A lo mejor creéis conocerme… y no os lo reprocho. Es probable que hayáis leído sobre mí en AOL o puede que hayáis oído a los presentadores de televisión Conan O’Brien o Jon Stewart hacer algún chiste a mi costa. Si no es así, tampoco pasa nada. Casi lo prefiero, la verdad. Pero seamos sinceros: el mundo entero ha oído hablar de lo patosa que es Mackenzie Wellesley. A lo mejor queda alguien en Myanmar o en Sudán que no se ha enterado de lo torpe que soy… pero ya me entendéis.

Ahora bien, pese a todo lo que han dicho de mí por ahí (y se han dicho muchas cosas) pocas personas saben cómo dejé de ser una estudiante normal y corriente para convertirme en un icono de la cultura pop en el transcurso de una semana. Por eso me voy a tomar la molestia de contarlo. No os preocupéis: no pienso imitar a esas celebridades que te largan el rollo de su biografía para quejarse de su sórdido pasado. Mi pasado no es sórdido, solo patético.

Empezaré diciendo que nunca he querido estar en el candelero. Es mi hermano pequeño, Dylan, el que se muere por ser el centro de atención. Ya sabéis: coger la pelota en el último segundo de la prórroga para marcar el tanto de la victoria. A mí, la mera idea de encontrarme en un estadio lleno de gente pendiente de mis movimientos me produce escalofríos. Seguramente el pánico escénico que siento se remonta a un festival de ballet en el que participé cuando iba a primaria. Lo recuerdo todo con pelos y señales. Cuando salí al escenario, vi a mi madre entre el público. Sostenía a Dylan, entonces de pocos meses, en el regazo. Estiré el cuello para buscar a mi padre entre la multitud, preocupada por si no aparecía. Entonces miré hacia un lateral y lo vi detrás de las cortinas… enrollándose con mi profesora de ballet.

Tenemos el festival grabado en vídeo. Cualquiera puede advertir el momento exacto en que mi mundo se hizo añicos por el modo en que abro los ojos desmesuradamente y la melena me cae sobre la cara mientras paso la vista desde mi padre hasta mi madre, que me saluda contenta. Pero la cosa no acaba ahí, ni mucho menos. Me quedé petrificada mientras las otras niñas giraban y hacían piruetas a mi alrededor. Me di media vuelta y (deslumbrada por los focos) tropecé con el cable de sonido y salí volando hacia las cortinas, que, al ceder, dejaron a la vista el careto de mi padre en pleno morreo. En aquel instante me di cuenta de que prefería mil veces ser invisible a pegarme un trompazo enfundada en un ridículo tutú rosa.

Freud diría que eso explica la fobia que siento a las multitudes y a la posibilidad de llamar la atención. Y por una vez creo que Freud tendría razón. Aquel maldito festival (y el divorcio) me volvieron paranoica. Podría decirse que ansío el anonimato. Así que no me importa que me consideren una pringada. Me parece genial que no me inviten a las fiestas. En el cole, me han puesto la etiqueta de bicho raro, y me he esforzado mucho en conservarla. Y si bien cualquier día normal asisto a un mínimo de tres clases preuniversitarias para alumnos avanzados, no me quejo. Es bastante estresante, pero me parece bien… sobre todo porque mi expediente impresionará a los comités encargados de decidir quién se queda con las becas.

De modo que sí, estoy contenta con mi vida. Tengo amigos, un trabajo y un media altísima que me abrirá las puertas de una buena universidad… o como mínimo, tenía todo eso hasta que me hice famosa.