No sabía qué esperar. Flipante, ¿verdad? Dejando el sarcasmo a un lado, no alcanzaba a imaginar cómo serían los camerinos de un concierto de rock. Menos mal que no iba sola.

Como es comprensible, no me hizo ninguna gracia que Corey y Jane, cuando fueron a buscarme, echaran un vistazo a mi aspecto y me ordenaran que me cambiara de ropa.

—¿Qué pasa con la ropa que he llevado al instituto? —gruñí.

Corey me empujó de vuelta a mi habitación.

—Nada, si vas al instituto. Vamos a un concierto, Mackenzie.

—Gracias por decirme lo que ya sé, pero no entiendo qué…

Jane puso los ojos en blanco.

—Obedece sin rechistar, Kenzie. Si no, no se callará.

Tenía razón. Así que me senté en mi cama mientras Corey curioseaba mi engrosado armario y lanzaba exclamaciones de admiración desde el interior.

—Dios mío. ¿Tienes un traje de Valentino? ¡Es absurdo!

—A quién se lo dices —respondí—. No me voy a poner algo tan elegante, o sea…, nunca.

Se dio media vuelta.

—Si no te pones este maravilloso vestido, te mato. Y luego me aseguraré de que te entierren con él.

Me eché a reír.

—A ver, ¿qué me vas a obligar a llevar esta noche?

Me tiró a la cara unos vaqueros oscuros seguidos de una camiseta supersexy.

—Estás de broma si crees que me voy a poner esto —señalé la camiseta escotada—. Jamás llevaría algo así.

Jane examinó el top en plan crítico.

—Me gusta —concluyó.

Corey me enseñó unas sandalias de tacón topolino.

—Con esto no parecerás una chica de instituto.

Lo miré nerviosa.

—Soy una chica de instituto. ¿Qué tiene de malo que aparente mi edad?

Corey esbozó una sonrisa.

—Casi todo el mundo cree que estás en secundaria, cariño.

—¡No, no es verdad! —me volví hacia Jane para que me diera la razón—. ¿Verdad que no?

—Bueno, en realidad… —empezó a decir.

—Oh, porras.

—Es por tu forma de abrir los ojos —explicó—. En plan… Bambi.

—¡Parezco un ciervo!

Jane se lo pensó un momento.

—Sí, pero en el buen sentido. Eh, ¿me dejas esos zapatos? —señaló unas manoletinas Kate Spade.

Me puse la ropa nueva con dificultad.

—Claro. ¿Podemos irnos ya?

Pero Corey acababa de encontrar el maquillaje que MAC me había enviado.

—Porras —repetí, mientras Corey la emprendía con mi cara.

Cuando mi amigo declaró por fin que estábamos listos para partir, yo llevaba los ojos enmarcados en gris ahumado. Parecía una vampiresa, pero no en plan «te voy a chupar la sangre» sino más bien «vente a pasear conmigo por el lado salvaje». Corey sabía lo que hacía.

Mi madre tuvo que mirarme dos veces cuando entré en la cocina.

—Mamá, tú no quieres que lleve puesto este conjunto —me señalé el escote con un gesto—, ¿verdad?

En esta ocasión me miró una sola vez y sonrió.

—¿Por qué? ¡Pero si es muy mono! No sabía que lo tenías. ¿Me lo dejarás algún día?

Lo más triste es que seguramente a mi madre le habría quedado mejor mi ropa nueva que a mí. Es guapísima y en el restaurante no paran de tirarle los tejos.

—Sí —respondí—. Coge lo que quieras de mi armario siempre que te apetezca.

Siempre hemos tenido esa relación. A veces tengo la sensación de que somos dos madres en vez de madre e hija.

—Que te diviertas, cariño —me recogió un mechón de pelo por detrás de la oreja—. Ya sé que no hemos hablado mucho de esto.

Asintió, como si mi aspecto la satisficiera. Entre que llegaba a casa agotada y toda aquella locura de los medios, no habíamos tenido ocasión de comentar los cambios que estaba experimentando mi vida. Mi madre siempre se asegura de reservar tiempo para Dylan y para mí. Desde que mi padre se marchó, ella y yo nos acurrucamos en el sofá de vez en cuando con grandes tazas de cacao caliente y analizamos hasta el último detalle de nuestras vidas. Hace de madre/mejor amiga/terapeuta. Por desgracia, cuanto mayor me hago más ocupada estoy… y menos puedo compartir con ella. Nadie tiene la culpa; sencillamente, así son las cosas.

