… como mi madre. En la universidad, todo se arreglaría, y algún día recordaría mi época de instituto y pensaría: Dios mío, cómo detestaba darle clases a Logan Beckett. Pero al final ha valido la pena.
Eso me decía a mí misma mientras esperaba frente a la casa Hamilton a que Logan me recogiera. No porque me avergüence de mi casa, me aseguraba a mí misma mientras recorría la acera como si fuera una barra de equilibrios. Pero si Logan pensaba que la mansión victoriana de los Hamilton era la mía… ¿qué tenía de malo? No quería que me compadeciera al ver el jardín descuidado y la pintura desconchada de mi hogar, cuya estética deja bastante que desear. Si algo me sacaba de mis casillas era esa compasión tan cargante que todo el mundo nos había dispensado después del divorcio. «¡Oh, qué horrible! ¡Mira que marcharse con la profesora de ballet! ¿Qué vais a hacer ahora? ¡Pobrecitos míos!». Me entraban ganas de gritar cada vez que las ancianas me pellizcaban las mejillas y me aseguraban que «Papá volverá, querida». No iba a volver, y yo lo necesitaba menos que una pedrada en un ojo.
Aunque de haber estado mi padre allí, podría haber ido a casa de Logan en coche. De ese modo no habría tenido que esperar a que viniera a recogerme —tarde— con pinta de no haber dormido en toda la noche. Incluso agotado estaba guapo; desaliñado en plan sexy. De haber sido yo la que no había dormido, me habrían tomado por un muerto andante. De las pocas noches que había pasado en blanco el año anterior, estudiando para los exámenes de asignaturas preuniversitarias, había aprendido que si no quería que la gente me enviara a la enfermería, tenía que dormir un mínimo de seis horas. Si duermo menos, todo el mundo me pregunta si estoy enferma.
—¿Quieres algo? —me preguntó Logan mientras entraba en el aparcamiento del Starbucks. Me sorprendió que fuera tan educado como para preguntar.
Hurgué en la mochila buscando la cartera.
—Un frappuccino de moca me vendría de maravilla.
—¿De qué tamaño?
—Pues… ¿pequeño?
Vale, no sabía muy bien cómo iban los tamaños del Starbucks. Yo no tengo la culpa de que todos parezcan enormes.
Acababa de encontrar la cartera cuando Logan abrió la portezuela del coche.
—¡Espera un momento! —le pedí mientras buscaba monedas para pagar mi café.
Él pareció atrapado entre la risa y el cansancio mientras yo contaba el dinero.
—No te preocupes.
Lo cual demuestra lo poco que sabía de mí. Yo siempre pago mi parte.
Sin embargo, antes de que pudiera protestar, Logan ya se estaba alejando. Consideré la idea de seguirlo y colocar el billete arrugado y las monedas en el mostrador a la hora de pagar, pero ofrecerle el dinero a posteriori me pareció un plan menos embarazoso. En aquel momento vi a Patrick Bradford caminando en mi dirección y todo lo demás desapareció de mi mente.
Patrick. Se dirigía directamente hacia mí, y albergué la esperanza, con cada una de las patéticas fibras de mi ser, de que quisiera charlar un rato conmigo. A lo mejor así se daba cuenta de una vez de que estábamos hechos el uno para el otro. No podía perder aquella oportunidad. Haciendo acopio de valor, abrí la portezuela del coche de Logan y bajé a la acera.
—¡Eh, Patrick!
No, no fui yo la que lo llamó.
Me di la vuelta y vi a Chelsea Halloway sentada con sus dos mejores amigas en la terraza del Starbucks. Jane y yo habíamos bautizado a la pareja con el apodo de Postiza y Cobriza, porque Steffani Larson es una suma de Rubio Clariol, cosméticos Mac y (dicen los rumores) una cirugía plástica muy discreta, y Ashley McGrady lleva desde sexto frecuentando las cabinas de rayos UVA. Me pregunté si los populares tendrían la costumbre de ir al Starbucks después de las fiestas para contrarrestar el consumo de alcohol de la noche anterior.
