Aquella noche le enseñé a mi madre el armario atestado, pero no llamé a Corey ni a Jane. Quería juzgar en persona su primera reacción. Suponía que se quedarían pasmados; alucinados de que su mejor amiga, Mackenzie Wellesley, se presentara en el instituto vestida a la última. Con prendas de diseñadores fantásticos: zapatos planos de Oscar de la Renta, vaqueros de Calvin Klein y top de Anthropologie. ¿Los libros? Sí, arropados con mimo entre los pliegues de un enorme bolso de Hobo. Incluso me puse un poco de maquillaje; solo brillo de labios y sombra de ojos, pero ya nadie me incluiría en su lista de peor vestidas. Me había levantado una hora y media antes de lo habitual para asegurarme.

Lo reconozco: fue genial aparecer en el instituto con un millón de dólares encima. Eh, puede que llevase un millón de dólares encima. Bueno, más bien ropa por valor de quinientos, pero comparada con mis vaqueros favoritos (que había conseguido por veinticinco centavos) me sentía como si valiera un millón. Maquillada y vestida con tanta elegancia, tenía la sensación de que, más que ser la vida real, toda aquella atención mediática formaba parte de una representación. Cuando las cámaras me enfocaron, me hice la interesante y fingí que estaba acostumbrada a los halagos.

Lo más curioso fue que… creo que coló.

Otras cosas habían cambiado también. Los chicos me miraban por los pasillos, aparentemente interesados en mi nuevo look, sexy e informal al mismo tiempo. O eso, o se me había corrido el lápiz de ojos y todo el mundo estaba pensando: ¡Eh, mirad a la chica mapache! Pero si las miradas lentas y las expresiones de admiración significan algo, no tenía pinta de animal nocturno.

Para cuando me uní a mis dos mejores amigos cargada con una hamburguesa con queso y unas patatas fritas, estos ya habían reparado en mi apariencia anti-Mackenzie.

—¡Estás fantástica! —declaró Jane con naturalidad cuando me senté. Sonreí antes de volverme hacia Corey.

—¿Qué te parece? ¿Me he pasado? No vayas a cortarte ahora, ¿eh?

Frunció los labios con ademán pensativo.

—Jane tiene razón: sexy pero no zorrón. Aunque será mejor que no te frotes los ojos o estarás sexy pero desastrada. Y suéltate la coleta.

Me quité la cinta del pelo y dejé que la media melena me enmarcase la cara mientras me metía en la boca una patata frita.

—¿Habéis hecho planes para esta noche?

Jane negó con la cabeza. Tenía la boca llena de magdalena.

—No —dijo Corey con tristeza—. Deberes, como de costumbre.

—Pues muy bien. Y no os apetecería ir al concierto de ReadySet conmigo, ¿verdad?

Corey me miró boquiabierto.

—¿Tienes entradas? ¡No me digas!

Jane sacó un libro.

—Lo consideraré un descanso en los estudios. No dejaré de estudiar hasta el momento del concierto y empezaré… ¡ahora mismo!

Yo sonreía como una idiota. No podía parar.

—¿Todavía estás dispuesto a llevarnos, Corey?

Asintió. Después de su explosión inicial, se había quedado sin habla.

—Bien —cogí otras dos patatas—. Sería una pena echar a perder los pases para los camerinos.

El grito de emoción de Corey se oyó por toda la cafetería. Prácticamente volcó la mesa cuando se levantó para abrazarme.

—¡Qué locura! ¡No me lo puedo creer! ¡Eres la mejor, Mackenzie! Lo sabes, ¿verdad? ¡Eres la tía más pistonuda del mundo!

Bueno, no dijo exactamente «pistonuda» mientras me obligaba a bailotear con él.

—Quedamos a las seis y media, ¿vale? Así podremos echar un vistazo a tu ropa nueva antes del concierto.

—A mí me parece bien. ¿Te apuntas, Jane?

Ella movió la mano con ademán distraído.

—Sí. Claro. Genial. Ahora tengo que concentrarme.

A Jane le gusta machacarse los sesos antes de tomarse la noche libre; una costumbre que Corey y yo hemos intentado quitarle sin resultado.

—¿Cómo los has conseguido, Mackenzie? —Corey resplandecía de la emoción—. Pases para los camerinos. Brutal.

