Si estáis deseando oír jugosos cotilleos sobre ReadySet, me temo que os voy a defraudar. Ahora que sé lo que significa que violen tu intimidad, entiendo por qué los famosos odian a los paparazzi. Tal vez entiendan que es el precio que han de pagar por su fama, pero eso no hace la persecución constante menos intrusiva y enojosa.
Y si bien es verdad que Tim, Dominic y Chris no se quedaron sentados después del concierto toqueteando sus anillos de castidad, tampoco se desmelenaron tanto como dijeron los medios. Se conformaron con relajarse en nuestra compañía después de ducharse y cambiarse de ropa. Nosotros tres no bebimos. Corey no podía, porque tenía que conducir, y Jane y yo nos contentamos con refrescos. Tampoco se escandalizaron cuando rechazamos la cerveza, pero salió a relucir el tema de nuestra edad.
—¿Cuántos años tenéis? —preguntó Tim como si se lo estuviese preguntando.
—Corey tiene dieciocho, yo diecisiete y Jane dieciséis… pero todos vamos juntos a bachillerato.
—Es curioso que estéis en el mismo curso —comentó Dominic.
—Yo perdí un año —dijo Corey con naturalidad, aunque yo sabía que le daba muchísima rabia—. Mis padres habían leído un estudio que decía que los niños sacaban mejores notas si empezaban la primaria algo más tarde —se encogió de hombros—. No es tan malo. Me toca aguantar a estas dos —nos señaló a Jane y a mí—, pero podría ser peor.
—¿Y tú? —le preguntó Chris a Jane, y advertí que el gesto halagaba a mi amiga. Claro que basta con que alguien elogie su habilidad a la Wii para que Jane se sienta halagada. Se conforma con poco.
—Soy algo joven para estar en bachillerato. Pero nadie se acuerda en el instituto, porque Kenzie y yo llevamos en la misma clase desde, ¿cuándo?, ¿segundo?
Asentí.
—Sí, íbamos juntas al colegio Smith.
Gimió, y yo sonreí sin poder evitarlo. Las experiencias de Jane en la primaria no habían sido mejores que las mías. Ninguno de nosotros se moría por rememorar los «viejos tiempos».
—¡No me lo recuerdes!
Aquel comentario despertó el interés general al instante.
—¿Qué pasó? —quiso saber Chris.
Jane no supo cómo explicarlo, de modo que intervine para echarle una mano.
—Jane se apellida Smith, o sea, Jane Smith. Y como el pueblo donde vivimos está obsesionado con otra familia llamada Smith, los niños hacían chistes bobos a su costa. Se metían con su nombre y también con su apellido. Por eso nos hicimos amigas, en realidad.
—Yo estaba a punto de echarme a llorar —intervino Jane. Ahora que yo había roto el hielo, se animó a terminar la historia—. Unos chicos se estaban metiendo conmigo en el recreo. No paraban de decir: «Tú, Jane. Yo, Tarzán» —sonrió ampliamente—. De niña, eso me sacaba de mis casillas. El caso es que Kenzie los fulminó con su mirada más asesina y les soltó: «Ella es Jane y tú eres idiota».
Tim me obsequió con una de sus maravillosas sonrisas, que deberían incluir una advertencia: «Si eres una chica normal, cuidado. Peligro de infarto».
—Fuiste muy valiente.
—Sí, bu-bueno —farfullé—. Desde entonces soy una mema.
Corey me espetó:
—Sí, claro. Y por eso dejaste planchado a Alex Thompson cuando te empujó en la cafetería: para demostrar que eres una cortada —sus palabras destilaban sarcasmo—. En aquel momento supe que sabías sacarte las castañas del fuego.
Tenía toda la razón… y sentí un extraño bienestar. Me había defendido yo sola en la cafetería, y de un chico que debía de pesar treinta kilos más que yo, todo músculos. Pero no quería que lo mencionaran delante de ReadySet.
—¿Alguien se ha metido con vosotros? —Tim lo preguntó con desenfado, pero no apartaba los ojos de Corey.