No supe qué decir. Ningún chico preferiría pasar un rato conmigo a disfrutar de la atención de aquellas tres; ni siquiera Patrick. Tampoco es que Chelsea y Steffani se derritieran en su presencia como les sucedía ante otros populares (ejem, Logan), pero eso no cambiaba nada. Al fin y al cabo, Patrick pertenecía a la franja de población situada entre los populares y los marginados. Eso explica por qué se limitó a saludarme con un gesto y siguió andando sin pronunciar palabra. O quizás lo hizo por mi bien, para que los populares no se fijasen en mí.
Las chicas se rieron de algo que dijo Patrick y yo deseé que se les atragantara el café con leche o que se les congelara el cerebro para siempre. Me sentía como una idiota plantada contra el coche negro de Logan, mirando a los populares con la boca abierta. Era imposible que el trío malvado no me hubiera visto. Sin embargo, ninguna de las tres me saludó por gestos siquiera. Seguía allí de pie cuando Logan salió con los cafés en la mano.
—¡Logan!
Tampoco fui yo. Era Chelsea la que había gritado, y puesto que había quedado con él dentro de pocas horas, pensé que estaba exagerando un poco. Logan no pareció muy emocionado. Se limitó a enarcar una ceja en respuesta a aquel saludo tan entusiasta. Puede que esa sea la táctica que emplean las chicas como Chelsea para ligar: demostrar mucho entusiasmo y enseñar escote.
—Eh, tío.
Eso lo dijo Patrick. Me entraron ganas de echarme a reír. Había sonado tan… forzado, como si hubiera estado a punto de decir: «Qué pasa, chaval», pero sabiendo que solo los marginados saludan así, hubiera optado por parecer un poco menos pringado, todo lo cual me pareció absolutamente adorable.
Inspiré hondo. Vale, me dije, ya basta de comportarte como una mema. En cualquier momento Logan me tendería la bebida y los demás populares no podrían fingir que no me habían visto.
De modo que hice el primer movimiento. Me dirigí hacia el grupo sin apartar los ojos del frappuccino de moca para hacerme la interesante. Un gesto que no acabó de funcionar cuando lo tuve en las manos.
—Eh, gracias —musité—. Luego te lo pago.
—No te preocupes —dijo Logan con naturalidad. Supongo que cuando te puedes permitir clases particulares, no te hace falta contar cada moneda. Sentí una punzada de envidia. Debía de ser agradable gastar dinero sin andar contando los cuartos que te faltan para comprarte un portátil.
—Luego te lo pago —insistí.
—Eh, ¿vosotros dos no estaréis saliendo o algo? —preguntó Patrick con inseguridad. Me atraganté con la bebida, pero no de risa.
—Qué bueno —dijo Chelsea entre carcajadas—. ¡Salir esos dos!
Es un encanto. De verdad.
—Esto, no. No, no, no.
Debería haberme limitado a un solo «no».
Patrick sonrió y yo creí que iba a derretirme allí mismo. Era tan mono, con aquellos ojitos color chocolate… Algo así como el frappuccino de moca que yo tenía en las manos. Me acerqué una pizca a él. No pude evitarlo…, su sonrisa tiraba de mí.
—Solo estamos tomando un café —dijo Logan.
—Sí —añadí yo—. Porque aumenta la capacidad de atención y es un magnífico objeto de estudio. ¿Sabíais que hace tiempo se utilizaba el café como moneda de cambio?
Patrick meneó la cabeza despacio como para expresar en silencio que yo acababa de dar un tremendo paso en falso. Las chicas me miraron con incredulidad mientras Logan daba un sorbo a su café con expresión socarrona.
—¿Y por qué supones que esa información nos interesa? —preguntó Chelsea con maldad.
—Pues… ¿porque es interesante?
Yo mantenía los ojos fijos en Patrick para que mis entrañas siguieran calientes y en funcionamiento. Me habría congelado al instante si hubiera posado los ojos en las miradas desdeñosas del trío malvado. Logan me puso la mano en el hombro (lo que me hizo callar al instante) y dijo:
—Luego nos vemos.
A continuación me guio hacia el coche. Yo esperé a estar dentro, con el cinturón abrochado, para volverme hacia él.
—Se quedarían de piedra, ¿eh?
—Sí, se quedarían de piedra.
Su asentimiento me cogió por sorpresa. Me miraba fijamente, juzgándome con sus suspicaces ojos grises, y yo intenté no revolverme en el asiento.
A veces tenía la sensación de que él era el profesor particular y yo la que suspendía los exámenes.