Logan Beckett no intentó aprovecharse de mí. Me prestó un pantalón de chándal y una camiseta y abandonó el dormitorio mientras me cambiaba. Luego volvió a salir, cuando me di cuenta de que me había puesto la camiseta al revés. Aunque quizás no debería haberlo hecho porque, aprovechando su ausencia, me metí en su cama y había caído en una especie de coma cuando llamó a la puerta para saber si estaba lista.

—Entra —murmuré—. Ah, hola. Tu cama es muy cómoda. Me gusta.

—Me alegro de que la apruebes. Ahora sal y te llevaré a la habitación de invitados.

Cogí la almohada con más fuerza.

—Ni hablar.

Suspiró y dejó la ensaladera junto al lecho.

—Bien. Si te entran náuseas, usa esto —rebuscó por su habitación hasta encontrar una botella de agua y la colocó al lado del cuenco—. Deberías seguir bebiendo. Te veo por la mañana.

—Oye —le pregunté—. ¿Adónde vas?

—A la habitación de invitados.

—Pero —farfullé— no puedes. Tienes que quedarte aquí conmigo para asegurarte de que no me muera.

—Dudo mucho que eso vaya a pasar.

—Pues tal y como me siento, no sería tan raro —era verdad. Me sentía como si hubiera contraído una enfermedad terrible, como escorbuto o malaria—. Di unas palmaditas a la cama hasta que se sentó poco convencido. —Será como dormir con Corey.

—Ya. Solo que yo no soy gay.

—Pero mira, no pasa nada, porque yo no te gusto de ese modo. Y no vas a besarme. Yo te dejaría. Hasta puede que me gustase. Pero no lo harás —tiré de él para hacerle caer sobre las mantas. Aterrizó tan cerca que podríamos habernos besado—. Cuéntame un secreto.

—¿Por qué no te callas y duermes?

—No. Soy muy mandona. Cuéntame un secreto.

—¿Aparte de la dislexia?

Resoplé contra la almohada.

—Apuesto a que un montón de gente sabe eso.

—Pues perderías. No voy pregonando por ahí mis «necesidades especiales».

Le di un toque con el hombro.

—De todas formas no vale. Cuéntame un secreto.

Se echó a reír, pero de repente se puso serio.

—Yo… —se interrumpió—. No te entiendo.

—Ese tampoco cuenta.

—Vale. Pues aquel día en el Starbucks, cuando te vi mirar a Patrick como, no sé, como si acabara de marcar un hat trick

—¿Un qué?

—Tres goles en un partido. Da igual, no me gustó.

—¿Porque querías ser tú el del hat trick?

Logan sonrió, y sentí deseos de apartarle el flequillo para comprobar si tenía los ojos azules o más bien tirando a grises. De todas formas no habría podido averiguarlo, porque veía doble.

—No exactamente —parecía divertido cuando se inclinó hacia mí y susurró—: Ni siquiera es un secreto. Tú eres la única que aún no lo ha adivinado.

Debí de desmayarme. Cuando volví a abrir los ojos, estaba sola y muy confusa. Despertarme en una cama extraña llevando la ropa de otra persona no era algo que yo hiciese a diario. Me senté despacio. Tenía la cabeza como un bombo mientras observaba la habitación con mirada empañada. La noche anterior me había sentido demasiado agotada como para observar nada.

El cuarto estaba aseado. No había montones de ropa sucia desperdigados por ahí como en el dormitorio de Dylan. Ni tampoco carteles de Megan Fox en plan sexy pegados a la puerta. En cambio, un enorme mapamundi decoraba una pared, sembrado de chinchetas rojas y amarillas como púas de puercoespín. Pósteres de grandes olas, fotografiadas en pleno movimiento, llenaban la habitación. Había también una diana con muchos agujeros alrededor, allí donde los dardos habían errado el tiro. Y Logan tenía un pequeño acuario en el escritorio, en el que un pez ángel nadaba contento. Cuando menos, a mí me pareció bastante alegre, aunque mi cabeza se contoneaba aún más que la cola de aquel pez.