—Las típicas jugarretas —me apresuré a decir—. Nada importante. Gracias, por cierto, por lo que has dicho esta noche. Ya sabes, eso de que yo era… fantástica.
Dominic me miró un instante con admiración.
—Has cantado muy bien allí arriba.
Chris asintió.
—¿Te gustaría dedicarte a esto?
Casi me atraganté con la Coca-Cola.
—¿Yo? No. Oh, no. Prefiero estar entre bastidores.
—¿Y a ti? —le preguntó Tim a Jane.
—Yo canto —replicó Jane con una sonrisilla—. Hasta que la gente empieza a amenazar con amordazarme.
—Tienes una voz muy potente —dijo Corey, dándole un toque cómplice con el pie—, solo que no aciertas con la nota. Pero sigues siendo la mejor a la Wii.
No nos marchamos hasta la una y media de la madrugada, cuando todos los chicos (Dominic a regañadientes) reconocieron que Jane era la reina de la Wii. De no haber tenido clase al día siguiente nos habríamos quedado aún más rato. Intenté recordar la última vez que me había divertido tanto con alguien, sin contar a Jane y Corey. Me vino al pensamiento el día que había huido de los paparazzi, me había escondido en Victoria’s Secret y había patinado sobre hielo con Logan, pero solo porque estaba agotada después del concierto, seguro. Estuve a punto de quedarme dormida en el coche de Corey, y supe, por la languidez con que pasaba las páginas de uno de sus omnipresentes libros de texto, que Jane también estaba al borde del colapso.
Así que no tuve ocasión de comentar mi momento de estrellato, ni de preguntarme qué pasaría en el instituto al día siguiente. Me dirigí a mi habitación, me metí en la cama y dormí como un tronco.
Desperté tarde. Muy tarde. Mientras correteaba por la habitación recogiendo libros, papeles desperdigados y deberes al mismo tiempo que me ponía los vaqueros, pensé medio dormida que no debía de haber oído el despertador.
Entré a trompicones en la cocina con un aspecto, digámoslo claro, horrible. La noche anterior había olvidado retirarme el maquillaje y parecía un espantajo. El pánico y las prisas bañaban en sudor mi cara pálida y cansada, en la que destacaban unos ojos emborronados. Mi madre no hizo ningún comentario. Se quedó sentada a la mesa del desayuno mientras yo cogía unas berlinas de frambuesa para comer por el camino.
—Bien —dijo con tranquilidad—. Te has levantado. Ahora siéntate y desayuna como Dios manda. Tenemos que hablar.
—¡No puedo, mamá! —dije, sintiéndome más conejo blanco que Alicia en el país de las Maravillas—. ¡Llego tarde!
—Ya lo sé, cielo. Vas a llegar un poco tarde. Ahora siéntate.
No hay modo de llevarle la contraria a mi madre cuando sabe lo que quiere. Me senté.
—¿Qué tal el concierto? —preguntó mientras sacaba huevos de la nevera.
Me froté los ojos y esparcí aún más los restos de rímel.
—Fue genial, mamá —y luego, puesto que se estaba tomando la molestia de prepararme una comida de verdad, desarrollé la idea—: Conocimos a los chicos del grupo y Jane los ganó a todos a la Wii. Nos divertimos mucho.
Lo cual, bien pensado, era muy raro, pues se supone que las estrellas son unos tipos duros adictos al crack, no…, bueno, personas normales.
—Me alegro mucho, cariño.
La miré con suspicacia. Mi madre usa apelativos afectuosos pero rara vez emplea «cielo» y «cariño» en tan pocas frases.
—Esto… ¿Hay algo que quieras decirme? —le pregunté.
—Iba a hacerte la misma pregunta —dejó una tostada en un plato—. Deberías echar un vistazo al periódico, cuqui.
Glups. De «cariño» a «cuqui». Mala señal.
Eché un vistazo al periódico de la mañana y me quedé helada. Un retrato mío me devolvió la mirada. En él aparecía leyendo un libro de texto con cara de concentración. Uno de mis compañeros debía de haber vendido las fotos que me hacían en clase. Era inquietante observarte a ti misma tan desprevenida.
