Al día siguiente, me desperté agotada. Trabajar con Logan en Historia estadounidense preuniversitaria reducía el tiempo que podía dedicar a mis otras clases. Tenía un montón de trabajo pendiente de Legislación y dormía una media de cinco horas. No soy madrugadora. Me levanto temprano, pero de un humor de mil demonios. Así que cuando bajé y descubrí que Dylan se había acabado la leche, mi mal humor empeoró por momentos. Saqué unos gofres y los metí en la tostadora.
Entonces oí un grito.
Parecía como si Dylan se hubiera roto una pierna, se hubiera torcido los ligamentos y se hubiera machacado hasta el último metatarso del pie; todo al mismo tiempo.
—¿Dylan? —grité. Todo mi estúpido instinto de hermana mayor se puso alerta—. Dylan, ¿qué pasa?
Cuando lo encontré sentado en la salita del ordenador, señalando la pantalla, me entraron ganas de matarlo.
—¿De qué vas? Casi me muero del susto, idiota.
Dylan seguía con la mirada fija ante sí, ajeno a mis insultos, señalando la pantalla.
—Me da igual lo que digan de mí, ¿vale? Se ha acabado. Desde hoy, soy agua pasada. ¿Lo pillas?
Pero Dylan negó con la cabeza e hizo un clic en la pantalla.
Por un momento, no entendí nada. Dylan estaba viendo YouTube, pero en la pantalla no aparecía yo sino el último vídeo musical de la banda de rock ReadySet.
Supongo que los conocéis. O sea, venga, estamos hablando de ReadySet. Sus temas arrasan en el mundo entero desde que empezaron a utilizar vídeos musicales megacreativos para promocionarse. Como mínimo habréis oído hablar del cantante, Timothy Goff, el chico de dieciocho años que ha tomado por asalto la industria discográfica.
Aún me impresiona cómo intercalaron las secuencias; la habilidad con que insertaron mis imágenes en el vídeo de su acelerada canción «Descenso». Alex caía a cámara lenta antes de que la batería irrumpiera con fuerza justo cuando él impactaba contra el suelo. Todo era increíblemente artístico: los colores cambiantes del fondo, las transiciones, los cierres… hasta el último detalle. Parecía como si el incidente del masaje cardíaco hubiera sido coreografiado para aquella canción. De verdad, hasta ese punto se acoplaba la letra, en particular los versos:
Caíste como una chica salida de un espejo.
Juraste que siempre volverías.
Pero tengo un documento firmado.
Dice que te has marchado.
Mi expresión de pánico atroz resultaba graciosa a la vez que intensa. Una fusión perfecta y un éxito instantáneo.
Estaba apañada.
—E-eso no significa nada —le dije a Dylan, pero sabía que me equivocaba. Incluso habían incorporado mi «¿NO LO ESTARÉ MATANDO?» a la canción. Y sonaba de maravilla.
Dylan me miró a los ojos. Tal vez fuese de nuevo mi instinto de protección fraterno, pero me pareció tan pequeño… Un renacuajo flacucho con una pelambrera rojiza y la cara sembrada de pecas. Y yo le estaba arruinando la vida una y otra vez.
—Mackenzie —dijo mi nombre despacio, como esforzándose en pronunciar cada sílaba—. Un vídeo de YouTube puede pasar al olvido pero esto… es otra historia.
Quise decirle que ya me había quitado de encima a la prensa, muchas gracias, pero por más que me doliese admitirlo, tenía razón. Mi vida ya era un caos antes de que la última sensación del rock estadounidense me hubiera escogido como una especie de musa. Ahora todo aquel que se hubiera perdido el bochornoso percance podría verlo una y otra vez en MTV-2.
Por si fuera poco, la gente querría saber quién era yo. No ves un videoclip fantástico sin hacerte preguntas sobre las personas que aparecen en él. Por eso aquella pareja de recién casados que recorrió bailando el pasillo de su boda se hizo tan famosa. Primero salieron en YouTube, después en AOL y luego, de repente, hicieron una parodia de la escena en La oficina, y la pareja recibió duras críticas por haber utilizado una canción de Chris Brown poco después de que saltara a la palestra por haber golpeado a su ex novia, Rihanna. De modo que los recién casados tuvieron que ir al programa de televisión Buenos días, América y donar dinero para la prevención de los malos tratos a las mujeres. Todo porque alguien filmó su boda y la colgó en Internet. Absurdo pero cierto.
—Te-tengo que ir al colegio —dije con voz inexpresiva. Erguí los hombros y me dirigí directamente a la cocina para prepararle un café a mi madre. Mientras tanto, no paraba de decirme que muy pronto volvería a ser una adolescente normal y corriente que asistía a un instituto cualquiera de Portland. Mis quince minutos de fama no habían terminado aún, ¿y qué? Sobreviviría a otros quince.
A lo mejor.
Me hice la dura. Le llevé la taza a mi madre y le pedí que me acompañara al colegio. Ella tomó un sorbo de café y asintió. Y si bien no dijo: «Mackenzie, no tengo tiempo para hacer de chófer», me sentí fatal. Lo último que necesitaba mi madre eran más motivos de estrés. Tendría que compensarla con algo más que con una simple taza de café. Se tomó la bebida mientras yo repasaba mi horario, buscando algún rato libre para pasar el aspirador, barrer y limpiar los cristales… después de ir al cole, dar clases y hacer los deberes pero antes de cenar.