Me levanté para mirar de cerca los dibujos que Logan tenía pegados en la pared del escritorio. Noté punzadas en los pies, tan fuertes que estuve a punto de desplomarme. Me quejé por lo bajo y me llevé las manos a la cabeza. Ay, sí, cuánto me arrepentía de haberme puesto tacones altos. Maldita cultura del patriarcado y sus estúpidas ideas de belleza; y tonta de mí por obedecer su dictado.

El dolor de pies me trajo una serie de recuerdos a la mente. Recordé haber entrado en la fiesta con Melanie y Dylan. Haber charlado con Spencer. Haber destrozado mi única oportunidad de salir con Patrick. Haber visto a Logan y a Chelsea besarse en la glorieta.

Me mareé y culpé a la resaca. ¿Cómo había podido ser tan mema? ¿A quién se le ocurre decir: «Lo siento, estás equivocado» cuando un chico acaba de declararse? No era de extrañar que Patrick se hubiera portado después como un capullo. Si de verdad hubiera estado enamorado de mí, lo habría destrozado como a un coche viejo en un desguace.

Pese a todo, mi pase de diapositivas mental no había terminado. Me froté las sienes y murmuré: «Sal, lingotazo, lima» asqueada. Recordaba vagamente haber bailando con Kevin y… ¿Amy? Debía de estar como una cuba.

Eso es tener estilo.

Mi primera fiesta y es mi hermano pequeño el que tiene que cuidar de mí. Un detallito de nada que Dylan me recordaría el resto de mi vida…, sobre todo cuando necesitase un favor.

Hice esfuerzos por seguir de pie y me acerqué al pez mientras los recuerdos de la noche anterior se entremezclaban en mi mente. Algo de Chelsea… y de un viaje en coche con Logan. ¿Había vomitado? Estaba segura de que sí. Pero la cuestión era: ¿dónde? ¿En el coche? Me froté los ojos y seguí caminando hacia el escritorio. Los dibujos de Logan estaban prendidos a una pieza de corcho que colgaba de la pared. Todos me parecieron obras de arte. Me incliné hacia ellos para verlos mejor. Era una serie completa que parecía una tira de cómic muy detallada. En el primero, aparecía una chica con pinta de empollona (¿yo?) de pie sobre una mesa diciendo: «¡Ha llegado la hora de la revolución! ¡Tengo derecho a ser vista!».

Me pareció bastante gracioso, la verdad.

Por desgracia, en la siguiente viñeta, Chelsea me lanzaba una mirada asqueada pensando: «Ya te veo. ¿Tú has oído hablar del maquillaje?».

Y aquello no tenía tanta gracia.

Bajé la vista hacia los enormes pantalones de chándal y la gran camiseta que llevaba puestos y me invadió el pánico. ¿Cómo exactamente habían llegado aquellas prendas a mi cuerpo? Recordaba más o menos haberme cambiado yo misma. Volví a frotarme los ojos y deseé con todas mis fuerzas estar en lo cierto.

—Así que… has conocido a Dog.

Se me aceleró el corazón y empezó a latir al ritmo del martilleo que me machacaba el cerebro. Me di media vuelta y vi a Logan delante de mí, apoyado en la jamba de la puerta, como si fuera lo más normal del mundo que una chica se despertara por la mañana en su habitación.

—¿Q-qué? —tartamudeé.

—Mi pez.

—¿Tienes un pez que se llama «perro» en inglés? —me masajeé la frente—. ¿Aún estoy borracha o qué?

Se echó a reír.

Dog en hebreo significa «pez». Y como los perros me producen alergia —se encogió de hombros—, Dog es lo más parecido a un perro que tendré nunca.

Asentí y me arrepentí al instante. Mi cabeza estaba a punto de estallar.

—¿Cómo te encuentras?

Logan sonrió y yo lo miré con evidente incomodidad.

—Súper.

—Te prepararé algo de desayunar y te daré un ibuprofeno —dijo a la vez que me arrastraba hacia la cocina.

Se me revolvió el estómago solo de pensar en comida.

—¿Qué tal si me das dos ibuprofenos y pasamos del desayuno?

—Hace solo una semana declaraste en esta misma cocina que conocías tus límites. ¿Me equivoco?

—Logan —gruñí—. ¿Me haces un favor? Cállate.

Una risilla a mi espalda me impulsó a girarme al instante. Sus padres habían entrado en la cocina en silencio y habían oído toda la conversación.