Por desgracia, fue el titular lo que de verdad me alteró. Anunciaba: «¡El apasionante nuevo romance de Mackenzie Wellesley y Timothy Goff!». Una serie de fotos seguía al titular. En la primera, aparecía yo cantando en el escenario, pegada a Tim. Leí el artículo en un momento.
Mackenzie Wellesley, de diecisiete años, tal vez haya pasado de la mediocridad al estrellato en menos de una semana gracias a cierto vídeo de YouTube, pero no ha tardado nada en adaptarse al desenfreno de la fama… ni en saltar a las primeras páginas por su relación con el músico más popular de las listas de éxitos. Ayer por la noche, en el Rose Garden de Portland, Mackenzie demostró sus dotes interpretativas con una coreografía y un despliegue vocal espectaculares. Y si bien es cierto que hasta ahora tendía a rehuir las cámaras, esta joven ingenua parece lista para pasar a primer plano con su nuevo novio. ¿Acaso la popularidad se le ha subido a la cabeza? Una fuente cercana que prefiere permanecer en el anonimato afirma: «Mackenzie se está precipitando cuesta abajo por un camino peligroso. Timothy Goff solo le interesa en la medida en que puede ayudarla a ascender puestos en la escala social. Lo utilizará igual que utiliza la ropa de diseño».
La joven Wellesley sin duda ha despertado el interés de Goff. Hace solo un par de días, Mackenzie respondía a la pregunta de un periodista diciendo: «¿Qué vida amorosa?», pero esta fotografía muestra una realidad bien distinta. La misma fuente informada prosiguió: «Creo que Mackenzie está dando un pésimo ejemplo con sus tácticas. Acabará haciendo daño a Timothy Goff —y a muchos más— en su ascenso. Sus padres deberían haberle enseñado algunos valores, como el respeto por una misma».
Hija de un hogar roto, Mackenzie Wellesley haría bien en recuperar el contacto con su padre antes de que los verdaderos motivos que han llevado a Timothy Goff a describirla como «fantástica» salgan a la luz. Puede que los aplausos entusiastas del público asistente al concierto de ayer no se debieran solo a su maravillosa interpretación. El relaciones públicas de Goff se abstiene de confirmar o negar la relación.
—Mamá —yo apenas podía hablar—. No es verdad. Tú ya sabes que no soy una especie de putón que va por ahí persiguiendo a los chicos para hacerse famosa —volví a frotarme los ojos—. No me lo puedo creer. Ni siquiera me han besado y ya tengo que convencer a todo el mundo de que no soy una zorra que se enrolla con estrellas del rock.
—Ese lenguaje, Mackenzie.
Mi madre no tolera las palabrotas más allá de las estrictamente admitidas en una película tolerada.
—Vale. Ya sabes que no soy sexualmente promiscua.
Sonrió, y el nudo que tenía en el estómago se me aflojó. Mi madre tiene un don especial para tranquilizarme.
—Sí, ya lo sé. Cariño, te guste o no la gente va a murmurar. Van a mentir, y tú tendrás que ignorarlos. He educado a una joven inteligente y autónoma, y no quiero que permitas que esto te altere. Ahora, cómete los huevos.
Tomé un bocado.
—Gracias, mamá.
Se sentó a desayunar conmigo y me miró como si me leyera el pensamiento. Es casi sobrecogedor lo bien que me conoce.
—Confío en ti en relación a los chicos, Mackenzie. Lo que tenemos que hablar es de la última parte del artículo.
La miré sin comprender.
—¿El concierto? Mamá, fue una cosa improvisada que sucedió solo porque Corey me empujó al escenario.
—No me refiero a eso, aunque ojalá lo hubiera visto. Siempre has tenido una voz preciosa. No deberías haberla ocultado cuando cantabas en el coro de secundaria…
—¿Y entonces a qué te refieres? —la interrumpí antes de que propusiera que me uniese al coro de la comunidad.
—A la parte que habla de tu padre.
Me puse tan tensa como si acabaran de cazarme con una pistola eléctrica. Mi madre y yo no hablamos de mi padre. Nunca. No había nada que comentar. En lo que concernía a Dylan y a mí, no existía. Todos lo preferíamos así.