—Ya sabes que no has de hacer nada que no te parezca bien.

Supongo que es duro comprender que tu hijita ha crecido. Sobre todo si se ha convertido en la última sensación de Internet.

—Ya lo sé —me subí el escote del top, pero no sirvió de mucho—. Bueno, sin contar esto. A Corey le va a dar un ataque si me cambio ahora. Volveré después del concierto —prometí—. He hecho los deberes y tengo el móvil cargado. Todo irá bien.

Asintió y salí de casa hacia el coche de Corey, sintiendo una mezcla de nerviosismo y emoción. A pesar de todo, fue un alivio descubrir que los paparazzi habían perdido el interés en nuestra casa. Y aquel día, habían acudido pocos reporteros al instituto también. Mi cambio de look había provocado cierta conmoción, pero mi fama disminuía por momentos. Y pronto, muy pronto, solo sería una fan más gritando en el concierto de ReadySet.

Supuse que ya no recibiría más regalos como aquellos pases de camerino, y me entusiasmaba mucho más la perspectiva de asistir al espectáculo que cualquier estúpido vestido (aunque fuera de Valentino). Estaba decidida a disfrutar a tope. De modo que cuando una roadie muy estresada —que no parecía nada complacida de que hubieran alargado aún más su lista de obligaciones— nos condujo a Corey, a Jane y a mí a los camerinos, intenté hacerme la dura.

Vale, las personas que montan numeritos delante de los famosos siempre me han parecido bastante tontas. Jamás he entendido a las chicas que se ponen a gritar: ¡ROBERT! ¡OHDIOSMÍO, ROBERT, TE QUIERO! en los estrenos de Crepúsculo, sobre todo cuando casi se desmayan solo porque Robert Pattinson les ha dedicado una sonrisa. Por favor… Todo por un chico que dice «resplandecer» en las películas.

Patético.

En consecuencia, pensé que conocer al grupo no sería nada del otro mundo. Bueno, sí era algo del otro mundo para mí, por supuesto, pero me había propuesto hacerme la interesante. Y resultó… que no lo conseguí.

La roadie llamó a la puerta y, cuando oyó un grito procedente del interior, nos empujó adentro y se largó.

El camerino parecía el elegante decorado de una sesión fotográfica, con las paredes color crema y mullidos sofás de piel. Había una mesa de madera repleta de botellas de agua y latas de cerveza abiertas, además de un enorme cuenco de chocolatinas.

—Eh, hola —Timothy Goff nos saludó con un gesto de la cabeza. Sentado en un sofá, miraba cómo sus músicos competían a la Wii—. Me alegro de que hayáis podido venir.

Encaramada a mis sandalias de cuña, me tambaleé hacia delante. Timothy Goff no había llegado a ser una estrella del rock solo por su música. Era guapísimo. Mucho más que Robert Pattinson, en mi opinión. Tenía el pelo rubio ceniza, los ojos de un azul muy claro y una boca que parecía hecha para sonreír. Solo una pequeña cicatriz en la ceja derecha le impedía parecer un chico de anuncio. Añadid a la combinación cierto aire peligroso.

—Hola —contesté con voz poco firme—. Soy Mackenzie. Esto, Mackenzie Wellesley. Y… estos son mis amigos, Jane y Corey.

—Yo soy Tim —respondió él.

Reprimí el extraño impulso de echarme a reír, gritar o soltar alguna estupidez como: «¡Ya lo sé!».

—Chris es el que le está dando una paliza a Dominic —nos presentó él mismo a los músicos, puesto que ninguno de los dos había separado la vista de la pantalla. Todos parecían lo bastante jóvenes como para formar parte del grupo de los populares del instituto Smith. No podía ni imaginar cómo debía de ser ir de gira por todo el país a los diecisiete. Aunque seguro que el tema daba para una redacción de selectividad alucinante.

—¿Alguno tiene ganas de echar una partida de tenis a la Wii?

No me lo podía creer. Timothy Goff se había presentado como Tim. Podíamos saludarle diciendo: «¡Hola, Tim!» o «¿Qué tal, Tim?». Timothy Goff nos invitaba a jugar a la Wii como si tal cosa. ¡TIMOTHY GOFF!

No supe qué decir. Me faltaban las palabras. Me quedé allí plantada, con la boca abierta, mientras «Tim» se comportaba como si fuera lo más normal del mundo que la gente perdiera el habla en su presencia. Y seguramente lo era.

—Yo me apunto.