—Lo-lo siento —me apresuré a disculparme, sin saber bien por qué. Quizás por haberle dicho a su hijo que se callara, por estar en su cocina de resaca, por haber vomitado en su lavabo o por haber pasado la noche en el cuarto de Logan; puede que por todo a la vez.

—Oh, siempre le estamos haciendo callar —dijo la madre de Logan. Se volvió a mirarme—. ¿Te encuentras bien, Mackenzie?

—Claro. Enseguida estaré mejor —la cabeza me estaba matando.

El padre de Logan sirvió un gran vaso de zumo de naranja y me lo tendió.

—¿Por qué no te sientas y te preparamos el remedio familiar Beckett contra la resaca? —me guiñó el ojo—. Recomendado por el médico.

Me dejé caer en uno de los taburetes del mostrador e intenté no sentir celos de Logan por tener unos padres tan increíbles. La complicidad que existía entre ambos saltaba a la vista. Se movían por la cocina cortando pimientos y rallando queso sin tan siquiera tropezarse. Me pregunté si mis padres se habrían llevado alguna vez así de bien; si mi padre se habría reído y le habría dicho a mi madre que no fuera tan mandona. Mejor no pensar en ello.

Di un sorbo al zumo de naranja, le agradecí a Logan el ibuprofeno y me lo tragué mientras la tortilla chisporroteaba y metían una rebanada de pan en la tostadora.

—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté.

—No, creo que ya está. ¿Por qué no nos cuentas qué tal estuvo la fiesta?

—Pues… bien… Supongo que no estuvo mal —utilicé el zumo de naranja como excusa para entretenerme. Quería ordenar mis pensamientos—. En realidad, no sé con qué compararla —me froté las sienes, disgustada conmigo misma—. No me puedo creer que me haya pasado esto y siento mucho importunarles. Emborracharse en las fiestas… Yo no hago esas cosas.

—Bueno —dijo el padre de Logan—, ¿vas a muchas fiestas?

—No —respondió Logan por mí.

Lo fulminé con la mirada y luego suspiré.

—La verdad es que no.

—Entonces supongo que debías experimentarlo.

Lo miré fijamente.

—¡Pero es que no debía! En teoría, debería haber entendido por qué es una típica experiencia de crecimiento y haberme despertado en mi propia cama. No esto —hice un gesto expansivo.

La señora Beckett se echó a reír.

—Parece que la cosa fue más intensa de lo que te esperabas —me tendió la tostada—. Bueno, me alegro de que tus amigos cuidaran de ti —se volvió hacia su hijo—. Le dijiste que bebiera agua, ¿no?

Logan le lanzó una mirada que seguramente había perfeccionado tras años de responder a lo evidente.

—Claro que sí.

—Muy bien. Cómete esto y te sentirás como nueva.

—Gracias —los abarqué a todos con mi sonrisa—. Se lo agradezco mucho, de verdad.

—Tranquila —el señor Beckett recuperó el salero y el pimentero—. Logan, ¿por qué no vas a buscar el diario?

No era una pregunta. Todos sabíamos lo que significaba aquella orden: querían decirme algo… en privado.

En cuanto Logan abandonó la cocina, la señora Beckett dijo:

—¿Sabes, Mackenzie? Hacía días que queríamos hablar contigo.

Asentí. ¿Qué otra cosa podía hacer?

—Sabemos que tu vida se ha… complicado un poco últimamente. Cuando vimos el vídeo de YouTube, bueno —su sonrisa se ensanchó—, nos pareció muy divertido. Desde luego, estaremos encantados de enseñarte primeros auxilios, así que… —el señor Beckett le dio un codazo y ella volvió al tema—. Pero no esperábamos que las cosas fuesen tan lejos.

—Yo tampoco —respondí con sinceridad.

—Queremos que sepas que si las clases particulares te sobrepasan en estos momentos, lo entenderemos. Cuidar de ti misma debe ser tu mayor prioridad ahora mismo.

Intenté descifrar lo que pretendía decirme.

—Entonces… ¿estoy despedida?