Mi madre se despejó con el café y sus ojos se desprendieron de la niebla gris que los empaña cuando aún no se ha despertado del todo. Ojalá hubiera heredado el color azul claro de los ojos de mi madre en vez del marrón vulgar de mi padre. Su pelo rojo enmarañado me hizo pensar en unos duendes bailando en una alfombra de oro.
—Vamos pues —dijo.
No había periodistas esperando en el camino de entrada ni entre los hierbajos altos hasta las rodillas del jardín delantero. A lo mejor aquella historia de ReadySet no era para tanto, después de todo. La esperanza se esfumó en cuanto llegamos al instituto.
Se repitió la escena del día anterior… solo que muchísimo peor.
—Pero ¿qué…?
No dejé que mi madre acabara la frase. Si miraba la marea de reporteros, me fallaría el valor. Abrí la portezuela y eché a correr como una exhalación. A metro y medio del coche, el revoltijo de trajes, cámaras y equipos de sonido me engulló. Di vueltas sobre mí misma, buscando desesperada un rostro conocido… alguien que me echase una mano. Qué ilusa, estaba de los nervios y nada preparada. Me tiraron un micro a la cara y lo cogí al vuelo mientras buscaba una vía de escape.
—Mackenzie, ¿qué talla usas?
—¿Eres fan de ReadySet?
—¿Asistirás a su concierto, el jueves por la noche?
—Esto… —¡demasiadas preguntas!—. Talla, ejem, cuarenta, creo. Sí, me gusta ReadySet. ¿A quién no? Pero no tengo entradas. Seguramente están agotadas.
—¿Es verdad que sales con el cantante, Timothy Goff?
—Yo… esto… no lo conozco.
Sentí tentaciones de dejar caer el micro y largarme corriendo, pero temí que me denunciasen por daños a la propiedad.
—Mackenzie, ¿qué llevas puesto?
Me miré el cuerpo con inseguridad.
—Pues… ¿unos vaqueros?
—¿Cuál es tu diseñador favorito?
Me quedé mirando a la periodista con incredulidad. Parecía tan elegante con su blusa de seda azul y sus pantalones tipo sastre… Y me hacía preguntas sobre marcas a mí.
—Los compré en un mercadillo —farfullé—. Yo no…
Pero ya me estaban acosando con nuevas preguntas.
—¿A qué universidad quieres ir?
—¿Quién es tu estrella favorita?
—¿Qué se siente al ser la «Chica Más Patosa de Estados Unidos»?
No tenía tiempo de procesar lo que me decían.
—Lo siento —respondí con educación—. De verdad. Sé que solo hacéis vuestro trabajo, pero tengo que ir a clase. Y me estáis poniendo nerviosa —me sonrojé y me concentré en el micrófono—. Lo siento —repetí—, pero deberíais hablar con alguno de los populares, no conmigo —quise morderme la lengua por haber sufrido aquel lapsus—. No llevo ropa de diseño. No me la puedo permitir. Y entre los exámenes, las clases particulares y el instituto, no puedo afrontar toda esta atención —lo dije como si fueran una plaga—. Así que gracias por dedicarme vuestro tiempo, pero tengo que irme.
Observé con alivio que una agente de policía se abría paso entre las cámaras. Parecía la protagonista de una serie de polis, con su paso decidido y su aire de no andarse con tonterías. Seguramente se había pasado toda su carrera demostrando lo mucho que valía hasta convertirse en la poli más dura del lugar.
Introdujo un brazo entre el gentío para cogerme por el hombro y nos dirigimos juntas hacia uno de los edificios.
—Ignóralos —me sugirió mientras los periodistas seguían gritando.
—Mackenzie, ¿quiénes son los populares?
—¿Es duro vivir en un hogar de padres divorciados?
La poli hizo un gesto y otros agentes avanzaron para crear un cordón entre los reporteros. Mirando por encima del hombro, advertí que los medios no habían renunciado a las entrevistas. Un corro de periodistas escuchaba al trío malvado. Con el rabillo del ojo, vi a Chelsea sacudir la melena como una cascada de oro que le cayese por la espalda. Parecía una diosa, mientras que yo tenía pinta de pringada.
No por primera vez, deseé que Chelsea se hubiera hecho famosa en mi lugar.
La agente no me soltó hasta ponerme a salvo de los paparazzi. Ni siquiera en el interior del recinto se separó de mí. Me guio hacia la primera fuente.
—Bebe —me ordenó.
Obedecí automáticamente. Se me había secado la boca durante la entrevista improvisada; algo que no había advertido hasta entonces. Como tampoco me había dado cuenta de que me temblaban las manos como las alas de un colibrí.
—¿Te encuentras mejor? —me preguntó después de que bebiera con avidez.
No estaba segura de poder articular palabra, de modo que asentí.
—Bien —me escudriñó con la mirada y luego negó con la cabeza. Creí ver compasión en sus ojos—. La próxima vez, la cabeza gacha, los hombros hacia atrás, nada de contacto visual, sin titubear, y todo irá bien. Ahora ve a clase.
Ya me alejaba tal y como me había ordenado cuando me llamó.
—Señorita Wellesley.
Me di media vuelta.
—Buena suerte.
Aquella buena mujer no imaginaba hasta qué punto la iba a necesitar.