—Estaban entre el montón de cartas que he recibido. No te creerías la cantidad de invitaciones que me han enviado. Hasta quieren que vaya al Show de Tyra Banks, la supermodelo.

Jane levantó la cabeza.

—¿Fue Tyra la que dijo aquello de sonreír con los ojos?

—Dijo «guiñar» los ojos —la corrigió Corey, que estaba muy bien informado—. ¿Vas a ir?

—¿Yo? ¿Al programa de Tyra? Se me comería viva —me señalé la cara—. Que no te engañe el maquillaje. Esto es temporal, hasta que la prensa me deje en paz. He tardado casi una hora en pintarme, porque me apartaba cada vez que intentaba usar el lápiz. Así que no te acostumbres, chaval.

Corey seguía sonriendo cuando advertí que dos chicas de secundaria se acercaban… a nuestra mesa.

—¿Os importa que nos sentemos aquí?

La que había hablado era morena, llevaba el pelo largo e iba vestida con ropa informal pero carísima. Habría dado el pego en la portada de una revista para adolescentes. Las dos tenían tanto estilo que más parecían de nuestra clase que de primero.

—No, claro que no —contesté.

¿Qué otra cosa iba a decir?: «¿No preferís sentaros en la mesa de los populares para poder formar parte de la élite dentro de unos años?». Miré en dirección a Chelsea. Ella me estaba observando también, con la boca abierta como un pez. Unos cuantos asientos más allá estaba Patrick, tan mono como siempre. Mis ojos se posaron en la mesa del rincón, donde vi a Logan sentado con Spencer. Nuestras miradas se encontraron y él levantó una ceja. Sonreí sin poder evitarlo cuando me di cuenta de lo que acababa de hacer: ser más popular que los populares.

Guay.

Si te olvidabas de su aspecto de «princesas Disney», las chicas resultaban simpáticas. Melanie era calcada a Pocahontas y Rachel se parecía a Ariel, la sirena metida a humana. Quizás Corey tenía razón y mi torpeza nos estuviera abriendo puertas, porque los cinco nos quejamos juntos de los profesores, de la horrible comida de la cafetería y de los deberes hasta que acabé por sentirme cómoda. En teoría, eso no debía pasar. Se suponía que debía estar nerviosa, tensa y haciendo lo posible por controlar mi fobia a ser el centro de las miradas. Sin embargo, Melanie y Rachel solo me parecían… inofensivas.

Hasta entonces, mi objetivo existencial había sido pasar desapercibida, algo que obviamente no había conseguido puesto que todo el mundo me reconocía. Personas que hacía una semana habrían sido incapaces de identificarme entre una fila de gente les contaban a los periodistas todo lo que sabían acerca de mí. Y una parte de mí misma, una parte muy tonta, se estaba divirtiendo. No me entendáis mal, me habría gustado que nada de eso hubiera sucedido, pero todo aquello de llamar la atención tenía sus ventajas. Puede que pasara demasiado tiempo con Corey.

O tal vez llevaba demasiados años automarginada, viendo cómo Chelsea gobernaba el instituto. Por fin podía ejercer algo de poder. Por primera vez entendía esas series de televisión cuyas protagonistas se pelean por tomar el mando. Siempre me había preguntado qué podía impulsar a una chica a comportarse con maldad, pero en aquel momento lo entendí. La popularidad es divertida. O, como mínimo, estar allí charlando con Melanie y Raquel fue muy agradable. Y puesto que no tenía la menor intención de raparme la cabeza (a lo Britney Spears), drogarme (a lo Lindsay Lohan) o estrellarme en un coche (a lo Shia LaBeouf), pensaba que estaba llevando la fama de maravilla.

Todo estaba cambiando: mi ropa, mi estatus social, mis planes nocturnos, todo. No tenía ni idea de cómo se había producido, pero mi superestructurada, organizada y convencional vida en la más absoluta invisibilidad se había vuelto del revés. Me imaginaba a mí misma en el diván de un psicoanalista explicándole lo sucedido: «Verá, doctor, todo iba bien (salvo por unos cuantos abandonos de nada) hasta que me hice famosa. ¿Ah, sí? ¿Usted también ha visto el videoclip? Qué bien».

Ya nada me parecía real. Seguía siendo la misma chica, asistía al mismo instituto, comía con los mismos amigos, pero mi sensación era totalmente distinta a la de hacía una semana. Totalmente. Y no tenía ni idea de lo que quería hacer al respecto.