—¿Qué pasa con él?
—Cielo… Verás, ha llamado.
Los huevos, que hacía solo un momento sabían de maravilla, se hundieron en mi estómago y adquirieron la consistencia del cemento.
—¿Ha llamado? ¿Cuándo?
—Esta mañana. Por eso he apagado el despertador y te he dejado dormir —me pasó la mano por el pelo con un gesto reconfortante y dulce. La misma caricia con la que me había obsequiado hacía doce años y cinco meses, cuando él se había marchado. Sentí náuseas.
—Ah, vaya —intenté hacerme la dura, como si no fuera nada del otro mundo que mi padre se pusiera en contacto con nosotros para algo que no fuera enviar el cheque de manutención—. ¿Y qué quería?
—Ha dicho… —mi madre se levantó para retirar los platos, un tic nervioso que la asalta cuando está preocupada— que quería hablar contigo.
Traté de asimilarlo.
—¿Y Dylan?
Mi madre me miró con cara de póquer.
—¿Qué pasa con él?
Supongo que con eso estaba todo dicho. Mi padre no había preguntado por Dylan, por supuesto. No habría llamado de no haber sido por mi súbito estrellato. Él es así.
Asentí.
—Bueno, pues muy bien. Ha llamado y ha dicho… ¿qué? ¿Que quiere charlar después de doce años?
Mi madre se retorció las manos.
—Está, esto, preocupado por lo que dice la prensa.
—Ah, ya veo —no pude evitar que el resentimiento asomara a mi voz—. Puedo comportarme como una zorra, siempre y cuando él no tenga que leerlo en la prensa.
—¡Ese lenguaje, Mackenzie!
—En serio, mamá. ¡Decir «sexualmente promiscua» no cambia nada!
Se crispó, y comprendí que era una tontería ponerse a discutir sobre sus normas lingüísticas.
—La manera de expresarse importa, Mackenzie. Venga, ya sé que estás disgustada —tendió la mano para volver a acariciarme el pelo—. Y no tienes que hablar con él si no quieres. No estás obligada en absoluto, pero tienes derecho a saber que ha llamado.
Sentí que debía hacer algo, así que me serví un vaso de zumo de naranja y me senté en silencio.
—Vale —dije por fin—. No voy a llamarlo. Perdona por haberte contestado mal.
—Oh, cielo —me rodeó con los brazos y yo no me aparté. Ella necesitaba el contacto físico tanto como yo. Me levantó la barbilla para mirarme a los ojos—. Estoy preocupada por ti. Ahora, tu trabajo es ser una niña. Me doy cuenta de lo mucho que te esfuerzas en hacerlo todo a la perfección y me gustaría que no sintieras esa necesidad. No pasa nada por tomarse un día libre de vez en cuando. No te voy a querer menos si no sacas sobresaliente en todo.
Yo estaba al borde de las lágrimas.
—Mamá —dije despacio—. Todo sería distinto de no ser por mí. Si no hubiera tropezado en aquel maldito festival de ballet, no te habrías enterado de que papá te engañaba. Él seguiría aquí. No se habría marchado…
Los dedos de mi madre se crisparon en mis hombros.
—Si no hubieras tropezado en aquel festival, tal vez no me hubiese enterado de lo que pasaba… en aquel momento. Pero quiero creer que lo habría averiguado antes o después. Eso no habría cambiado la clase de persona que es. Me alegro de que tropezaras entonces.
La miré con incredulidad.
—¿En serio?
—¡Sí! —se rio—. Me obligó a replantearme mi matrimonio. Y si pudiera retroceder en el tiempo, no cambiaría nada. Gracias a aquel desastre os tengo a ti y a Dylan. Y vosotros sois lo mejor que me ha pasado nunca.
Noté que las lágrimas se deslizaban por mis mejillas, lentas pero constantes, y no hice ademán de enjugármelas.
—¿No te arrepientes?
—Ni una pizca —me frotó el pelo—. ¿Por qué no te duchas mientras cojo algo de tu armario? Luego te llevaré al colegio.
Le sonreí.
—Te quiero, mamá.
—Cariño —dijo—, yo también te quiero.