Me dio un vuelco el corazón solo de pensarlo y mordí la tostada para que no se dieran cuenta de lo mucho que me importaba conservar mi trabajo. Ni siquiera había tenido la oportunidad de poner en práctica las nuevas técnicas de estudio con Logan. No habíamos visto películas históricas ni nos habíamos burlado de las ridículas pelucas empolvadas ni… nada. Era inquietante advertir hasta qué punto me hacía ilusión pasar un rato con Logan de vez en cuando.

—No, por supuesto que no —el padre de Logan me sonrió—. Pero si no te sientes con fuerzas, lo comprenderemos. Sabemos que Logan no es lo que se dice un alumno fácil.

—Se refiere a la dislexia.

No sé por qué lo dije. Quizás porque me parecía una tontería fingir que no existía.

—Eso dificulta las cosas —la señora Beckett sonrió—, pero en realidad estaba pensando en sus hábitos de trabajo. Tiende a dejar las cosas para mañana. Por eso nos sorprendimos tanto cuando sugirió que contratásemos a un profesor particular; la idea nunca le había hecho gracia.

Recordé la brusquedad con que Logan me había contratado.

—Bueno, decir que no le hacía gracia sería quedarse corto. Creo que más bien la detestaba.

—De todas formas, me alegro de que te contara lo de la dislexia. No le gusta hablar de ello.

Asentí e intenté asimilar toda aquella información. Estaban saliendo tantas cosas a la luz, y ni siquiera había tenido ocasión de meditar lo sucedido la noche anterior. Una parte de mí no estaba muy segura de merecer tanta amabilidad de los doctores Beckett; no cuando había vomitado en su lavabo al regreso de la fiesta.

Todo era tan raro…

Y antes de que pudiera decir nada, volvió Logan con el diario en la mano y expresión enojada. En cuando dejó caer el periódico delante de mí, comprendí el motivo de su irritación. El titular lo decía todo: «¡Wellesley se desmadra!».

Por si alguien se estaba preguntando a qué tipo de desmadre se referían, había una fotografía de buen tamaño en la que aparecía yo con mi vestido y un trozo de lima en la mano, riendo con Kevin. No me había percatado de que hubiera nadie haciendo fotos de la fiesta, pero a aquellas alturas llevaba tres chupitos de tequila encima y no me enteraba de nada.

Tras observar en el periódico mi cara de boba y la mirada vidriosa de mis ojos, más provocada por el cansancio que por el tequila, leí el artículo.

Mackenzie Wellesley, de diecisiete años, saltó a la fama en días pasados gracias a dos famosísimos vídeos subidos a YouTube, pero su notoriedad no tiene visos de ir a esfumarse pronto. Por el contrario, la joven Wellesley ha exacerbado la controversia con su conducta más reciente, que incluye fiestas, alcohol y, según se rumorea, drogas. Su vida amorosa parece estar aún más embarullada. A pesar de los rumores que afirman que Timothy Goff y ella están «locos el uno por el otro» y que «se mantienen en contacto permanente», la joven Wellesley asistió a una fiesta de instituto en vez de quedar con su supuesto novio, Timothy Goff, en Portland. De hecho, una Mackenzie Wellesley muy perjudicada por el alcohol abandonó la fiesta en compañía de un desconocido. Dado su meteórico ascenso a la popularidad, este tipo de conducta nos lleva a hacernos la siguiente pregunta: ¿puede la fama estropear a una buena chica?

—¡Drogas! —resoplé—. ¡Jamás en mi vida he tomado drogas! —tendí el brazo hacia los padres de Logan—. ¡Lo juro! ¡Háganme un análisis! No encontrarán nada.

La madre de Logan posó la mano sobre la mía con gesto amable.

—Estamos seguros de ello.

—No sé —bromeó el padre—. Tiene pinta de yonqui.

Me volví hacia Logan.

—Has heredado el sentido del humor de tu padre.

—¡Ay, eso duele!

—Tengo que irme a casa —doblé el periódico para no seguir viendo mi careto—. Tengo que explicarle todo esto a mi madre.

—Claro —asintió la señora Beckett al instante—. Logan te llevará.

—Genial —me volví hacia él—. Y, esto, ¿me dejas tu ropa? Será mejor que no me ponga el vestido.

—No hay problema —repuso él mientras nos dirigíamos hacia el coche.

Se equivocaba. Estábamos a punto de tener unos cuantos.