Para sorpresa de todos, Jane se dirigió al sofá, cogió un mando y se puso a jugar con Dominic. Corey y yo intercambiamos una mirada de sorpresa antes de acercarnos a observar la partida.

No sabría decir en qué momento la tensión se esfumó del camerino, pero hacía solo unos minutos yo me encontraba plantada junto al sofá, superincómoda, y poco después todo el mundo estaba gritando, animando o maldiciendo mientras Jane hacía gala de su impresionante revés. Y si bien es cierto que Tim era la primera celebridad de pura cepa que conocía en mi vida, él se comportaba con tanta naturalidad que me sentía casi… relajada. Bueno, después del soponcio inicial.

—Quería preguntarte —me dijo mientras Chris retaba a Jane a una partida— qué te ha parecido el videoclip.

El golpe derecho de Jane me distrajo y respondí con normalidad.

—Es genial. Artístico pero no pretencioso. Me encantaría si no fuera porque me incluye.

Sonrió abiertamente, y de pronto temí que las piernas no me sostuvieran…, convertirme en una de esas fans que se desmayan a su paso.

—Ya sé que la prensa es agobiante… pero cuando vi el vídeo, no me pude resistir.

En aquellos momentos, le habría dejado que me grabara haciendo cualquier cosa. Fuera lo que fuese, se lo habría perdonado. Hasta ese punto me había deslumbrado.

—Bueno —intenté recuperar la compostura—, es una de tus mejores canciones. En el fondo, hasta es posible que me sienta halagada —me lo pensé mejor—. Algún día.

—Escuchó Dialectos de los desempleados un millón de veces cuando el CD salió al mercado —informó Corey a Tim—. Y creó pasos de patinaje para cada tema. Créeme, se siente halagada.

Le di un codazo a Corey en las costillas.

—¡Intentaba hacerme la dura!

—¿Patinas? ¿En línea?

—Sí —dije, molesta por no poder añadir algo más interesante, como que también tocaba el ukelele… cualquier cosa—. Ya sé que es un deporte muy ochentero. Y seamos sinceros: los ochenta no inspiran a nadie.

—No sé… Mis pitillos de piel molan.

Durante un horrible instante, Corey y yo nos quedamos mirándolo horrorizados, pero enseguida Tim lanzó una carcajada.

—Es broma.

—Oh, gracias a Dios. Dudo que ni siquiera a ti te quedaran bien —dijo Corey mirando el tipo de Tim. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero creí advertir cierta tensión entre ambos que no era incomodidad precisamente. Corey rechazó lo que quiera que le rondase la cabeza y sonrió—. Además, alguien podría tirarte pintura roja por llevar pantalones de piel.

—Cosas más raras me han tirado —reconoció Tim—. Normalmente sujetadores de mis… esto… fans más fervientes. Pero una vez me lanzaron un pepino en mitad de «Aniquilado en mejores circunstancias». Falló, pero no por mucho.

—¿Y te acuerdas de aquel cartel que volcó el soporte del micro? —intervino Dominic—. Decía: «Cásate conmigo, Tim». Fue brutal.

—¿Y cuando rompieron aquella sandía contra el escenario? Aunque casi siempre son botellas de agua y ropa interior —comentó Chris, desviando un instante la atención de la Wii. Jane marcó otro tanto—. Maldita sea. ¡Qué buena eres!

Jane sonrió satisfecha, como si estuviera acostumbrada a que el batería de un grupo de rock le hiciera un cumplido.

—Gracias. Deberías verme jugar al Ataque del Unicornio Robot.

Cuando menos te lo esperas, Jane comenta con orgullo lo bien que se le dan los juegos de ordenador. A la mayoría de la gente le parece penoso. Yo lo encuentro atractivo.

No debería haber funcionado: tres aburridos alumnos de instituto (dejando aparte mi escarceo con la fama, yo seguía siendo bastante aburrida) no deberían haberse entendido con un trío de estrellas de rock a la primera de cambio, aunque fuéramos más o menos de la misma edad. Yo pensaba que nos dejarían saludarlos un momento antes de echarnos del camerino. En cambio, Dominic le estaba diciendo a Jane que le iba a dar una paliza a los bolos más tarde, como si fuera evidente que íbamos a pasar un rato juntos después del concierto. Tim incluso se grabó nuestros números en el móvil, por si en plena locura posconcierto no conseguíamos dar con ellos. Sí, eso he dicho: el cantante de uno de mis grupos de rock favoritos tenía mi número de móvil.

Y el verdadero espectáculo aún no había empezado.